miércoles, 1 de marzo de 2023

"SOY UN POETA QUE ESCRIBE EN PROSA"

 



John Banville por Juan José Delaney para la Nación, 
Dublín, 2008-Fuente: Revista ADN 


Cuando en 2005 John Banville recibió el prestigioso Man Booker Prize por su novela El mar , hacía ya treinta y cinco años que había iniciado una lenta y prolija producción literaria. Inaugurada con un volumen de cuentos ( Long Lankin ) al que siguió una serie de novelas -entre ellas Kepler (1981), Mefisto (1986), El libro de las pruebas (1989), El intocable (1997), Eclipse (2000) y en 2006, bajo el seudónimo de Benjamin Black, el policial El secreto de Christine -, su obra mereció numerosos premios y la bendición del crítico George Steiner, quien lo juzga uno de los mayores estilistas en lengua inglesa. Sin embargo, ratificando aquella observación de Jorge Luis Borges según la cual los mejores escritores ingleses son irlandeses, Banville nació en Wexford, en 1945, y desde hace años escribe en la hoy ecuménica Dublín. Allí completó su última novela, El otro nombre de Laura (Alfaguara), un policial que firma su álter ego Black y que a principios del mes que viene llega a la Argentina.

Pese al premio Booker, no se trata de un escritor popular ni aspira a serlo; en la tradición de Joyce y de Beckett, su compromiso, más allá del mercado, es con la palabra y sus posibilidades expresivas. Su compatriota Colm Tóibín escribió que Banville "representa un punto de inflexión dentro de la escritura irlandesa contemporánea", y que "una sensación de perplejidad ante la naturaleza del universo llena sus páginas". Por sobre su condición de irlandés -identidad que le provee temas y constituye la columna vertebral de su narrativa-, la crítica ha destacado "el barniz de un cerebral experimentalismo europeo" y lo ha juzgado un novelista filosófico preocupado por la naturaleza de las percepciones, el conflicto entre lo imaginario y lo real y la soledad existencial del individuo.


Llegué a John Banville por un amigo común de University College Cork, Dermot Keogh, con quien el escritor se inició en el periodismo, allá por la década del 70, en The Irish Press . Después, entre 1988 y 1999, Banville fue editor literario del Irish Times . Nos encontramos en la capital irlandesa, donde el autor de El mar vive con su mujer y dos hijos. La cita fue en Dunne & Crescenzi, un restorán italiano situado a un paso del efervescente Trinity College, cuyos nombres simbolizan la conjunción de gentes en que, de a poco, se está convirtiendo la sociedad irlandesa, en otros tiempos importante foco de emigración hacia latitudes varias, la Argentina incluida. Durante la conversación, Banville, que se definió como "un poeta que escribe en prosa", trazó una lúcida mirada sobre el género policial y ofreció algunas claves de su nueva novela. Conservador, criticó el estado de cosas en Irlanda y afirmó que "el IRA [Ejército Republicano Irlandés] destruyó en gran medida la trama moral de este país".

-Usted fue educado por los Christian Brothers. Esa formación debe de haber pesado en su escritura.

-Sí, fui educado por los Christian Brothers y también por curas diocesanos en St. Peter s College. La educación religiosa es importante para un escritor porque lo llena a uno de mucha culpa y el sentido de culpa es bueno para un narrador de ficciones. Me dieron una educación, un sentido del deber, un mandato categórico sobre el trabajo bien hecho: insistir hasta lograrlo. Fue una buena influencia. Y por supuesto que también nos pegaban y maltrataban, pero como no conocíamos otra cosa eso no nos importaba, estaba aceptado, era lo normal, ni siquiera les contábamos a nuestros padres porque la respuesta hubiera sido: "¿Por qué te quejas? Seguramente hiciste algo malo". Todo eso dio lugar a abusos. Para los irlandeses católicos la religión es muy maniquea: las cosas son blancas o negras. Si te castigaron fue por algo. Si te maltrataban, seguramente lo merecías. Era lo lógico.


-¿Hasta qué punto se siente usted un escritor irlandés?

-Bueno, ésta es una cuestión muy sutil. Los escritores nacen en ciertos lugares y escriben de acuerdo a la lengua de esos lugares. Lo que resulta particular en mi caso, y en el de otros escritores irlandeses, es que escribimos en inglés de un modo singular, escribimos en hiberno-inglés, que es enormemente rico y distinto del inglés-inglés o del inglés-norteamericano.

-Pero usted no adapta su inglés para una audiencia británica o norteamericana...

-Cuando escribo, no. Pero es gracioso: cuando voy a Inglaterra o a Estados Unidos hablo un inglés básico que no es el que escribo. El asunto no tiene que ver con el vocabulario sino con la actitud ante el lenguaje. La lengua irlandesa es oblicua: uno no se expresa de un modo directo. Creo que la lengua irlandesa es más una forma de evasión que de comunicación. Y si bien hemos perdido nuestra lengua, se puede afirmar que hay una gramática profunda en nuestro cerebro: hablamos y escribimos inglés sobre la base del hablante gaélico.

-¿Han traducido sus libros al irlandés?
-¡No! Nadie lo haría. Yo estoy sindicado aquí como un west brit , expresión peyorativa que alude a un irlandés cuya sensibilidad es, en realidad, inglesa. Y ciertamente creo que lo soy.

-Long Lankin, su primer libro, es una colección de cuentos. ¿Abandonó el género?

-En aquellos días, empezábamos escribiendo relatos breves con la ambición de que fueran publicados en pequeñas revistas literarias. Era una manera de empezar, aunque los escritores jóvenes sabíamos que los editores no querían cuentos porque, según decían, no podrían venderlos. Nosotros igualmente escribíamos relatos, y por supuesto que el gran modelo era Dublineses , de James Joyce. Todos habíamos leído esa obra. Finalmente abandoné el cuento porque lo que me atraía era la novela. Aunque en realidad tampoco me interesan las novelas, no me gustan y, de hecho, no me considero un novelista. Me doy cuenta de que, a medida que envejezco, soy un poeta que escribe en prosa. Esto, por supuesto, aleja a muchos lectores porque la poesía, según se dijo, es la única obra de arte que uno toma o deja, a diferencia de lo que puede ocurrir al observar un cuadro o escuchar una sinfonía pasivamente al tiempo que se piensa en otra cosa. Yo trato de escribir prosa en ese sentido; los lectores no pueden relajarse mientras la leen, y a muchos eso no les gusta, no quieren esa literatura.

-Sin embargo, su obra es conocida y El mar llegó a ser una especie de best seller

-Eso se debió al premio otorgado a ese libro relativamente simple. El anterior, Imposturas , es un texto oscuro y difícil, y en la práctica nadie lo leyó Probablemente sea mi mejor obra.

-¿Qué lo llevó a ocuparse de Copérnico, Kepler y Newton en algunos de sus libros? ¿Qué relaciones encuentra entre la ciencia y la literatura?

-Cuando a principios de 1970 escribí mi segunda novela, Birchwood , que trata sobre Irlanda desde la época de la Gran Hambruna hasta el presente, me dije: "Bueno, éste es mi libro irlandés. ¿Qué voy a escribir ahora?" Pensé que tenía que alejarme de Irlanda y también recordé haber leído a Arthur Koestler durante mi adolescencia. Volví a él y a los argumentos que creó a partir de Copérnico y Kepler. Y eso fue una inspiración. Aunque yo también quería escribir sobre la creación, sobre el proceso creativo, que me fascinaba. También estaba interesado en la ciencia y en las ideas. Copérnico y Kepler creían en un orden secreto que rige el mundo y eso es lo que los artistas buscan constantemente.

-¿Es posible afirmar que la trilogía integrada por El libro de las pruebas, Ghosts y Athena lo acercó al género policial?

-No las concebí como novelas policiales aunque, en un sentido, todas las novelas son detectivescas por cuanto buscan descubrir algo, resolver una cuestión, y rondan un enigma: el de la condición humana, el del comportamiento humano Si pensamos en Samuel Beckett Beckett era un gran lector de literatura noir.

-¿Chandler, Hammett?
-No, no. Me refiero a las novelas policiales baratas que se adquirían en las estaciones ferroviarias francesas, los pulps . El caso es que si uno analiza las novelas de Beckett, advierte que tienen la forma de un thriller ; por ejemplo Molloy , cuyo protagonista de alguna manera es un detective que finalmente no encuentra lo que busca. Y hay también una sorpresa final en la última página de la novela cuando leemos que Moran volvió a la casa y escribió: "Es medianoche. La lluvia golpea las ventanas. Pero no era medianoche ni estaba lloviendo". Todo se derrumba como un castillo de naipes. Al término de Compañía , tras largas peripecias, el narrador termina diciendo: "Y tú, como siempre, solo". Siempre hay un remate inesperado, como en los relatos policiales. Por eso es que Beckett me entusiasma tanto: al leerlo uno no sabe hacia dónde va.

-¿Y en cuanto a su propia producción?
-Y sí, El libro de las pruebas trata de un crimen, pero este aspecto es el que menos importa. Hace algunos años necesité tomar otra dirección y pensé en probarme como autor de novelas policiales. Ocurría, además, que había empezado a leer a Georges Simenon. No tanto las historias protagonizadas por Maigret, que casi nunca pude terminar porque me resultaban previsibles, sino el tipo de narración que él denominaba roman dur , las novelas hard .

-¿El gato, por ejemplo?
-Sí, y una media docena de narraciones que está entre lo mejor que se escribió en el siglo XX, dentro del existencialismo, como el que Camus y Sartre practicaron: El hombre que miraba pasar los trenes , La nieve estaba sucia , El efecto de la luna , La huida... Hay en Simenon estilo, vocabulario y una economía que pensé que yo nunca podría lograr y que le permitía a él concebir escenas de gran efecto mediante recursos mínimos. Otro narrador de temas criminales que me interesó fue James M. Cain con El cartero siempre llama dos veces , que es magnífica y que escribió durante un fin de semana: una historia carente de sentimentalismo, oblicua, veraz y sombría. Tiene otra novela titulada Serenade que trata de un norteamericano, cantante de ópera, que es asaltado en México y que se involucra con una prostituta con quien se dirige en auto a Acapulco. En el camino, cerca de una iglesia, los sorprende una tormenta y el personaje atraviesa con su automóvil la entrada del templo, estaciona en medio de la nave, cierra las puertas y junto con la mujer vive dentro del automóvil por tres días. ¡Es increíble! Imaginemos lo que puede hacer el cine con eso ¡ Serenade es un libro maravilloso! Y Richard Stark, que escribió una serie con un personaje llamado Parker, criminal sobre el que se hicieron varios films; la gente aún recuerda Point Blank [ A quemarropa ], dirigida por John Boorman en 1967, sobre la novela The Hunter . Es una película asombrosa, sombría y económica en sus recursos. Los argumentos de los libros de Stark son como partidas de ajedrez... También leí mucho a Cornell Woolrich.

-Volviendo a su propio trabajo, ¿por qué El secreto de Christine, policial ambientado en el Dublín de los años cincuenta, aparece firmado con el seudónimo de Benjamin Black?

-Mediante ese recurso procuro que mis lectores sepan que se trata de otra clase de literatura y que no es, por ejemplo, una posmoderna broma literaria. Por supuesto que no pretendo esconder que soy el autor de la obra (de hecho, en la contratapa se me identifica): sólo busco indicar que se trata de algo diferente. Lo mismo hice con la segunda novela de la serie, El otro nombre de Laura , que es una historia situada también en el Dublín de los años cincuenta. La del título es una mujer decente corrompida y traicionada por los hombres que están en su vida: su padre, su esposo, su amante... El misterio de la destrucción de Laura es investigado por Quirke, un patólogo dublinés que también tiene un pasado problemático. Los secretos que descubre son oscuros, desagradables y complejos.

-Por sus intereses y por su preocupación estilística alguna vez se ha vinculado su obra con la de Paul Auster. ¿Está de acuerdo con eso?

-¡No!

La contundencia de esta respuesta se repite cuando aborda el tema de la literatura contemporánea, sobre la que, en general, y por lo menos al principio, prefiere no opinar, exceptuando las menciones a Beckett, Nabokov y Borges. Aun así no se priva de evocar la cita de Nabokov sobre el argentino: "Cuando leí a Borges por primera vez pensé que había descubierto una catedral, pero en realidad era sólo un zaguán".

-En el momento en que sus historias comenzaron a ser traducidas, Labyrinths , Fictions , quedamos tan sorprendidos -sigue Banville-. Y no sé, ahora me parecen carentes de sangre, de sensibilidad porque la ficción necesita, creo yo, la confusión y el caos de lo cotidiano, y no encuentro eso en Borges. Su escritura es hermosa y placentera, pero ya no leo a Borges. Quizá deba volver a hacerlo.

-¿Y los otros escritores latinoamericanos?
-Últimamente me ha interesado la obra de Roberto Bolaño. Leí tres o cuatro de sus libros y es auténtico. Desprecia la moda del realismo mágico; él es realista aunque con una mirada distinta, su obra tiene un giro extraño. García Márquez fue la causa de que la literatura latinoamericana de algún modo se estancara. T. S. Eliot dijo sobre Finnegans Wake que un solo libro como ése era suficiente. Lo mismo puede decirse, creo, sobre Cien años de soledad el realismo mágico, que por otra parte es una receta muy fácil, ha sido incesantemente repetido. Además, la gente cree que García Márquez fue el primero y se olvida de Alejo Carpentier, que treinta años antes impulsó la novelística latinoamericana.

-¿Qué está ocurriendo en la literatura irlandesa actual?
-En los últimos años he leído poco. No estoy muy al tanto. Y en cuanto a ficción, escribo mucho más de lo que leo. La poesía irlandesa siempre fue muy fuerte y veo que lo sigue siendo. Tenemos excelentes poetas: Seamus Heaney, Derek Mahon, Paul Muldoon Ellos y muchos otros siguen trabajando. Los narradores de algún modo han dejado de lado la voluntad estilística, la cuestión del lenguaje. Es como si dijeran: "Tuvimos ya a los estilistas, tuvimos a los wildes, a los joyces, a los becketts, a los mcgaherns, a los banvilles vamos a comprometernos con el presente, con la vida real". La actual generación está mucho más interesada en cuestiones sociales, políticas y religiosas que lo que estábamos nosotros. Y eso es bueno si logran hacer una literatura permanente, cosa que se sabrá en veinticinco, treinta años, porque a la literatura de ficción le lleva mucho tiempo establecerse.

-Detrás de su trabajo con las palabras debe de haber, ciertamente, una filosofía del lenguaje

-En la década del 60 el debate sobre las palabras, sobre sus posibilidades, estaba muy de moda. Estuve junto a ciertos filósofos clásicos pero ahora soy como un estadounidense pragmático y acuerdo con Emerson, Thoreau, esa gente. En este momento estoy leyendo a William James. Y me siento identificado con la idea según la cual pensar no es negocio para un artista, y trato de no pensar demasiado. Tengo, por cierto, mis recelos en cuanto al lenguaje, aunque no lo desprecio. Cualquiera que se sienta a escribir una carta, a su asesor financiero o a su novia, por ejemplo, sabe exactamente lo que siempre ocurre: al finalizar, la lee y piensa: "Yo no quise decir esto". Es que imaginamos que este instrumento de uso diario, el lenguaje, es simple y directo y que no tiene voluntad propia. Pero la tiene. No soy tan escéptico como para afirmar que las palabras son meros símbolos detrás de las cuales nada hay. Creo, sí, que el lenguaje expresa su significado y encuentra su expresión tanto mediante el vocabulario como a través del ritmo y de las inflexiones.

-Esto se relaciona con su propia escritura.
-Sí, porque me interesa muy poco lo que estoy diciendo. Lo que me importa es cómo lo digo. Curiosamente, me doy cuenta de que si me concentro lo suficiente en mi manera de escribir encontraré la expresión, que no será necesariamente lo que yo buscaba transmitir. Quiero decir que el acontecimiento expresivo ocurrirá. Este fenómeno tiene que ver con la concentración: la cosa, lo que terminará siendo expresión, empieza a resplandecer, empieza a florecer. Esto es lo que la visión artística hace: producir objetos conscientes que revelan su significado.

-¿Cómo se siente en la Irlanda de hoy, inmersa en el despertar del Tigre Celta?

-Eso ha terminado y volveremos a ser pobres y será maravilloso (ríe).

-¿Es muy conservador?
-¡Soy en extremo conservador! Por supuesto que bromeaba cuando hablé de volver a la pobreza No es que yo quiera ver al país empobrecido ni a las nuevas generaciones pasando por lo que yo pasé cuando joven, sin dinero suficiente, con el Estado y la Iglesia unidos para mandarnos de la misma manera que el Estado y el Partido Comunista hicieron en Europa del Este. Nos creíamos libres hasta que conocíamos los Estados que verdaderamente lo eran y entonces comprendíamos cuán privados de libertad habíamos vivido siempre. Cuando antes de 1989 visité los países situados detrás de la Cortina de Hierro pensé: "¡Pero si esto es Irlanda!" De manera que yo no quiero volver a eso. Pero ahora tenemos problemas con la droga, con la violencia Y no culpo totalmente por esto al control de la Iglesia y a su posterior falta de control y colapso, yo hago responsable al IRA, que destruyó en gran medida la trama moral de este país al predicar que por la causa de la libertad se podía hacer cualquier cosa. La de Irlanda del Norte fue una guerra tribal, y los miembros del IRA estaban luchando por sus exclusivos intereses. De hecho, ahora, en la nueva etapa, vemos que muchos de sus integrantes se pasan al mundo del crimen. Entonces, yo culpo al IRA de ser en gran parte responsable de la actual desazón moral del país. No los culpo de todo: la Iglesia tiene una terrible responsabilidad, y los políticos que no hicieron su trabajo, que tomaron dineros públicos y fueron perezosos, también la tienen. Esa guerra destruyó en Irlanda algo que nunca recuperaremos. ¡No los perdono y aún hoy me enfurezco! Y cuando ahora miro hacia Irlanda del Norte y veo que el segundo hombre del gobierno es un terrorista, me digo: "¡Dios mío! ¿Esto fue lo que conseguimos?"

-¿Sufrió la presión de la Iglesia o de la censura cuando empezó a publicar en 1970?

-Oh, no. Llegué tarde para eso, lo cual fue desalentador para mí porque de haber sido censurado me hubiera hecho famoso enseguida. En realidad perdimos, porque el peor obsequio que nos pueden dar es la libertad. Si hay algo que no queremos es libertad. Marchamos y nos matamos por ella y cuando la obtenemos no sabemos qué hacer. La libertad es algo que aterroriza. ¿Qué voy a hacer ahora que soy libre? ¿Quién me va a decir qué debo hacer? Los seres humanos no han nacido para ser libres. Por eso, muchas veces pienso: "¡Traigan de vuelta la Iglesia, traigan de vuelta a los obispos, devuélvanles el poder! ¡Dejen que nos vuelvan a atemorizar!". Por supuesto que ocurrieron cosas graves, pero había respeto, había decencia. Hasta hace diez, quince años, la gente aquí se comportaba de un modo cortés, pero ahora los irlandeses se están convirtiendo en salvajes. Hasta las jóvenes escupen en la calle. Es verdad que se trata de una ofensa menor, pero ¿eso es libertad?

Pese a la fría noche, y acaso porque es viernes, la ventana muestra el creciente ajetreo en las calles que James Joyce retrató para siempre. John Banville alza su copa de vino tinto italiano y, a punto de brindar, exhumo una de las pocas palabras gaélicas en mi haber: " Sláinte! " (¡Salud!). La reacción del novelista es inmediata: "¡Ni siquiera esa expresión ha quedado de la Vieja Irlanda!".




ADELANTO de "El otro nombre de Laura"


POR BENJAMIN BLACK

Quirke no reconoció el nombre. Le pareció conocido, pero no supo ponerle cara. A veces sucedía así. Sin previo aviso alguien ascendía a la superficie desde las profundidades de su pasado alcohólico, y era alguien a quien había olvidado, alguien que se presentaba de improviso para pedirle un préstamo, ofrecerle un soplo infalible sobre tal o cual asunto, o sólo por trabar contacto movido por pura soledad, o por cerciorarse sólo de que seguía con vida, por comprobar que la bebida no había acabado con él. Por lo común se los quitaba de encima murmurando cualquier excusa sobre las presiones que tenía que soportar en el trabajo u otro pretexto parecido. Éste debería haber sido fácil de arrinconar, puesto que sólo era un nombre y un número de teléfono que había dejado en la recepción del hospital, y muy oportunamente podría haber perdido el papelito o haberlo tirado a la papelera. No obstante, algo le llamó la atención. Tuvo una impresión de apremio, de inquietud, que no supo explicarse y que le contrarió.

Billy Hunt.

¿Qué fue lo que ese nombre prendió en él? ¿Un recuerdo perdido, o tal vez, de un modo más preocupante, una premonición?

Dejó el papelito en una esquina de la mesa y trató de olvidarlo. En pleno centro del verano, el día era de un calor pegajoso, y en las calles el aire era apenas respirable, cargado como estaba por una fina cortina de humo de tonalidad malva, así que se alegró del fresco y de la tranquilidad que se palpaba en su despacho sin ventanas, en un sótano, en el departamento de Patología. Colgó la chaqueta en el respaldo de la silla y se quitó la corbata sin deshacerse el nudo antes de abrirse dos botones de la camisa y sentarse ante el desordenado, atestado escritorio de metal. Le gustaba el olor familiar que se respiraba allí dentro, una combinación de humo de tabaco rancio, posos de té, papeles, for-maldehído y algo más, algo almizclado, carnoso, que era su aportación particular al conjunto.

Encendió el cigarrillo y la mirada se le fue por sí sola al papelito que contenía el recado de Billy Hunt. Tan sólo el nombre y el número que la operadora había anotado a lápiz, junto con las palabras “Llame, por favor”. La sensación de imploración y de apremio era más intensa que nunca. Llame, por favor.

Sin que se le ocurriese una razón que lo explicara, se encontró recordando el momento en el pub de McGonagle, medio año antes, borracho como una cuba, cuando en medio del estrépito de los festejos navideños había visto su propio rostro, colorado, bulboso, empañados los ojos, reflejado en el fondo de su vaso de whisky ya vacío, y comprendió con una certeza inexplicable que acababa de tomarse el último trago. Desde entonces había estado sobrio. Fue algo que le asombró tanto como desconcertó a quienes le conocían. A su entender, no fue él quien tomó la decisión: ésta se tomó dentro de sí y por su propio bien. A pesar de su adiestramiento, a pesar de los años transcurridos en la sala de disección, tenía la convicción secreta de que el cuerpo posee una conciencia que le es propia, y que se conoce a sí mismo y conoce sus propias necesidades tan bien o mejor de lo que imagina la mente. El decreto que aquella noche emitieron sus intestinos y su hígado hinchado y los ventrículos de su músculo cardiaco fue terminante e incontestable. Había pasado casi dos años sumido de continuo en el abismo del alcohol, cayendo casi hasta los mismos extremos en que había caído dos décadas antes, cuando murió su mujer, y ahora, de golpe, se había interrumpido la caída.

Mirando de reojo el papelito en la esquina de la mesa, tomó el teléfono y marcó. Sonó el timbre a lo lejos, al otro extremo de la línea.

Después, por pura curiosidad, había vuelto del revés otro vaso de whisky, esta vez uno que no había apurado él, por si de veras fuera posible verse en el fondo del vaso, pero no apareció ningún reflejo.

El timbre de voz de Billy Hunt no le sirvió de ayuda; no lo llegó a reconocer más de lo que había reconocido el nombre. El acento era al tiempo llano y cantarín, con las vocales abiertas y las consonantes amortiguadas. Un hombre del campo. Notó una ligera agitación en su tono de voz, un leve temblor, como si estuviera a punto de echarse a reír, o de echarse a lo que fuera. Algunas palabras las chapurreó, como si pasara deprisa por encima de ellas. Tal vez estuviera achispado.

-Ah, entiendo. No te acuerdas de mí -dijo-. ¿Verdad?

-Pues claro que me acuerdo -mintió Quirke.

-Billy Hunt. Alguna vez me dijiste que el apellido sonaba a germanía rimada. Estudiamos juntos. Yo estaba en primero y tú ya estabas terminando. La verdad es que no contaba con que te acordaras de mí. Salíamos con pandillas distintas. Yo estaba loco por los deportes, el hurling, el fútbol y todo eso, mientras tú salías con los que tenían afición por las artes. Tú andabas siempre con la nariz metida en un libro, o en el Abbey Theatre o en el Gate Theatre cualquier noche de entre semana. Dejé los estudios de Medicina. No tenía estómago para eso.

Quirke dejó pasar un breve silencio.

-¿Y a qué te dedicas ahora? -preguntó.

Billy Hunt soltó un suspiro sordo, desmadejado.

-Eso da igual -dijo, y pareció más cansado que impaciente-. Lo que cuenta es tu trabajo.

Por fin empezó a formarse un rostro en la denodada memoria de Quirke. Una frente ancha y despejada, una nariz sin lugar a dudas partida, una mata de cabello rojizo y crespo, pecas. El hijo de un tendero de algún sitio del sur, Wicklow, Wexford, Waterford, uno de los condados que empezaban por W. Un tipo tranquilo, aunque propenso a las agarradas ante la menor provocación. De ahí que tuviera el tabique nasal aplastado. Billy Hunt. Sí.

-¿Mi trabajo? ¿A qué viene eso? -dijo Quirke.

Hubo otra pausa.

-Es la mujer -dijo Billy Hunt. Quirke oyó una bocanada de aire engullida con sequedad, que silbaba en aquellas cavidades nasales aplastadas-. Acaba de poner fin a sus días.


John Banville (Wexford, Irlanda, 1945)

[Traducción: Miguel Martínez-Lage) 





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