Las dos de la mañana. Escucho la canción inventada por un tartamudo. Con sólo desearlo la pone a rodar, el aire poco a poco enrarece, por su causa y a causa del aire la canción enrarece, se interna en vocales recién empezadas de la mente, rueda entre las santas que se reclinan al ofrecer una vara de nardo con la mano suave, dulcemente en nichos lo largo, lo ancho, lo alto de la nave de la iglesia murmurada de nombres, murmura, le murmura noticias y he aquí que la canción se interesa, empieza a desear que algo, alguien en el recinto siga siendo tesoro oculto, jardín secreto.
A fuerza de obstinado empeño la canción rueda en el espacio del recinto, y el recinto y el espacio poco a poco encuentra asidero, lugar entre el aire y ella -que ya es el aire y ella-, canción de vocales extáticas, discurren al mismo tiempo, tiempo entre ella y el aire, encuentran lo que buscan al seguir rodando.
A fuerza de pausado empeño arde, arde también ella entre las cuerdas vocales de los monjes, poco a poco encuentra acomodo el aire —el aire y ella—, tiempo ella y nosotros y memoria, canta, se canta, encuentra lo que busca para seguir rodando entre los bancos. Adivino las huellas, asisto a esas huellas, canción inventada por un tartamudo.
Alas se despliegan, huellas de tartamudeo entre los bancos, en los pasillos. El pliegue de canción reaparece. Lugar para el aire y para ella, canción hecha de lirios que se pudren. Vocal recién nombrada de la nave de la iglesia donde estamos reunidos. Sigue rodando entre las santas que se recuestan en la pared ni bien las miramos. Vocales entretenidas con cuatro paredes. Los cantores, las santas, una vara de nardo en la mano mientras que la otra vara asoma de sus bocas.
Acudimos al espectáculo en derredor de un plato incandescente y de una danza, y yo, entrerriano recién llegado a la abadía de Solesmes en busca de retiro y de silencio, me siento en un lugar apartado de la iglesia a oír el gregoriano que cunde a lo maizal de nave a nave en procura de los techos entibiados por la luz de las velas, oigo al monje a mano derecha, de pie junto a la columna, en busca de notas que se amen.
¿A cuál de los dos ríos atendió el caminante?, ¿cuál de los dos ríos conversó con el mar?, ¿cuál es el virtual y cuál el rio de la mente?, ¿vacilante el canto por una falla de la imaginación?, hombre ni joven ni viejo, yo, el que esto escribe, ni alto ni bajo, señas particulares ninguna, llegado del entre dos ríos, oigo la queja del gregoriano sin orillas, busco en los artesonados del cielo raso la razón de mis ganas de silencio.
Ondula el maizal del gregoriano, nace de unas cuchillas, de unas lomas en la mesopotamia argentina, se diría la canción inventada por un tartamudo que, a fuerza de desearlo, terminara por echarla a rodar en el recinto de una pieza vacía, ya sin el menor asomo de tartamudeo. Y el canto, libre, conserva las huellas del antiguo traspié, tanto, que la canción, sin apoyos precisos, sin pautas precisas, su melancolía confiada entra en tratos con él. Ambos juegan a ponerse nombres, a intercambiar horizontes, nombres de músicas no oídas, tanto, que el aire en derredor encuentra asidero, lugar para el aire —alrededor y tiempo y ella—, canción dejada por muerta en lomas junto a las costas del Uruguay y ahora en boca de unos monjes.
¿Pero qué? ¿Con qué cuerdas vocales retener la canción hasta verla desaparecer, perderse? Vocal empieza a arder en frío -recinto clausurado, indiferente y desasido. Entre ella y nosotros no queda aire. Una segunda vocal se propaga en dirección de las santas apostadas en nichos de vidrio. Desde allí menciona lo alto, lo ancho, lo alto de la nave de la iglesia recorrida de nombres. Encuentra un lugar para el aire y para ella —lugar que ya es el aire y ella-, extática vocal canta, canto y tiempo entre ella y nosotros, tiempo ella y nosotros y memoria. Canta, se canta. Ángel aterido de la derecha. La vocal anestesiada se desarrima de la pared.
Ahora que la luz de las velas describe mi silencio, por hileras, por rachas, a lo maizal cunde el gregoriano, anábasis en blanco y negro asciende para volver a descender de un cielo. Saco mi cuaderno y empiezo a escribir el libro que se pergeñaba en el camino.
Espejo avanza con muerte. Cegado por Salomé que irrumpe de detrás del espejo. Instantes de la mirada del profeta. Cegado por Salomé, espejo vuelto del revés, vueltos ciegos los ojos del profeta, ojos en los que nadie podría aguantar más imagen, más imagen no se podría.
Lenta, la espiga arriba a la raíz. Los atardeceres ocultan. Me quedo observando la cortina de agua mansa. Lugar: el aire. "Y de la hospitalidad no te olvides." Canción de corazón reseco. Imposible imagen.
Bajo esa misma lluvia hombre callado. A quien mirar llover vuelve silencio. Entra la lluvia por una luz de puerta al abrirse, por esa luz llega al patio y al hombre le parece avanzar por entre una luz mojada, hombre de una sola lluvia. De quedar más cerca esa puerta y de no ser de noche asistirías, peregrino en busca de silencio, al regreso del hijo pródigo. Parada a la entrada de la cueva, una vizcacha le madruga a la madrugada.
Calado bajo esa lluvia que le llega del pasado. A medida que avanza de memoria hacia ese lugar, avanza por un pasado de lluvia. Hombre a quien mirar llover vuelve silencio, el cielo una canilla averiada es el entierro de Mozart. Lluvia callada, se calla la tierra, el hombre mira alejarse los árboles desaparecer los árboles.
Permanece en la lluvia atenta. Por su luz, hombre callado por su luz callada. En quien los recuerdos se vuelven lluvia ni bien se da vuelta para evitar unas ramas caídas. Mira avecindarse unos árboles. Callada la lluvia, callado el hombre que por ella avanza, lluvia de su memoria que lo moja.
Llueve, la lluvia ciega que llega del fondo de los campos empapa al hombre en su caminata. Empujado por sus propias nubes, hombre ya mitad nube. Va quieto. ¿Qué nubes podrán ser esas nubes?, ¿qué pájaros se ocultan detrás de ellas? Horizonte del alto de la lluvia.
Horizonte del alto de la lluvia, estragado por las arboledas del diluvio por donde avanza, llega del pasado de la lluvia y siempre la misma. Permanece el hombre a la puerta de su rancho y, mientras, se pasea por el campo.
Luz de lluvia en Entre Ríos. Para el hombre parado a la puerta de su rancho llega de otrora, gustosas las plantas la reciben, llamita trémula se agranda ni bien asoma del suelo, se vuelve azul el caballo en esa luz de esponja. El hombre se acerca a saludarla junto al alambrado y todo Entre Ríos es llover, es una sola lluvia. Parece reclinarse un poquito más en los bordes de los charcos. El horizonte no cierra.
Llueve añares (en la plata de antes). El pasado llega con lluvia. Palabra lejos, con ella asoma. Son de alguna, de ninguna parte los años. Aparece desaparece como en un espejismo la distancia.
Desfile de los años. De agua el horizonte. Azul el caballo que quedó parado en mitad del campo. Mirar se vuelve agua, vuelve de agua las parvas, los bultos en la distancia. Lluvia, te agrandas al llegar al horizonte, ¿juegas al boquete de cielo?
Luz de lluvia en Entre Ríos, hacerse de un azul los cañaverales de junto al pozo. Luz de lluvia en Entre Ríos, sueñan azul los cañaverales de junto al pozo. Lluvia avecindada a ríos, próxima a los bordes del pantano. Azul el caballo en la cerrazón. Un poquito más próximo el pasado, sueña azul, sueña con caballo de color azul.
El hombre sale del rancho a contemplar las nubes. Entre los pastizales, a golpecitos blandos, los primeros goterones, hombre despertado por su propia lluvia. Dios hecho de hombre, de hombre solo por el campo anochecido de la mañana. Avanza entre los teros que se guarecen en los pastos, la perdiz se hizo perdiz, avanza por la lluvia como animal por los rincones de la madriguera. Avanza por lo mismo de hombre. Callada la lluvia y callada la tierra. Hombre que se fuera llamando a silencio.
De esas nubes nacen nubes, ¿qué pájaros huyen?, ¿a quién alumbrará el farol que quedó colgando de la cumbrera? De cara al horizonte que no cierra, entre la esponja de nubes que se agachan, lluvia capaz de apagar el fuego de los cuerpos. Casita de hornero derruida al parecer, abandonada al parecer, un aromo la sostiene.
La lluvia lo sigue como un perro, con él avanza, lo acompaña. Son lo alto, lo ancho, son lo mismo. Por ninguna parte la mañana. Cielo tapiado, clausurado. Silencioso por la misma lluvia, hombre y casi el mismo con la lluvia de otrora. Se está volviendo lluvia.
Sentado en la iglesia, fatigado por el largo viaje, ¿de dónde sale este lamento que termina en silencio, silencio que es mío y será mío? Hombrecito del Entre Ríos, para que puedas volverte rincón de la iglesia, permanece en el rincón de la iglesia.
Puertas adentro disponen la mazorca de granos rubio mestizo, mazorca recién cosechada sobre plato blanco refulgente. Insistencias del foco, luz olvidada al fondo del coro, vocal tomada en préstamo a las santas. Asaltada por la duda, la cabeza del profeta. La blancura parece protegerla. Y a la vez cegarla. Cegarla un poco más.
La entonación se precisa de cuando el maizal se empina contra viento y la cuesta empieza a suceder entre vocales. ¿Acaso no oyes el tartamudeo que vuelve al atril desvencijado de tu memoria? Una imagen corta campo. A tientas busca por el lado de la lucecita inseparable del canto, lucecita -inseparable- de gregoriano.
Del canto no se separa la mazorca decidida a hacer noche. Obstinada, ni brilla ni se apaga, luz de la piedra, insiste en escuchar esta historia de personas desaparecidas. En la oscuridad la mazorca empieza a madurar, a estar pronta, colmo del espectáculo. El canto no las separa. Lugar hacia donde empinarse no queda, avanza a reculones de oscuridad, al avanzar pregunta, durante largo rato tendrá forma de pregunta.
La imagen figura un leñador, se inmoviliza para entrar en el cuadro del atardecer —atardecer e apenas, de ningún, de casi ningún pájaro. También madura el gesto de blandir el hacha. Con el llegar retrocede. En poder de la noche la sombra, nuestros sueños. Anda de mano en mano. La imagen termina por desaparecer.
Luz de la piedra. Escribe la página, la trabajas de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, mientras la mano se acerca. No se aleja de la otra mano. Sabes que después de tu gesto no hay nada. Después de la carilla, que no tiene después, carilla sin después, no queda nada.
Empéñate en la forma. Te pones de acuerdo con la forma, como en el teatro religioso del que tu gesto procede, con el rito, tu carilla, te pones de acuerdo. Buscarla, esmerarte en la forma, darle el último toque, perfilarla, darle el toquecito último. Porque más allá de la forma no hay nada.
¿Escribir aunque más no sea de bueyes perdidos para tratar de llenar el agujero? ¿Fondo sería forma? ¿O al llegar al fondo te encontrarías con la forma dispuesta a entrar en el juego?, ¿a entrar en conversación con el fondo hasta dar con la forma?, ¿al tocar fondo te encontrarías con la forma?, ¿al llegar a la forma te encontrarías con que fondo y forma ya no son mera forma? ¿o al tocar fondo te encontrarías con la forma? ¿Fondo no sería forma? ¿dejaría de ser fondo a secas, a solas?
No duplicar el canto, no tratar de escribir dos veces la misma melopea, en ningún momento describir lo que cantan, gregoriano de los montes. No poetizar la voz, que las voces sigan emergiendo a medida que guardas el compás. No reescribir la partitura. Fluya el hilito nacido y criado en las lomas entrerrianas, napa brotando desde tantas partes como otrora la lluvia, su voz no cesa. No sumarte al canto con palabras -palabras no son el canto-, la partitura que oyes tendría que bastarte. Que no llueva sobre mojado.
Arnaldo Calveyra (Argentina, Entre Rios, Mansilla, 1929-París, 2015)
IMAGEN: Abadía de Solesmes en Francia, donde el autor escribió su libro "El maizal del gregoriano".
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