lunes, 4 de agosto de 2008

EL HOMBRE POLILLA



Aquí, arriba,
las grietas de los edificios se llenan de desmenuzada luz de luna.
La sombra total del Hombre es sólo tan grande como su sombrero,
Yace a sus pies y semeja a un círculo donde puede pararse una muñeca,
y él es como un alfiler invertido, la imantada punta hacia la luna.
No ve la luna; observa solamente sus infinitas propiedades
sintiendo sobre sus manos la extraña luz, ni tibia ni fría,
una temperatura imposible de registrar en termómetros.

Pero cuando el Hombre Polilla
efectúa sus raras y ocasionales visitas a la superficie,
la luna le parece un tanto distinta. Emerge
por una abertura debajo del borde de una de las aceras
y nerviosamente comienza a escalar los frentes de los edificios.
Piensa que la luna es un pequeño agujero en lo alto del cielo,
demostrando que la protección de! cielo es del todo inútil.
Tiembla, pero debe investigar tan arriba como pueda trepar.

Fachadas arriba,
su sombra se arrastra detrás de él como el paño de un fotógrafo,
y él asciende con temor, pensando que esta vez conseguirá
empujar su cabecita a través de esa redonda, limpia abertura
y, como por un tubo, ser impulsado en negras volutas sobre la luz.
(El Hombre que se yergue debajo de él no tiene tales ilusiones).
Pero el Hombre Polilla debe hacer lo que más teme,
aunque, por supuesto, fracase, y retroceda espantado, pero ileso.


Luego regresa
a los pálidos subterráneos de cemento que él llama hogar.
Aletea, se agita, pero no consigue subir a los silenciosos trenes
tan de prisa como quisiera. Las puertas se cierran rápidamente.
El Hombre Polilla siempre se sienta en sentido contrario a la marcha
y de inmediato el tren parte a plena, terrible velocidad,
sin cambios en la marcha, ni graduación alguna.
Él no puede calcular la rapidez con que viaja hacia atrás.

Cada noche
tiene que ser llevado por túneles artificiales y soñar los sueños recurrentes
que están debajo de su agolpado cerebro,
así como los durmientes se repiten debajo de su tren.
No se atreve a mirar por la ventanilla,
porque el tercer riel, el intacto trago de veneno,
corre allí, a su lado. Él lo considera como una enfermedad
para la cual ha heredado una predisposición. Tiene que mantener
sus manos en los bolsillos, así como otros usan bufandas.

Si lo sorprendes,
alza tu linterna hasta su ojo. Es todo oscura pupila,
una noche íntegra en si misma cuyo peludo horizonte se estrecha
cuando él devuelve la fija mirada, y cierra el ojo. Entonces, de los párpados
se desliza, como el agujón de una abeja, una lágrima, su única posesión.
Se la enjuga con disimulo, y si no estás atento
se la tragará. Pero, si lo vigilas, te la entregará,
fría como de manantiales subterráneos y lo bastante pura para ser bebida.


Elizabeth Bishop (E.E.U.U.Worcester, 1911-Boston, 1979)

(Traducción de William Shand y Alberto Girri)

THE MAN-MOTH

Here, above,
cracks in the buildings are filled with battered moonlight.
The whole shadow of Man is only as big as his hat.
It lies at his feet like a circle for a doll to stand on,
and he makes an inverted pin, the point magnetized to the moon.
He does not see the moon; he observes only her vast properties,
feeling the queer light on his hands, neither warm nor cold,
of a temperature imposible to record in thermometers.

But when the Man-Moth
pays his rare, although occasional, visits to the surface,
the moon looks rather different to him. He emerges
from an opening under the edge of one of the sidewalks
and nervously begins to scale the faces of buildings.
He thinks the moon is a small hole at the top of the sky,
proving the sky quite useless for protection.
He trembles, but must investigate as high as he can climb.

Up the façades,
his shadow dragging like a photographer's cloth behind him,
he climbs fearfully, thinking that this time he will manage
to push his small head through that round clean opening
and be forced through, as from a tube, in black scrolls on the light.
(Man, stading below him, has no such illusions).
But what the Man-Moth fears most he must do, although
he fails, of course, and falls back scared but quite unhurt.

Then he returns
to the pale subways of cement he calls his home.
He flits,
he flutters, and cannot get aboard the silent trains
fast enough to suit him. The doors close swiftly.
The Man-Moth always seats himself facing the wrong way
and the train starts at once at its full, terrible speed,
without a shift in gears or a gradation of any sort.
He cannot tell the rate at which he travels backwards.

Each night he must
be carried through artificial tunnels and dream recurrent dreams.
Just as the ties recur beneath his train, these underlie
his rushing brain. He does not dare look out the window,
for the third rail, the unbroken draught of poison,
runs there beside him. He regards it as a disease
he has inherited susceptibility to. He has to keep
his hands in pockets, as others must wear mufflers.

If you catch him,
hold up a flashlight to his eye. It's all dark pupil,
an entire night itself, whose haired horizon tightens
as he stares back, and closes up the eye. Them from the lids
one tear, his only possession, like the bee's sting, slips.
Slyly he palms it, and if you're not paying attention
he'll swallow it. However, if you watch, he'll hand it over,
cool as from underground springs and pure enough to drink.



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