La furia, como
moneda que es, tiene dos caras: puede ser látigo sobre la avaricia de los
mercaderes, pueden ser patadas contra las costillas del caído.
La furia, como
máscara que es, tiene dos muecas; la del oprobio y la de Dios. Habrá que decir
que nada se opone tanto y para siempre como las dos caras de una misma cosa,
tal vez porque la diferencia es lo único que les da identidad. Soy cruz porque
no soy cara. Soy Dios porque no golpeo a un niño.
Aunque de lejos sus
ademanes se parezcan, hay diferencias constitutivas entre la una y la otra. A
mí me gusta pensar en los motivos.
Los motivos de la
furia que llamaré, provisoriamente, divina deben ser entendidos como metáforas.
Furia que no tiene un destinatario específico, que no intenta someter a un
individuo sino impugnar un mundo. Furia, en cierto modo, como una acción performática
y estética que procura desbaratar la conciencia hegemónica, la idiotez
hegemónica.
Y bien, aquella
furia de mis 9 años quiso ser divina.
Y fue tan decisiva
que aún perdura, y soy capaz de revivirla como si no hubiesen pasado 50 años
desde la noche en que el flamante director de la cementera, llegó a cenar a mi
casa.
Fue un acto de
gentileza por parte de mi padre, jefe del laboratorio, que por entonces lidiaba
con su reciente viudez y sus viejas deudas, severamente agravadas.
Mi abuela salió al
rescate. La vi lavar acelga, picar bien finita la cebolla, la vi acumular una
pila de panqueques, y cocinar la salsa con su estofado durante un tiempo
considerable. La vi poner en agua jabonosa las flores de plástico para que
lucieran como recién cortadas de un jardín imaginario. Y por último, la vi
hacer malabares para llegar al postre.
¿Se acuerdan? Esa
crema de vainilla, leche, azúcar, huevos, con canela a veces, o con cascarita
de limón... Después de una cena silenciosa y tensa, llegó el postre y con él mi
primer y peor día de furia.
El ingeniero
director encendió un cigarrillo, asunto que en ese tiempo era plenamente
admisible.
Tal vez por mi
estatura, quien sabe. La cosa es que yo advertí el desprecio incipiente en el
modo en que apartó de si la compotera de vidrio azul, generosa de crema de
vainilla. Entonces apoyé la barbilla en la mesa, y me quedé observando,
vigilando, segura de que se avecinaba un mal momento. Y, en efecto, llegó.
Fue exactamente
cuando el ingeniero director, en un gesto ostentoso, apagó el final de su
cigarrillo en la crema de vainilla que no había tocado, justo en el centro.
Mi abuela, agachó
la cabeza. Mi mundo humillado. Así como recordaron la crema recordarán esas
lágrimas que antes de resbalar, queman. Esa fue mi primera acción. Y de
inmediato se desató una performance desquiciada.
Me paré y di un
grito que debió ser incomprensible para los presentes. Grité, chillé. El grito
tomaba aire y continuaba. Empecé a golpear el piso con los pies, y a manotear
el aire. Me recuerdo como un animal, coceando y alzando el cogote. Indomable
aun para mi padre que intentaba sostenerme.
"Hace poco que
se murió la mamá", dijo mi abuela a modo de justificación. Del invitado no
sé decir nada porque no lo veía.
Estuve sola en las
cuatro esquinas de la asfixia, atragantada de palabras desconocidas, sacudida
por el hipo, modelo de Edvard Munch, hija de Aguirre. Así, hasta que la
chorreadura de mocos me detuvo en seco.
Mi abuela se
disculpó por mí y me llevó al dormitorio. 50 años después no quiero realizar el
movimiento de culpar a mi orfandad de aquella primera furia, no quiero quitarle
a ese hombre ni un gramo de responsabilidad. Al revés, reivindico esa furia
como un bautismo. Me aferro a ese látigo, sigo escribiendo con la barbilla
sobre la mesa, y escucho el crujido de la brasa contra la ofrenda.
"A usted le
hablo, señor, que lo invitamos a mi casa, yo pienso que si no le gustaba lo
dejaba y listo, yo me lo comía después, porque mi abuela no tira nada, ni el
pan duro, señor, que lo invitamos a comer canelones y usted apagó el cigarrillo
en el postre que es difícil de hacer porque hay que estar revolviendo y
revolviendo para que no se agrume, y después un secreto para que no se le haga
cascarita arriba, porque si hubiera tenido cascarita usted no podía apagar el
cigarrillo. ¿Viste abuela?, eso te pasa por esmerarte. Cuando estoy con la
barbilla en la mesa es porque pienso, y ahora pienso que usted va a apagar el
cigarrillo sobre la gente, o "disparen al negro" que es lo mismo, o
se habrá desbarrancado o fueron los indios pata sucias... Cuando sea grande voy
a cocinar el postre de vainilla, porque, señor de mierda, no todas las batallas
hacen ruido".
(Tomado
del Blog Eterna Cadencia,
13-11-2017)
No digo adiós.
Ustedes se irán.
Yo permaneceré reinventando el recuerdo de lo que
han sido.
No digo adiós, aquí me quedo para contarlo todo.
Dice adiós la lechuza, el hombre, la piedra.
Yo no lo digo.
Debo permanecer y recordar al hombre, la piedra y
la lechuza.
Yo no me olvidaré de ninguno de ustedes,
parte de mi rueda, balsas y colores.
No me olvidaré de nada ni de nadie
pues no puedo olvidar lo que me constituye.
Adiós, dirán. Y yo no diré nada.
Cuando todos se alejan, se queda la memoria sentada
en una roca,
cuando todos descansa.
Aquí estaré, no digo adiós.
Si pasan junto a mí y me preguntan,
les contaré acerca de lo que fueron.
Si me ven sentada en una roca, componiendo mis
versos, acérquense y pregunten.
Yo voy a responderles.
Pero luego no les diré adiós.
Porque, quieran o no, se quedarán conmigo.
(Fragmento de “Nakín y la eternidad”,
en Los días del fuego)
Liliana
Bodoc
Liliana
Chiavetta, conocida como Liliana Bodoc (Argentina; Santa Fe, 1958 - Mendoza, 2018) fue una escritora y
poeta argentina que se especializó en literatura juvenil. Con su trilogía La
saga de los confines se mostró como la revelación argentina en el género de la
épica y la literatura fantástica; y sus libros fueron traducidos al alemán,
francés, neerlandés, japonés, polaco, inglés e italiano. Con su novela El
espejo africano, obtuvo el prestigioso premio Barco de Vapor en 2007.
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