Simone Lucie Ernestine Marie Bertrand de Beauvoir (París, 1908-ib., 1986)
Hoy, muchas mujeres consideran superado el planteo de la escritora francesa en El segundo sexo, pero los personajes femeninos de sus narraciones tienen una vitalidad y una riqueza de matices que va más allá de las épocas y los estereotipos.
POR VERÓNICA CHIARAVALLI
De la Redacción de La Nación-Fuente: ADN, 2008.
La conmemoración del Día Internacional de la Mujer ha multiplicado en la última semana los homenajes a Simone de Beauvoir (1908-1986) que comenzaron en enero, cuando se cumplió el centenario de su nacimiento.
La figura de De Beauvoir incomoda. Pareciera que no se sabe muy bien qué hacer con ella y, a la hora de recordarla, se suele oscilar entre la mitificación y la crítica (igualmente apasionada) que reduce a polvo su legado. De Beauvoir es autora de una obra que causó conmoción en su hora. El punto es, ¿conserva esa obra la vitalidad necesaria para suscitar nuevas preguntas en una generación de lectores más jóvenes? ¿Hay en esos escritos algo valioso para las mujeres que en la Argentina tienen hoy, digamos, entre 30 y 40 años? Seguramente sí, aunque la lean poco.
Muchas mujeres de esa edad -profesionales, económicamente independientes, interesadas en la actualidad, buenas lectoras- consideran las cuestiones de género como algo superado. Han alcanzado -o confían en alcanzar relativamente pronto- logros importantes y no se consideran en situación de desventaja por el hecho de ser mujeres. Menos aún les gusta sentirse victimizadas (recordemos que en El segundo sexo, publicado en 1949, De Beauvoir compara frecuentemente la situación de la mujer europea con la opresión que padecen los negros en Estados Unidos). En ese sentido, la imagen de la escritora francesa como icono del feminismo enfría el interés que muchas mujeres jóvenes podrían tener por su obra Si bien algunas de las explicaciones y soluciones para la problemática femenina que De Beauvoir propone en sus ensayos (su idea de que el progreso eliminaría la desigualdad entre hombres y mujeres, por ejemplo) pueden parecer hoy desactualizadas, no ocurre lo mismo con sus mejores novelas. Cuando las ficciones de Simone de Beauvoir exceden los límites de sus diagnósticos de la realidad, están vivas y proponen interrogantes renovados.
De Beauvoir observó la situación de la mujer desde muy temprano en su vida. De ese trabajo intelectual, la figura de la mujer surge como una construcción cultural -no como una fatalidad biológica- que la ubica en un lugar de alteridad subordinada respecto del hombre.
Aquellas observaciones cristalizaron en los arquetipos femeninos que se explican en El segundo sexo, según el rol de la mujer o las características predominantes en su personalidad: la madre, la hija, la esposa, la hetaira, la prostituta; y también, la enamorada, la narcisista, la mística. Es fácil advertir que muchos de los personajes literarios femeninos creados por De Beauvoir (inclusive antes de la aparición de El segundo sexo) responden a esos modelos; y en el terreno de la ficción, encarnados por personajes individuales, los arquetipos pierden su rigidez y cobran una humanidad estimulante. Las desventuras de las jóvenes que protagonizan los relatos que se van enlazando en Cuando predomina lo espiritual, por ejemplo (libro publicado en 1979, pero escrito antes de 1940) ilustran las consecuencias trágicas de someterse a una falsa espiritualidad esgrimida por los adultos (algunos hombres, pero también madres y profesoras), con mala fe e hipocresía, como instrumento coercitivo, de control y de opresión. Por culpa de esa visión deformada de la espiritualidad que les es impuesta como modelo, todas terminan más o menos infelices, más o menos frustradas en su deseo de alcanzar la dicha que podrían haber obtenido del amor, la maternidad, el matrimonio o la fe religiosa.
En El segundo sexo, De Beauvoir advierte sobre los peligros de lo que define como una pasividad característica de la mujeres. Su obra de teatro Las bocas inútiles (representada por primera vez en 1945) es la metáfora extrema de la encerrona a la que conducen la inactividad, la inercia, la suspensión de la existencia en un limbo propio o creado por otros y aceptado sin mayores cuestionamientos. En líneas generales, la anécdota es la siguiente: las máximas autoridades de Vaucelles, ciudad sitiada, hambreada y al borde de sus fuerzas, deciden resistir y, para lograrlo, se aligeran del lastre que representan las “bocas inútiles”, es decir, aquellos ciudadanos con los que hay que compartir la poca comida que queda y que nada aportan a la defensa de la ciudad: los enfermos, los ancianos, los niños y las mujeres (se podría agregar, siguiendo el pensamiento de la autora, que las bocas de aquellas mujeres eran doblemente inútiles: devoradoras de alimentos e incapaces de pronunciar una palabra inteligente que iluminara la solución del dilema). Tomada la decisión, las mujeres empiezan por esperar, resignadas, que sus hombres las defiendan, que se nieguen a cumplir la orden de los jefes. Pero pronto queda claro que la salvación no vendrá de los hombres, porque estos, aunque apenados, están dispuestos a obedecer. Las mujeres solo se salvan cuando se deciden a obrar, cuando quiebran esa mirada enajenada sobre sí mismas que, según dice De Beauvoir en El segundo sexo, les impide plantearse como sujetos.
Tal vez sea Los mandarines uno de los libros en los que se presenta con mayor riqueza la recreación literaria de las teorías de la autora sobre la feminidad. La novela (Premio Goncourt 1954) es un gran fresco de la posguerra francesa y narra, apenas velada por nombres de ficción, la vida y la intensa actividad de la elite intelectual de París, presidida por Jean-Paul Sartre, Albert Camus y De Beauvoir. Una vez más, es interesante ver hasta qué punto los personajes femeninos responden a los arquetipos expuestos en El segundo sexo. Los tres personajes femeninos principales son Ana (álter ego de De Beauvoir), Paula, la mujer de Enrique Perron (álter ego de Camus) y Nadine, la hija de Ana y de su marido, gloria de las letras francesas, el escritor Roberto Dubreuilh (Sartre).
Paula es el estereotipo de la enamorada. En El segundo sexo, De Beauvoir afirma que el amor no es en la vida del hombre más que una ocupación, mientras que en la mujer es su vida misma: “Para ser, la enamorada se ha confiado a una conciencia extraña y ha renunciado a hacer nada”. Paula, efectivamente, no hace nada. Vive recluida en su casa, ha abandonado su carrera como cantante para dedicarse exclusivamente a velar por la carrera literaria de su marido -a quien abruma ofrendándole una abnegación que él no le pide- y se pierde fácilmente en ensoñaciones y fantasías de evasión que la van alejando de la realidad y la conducen hasta los umbrales de la locura.
En otro extremo de ese triángulo femenino cuyos vértices se acercan y se alejan en el transcurso de la novela, se encuentra Nadine, la hija de Ana, de 19 años. Colérica, agresiva, hiriente, promiscua, destructiva y autodestructiva, Nadine se defiende como puede del hecho de saberse intelectualmente inferior a sus padres y, como mujer, confinada a un grupo humano cuyas posibilidades de acción son muy limitadas.
Entre ambas, se encuentra Ana, el personaje femenino más rico en matices, tal vez porque De Beauvoir se tenía a sí misma como fuente de experiencias para insuflarle vida. Psicoanalista de renombre, Ana se constituye en sujeto pleno. Mientras que Paula vive inactiva y Nadine se agita en una actividad frenética sin sentido, Ana actúa: desarrolla una profesión, se interesa por los problemas políticos y morales que plantea la época (el final de la Segunda Guerra Mundial, el comienzo de la Guerra Fría), reflexiona, discute. Sin embargo, nada de eso impide que incurra en algunas de las conductas tipificadas por De Beauvoir en El segundo sexo: como madre, al principio Ana fue hostil a esa hija no deseada que vino muy temprano a interferir en la intimidad de su pareja y luego, ante esa joven que es su hija, experimenta más remordimiento que afecto. En el espejo que Nadine le ofrece, Ana solo es capaz de encontrar sus propios defectos.
Pero ocurre también que Ana se enamora intensamente de un escritor norteamericano, Lewis Brogan (aquí De Beauvoir recrea su propia historia de amor con Nelson Algren, a quien de hecho dedicó el libro), y vive con felicidad y angustia la alegría y el desgarramiento de esa pasión transoceánica. Más inteligente que Paula, más sólida emocionalmente que Nadine, en el amor Ana también se vuelve vulnerable e insegura, y atormenta a su hombre con dudas, temores y llantos. Y cuando la historia con el escritor norteamericano termina, Ana hasta fantasea con la idea del suicidio, de modo que allí tenemos a esa mujer brillante y cerebral transformada de pronto en una Emma Bovary.
Una galería de personajes femeninos secundarios, en Los mandarines, también es elocuente respecto del modo en que De Beauvoir presenta las distintas formas posibles de ser mujer. Lucía Belhome, calculadora y ambiciosa, dueña de una casa de alta costura, amiga y ocasional anfitriona de los nazis durante la ocupación, responde a las características de la hetaira descripta en El segundo sexo, y su hija Josette, aspirante a actriz, encarna a la mujer bella y tonta, dotada de una módica astucia animal para procurarse la supervivencia.
Uno de los problemas de fondo que plantea su obra es que el cuerpo de la mujer sigue siendo campo de batalla de los opuestos sujeto-objeto. En El segundo sexo, De Beauvoir afirma que el cuerpo del hombre es la “irradiación de una subjetividad”, en tanto que el cuerpo de una mujer es una pantalla que se interpone entre ella y el mundo. Dice De Beauvoir: “La belleza viril es la adaptación del cuerpo a las funciones activas, es la fuerza, la agilidad, la ductilidad; es la manifestación de una trascendencia que anima a una carne que no debe caer jamás sobre sí misma”. No ocurre lo mismo con la mujer: “Su cuerpo no es tomado como la irradiación de una subjetividad sino como una cosa cebada en su inmanencia; no es necesario que ese cuerpo desaloje al resto del mundo, ni debe ser promesa de otra cosa fuera de sí mismo: le es necesario detener el deseo”.
En Los mandarines, Ana, Paula, Nadine, Lucía y Josette se las arreglan como pueden con sus cuerpos, y en general se las arreglan mal. Ana lo niega hasta que conoce a Lewis. Por él pierde la cabeza y encuentra su cuerpo, su cuerpo de mujer, no ya la manifestación material de un abstracto “existente”. Ese descubrimiento la arranca del orden y la arroja en el caos. Para Paula, su propio cuerpo, que alguna vez fue hermoso y enamoró a Enrique, es el límite de su mundo. La imposibilidad de darse otro horizonte la enloquece. Nadine, por su parte, cree que su cuerpo es desagradable, y actúa en consecuencia: “Soy fea y todo el tiempo hago cosas feas”, dice. Lucía hace de su cuerpo un mero instrumento de transacción comercial y Josette se siente humillada por su belleza, a la que culpa de haberle causado más desdicha que felicidad.
Los padecimientos, las trampas y las falsas opciones que acechan a estas mujeres ficticias no han sido superados del todo en la vida real, y allí radica su actualidad. En la vida real y actual, ¿qué mujer no aspira a que su cuerpo sea percibido como la irradiación de su subjetividad, pero también, y al mismo tiempo, deseable como objeto de amor? En la búsqueda de un equilibrio entre ambos extremos la mujer sigue consumiendo una importante cantidad de energía.
El legado de De Beauvoir, mujer de acción y de reflexión, invita a interrogarse acerca de cómo y en qué sentido obrar hoy. “Conservar y repetir el mundo tal cual es no parece ni deseable ni posible”, sostiene en El segundo sexo. Pero “para cambiar la faz del mundo en primer lugar uno tiene que estar sólidamente anclado en él”.
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