Fuente: Revista Ñ, 26 de enero 2019. Clarin.com
Por María Negroni
Erik Satie (Honfleur, 1866-París,
1925) ocupa el panel derecho de un tríptico que escribí en los últimos años.
Ese tríptico tiene en su centro a Emily Dickinson, la gran poeta de Amherst, y
en el panel izquierdo al artista visual norteamericano Joseph Cornell.
Las afinidades entre los tres son
notables: comparten la propensión al aislamiento (y cierta atonía sexual), el
apego al coleccionismo, la pasión por la miniatura, el desdén por cualquier
tipo de inserción canónica. Se diría que sólo les interesa esa forma sutil del
juego que es el arte, que a las trascendencias monumentales prefieren las
epifanías mínimas.
De esas tres figuras, quizá la
más excéntrica sea la de Erik Satie. Hijo de la Belle Époque, tenía más 50 años
a comienzos del siglo XX cuando surgen las primeras vanguardias parisinas. Sin
embargo, para entonces ya contaba con un pedigree inusual: había creado, bajo
la égida del rosicruciano Joseph Péladan, la Iglesia Metropolitana de Arte de
Cristo el Guía, había compuesto Ogives, Gimnopédies y Gnossiennes,
y todos los días atravesaba la ciudad a pie, desde el suburbio paupérrimo de
Arcueil (que él apodaba su Kremlin privado) hasta Montmartre, donde tocaba el
piano en los cabarets.
Todo en él era de una
singularidad irreprochable: la sorna, el malhumor, la misantropía, y la
vestimenta: tenía una colección entera de trajes de terciopelo azul, y nunca le
faltaban ni el sombrero bombín ni el paraguas. Quizá fue eso lo que le granjeó
la amistad de Ravel y Debussy, y también de Picasso, Cocteau, Diaghilev, Man
Ray, Duchamp, Max Jacob, Apollinaire o Picabia, con quienes colaboraría más
tarde en proyectos de cine, teatro y danza. Es posible, también, que esas
mismas virtudes hayan sido la causa del comienzo y fin de su relación con la
pintora Suzanne Valadon, que le duró seis meses, ni un minuto más.
Como fuere, su obra representa
una de las experiencias de creación más innovadoras de su tiempo. No sólo
escribió partituras con directivas estrictas (y desopilantes) para los
intérpretes; también fue el inventor de la llamada música ambiental o música de
mobiliario, y el autor de numerosas misceláneas, todas comiquísimas, como la
conferencia sobre la música y los animales, que publicó en 1920 la revista
Vanity Fair de Nueva York, o los fragmentos de Memorias de un amnésico,
que alcanzan por sí solos para hacer trastabillar cualquier orden bienpensante.
No resulta extraño, por eso, que
varias décadas después, John Cage, uno de los pioneros de la música
experimental norteamericana, en su afición por las combinatorias de azar, humor
y silencio, lo señalara como su maestro y lo catapultara al reconocimiento
mundial. A él le debemos el estreno maratónico en el Pocket Theatre de Nueva
York de una de sus obras más enigmáticas, Vexations, que consiste
en la “diabólica” repetición de un solo motivo 840 veces (el adjetivo es
del New Yorker).
Estilo, en suma; sesgo, ironía y
anacronismo; la impertinencia como categoría estética: Satie quería
concentrarse en su presa más honda (él mismo) con el volumen muy roto y el
aburrimiento intacto. Por eso, ningún amigo suyo conoció nunca la cueva en que
vivía. A su muerte, la policía dejó constancia, en una inspección ocular del
sitio, que había encontrado, además de un piano destartalado y un ejemplar
de Las flores del mal, cuatro mil papelitos, con apuntes para
pequeños ruidos, dibujos de edificios mentales, e instrumentos musicales
absurdos. Nada, en síntesis, que perteneciera al Libro de la Realidad.
Fragmento
Datos para una biografía
mínima
“Me llamo como el Fantasma de la
Opera, como Erik el Rojo. Fui huérfano, alumno irrisorio, de una impericia
astronómica. Dicen que hablé el argot de mañana. Más tarde, amé los Caligramas
de Apollinaire. Cuando recibí una carta de Debussy que me conversaba del
laberinto de Knossos, supe que sería mi amigo. Los demás que me circundaban,
antes y después de conocerme, nunca entendieron mi música ni mi debilidad por
las ojivas, la tinta roja, las miniaturas, la rue Condorcet, y los tinglados de
circo. ¡Menuda profesión tan magnífica! decían de mi vocación sin entender un
rábano, alababan mi cabeza de madera los lunes por la noche, y el resto de la
semana, me atribuían coqueteos con la Exposición Universal de la Infamia,
mientras yo me encerraba en mi placard sin calefacción para fumar, beber,
descreer de la Historia del Arte, soñar con Genoveva de Brabante, y buscar la
puerta heroica del cielo. Por entonces, hasta creé mi propia vanguardia, de un
solo miembro, el Art Repugn, con manifiestos. Siempre fui un joven con
inquietudes, incluso de joven. No iban a pararme así nomás. Seguí adelante. Una
noche de invierno, para ser más exacto, el día sábado 14 de enero del año de
gracia 1893, tuve la mala idea de enamorarme, o de creerme enamorado, y fue
como una caída repentina en una enfermedad de los nervios que ni siquiera curé
completamente con mis dotes de cabalista (me duró seis meses). No pasé, en una
palabra, desapercibido. Tuve enemigos, fieles naturalmente. Me llamaron ‘loco’,
‘farsante’, “Monsieur le Pauvre”, y otras vaguedades por el estilo. Respondí
con varios duelos, y una sola consigna: Compongo para que me oigan en 1598”.
Fragmento de Objeto Satie,
de María Negroni (Caja Negra Editora)
Y aquí comparto su composición más vanguardista: Vexations para piano (1949); precursora del minimalismo, Son sólo 18 notas En la intro a la partitura, Satie escribió: «Para tocar 840 veces este motivo, será bueno prepararse con antelación, y en el más profundo silencio, para la más intensa inmovilidad". Esta es una versión para orquesta:
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