Soledad
Aspiro el ramillete de los años
y siento que estoy muerto en cada olvido.
Mis apariencias todas se gastaron,
alguien se iba de mí cada crepúsculo...
En mis tiempos marchitos hubo puertos,
y pañuelos vehementes se alejaron...
Desconocidas gentes han partido
del fondo de mi ser ya devastado.
Me quedé en la efusión de cada abrazo
y en los adioses laxos y secretos.
De improviso me vi como un extraño,
con mi presencia inexplicable y sola.
Lo ausente habla un idioma que no alcanzo.
Inútilmente dóblanse las tardes...
Nos vamos deshaciendo en los olvidos,
ya dispersé el recuerdo como un ramo.
A una adolescente
Mides con pies ligeros las hazañas de octubre,
mientras cantan los ríos semejantes a tu alma.
Los jardines del tiempo te destinan el hombre,
pero aún no conoces tu diadema de fuego.
El confuso prodigio cubre de suaves lanzas
los caminos desiertos donde empieza la rosa,
y bajan grandes lunas a regir tus silencios
cuando los humos graves del oeste se anuncian.
Nadie sabe la dulce, tenaz soberanía
de esa rosa vehemente que se forma en tu sueño,
ni el ansia de tus manos que palpa el mañana,
ni el destello que ahora te construye por dentro.
En los hondos períodos del valor y la gracia,
eres como la sombra celeste del futuro,
pero en tu pecho alienta lo que nunca ha empezado
y sólo el alba es huésped de la boca que espera.
Soles falsos y espléndidos vuelven a tu ternura,
y eres el verso vano que busca un labio adicto,
y la flecha sin arco, y el fuego dedicado
que se agota por ser un orden quieto y puro.
Donde se habla de un gran río
a los poetas Francisco de Quevedo y Manuel de Labardén
En su errabundo ser está el silencio,
un anhelo callado que sin embargo supo
caminar como el hombre;
es el mismo silencio que estuvo en otros siglos,
pues sólo mueve el tiempo las cosas perdurables
que se ocultan o muestran en la trama
de los cuatro elementos.
Lo vi en fogosos meses y en la triste
penumbra de los junios entrerrianos;
lo supe luminoso y también lóbrego
-según lo quiso el cielo-
bajo los soplos húmedos que extienden por las costas
una desolación ensimismada.
Anduve sus ramales de agua larga
y conocí sus islas escondidas,
donde se asienta una quietud arisca,
tan sólo perturbada por la fugaz dulzura
de algún canto perdido en la maleza.
Viene con paso grave como tanteando el Sur,
sensible a los colores que encuentra en su camino,
pero un afán antiguo lo ensombrece,
y acaso nos pregunta sin descanso
por pueblos ya sepultos.
Siempre la soledad en las riberas,
y aquella luz como extrañada en lo alto,
y el follaje que es otro y es el mismo
junto al agua que pasa y que perdura.
Hace años que estoy lejos de ese esplendor silvestre:
en vano mis palabras lo convocan.
Una vez yo viví sobre las costas
del poderoso río que visita naciones,
y trabajando en la semilla oscura
concibe prados y levanta bosques.
Supe, así, la delicia retirada
de unos dulces lugares,
el abandono inmemorial, la sombra
de juncales y ceibos en las altas barrancas,
y el movimiento del caudal que apenas
nos deja vislumbrar la opuesta margen
tras su acostado brillo.
Viajé a lo largo de ese dios benigno.
Todo lo imaginó como si fueran
su proyección las tierras que atraviesa
y su progenitura cuanto mira:
las provincias, las selvas, los afluentes.
Pasa con mansedumbre, pero a veces
un exceso de fuerza lo conturba, y entonces
su enojo tumba troncos seculares
y mata los pacíficos ganados.
En la calma, su tersa fantasía
juega con el espectro de las cosas.
Me acuerdo de una tarde en que volvía
por sus aguas, del pueblo a la ciudad.
Tan claros como el cielo parecían los hombres.
Desde un barco vivaz, bajo el otoño
que se aquietaba en tierras litorales
con sus íntimos oros mortecinos,
entre la espuma rápida y en la mitad del río,
oí la voz de un rey
que hablaba desde su isla ensangrentada
anunciando el silencio de las armas,
porque la paz de nuevo relucía
-así le dijo al mundo-
sobre los continentes y los mares.
Aquel señor cetrado y lejanísimo,
cuya palabra recorrió el planeta,
honró a quienes no vieron la victoria.
Recuerdo la luz fina de esa tarde,
pues también fue ventura,
en nuestro corazón celebratorio.
El alma anduvo a gusto por sus gratas orillas.
Pero quiero decir para decirlo,
-Oh Paraná callado, como todo lo eterno-
que en una suerte de éxtasis huraño
persiste allí el sosiego de unos rincones últimos,
con la cerril corona de su fronda
casi dormida sobre la vigilia
de la suave corriente. Allí la gracia
del pájaro dichoso que indaga el firmamento,
el rumor repetido de los remos,
y después de las aguas y los árboles,
la pródiga presencia del agua y de los árboles.
Bueno es quedarse a contemplar su andanza.
Busca, ansiedad continua, su propio ser, y lleva
algo nunca tocado por los años,
algo que por secreto se diría
la honda voz que nos llama desde un sueño.
¡Qué suerte! Su agua lenta nos agasaja el alma
y es voluntad abierta que discurre
enterneciendo campos y personas.
Cumple labor sutil, como si fuera
una luz y un afecto de la tierra,
un modo de empezar el suelo inerte
a sentir la inquietud de los humanos.
Nos invita al olvido, pero siempre es amable
su tarea de flores y trigales.
Quizá yo vuelva a verlo.
(Del libro "Mastronardi -Obra completa",
Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe,
2010)
Carlos Mastronardi (Gualeguay, Entre Ríos, 1901- Buenos Aires,1976)
Pueden LEER la biografía en entrada anterior del autor.
IMAGEN; "Julia" pintura de Cesareo Bernaldo de Quirós
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