(Sobre Hemigway)
1
En medio de España, en algún lugar entre Barcelona y Madrid, dos personas están sentadas en el bar de una pequeña estación: un norteamericano y una chica. No sabemos nada de ellos salvo que esperan el tren para Madrid, donde la chica habrá de someterse a una operación, sin duda (la palabra no se pronuncia jamás) un aborto. No sabemos quiénes son, qué edad tienen, si se quieren o no, no sabemos cuáles son las razones que les han llevado a esta decisión. Su conversación, aun cuando se reproduce con extraordinaria precisión, no da pie a que comprendamos nada de sus motivos ni de su pasado.
La chica está tumbada y el hombre intenta calmarla: «Es una operación que sólo impresiona, Jig. Ni siquiera es realmente una operación». Y luego: «Iré contigo y me quedaré todo el tiempo contigo...». Y luego: «Estaremos muy bien después. Exactamente como estábamos antes».
Cuando siente la mínima irritación por parte de la chica, dice: «Bueno. Si no quieres, no debes hacerlo. No quisiera que lo hicieras si no quieres». Y finalmente, otra vez: «Debes comprender que no quiero que lo hagas si no quieres. Puedo perfectamente admitirlo si eso significa algo para ti».
Detrás de las respuestas de la chica, se intuyen sus escrúpulos morales. Dice mirando al paisaje: «Y pensar que podríamos tener todo esto. Podríamos tenerlo todo y cada día lo ponemos más difícil».
El hombre quiere tranquilizarla: «Podemos tenerlo todo. [...]».
«No. Y una vez que se te lo han llevado, nunca vuelve.»
Y, cuando el hombre le asegura otra vez que la operación no presenta peligro, ella dice:
«—¿Podrías hacer algo por mí?
»—Haría cualquier cosa por ti.
»—¿Quieres por favor por favor por favor por favor por favor por favor por favor callarte?».
Y el hombre:
«—Pero no quiero que lo hagas. Me da completamente igual.
»—Voy a gritar», dice la joven.
Es entonces cuando la tensión alcanza su cenit. El hombre se levanta para transportar el equipaje al otro lado de la estación y, cuando vuelve: «¿Te encuentras mejor?», pregunta.
«Me encuentro bien. Ningún problema. Me encuentro bien.» Estas son las últimas palabras del célebre cuento de Ernest Hemingway «Hills like White Elephants» - «Colinas como elefantes blancos».
2
Lo curioso en este cuento de cinco páginas es que podemos imaginar, a partir del diálogo, infinidad de historias; el hombre está casado y obliga a su amante a abortar por consideración hacia su esposa; es soltero y desea el aborto porque tiene miedo de complicarse la vida; pero también es posible que actúe desinteresadamente al prever las dificultades que un niño podría acarrear a la chica; tal vez, se puede imaginar cualquier cosa, él esté gravemente enfermo y teme dejar a la chica sola con un niño; se puede incluso imaginar que el niño es de un hombre que la chica abandonó para irse con el norteamericano, quien le aconseja el aborto aun cuando esté dispuesto, en caso de rechazo, a aceptar él mismo el papel de padre. ¿Y la chica? Puede que haya aceptado abortar para obedecer a su amante; pero tal vez haya tomado ella misma la iniciativa, y a medida que se acorta el plazo, vaya perdiendo valor, se sienta culpable y manifieste aún la última resistencia verbal, destinada más a su propia conciencia que a su pareja. En efecto, no acabaríamos nunca de inventar posibilidades que pueden ocultarse detrás de un diálogo.
En cuanto al carácter de los personajes, la elección es igualmente molesta: el hombre puede ser sensible, cariñoso, tierno; puede ser egoísta, astuto, hipócrita. La chica puede ser hipersensible, fina, profundamente moral; puede también ser caprichosa, cursi, amante de montar escenas de histeria.
Los verdaderos motivos de su comportamiento permanecen tanto más ocultos cuanto que el diálogo no nos indica nada sobre la manera en que se pronuncian las réplicas: ¿rápido, con lentitud, ironía, ternura, maldad, cansancio? El hombre dice: «Sabes que te quiero». La chica contesta: «Lo sé». Pero ¿qué quiere decir este «lo sé»? ¿Está ella realmente segura del amor del hombre? ¿O lo dice con ironía? Y ¿qué quiere decir esa ironía? ¿Que la chica no cree en el amor del hombre? ¿O que el amor de ese hombre ya no le importa?
Fuera del diálogo, el cuento no contiene más que algunas descripciones necesarias; ni siquiera las indicaciones escénicas de las obras de teatro son tan escuetas. Un único motivo escapa a esta regla de máxima economía: el de las colinas blancas que se extienden en el horizonte; vuelve varias veces, acompañado de una metáfora, la única en todo el cuento. Hemingway no era muy aficionado a las metáforas. De modo que ésta no le pertenece al narrador, sino a la chica; ella es quien dice al mirar las colinas: «Parecen elefantes blancos».
El hombre contesta mientras se toma la cerveza:
«—Nunca he visto ninguno.
»—No, no habrías podido.
»—Habría podido —dice el hombre—. Que digas que no habría podido no prueba nada».
En estas cuatro réplicas, los caracteres se revelan en su diferencia, incluso en su oposición: el hombre manifiesta cierta reserva hacia la invención poética de la chica («nunca he visto ninguno»), ella le contesta inmediatamente en los mismos términos, como reprochándole no tener sentido poético («no habrías podido») y el hombre (como si ya conociera este reproche y le cayera mal) se defiende («habría podido»).
Más adelante, cuando el hombre asegura a la chica que la quiere, ella dice:
«—Pero si lo hago [o sea: si aborto], estará bien, y si digo que las cosas son elefantes blancos ¿te gustará?
»—Me gustará. Me gusta ahora, pero no puedo pensar en ello».
Por lo tanto, ¿será por lo menos en esta actitud distinta en relación a una metáfora donde radique la diferencia entre sus caracteres? ¿La chica, sutil y poética, y el hombre, prosaico?
¿Por qué no? Podemos imaginar a la joven como más poética que el hombre. Pero también podemos percibir cierto manierismo en su hallazgo metafórico, cierto preciosismo, cierta afectación: al querer que la admiren por original e imaginativa, exhibe sus pequeños gestos poéticos. Si éste es el caso, lo ético y lo patético de las palabras que pronuncia acerca del mundo que, después del aborto, ya no les pertenecería podrían deberse a su gusto por la ostentación lírica más que a la auténtica desesperación de la mujer que renuncia a la maternidad.
No, nada de lo que se oculta detrás de este diálogo simple y trivial queda claro. Cualquier hombre podría decir las mismas frases que el norteamericano, cualquier mujer las mismas frases que la chica. Un hombre que quiera a una mujer o que no la quiera, que mienta o que sea sincero, diría lo mismo. Como si este diálogo hubiera esperado ahí desde la creación del mundo para ser pronunciado por incontables parejas, sin relación alguna con su psicología individual.
Es imposible juzgar moralmente a estos personajes ya que no hay nada sobre lo que pronunciarse; en el momento en que están en la estación, todo está ya definitivamente decidido; ya se han dado antes explicaciones mil veces; han discutido ya mil veces sobre sus opiniones; ahora, la vieja discusión (vieja discusión, viejo drama) apenas aflora vagamente detrás de la conversación en la que ya nada está en juego y en la que las palabras ya no son sino palabras.
3
Aunque el cuento es extremadamente abstracto al describir una situación casi arquetípica, es al mismo tiempo extremadamente concreto al intentar captar la superficie visual y acústica de una situación, en particular del diálogo.
Intenten reconstruir un diálogo de su vida, el diálogo de una discusión o un diálogo de amor. Las situaciones más apreciadas, más importantes, se pierden para siempre. Lo que queda es su sentido abstracto (defendí tal punto de vista, él otro, estuve agresivo, él a la defensiva), tal vez uno o dos detalles, pero el hecho concreto acústico-visual de la situación se ha perdido en toda su continuidad.
Y no sólo se ha perdido, sino que ni siquiera nos sorprende esta pérdida. Nos hemos resignado a la pérdida de lo concreto del tiempo presente. Transformamos inmediatamente el momento presente en su abstracción. Basta con contar un episodio que hayamos vivido hace apenas unas horas: el diálogo se acorta en un breve resumen, el decorado en algunos datos generales. Esto también vale para los recuerdos más fuertes que, como un traumatismo, se imponen al espíritu: nos quedamos tan deslumhrados por su fuerza que no nos damos cuenta de hasta qué punto su contenido es esquemático y pobre.
Si se estudia, discute, analiza una realidad, se la analiza tal como aparece en nuestro espíritu, en nuestra memoria. No conocemos la realidad sino es en tiempo pasado. No la conocemos tal como es en el momento presente, en el momento en que está ocurriendo, en el que es. Ahora bien, el momento presente no se parece a su recuerdo. El recuerdo no es la negación del olvido. El recuerdo es una forma de olvido.
Por mucho que llevemos un diario asiduamente y que anotemos en él todos los acontecimientos, un día, al releer las notas, comprenderemos que no son capaces de evocar una sola imagen concreta. Peor aún: que la imaginación no es capaz de ayudar a nuestra memoria y reconstruir lo que está olvidado. Porque el presente, lo concreto del presente, como fenómeno que ha de examinarse, como estructura, es para nosotros un planeta desconocido; no sabemos, pues, ni retenerlo en nuestra memoria ni reconstruirlo mediante la imaginación. Nos morimos sin saber lo que hemos vivido.
(Fragmento de
Los testamentos traicionados)
Milan Kundera
Milan Kundera. Novelista checo. Nació en Brno, en 1929, estudió en el Carolinum de Praga y dio clases de historia del cine en la Academia de Música y Arte Dramático desde 1959 a 1969, y posteriormente en el Instituto de Estudios Cinematográficos de Praga. También trabajó como jornalero y músico de jazz. Sus primeras novelas, entre las que se encuentran La broma (1967), El libro de los amores ridículos (1970) y La vida está en otra parte (1973), atacan con ironía al modelo de sociedad comunista. Tras la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968, perdió su trabajo y sus obras fueron prohibidas. En 1975, consiguió emigrar a Francia, donde enseñó literatura comparada en la Universidad de Rennes (1975-1980), y más tarde en la École des Hautes Études de Paris. Entre sus obras posteriores cabe citar El libro de la risa y el olvido (1981) —unas memorias que provocaron la revocación de su ciudadanía checa—, y dos novelas, La insoportable levedad del ser (1984) e Inmortalidad (1991). La primera excelente relato de una historia de amor en medio de la represión y la burocracia, fue llevada al cine con éxito y se ha convertido en un texto clave de la historia de la disidencia en el este de Europa, situando a su autor entre los principales escritores del continente. Otras obras suyas son, La despedida (1975), Jacques y su amo (1981), El arte de la novela (1986), La lentitud (1994), Los testamentos traicionados (1995) y La identidad (1996). © eMe