Hay una foto donde se ve a Borges que intenta descifrar las letras de un libro que tiene pegado a la cara. Está en una de las galerías altas de la Biblioteca Nacional de la calle México, en cuclillas, la mirada contra la página abierta.
Uno de los lectores más persuasivos que conocemos, del que podemos imaginar que ha perdido la vista leyendo, intenta, a pesar de todo, continuar. Esta podría ser la primera imagen del último lector, el que ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la lámpara. «Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven».
Hay otros casos, y Borges los ha recordado como si fueran sus antepasados (Mármol, Groussac,
Milton). Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor.
«El Aleph», el objeto mágico del miope, el punto de luz donde todo el universo se desordena y se ordena según la posición del cuerpo, es un ejemplo de esta dinámica del ver y el descifrar. Los signos en la página, casi invisibles, se abren a universos múltiples. En Borges la lectura es un arte de la distancia y de la escala.
Kafka veía la literatura del mismo modo. En una carta a Felice Bauer, define así la lectura de su primer libro: «Realmente hay en él un incurable desorden, y es preciso acercarse mucho para ver algo» (la cursiva es mía).
Primera cuestión: la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio (no solo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física.
Joyce también sabía ver mundos múltiples en el mapa mínimo del lenguaje. En una foto, se lo ve vestido como un dandy, un ojo tapado con un parche, leyendo con una lupa de gran aumento.
El Finnegans Wake es un laboratorio que somete la lectura a su prueba más extrema. A medida que uno se acerca, esas líneas borrosas se convierten en letras y las letras se enciman y se mezclan, las palabras se transmutan, cambian, el texto es un río, un torrente múltiple, siempre en expansión. Leemos restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria.
La primera representación espacial de este tipo de lectura ya está en Cervantes, bajo la forma de los papeles que levantaba de la calle. Esa es la situación inicial de la novela, su presupuesto diríamos mejor. «Leía incluso los papeles rotos que encontraba en la calle», se dice en el Quijote
Podríamos ver allí la condición material del lector moderno: vive en un mundo de signos; está rodeado de palabras impresas (que, en el caso de Cervantes, la imprenta ha empezado a difundir poco tiempo antes); en el tumulto de la ciudad se detiene a levantar papeles tirados en la calle, quiere leerlos.
Solo que ahora, dice Joyce en el Finnegans Wake —es decir en el otro extremo del arco imaginario que se abre con Don Quijote—, estos papeles rotos están perdidos en un basurero, picoteados por una gallina que escarba. Las palabras se mezclan, se embarran, son letras corridas, pero legibles todavía. Ya sabemos que el Finnegans es una carta extraviada en un basural, un «tumulto de borrones y de manchas, de gritos y retorcimientos y fragmentos yuxtapuestos». Shaum, el que lee y descifra en el texto de Joyce, está condenado a «escarbar por siempre jamás hasta que se le hunda la mollera y se le pierda la cabeza, el texto está destinado a ese lector ideal que sufre un insomnio ideal» (by that ideal reader suffering from an ideal insomnia).
El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto, personificaciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es solo una práctica, sino una forma de vida.
Muchas veces los textos han convertido al lector en un héroe trágico (y la tragedia tiene mucho que ver con leer mal), un empecinado que pierde la razón porque no quiere capitular en su intento de encontrar el sentido. Hay una larga relación entre droga y escritura, pero pocos rastros de una posible relación entre droga y lectura, salvo en ciertas novelas (de Proust, de Arlt, de Flaubert)
donde la lectura se convierte en una adicción que distorsiona la realidad, una enfermedad y un mal.
Se trata siempre del relato de una excepción, de un caso límite. En la literatura el que lee está lejos de ser una figura normalizada y pacífica (de lo contrario no se narraría); aparece más bien como un lector extremo, siempre apasionado y compulsivo. (En «El Aleph» todo el universo es un pretexto para leer las cartas obscenas de Beatriz Viterbo).
Rastrear el modo en que está representada la figura del lector en la literatura supone trabajar con casos específicos, historias particulares que cristalizan redes y mundos posibles.
Detengámonos, por ejemplo, en la escena en la que el Cónsul, en el final de Under the Volcano, la novela de Malcolm Lowry, lee unas cartas en El Farolito, la cantina de Parián, en México, a la sombra de Popocatépetl y del Iztaccíhuatl. Estamos en el último capítulo del libro y en un sentido el Cónsul ha ido hasta allí para encontrar lo que ha perdido. Son las cartas que Yvonne, su ex mujer, le ha escrito en esos meses de ausencia y que el Cónsul ha olvidado en el bar, meses atrás, borracho. Se trata de uno de los motivos centrales de la novela; la intriga oculta que sostiene la trama, las cartas extraviadas que han llegado sin embargo a destino. Cuando las ve, comprende que solo podían estar allí y en ningún otro lado, y al final va a morir por ellas.
El Cónsul bebió un poco más de mezcal.
«Es este silencio lo que me aterra… este silencio…».
El Cónsul releyó varias veces esta frase, la misma frase, la misma carta, todas las letras, vanas como las que llegan al puerto a bordo de un barco y van dirigidas a alguien que quedó sepultado en el mar, y como tenía cierta dificultad para fijar la vista, las palabras se volvían borrosas, desarticuladas y su propio nombre le salía al encuentro; pero el mezcal había vuelto a ponerlo en contacto con su situación hasta el punto de que no necesitaba comprender ahora significado alguno en las palabras, aparte de la abyecta confirmación de su propia perdición…
En el universo de la novela las viejas cartas se entienden y se descifran por el relato mismo; más que un sentido, producen una experiencia y, a la vez, solo la experiencia permite descifrarlas. No se trata de interpretar (porque ya se sabe todo), sino de revivir. La novela —es decir, la experiencia del Cónsul— es el contexto y el comentario de lo que se lee. Las palabras le conciernen personalmente, como una suerte de profecía realizada.
En el exceso, algo de la verdad de la práctica de la lectura se deja ver; su revés, su zona secreta: los usos desviados, la lectura fuera de lugar. Tal vez el ejemplo más nítido de este modo de leer esté en el sueño (en los libros que se leen en los sueños).
Richard Ellman en un momento de su biografía muestra a Joyce muy interesado por esas cuestiones. «Dime, Bird, le dijo a William Bird, un frecuente compañero de aquellos días, ¿has soñado alguna vez que estabas leyendo? Muy a menudo, dijo Bird. Dime pues, ¿a qué velocidad lees en tus sueños?».
Hay una relación entre la lectura y lo real, pero también hay una relación entre la lectura y los sueños, y en ese doble vínculo la novela ha tramado su historia.
Digamos mejor que la novela —con Joyce y Cervantes en primer lugar— busca sus temas en la realidad, pero encuentra en los sueños un modo de leer. Esta lectura nocturna define un tipo particular de lector, el visionario, el que lee para saber cómo vivir. Desde luego, el Astrólogo de Arlt es una figura extrema de este tipo de lector. Y también Erdosain, su doble melancólico y suicida, que lee en un diario la noticia de un crimen y la repite luego al matar a la Bizca.
En este registro imaginario y casi onírico de los modos de leer, con sus tácticas y sus desviaciones, con sus modulaciones y sus cambios de ritmo, se produce además un desplazamiento, que es una muestra de la forma específica que tiene la literatura de narrar las relaciones sociales. La experiencia está siempre localizada y situada, se concentra en una escena específica, nunca es abstracta.
Habría en este sentido dos caminos. Por un lado, seguir al lector, visto siempre al sesgo, casi como un detalle al margen, en ciertas escenas que condensan y fijan una historia muy fluida. Por otro lado, seguir el registro imaginario de la práctica misma y sus efectos, una suerte de historia invisible de los modos de leer, con sus ruinas y sus huellas, su economía y sus condiciones materiales.
De hecho, al fijar las escenas de lectura, la literatura individualiza y designa al que lee, lo hace ver en un contexto preciso, lo nombra. Y el nombre propio es un acontecimiento porque el lector tiende a ser anónimo e invisible. Por de pronto, el nombre asociado a la lectura remite a la cita, a la traducción, a la copia, a los distintos modos de escribir una lectura, de hacer visible que se ha leído (el crítico sería, en este sentido, la figuración oficial de este tipo de lector, pero por supuesto no el único ni el más interesante). Se trata de un tráfico paralelo al de las citas: una figura aparece nombrada, o mejor, es citada. Se hace ver una situación de lectura, con sus relaciones de propiedad y sus modos de apropiación.
Buscamos, entonces, las figuraciones del lector en la literatura; esto es, las representaciones imaginarias del arte de leer en la ficción. Intentamos una historia imaginaria de los lectores y no una historia de la lectura. No nos preguntaremos tanto qué es leer, sino quién es el que lee (dónde está leyendo, para qué, en qué condiciones, cuál es su historia).
Llamaría a ese tipo de representación una lección de lectura, si se me permite variar el título del texto clásico de Lévi-Strauss e imaginar la posición del antropólogo que recibe la descripción de un informante sobre una cultura que desconoce. Esas escenas serían, entonces, como pequeños informes del estado de una sociedad imaginaria —la sociedad de los lectores— que siempre parece a punto de entrar en extinción o cuya extinción, en todo caso, se anuncia desde siempre.
El primero que entre nosotros pensó estos problemas fue, ya lo sabemos, Macedonio Fernández.
Macedonio aspiraba a que su Museo de la novela de la Eterna fuera «la obra en que el lector será por fin leído». Y se propuso establecer una clasificación: series, tipologías, clases y casos de lectores. Una suerte de zoología o de botánica irreal que localiza géneros y especies de lectores en la selva de la literatura.
Para poder definir al lector, diría Macedonio, primero hay que saber encontrarlo. Es decir, nombrarlo, individualizarlo, contar su historia. La literatura hace eso: le da, al lector, un nombre y una historia, lo sustrae de la práctica múltiple y anónima, lo hace visible en un contexto preciso, lo integra en una narración particular.
La pregunta «qué es un lector» es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa a sí misma, es su condición de existencia. Y su respuesta —para beneficio de todos nosotros, lectores imperfectos pero reales— es un relato: inquietante, singular y siempre distinto.
LOS RASTROS DE TLÖN
Hay siempre algo inquietante, a la vez extraño y familiar, en la imagen abstraída de alguien que lee, una misteriosa intensidad que la literatura ha fijado muchas veces. El sujeto se ha aislado, parece cortado de lo real.
Hamlet entra leyendo un libro inmediatamente después de la aparición del fantasma de su padre, y el hecho es percibido enseguida como un signo de melancolía, un síntoma de perturbación.
Kafka se ha referido en su Diario a la propia extrañeza ante la escisión que acompaña el acto de leer: «Mientras leía Beethoven y los enamorados me pasaban por la cabeza diversos pensamientos que no guardaban la menor relación con la historia que estaba leyendo (pensé en la cena, pensé en Lowy, que estaba esperándome), pero esos pensamientos no me entorpecían la lectura que precisamente hoy ha sido muy pura».
La vida no se detiene, diría Kafka, solo se separa del que lee, sigue su curso. Hay cierto desajuste que, paradójicamente, la lectura vendría a expresar.
El lector inventado por Borges se instala en ese espacio. Quiero decir, Borges inventa al lector como héroe a partir del espacio que se abre entre la letra y la vida. Y ese lector (que a menudo dice llamarse Borges pero también puede llamarse Pierre Menard o Hermann Soergel o ser el anónimo bibliotecario jubilado de «El libro de arena») es uno de los personajes más memorables de la literatura contemporánea. El lector más creativo, más arbitrario, más imaginativo que haya existido desde don Quijote. Y el más trágico.
En Borges ya no se trata de alguien que —como Kafka, digamos— en el cuarto de la casa familiar, en lo alto de la noche, lee un libro sentado frente a una ventana que da sobre los puentes de Praga. Se trata, en cambio, de alguien perdido en una biblioteca, que va de un libro a otro, que lee una serie de libros y no un libro aislado. Un lector disperso en la fluidez y el rastreo, que tiene todos los volúmenes a su disposición. Persigue nombres, fuentes, alusiones; pasa de una cita a otra, de una referencia a otra.
El registro microscópico de las lecturas también se expande, el lector va de la cita al texto como serie de citas, del texto al volumen como serie de textos, del volumen a la enciclopedia, de la enciclopedia a la biblioteca. Ese espacio fantástico no tiene fin porque supone la imposibilidad de cerrar la lectura, la abrumadora sensación de todo lo que queda por leer.
Sin embargo, algo, siempre, en esa serie, falla: una cita que se ha extraviado, una página que se espera encontrar y que está en otro lado.
«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» —el cuento de Borges que define su obra— comienza con un texto perdido, un artículo de la enciclopedia; alguien lo ha leído pero ya no lo encuentra. No es lo real lo que irrumpe, sino la ausencia, un texto que no se tiene, cuya busca lleva, como en un sueño, al encuentro de otra realidad.
La falta es asimilada de inmediato a lo que ha sido sustraído. Hay algo político allí que remite al complot, a una lógica malvada y sigilosa que altera el orden del mundo. Alguien tiene lo que falta, alguien lo ha borrado. No es un enigma, ni un misterio; es un secreto, en sentido etimológico (scernere significa «poner aparte», «esconder»). Una página —un libro— no está, la carta ha sido robada, el sentido vacila y, en esa vacilación, emerge lo fantástico.
La versión contemporánea de la pregunta «qué es un lector» se instala allí. El lector ante el infinito y la proliferación. No el lector que lee un libro, sino el lector perdido en una red de signos.
Lo imaginario se aloja entre el libro y la lámpara, decía Foucault hablando de Flaubert. En el caso de Borges, lo imaginario se instala entre los libros, surge en medio de la sucesión simétrica de volúmenes alineados en los anaqueles silenciosos de una biblioteca.
«La certidumbre de que todo está escrito nos anula y nos afantasma», escribe Borges. La metáfora del incendio de la biblioteca es, muchas veces en sus textos, una ilusión nocturna y un alivio imposible. Los libros persisten, perdidos en los profundos corredores circulares. Todos, dice Borges, nos extraviamos ahí.
En ese universo saturado de libros, donde todo está escrito, solo se puede releer, leer de otro modo. Por eso, una de las claves de ese lector inventado por Borges es la libertad en el uso de los textos, la disposición a leer según su interés y su necesidad. Cierta arbitrariedad, cierta inclinación deliberada a leer mal, a leer fuera de lugar, a relacionar series imposibles. La marca de esta autonomía absoluta del lector en Borges es el efecto de ficción que produce la lectura.
Quizá la mayor enseñanza de Borges sea la certeza de que la ficción no depende solo de quien la construye sino también de quien la lee. La ficción es también una posición del intérprete. No todo es ficción (Borges no es Derrida, no es Paul de Man), pero todo puede ser leído como ficción. Lo borgeano (si eso existe) es la capacidad de leer todo como ficción y de creer en su poder. La
ficción como una teoría de la lectura.
Podemos leer la filosofía como literatura fantástica, dice Borges, es decir podemos convertirla en ficción por un desplazamiento y un error deliberado, un efecto producido en el acto mismo de leer.
Podemos leer como ficción la Enciclopedia Británica y estaremos en el mundo de Tlön. La apócrifa Enciclopedia Británica de Tlön es la descripción de un universo alternativo que surge de la lectura misma.
En definitiva, el mundo de Tlön es un hrönir de Borges: la ilusión de un universo creado por la lectura y que depende de ella. Hay cierta inversión del bovarismo, implícita siempre en sus textos; no se lee la ficción como más real que lo real, se lee lo real perturbado y contaminado por la ficción.
Por eso, al final el mundo es invadido por Tlön, la realidad se disuelve y se altera. El narrador se refugia nuevamente en la lectura; en otro tipo de lectura esta vez, una lectura controlada, minuciosa, la lectura como traducción. El traductor es aquí el lector perfecto, un copista que escribe lo que lee en otra lengua, que copia, fiel, un texto, y en la minuciosidad de esa lectura olvida lo real: «El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo […] Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne».
«Tlón, Uqbar, Orbis Tertius» plantea los dos movimientos del lector en Borges: la lectura es a la vez la construcción de un universo y un refugio frente a la hostilidad del mundo.
Lo que me interesa señalar en el bellísimo final de «Tlön…» es algo que encontraremos en muchos otros textos de Borges: la lectura como defensa. La quietud a la que alude la hipálage está en el acto de leer; todo queda en suspenso; la vida, por fin, se ha detenido.
Encontramos nuevamente la grieta, la escisión que la lectura vendría a expresar. Un contraste entre las exigencias prácticas, digamos, y ese momento de quietud, de soledad, esa forma de repliegue, de aislamiento, en la que el sujeto se pierde, indeciso, en la red de los signos.
Del otro lado de los libros, luego de atravesar la superficie negra y blanca de las palabras impresas, más allá de un jardín y una verja de hierro, el mundo parece irreal, o, mejor, el mundo es esa misma irrealidad.
Al mismo tiempo, en Borges, el acto de leer articula lo imaginario y lo real. Mejor sería decir, la lectura construye un espacio entre lo imaginario y lo real, desarma la clásica oposición binaria entre ilusión y realidad. No hay, a la vez, nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer.
Muchas veces el lugar de cruce entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte, entre lo real y la ilusión está representado por el acto de leer.
Basta pensar en el doble viaje que se narra en «El Sur». Allí está Dahlmann, a quien el ansia de leer el ejemplar descabalado de Las mil y una noches le provoca un accidente que lo lleva a la muerte. (Y muchas veces, en Borges, la lectura lleva a la muerte). Y luego está Dahlmann convaleciente, que lee en el tren Las mil y una noches para olvidar la enfermedad hasta que lo distrae la llanura, lo distrae la realidad y, aliviado, se deja, simplemente, vivir. Y por fin Dahlmann en ese pueblo perdido en el sur de la provincia de Buenos Aires, que recurre a la lectura para aislarse y protegerse, y se refugia nuevamente en el volumen de Las mil y una noches hasta que es arrancado de su aislamiento por los parroquianos del almacén que lo hostigan y lo desafían.
Sabemos que se trata de un sueño. En el momento de morir de una septicemia en la cama del hospital, Dahlmann imagina —elige, dice Borges— una muerte heroica en una pelea a cielo abierto.
Esa muerte es real, está contada como si fuera real —por lo tanto es real—. Una vez más en la llanura argentina, en los fondos de una pulpería, hay un duelo a cuchillo.
El volumen de Las mil y una noches está en las dos muertes; es la causa, habría que decir, de las dos muertes. En un caso, es la ansiedad de leer la que lleva al accidente; en el otro caso, es el riesgo de leer lo que lleva al desafío.
Pero hay algo más que quiero destacar aquí. En el almacén Dahlmann es enfrentado porque está leyendo, porque lo ven leer, abstraído, un libro. Quiero decir que, a menudo, lo otro del lector está representado también. No solo qué lee, sino también con quién se enfrenta el que lee, con quién dialoga y negocia esa forma de construir el sentido que es la lectura.
Bastaría pensar en don Quijote y Sancho, en la decisión milagrosa de Cervantes que, luego de la primera salida, hace entrar al que no lee. «Pues a fe mía que no sé leer», respondió Sancho (I, 31). Ese encuentro, ese diálogo, funda el género. Habría que decir que en esa decisión, que confronta lectura y oralidad, está toda la novela.
LECTORES EN EL DESIERTO ARGENTINO
En definitiva, la pregunta «qué es un lector» es también la pregunta del otro. La pregunta —a veces irónica, a veces agresiva, a veces piadosa, pero siempre política— del que mira leer al que lee.
La literatura argentina está recorrida por esa tensión. Muchas veces la oposición entre civilización y barbarie se ha representado de ese modo. Como si esa fuera su encarnación básica, como si allí se jugaran la política y las relaciones de poder.
Recordemos la escena en la que Mansilla (uno de los grandes escritores argentinos del siglo XIX, autor de Una excursión a los indios ranqueles) lee Du Contrat social de Rousseau —en francés, desde luego—, sentado bajo un árbol, en el campo, cerca de un matadero donde se sacrifican las reses, hasta que su padre (el general Lucio N. Mansilla, héroe de la Vuelta de Obligado) se le acerca y le dice: «Mi amigo, cuando uno es sobrino de don Juan Manuel de Rosas no lee El contrato social si se ha de quedar en este país, o se va de él si quiere leerlo con provecho». Y finalmente lo envía al exilio.
En esa escena que Mansilla cuenta en sus Causeries y que transcurre en 1846, se cristalizan redes de toda la cultura argentina del siglo XIX. La civilización y la barbarie, como decretó Sarmiento.
Rousseau y el matadero. Por un lado, la tradición de los letrados (hay que decir que Mariano Moreno, el ideólogo de la independencia, el líder de la revolución contra el absolutismo español, fue el primer traductor de El contrato social). Por el otro, enfrente, el matadero, una sinécdoque clásica de la barbarie desde el origen mismo de la literatura argentina, el lugar sangriento donde las clases peligrosas se adiestran en el arte de matar.
La civilización y la barbarie se juegan en el control del sentido, en los distintos modos de acceder al sentido. Pero nada es nunca tan esquemático.
El complemento de esa escena está en la extraordinaria historia del coronel Baigorria, que cruza la frontera y se va a vivir con los indios (como Fierro y Cruz en el final de Martín Fierro), y a quien los ranqueles (los mismos ranqueles que Mansilla visitará veinte años después) le traen, luego de un malón en las poblaciones del norte, un ejemplar del Facundo de Sarmiento. Estamos en 1850.
Baigorria escribe sus memorias cuando ya ha vuelto a la civilización, por así decirlo, en las que cuenta su vida en tercera persona (y varios cronistas de la frontera, como Estanislao Zeballos, han narrado también la experiencia del llamado «Cacique blanco»).
Tenía un ejemplar con falta de hojas de Facundo de Sarmiento, que era su lectura favorita y lo apasionaba […] Este libro le había sido regalado por un capitanejo que saqueó una galera en la villa de Achiras, […] Baigorria se había hecho construir un rancho de paja y barro, en sitio lejano de la toldería de Paine; cultivaba allí a solas sus instintos civilizados.
Un rancho para leer en medio de la llanura. A solas. Suena más drástico que la biblioteca borgeana.
En el desierto, del otro lado de la frontera, entre los indios, un lector —una versión extrema de Dahlmann— lee el Facundo y revive en ese libro, quizá, la experiencia y el sentido del mundo que ha dejado.
Desde luego, habría que preguntarse por ese ejemplar del Facundo, un libro publicado en Chile tres años antes: en qué manos anduvo, dónde perdió las páginas que le faltan, quién lo llevaba en ese carruaje en plena época de Rosas, y también qué significaba ese libro para los ranqueles, que decidieron levantarlo entre los restos de la matanza y llevárselo a Baigorria.
La pregunta «qué es un lector» es también la pregunta sobre cómo le llegan los libros al que lee, cómo se narra la entrada en los textos.
Libros encontrados, prestados, robados, heredados, saqueados por los indios, salvados del naufragio (como el ejemplar de la Biblia y los libros en portugués que Robinson Crusoe —ya sabemos que ha vivido unos años en Brasil— rescata entre los restos del barco hundido y se lleva a la isla desierta), libros que se alejan y se pierden en la llanura.
W. H. Hudson, uno de los mejores escritores en lengua inglesa del siglo XIX, recordaba de esta manera su juventud en el campo argentino: «No teníamos novelas. Cuando llegaba una a la casa era leída y prestada a nuestro más próximo vecino, a unas dos leguas de casa, y él, a su turno, se la prestaba a otro, siete leguas más lejos, y así sucesivamente hasta que desaparecía en el espacio».
Libros reales, libros imaginarios, libros que circulan en la trama, dependen de ella y muchas veces la definen. Los libros en la literatura no funcionan solo como metáforas —como las que ha analizado admirablemente Curtius en Literatura europea y Edad Media latina—, sino como articulaciones de la forma, nudos que relacionan los niveles del relato y cumplen en la narración una compleja función constructiva.
Pensemos, por ejemplo, en el libro sobre la mística judía que increíblemente lee Scharlach, el gángster, en «La muerte y la brújula». Toda la sorpresa y la invención del relato de Borges están allí. «Leí la Historia de la secta de los Hasidim», dice Scharlach; «supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito». Sin ese libro imaginario —sin esa escena decisiva y sarcástica en la que un asesino sanguinario usa un libro para capturar a un hombre que solo cree en lo que lee— no habría historia. Tenemos que imaginar, entonces, a Scharlach, un dandy sanguinario y siniestro, como lector.
¿Qué lee, dónde, por qué, cuándo, en qué situación? Lee para vengarse de Lónnrot, por lo tanto lee para Lónnrot y contra Lónnrot, pero también con él. Lee desde Lónnrot (como Borges nos recomienda leer algunos textos desde Kafka) para seducirlo y capturarlo en sus redes. Infiere, deduce, imagina su lectura y la duplica, la confirma. Se trata de una suerte de bovarismo forzado, porque Scharlach de hecho obliga a Lónnrot a actuar lo que lee. La creencia está en juego. Lónnrot cree en lo que lee (no cree en otra cosa); lee al pie de la letra, podríamos decir. Mientras que Scharlach, en cambio, es un lector displicente, que usa lo que lee para sus propios fines, tergiversa y lleva lo que lee a lo real (como crimen).
Por supuesto, Scharlach y Lónnrot (esto es, el criminal y el detective) son dos modos de leer. Dos tipos de lector que están enfrentados.
El lector como criminal, que usa los textos en su beneficio y hace de ellos un uso desviado, funciona como un hermeneuta salvaje. Lee mal pero solo en sentido moral; hace una lectura malvada, rencorosa, un uso pérfido de la letra. Podríamos pensar a la crítica literaria como un ejercicio de ese tipo de lectura criminal. Se lee un libro contra otro lector. Se lee la lectura enemiga. El libro es un objeto transaccional, una superficie donde se desplazan las interpretaciones.
Scharlach usa lo que lee como una trampa, una maquinación sombría, una superficie blanca donde se deslizan los cuerpos. En un sentido, es el lector perfecto; difícil encontrar un uso tan eficaz de un libro. Por de pronto, es lo contrario de un lector inocente. Scharlach realiza la ilusión de don Quijote, pero deliberadamente. Realiza en la realidad lo que lee (y lo hace para otro). Ve en lo real el efecto de lo que ha leído.
Pero ¿cómo lee, cómo construye el sentido? Herido, como en un vértigo, lee la repetición, para vengarse. (Habría que hacer una historia de la lectura como venganza.) Él mismo descifra las condiciones de su lectura, el contexto que decide el sentido, las cuestiones materiales que trata de resolver a partir de lo que lee.
«Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba horror a mis sueños y a mi vigilia».
Scharlach, un lector enfermo.
EL CASO HAMLET
Me gustaría ahora volver a Hamlet, el dandy epigramático y enlutado que, como Scharlach, también quiere vengarse (mejor sería decir es obligado a vengarse).
Luego del encuentro crucial con el fantasma de su padre, Hamlet, como hemos dicho, entra con un libro en la mano. Shakespeare hacía muy pocas acotaciones, pero desde las primeras ediciones figura la precisión: «Hamlet entra leyendo un libro».
Desde luego, uno se pregunta si está realmente leyendo o está fingiendo que lee. La cuestión es que se hace ver con un libro. ¿Qué quiere decir leer en ese contexto, en la corte? ¿Qué tipo de situación supone el hecho de que alguien se haga ver leyendo un libro en el marco de las luchas de poder?
No sabemos qué libro lee, y tampoco interesa. Más adelante, Hamlet descarta la importancia del contenido. Polonio le pregunta qué está leyendo. «Palabras, palabras, palabras», contesta Hamlet. El libro está vacío; lo que importa es el acto mismo de leer, la función que tiene en la tragedia.
Esta acción une los dos mundos que se juegan en la obra. Por un lado, el vínculo con la tradición de la tragedia, la transformación de la figura clásica del oráculo, la relación con el espectro, con la voz de los muertos, la obligación de venganza que le viene de esa suerte de orden trascendente. Por otro lado, el momento antitrágico del hombre que lee, o hace que lee. La lectura, ya lo dijimos, está asimilada con el aislamiento y la soledad, con otro tipo de subjetividad. En ese sentido, Hamlet, porque es un lector, es un héroe de la conciencia moderna. La interioridad está en juego.
La escena en que Hamlet entra leyendo es un momento de paso entre dos tradiciones y dos modos de entender el sentido. Bertolt Brecht —que era, por supuesto, un gran lector, uno de los más grandes—, en el Pequeño organon para el teatro, que escribe en 1948, anota que Hamlet es «un hombre joven, aunque ya un poco entrado en carnes, que hace un uso en extremo ineficaz de la nueva razón, de la que ha tenido noticias a su paso por la Universidad de Witenberg». Hamlet viene de Alemania, viene de la universidad, y Brecht ve allí la primera marca de la diferencia. «En el seno de los intereses feudales, donde se encuentra a su regreso, este nuevo tipo de razón no funciona. Enfrentado con una práctica irracional, su razón resulta absolutamente impráctica y Hamlet cae, trágica víctima de la contradicción entre esa forma de razonar y el estado de cosas imperante». Brecht ve, en la tragedia, la tensión entre el universitario que llega de Alemania con nuevas ideas y el mundo arcaico y feudal. Esa tensión y esas nuevas ideas están encarnadas en el libro que lee, apenas una cifra de un nuevo modo de pensar, opuesto a la tradición de la venganza. La legendaria indecisión de Hamlet podría ser vista como un efecto de la incertidumbre de la interpretación, de las múltiples posibilidades de sentido implícitas en el acto de leer.
Hay una tensión entre el libro y el oráculo, entre el libro y la venganza. La lectura se opone a otro universo de sentido. A otra manera de construir el sentido, digamos mejor. Habitualmente es un aspecto del mundo que el sujeto está dejando de lado, un mundo paralelo. Y el acto de leer, de tener un libro, suele articular ese pasaje. Hay algo mágico en la letra, como si convocara un mundo o lo anulara.
Podríamos decir que Hamlet vacila porque se pierde en la vacilación de los signos. Se aleja, intenta alejarse, de un mundo para entrar en otro. De un lado parece estar el sentido pleno aunque enigmático de la palabra que viene del más allá; del otro lado está el libro. En el medio, está la escena.
(De "El último lector",
epublibre, 2005)
Ricardo Piglia
Ricardo Emilio Piglia Renzi , escritor, crítico literario y guionista argentino. (Adrogué, 1941-Buenos Aires, 2017)