Es curioso que los griegos, que casi todo
lo presintieron, no hayan concebido una divinidad del silencio. Y más que
curioso, extraño, si se atiende al hecho de que nadie como ellos comprendió
mejor la finalidad de la poesía y el límite infranqueable de todo despliegue
discursivo.
A esa divinidad del silencio la imagino yo
emparentada a Jano: uno de sus rostros vuelto hacia atrás, el otro hacia
adelante y ambos unidos por un tronco común capaz de recordar el parentesco
indisoluble de los contrarios.
El silencio humano —es sabido— no se
expresa sólo mediante la prescindencia de las palabras. También se expresa
mediante las palabras de la prescindencia. Y las palabras de la prescindencia
provienen, usualmente, de la garganta del hábito, del dogma y del prejuicio
—tres manifestaciones de una misma y angustiosa necesidad. Con ellas, la voz de
la costumbre, la negación, la posesividad y el fanatismo, suele volver la
espalda a cuanto compromete su continuidad.
Las palabras de la prescindencia procuran,
constantemente, cerrar una brecha: la brecha que frustra la homologación entre
realidad y significado. La adhesión frecuente y tan generalizada que ellas
suscitan no se explica sino por el íntimo imperativo que satisfacen. Ellas
sustentan la ilusión de que en lo comprensible se agota el orden de cuanto
tiene sentido. Las palabras de la prescindencia confunden, empecinadas, lo que
pueden hacer con lo que quieren hacer. Si, en cambio, supieran reconocerse,
ellas admitirían la penuria que, solapada en su raíz, las impulsa a concretar
la homologación en la que se empecinan. Esa penuria, en cambio, es advertida y
reconocida por la palabra poética. La poesía no tiende apenas hacia ella
mediante su despliegue propio. También proviene de ella. En esto último, nada
más, coincide la palabra poética con las palabras de la prescindencia. Y apenas
en esto coinciden porque mientras las palabras de la prescindencia llevan a
cabo una radical subestimación de lo inefable, empeñadas en reducir a algo
objetivo y claro lo que no lo es, la poesía procura sostener en la palabra la
inasible presencia de lo incógnito. Este procedimiento poético se cumple
mediante la sustracción, por vía metafórica, de lo real al dominio de lo
literal. "Más que traducir en términos familiares lo que es extraño —anota
Enrique Revol— la imagen poética extraña lo habitual, presentándolo bajo una
nueva luz, en un contexto diverso del que esperaríamos encontrar." Esta nueva luz no es sino irradiación de la
belleza; y si en las palabras de la prescindencia no hay belleza es porque
ellas amordazan la voz del silencio primordial. De modo que si es cierto que el
silencio expresa, también es cierto que, cuanto expresa, no siempre es igual ni
vale lo mismo. El silencio puede ser, entonces, tanto el corolario excelso de
la lucidez como la bruma irremediable en la que se diluye la aptitud —y a veces
la necesidad— de articular una idea o una emoción con la que dejar atrás el
mundo de lo previsible y codificado.
Acaso la interpretación más remota del
silencio provenga, como casi todo lo remoto, del Oriente. En cambio, entre
nosotros occidentales, la primera exégesis sugestiva del silencio es la
cristiana, y su formulación se encuentra en la concepción monástica.
Cuando digo exégesis quiero decir
comprensión de su aliento elocutivo y de los valores del sentido que guarda el
silencio. Es evidente, entonces, que la caracterización del silencio como mera
contracara de la expresión no es la que yo estimo ni la que en estas páginas
importa considerar. Escribir sobre el silencio querrá decir, para mí, examinar
sus matices por presuponerlos, además de variados, profundos. Y, más
precisamente aún, explorarlos en relación, en este caso, con la poesía, en la
que muchos somos los que vemos uno de los modos privilegiados de iluminar, al menos,
dos de las dimensiones del silencio.
Hay, me parece, una trayectoria del poema.
Va del silencio al silencio. De un silencio a otro silencio. El silencio del
que el poema parte, el silencio al que se arranca al constituirse como poema,
es fruto de una trama verbal, de un lenguaje: el que reina donde la coalescencia
diseminada por la obviedad ha extenuado el don del extrañamiento; lenguaje que
impera donde el sentimiento superlativo de lo real, es decir la experiencia de
lo extraordinario, cede sojuzgada y se disuelve en la marea ascendente de la
rutina. ¿Y qué es la rutina sino esa opacidad del corazón que aniquila toda
relevancia?
Ahora bien: ¿por qué llamar lenguaje a ese
silencio? Porque constituye un recorte interpretativo en el campo total de lo
inteligible. Puede nombrar algo de cierto modo sólo a condición de que acalle
algo, también de cierto modo. En el lenguaje del hábito yace —silenciada
justamente— una dimensión de sentido de lo real que, como matiz, es decisiva
para la comprensión del valor de la existencia. En virtud de su función
encubridora propongo llamar a esta modalidad del silencio, silencio de la
oclusión.
Pero hay, además, decía yo, otro silencio.
Un segundo silencio. Es aquel al que arriba el poema: el silencio donde
desemboca. Se trata, en este caso, de un silencio que el poema contribuye a
preservar como presencia. Es el silencio que sin duda lo nutre y que, a la vez,
él mismo alienta y promueve. Ese en el que la vivencia del misterio —que no es
otra que la de lo real soportado como imponderabilidad última— sustrae al
hombre del suelo petrificado de lo obvio: lo libera. Se trata, por lo tanto, de
otro silencio que el de la oclusión. De otra calidad de silencio que aquel que
precede al poema y lo hostiliza. Es, ahora, el silencio de la significación
excedida que, con su irreductible complejidad, desvela y fuerza a la vigilia
sin pausa del entendimiento y, al unísono, a su profunda desesperación.
Estamos, se diría, ante lo abismal, vale decir ante el sentido que rebasa el
significado y que, por eso, sólo se deja aprehender como presión, como signo
incierto, pero no como contenido ni como símbolo bien perfilado. A propósito de
él, George Steiner anota en su Antífonas: "Pero cuando es convincente, la
presión sentida que ejerce sobre el sentir mortal lo que está fuera de él puede
muy bien representar la esencia del pensamiento y de la poesía. Heidegger, que
observa esta presión en los textos de Sófocles, de Hölderlin y, por momentos,
de Rilke, señala en ellos los vestigios de la presencia, el resplandor
crepuscular, del Ser mismo, del núcleo ontológico que es anterior al lenguaje y
del cual éste toma su validez numinosa, sus poderes de significar mucho más de
lo que se puede decir."
Ya no es, según puede verse, el silencio
de lo que ha sido forzado a replegarse en la falsa irrelevancia, el silencio de
lo que, enmudecido y encubierto, se supone que no inquieta. Estamos, por el
contrario, ante el silencio altivo de lo que, sin rehusarnos su contacto, se
resiste a dejarse encasillar por los recursos de nuestra lógica usual. Estamos,
en suma, ante lo extraordinario —palpable y simultáneamente inasible; tangible
y, sin embargo, informe. Es, pues, a causa de su intensa función reveladora que
propongo llamar a esta modalidad del silencio, silencio de la epifanía. Y muy
cerca de esta noción de epifanía, creo yo, se encuentra Octavio Paz cuando en
su Teatro de signos considera que: "Si el lenguaje es la forma más
perfecta de la comunicación, la perfección del lenguaje no puede ser sino
erótica e incluye a la muerte y al silencio: al fracaso del lenguaje... ¿El
fracaso? El silencio no es el fracaso sino el acabamiento, la culminación del
lenguaje." Por ello, en sentido
estricto y a diferencia del silencio de la oclusión, el silencio de la epifanía
no debe entenderse como una trama de significados convencionales. No es un
lenguaje. No constituye un recorte interpretativo en el campo de lo inteligible. En él nada se encuentra
acallado porque, en rigor, con él nada particular quiere decirse. Como nada
particular acalla, el silencio de la epifanía sitúa al hombre ante la totalidad
indivisible que como tal silencio encarna. Totalidad que, en consecuencia,
irrumpe en ese silencio e irrumpe, ciertamente, como lo que es: lo inviable
para el habla como objeto de aprehensión directa. No por ello, sin embargo, el
silencio de la epifanía deja de insinuar su realidad en ciertas formas de la
palabra. Una de las formas aptas para el abordaje privilegiado del peso de esa
insinuación sobre la existencia es, por cierto, la poesía. El silencio de la
epifanía se me manifiesta cuando mi entrega a la propuesta del poema —ya sea
como autor, ya como lector— alcanza su cenit. Entonces callo. Pero callo como
quien corona y no como quien claudica. Este silencio es fruto de la palabra
plena, hijo de su despliegue extremo, de la conquista apasionada de su
agotamiento. Por eso, como tal, ya no es palabra. Sí es palabra, en cambio, el
silencio de la oclusión. Palabra encubierta, palabra denegada, enunciación
posible pero eludida, como se dijo, por el miedo, el hábito o el prejuicio. Y
de ese silencio, invariablemente, se aparta la poesía. "Pues la belleza,
como enseña Rilke, es aquel grado de lo terrible que todavía podemos
soportar." ¿Cómo sobreviene este
distanciamiento? ¿Cómo puede el hombre romper con el mutismo que implica la
obviedad; con la palabra que se concibe preñada de sentido inamovible? ¿Qué es,
finalmente, lo que nos faculta para ir más allá de ese arraigo en la
literalidad, permitiendo que nos sustraigamos a la costumbre, "ese
monstruo, según Shakespeare, que devora todo sentimiento”?
La aptitud para romper con el hábito es un
don excepcional. Y pareciera apropiado llamar inspiración al derrumbe de ese
sometimiento poderoso, casi siempre súbito y siempre liberador.
El término es antiguo y, aun para muchos,
venerable. Se lo ha combatido, asimismo, como un vocablo enmascarador mediante
el que se pretende subestimar el esfuerzo que demanda al creador la
configuración de sus obras.
Con igual decisión se lo asocia con la
gracia, con un don a pocos ofertado e imprescindible en el despliegue de toda
iniciativa artística.
Creo, por mi parte, que en el marco de una
meditación como la propuesta por este ensayo, la inspiración está llamada a
cumplir un papel relevante. A él está asociado, para mí, el sentido del
silencio primordial.
Al igual que el ángel que en la tela de
Rembrandt se insinúa a Mateo mediante un susurro revelador, la inspiración
habla al oído del poeta. El gesto de extrema discreción con que el ángel se
dirige a su oyente absorto, despierta, irresistiblemente, nuestra curiosidad y,
de inmediato y ante todo, quisiéramos saber qué le dice. Pero si anhelamos
saber qué le dice, cabe preguntarse, en primer término, qué representa aquel
que habla. Concentrémonos para ello en la obra de Rembrandt. Data de 1661. Se
titula El evangelista Mateo inspirado por el ángel. Observemos, ante todo, a
Mateo. Se lo ve sumido en una actitud expectante. Suspendido el gesto de
escribir, empuña la pluma en su mano derecha. Está en silencio. Inmerso en un
silencio concentrado. Se diría que la mano flota sobre el papel, indecisa aún.
La mirada y el ceño no disimulan el esfuerzo de discernimiento en el que todo
el cuerpo, tenso, erguido, parece comprometerse.
¿A qué presta atención Mateo? A una voz que
le llega de afuera. Mientras calla, el evangelista oye concentrado, no lo que
de él mismo proviene sino lo que viene hacia él. Su atención no es comprensiva
sino aprehensiva. No entiende; atiende. Esta remota necesidad de representar al
hombre agraciado por el poder de expresión como alguien expuesto a una fuerza
incondicionada, ajena a su poder y voluntad propios, guarda, a mi ver, relación
con la sabiduría y no con el prejuicio o la ingenuidad. Fuera del hombre, más
allá de las fronteras de su entendimiento, está la nada, lo real irreductible,
según Kant, a las facultades interpretativas de nuestra percepción; lo real no
homologable al mundo objetivo; aquello que se resiste al entendimiento bajo el
nombre de lo indesignable.
En esa medida, al escuchar al ángel, Mateo
presta oídos, no a lo inteligible sino a lo ininteligible. No escucha lo que
puede comprender sino lo que puede creer —lo inconcebible. En consecuencia, al
escribir, no transcribirá lo escuchado. Ello no le es posible. El sentido del
susurro del ángel es equívoco para la razón. Sólo es inequívoca la presencia
del ángel: el susurrar, la evidencia de que hay alguien haciéndolo. De qué
habla el ángel es cosa que no se sabe ni se sabrá. Pero, para verificar que no
se lo sabe, es imperioso que el ángel esté ahí. El efecto de esa presencia es
el que se dejará sentir en el papel. Infundiéndole a ese susurro un sentido,
Mateo se hará eco de él; traducirá el impacto que sobre su corazón ha tenido
ese encuentro excepcional. La suya será una palabra inspirada en la medida en
que logre atribuir un sentido a lo que de por sí no puede otorgárselo y sin
embargo lo requiere. Concebirá entonces Mateo la intención del ángel, hablará
de su propósito. El oír se convierte, así, en la instancia decisiva. El oír, o
sea el interpretar; el brindar un valor al inasible murmullo del habla
trascendente. Al hacerse eco de la voz del ángel, Mateo no lo repite sino que
lo traduce. Al igual que el evangelista, el poeta es aquel que ha sido
inspirado, convocado para infundir forma, es decir contenido discernible, a lo
irreproducible por él escuchado. Se trata de proyectar en las palabras la
insinuación de una presencia inabarcable; de plasmar en un enunciado
consecuente la vigorosa vivencia de una cercanía que no admite ser aprehendida
más que como misterio. De modo que para poder captar lo que de él mismo
proviene (la interpretación), el poeta, al igual que el evangelista, deberá,
ante todo, abrirse a lo que viene hacia él sin ser él mismo: la inspiración, la
extrema alteridad. Crear será, pues, extraer de la nada; obrar en consonancia
con la experiencia que de la nada se ha tenido. Pero la nada, como se dijo,
lejos de ser ausencia o vacío, es radical alteridad —la de aquello que no se
subordina a la condición de objeto y que, por eso, logra hacer sentir el
influjo absorbente de su proyección sobre el hombre, revelándose ante él como
el contacto con lo trascendente más alto y más hondo que le haya sido dado
tener.
Puede, en consecuencia, sostenerse que lo
que al poeta convoca en términos de inspiración no es nunca un discurso
conformado de antemano ni un mensaje explícito. Precisamente porque no lo es,
el poeta no lo comprende. Se trata, más bien, de una voz, la de un mensajero
que se hace oír, antes que de un enunciado que se deja captar. Esa voz
constituye un llamado; ella llama la atención sobre su presencia; desvía la
atención hacia sí, la atrae. La insinuante voz del ángel arrebata a Mateo, así
como al poeta lo arrebata el susurro de la musa. El apóstol y el poeta son
seres ganados, arrancados a su sitio usual de comprensión, por el impacto, ya
no de un nuevo significado (puesto que éste sólo sobrevendrá más tarde bajo la
forma de su obra), sino de una presencia luminosa e inesperada —la de lo real
exceptuado de su yugo a lo previsible. El hechizo de esa instancia inédita se
deja sentir sin que su contenido se llegue a cristalizar. Este impacto disloca
al hombre que lo protagoniza. Pero en la misma medida en que lo disloca, lo
vuelve a situar. Lo reimplanta, aunque ahora en tierra incógnita. Poeta es,
primeramente, no quien sabe instrumentar el idioma, sino aquel que se muestra
apto para desembarazarse del uso corriente del idioma. Porque si es
indiscutible que el poeta da prueba de idoneidad mediante su elocuencia, no
menos lo es el hecho de que ésta sólo puede desplegarse si se nutre donde no
impera el entendimiento generalizado de las cosas. Y allí donde lo convencional
ya no prevalece, el silencio hace oír los pasos que denuncian su cercanía, la
contundencia del misterio, su vivacidad, el magnetismo de un sentido que,
dejándose rozar como alusión, franquea el acceso a la vivencia de su enigma.
El lenguaje de cada poeta no es sino la
personal versión de los contenidos impuestos por el creador a esa
imponderabilidad intensamente oída. La
obra de cada poeta remite al destino corrido por la presencia de lo
esencialmente indiscernible —el silencio extremo de lo real— en las manos
laboriosas de su intérprete. El poema, pues, constituye la formalización del
valor y el alcance atribuidos a la irrupción de lo indescifrable o incógnito en
el marco de lo que, hasta ese momento, sólo parecía previsible. Por eso creo
que la inspiración no dicta sino que quebranta un dictado: obstruye,
interrumpe, sobresalta y disloca el discurrir de la acepción convencional, del
significado impuesto.
En la aprehensión del asombro lograda por
los antiguos griegos palpita la intención que aquí se reconoce a la
inspiración. En los intersticios del habla consensual, la mirada del poeta,
embargada por la inspiración, encuentra su condición propicia. En sentido
estricto, el ángel no se pronuncia para que entendamos literalmente lo que nos
dice, sino para que advirtamos que algo nos quiere decir. El ángel es metáfora,
desplazamiento. Verificamos que nos interpela. Advertimos que ha venido a decir
pero no qué ha venido a decir. Crea, pues, quien adjudica una forma
poéticamente plausible a esa materia inexpugnable —silenciosa— a la que aquí
remito al referirme a la presencia de la musa. Y toda forma poéticamente consumada
lo está porque ha sabido brindar a las palabras lo que es inherente a la
irrupción del ángel: la fuerza de una presencia dotada de fundamento que no se
inscribe, sin embargo, en el cauce habitual de los significados; capaz de
caracterizar pero reacia a definir; connotativa antes que denotativa.
Hablo de la orilla del mundo que ha
escapado al espejismo de la determinación; de ese otro rostro del paisaje que
mediante la imprecisión de sus rasgos denuncia la unilateralidad de sus
facciones tercamente familiares e insinúa una alteridad posible, una incógnita
esencial.
Ese murmullo mediante el cual la musa se
pronuncia depura la sensibilidad, la sume en un estado de incomparable
disposición perceptiva y, mediado por él, ha de brotar, como su fruto más
preciado, el pronunciamiento poético propiamente dicho. Por obra de la
escritura construida como expresión personal, la enigmática presencia de la
musa se convierte en significado, es decir en símbolo del vínculo que con ella
ha entablado el poeta. La escritura es coyuntura, sitio de convergencia. Punto
de encuentro entre el arrebatamiento que libera y la comprensión que organiza:
metáfora. Y si en el instante de la inspiración se deja oír el silencio
primordial, en las horas de trabajo se manifiesta el destino corrido, en
términos de interpretación creadora, por este pronunciamiento en sí mismo
inconcebible.
Hay que subrayarlo: el poeta jamás nos
dirá qué ha oído. Y el silencio extremo se prolongará en sus palabras como eco
de un encuentro decisivo. Se trata, en fin, de acercarnos, como recuerda Rilke,
"a algún lugar de las fronteras de nuestra existencia". Allí ha de
"rozarnos con su sufrimiento ese silencio más grande que todo".
¿Bastará un único vocablo —inspiración—
para expresar esa prodigiosa transgresión espiritual que, al menos de manera
transitoria, fija un término a los vínculos rutinarios que entablamos con los
seres y las cosas? Acaso esa transgresión sea posible en virtud del mismo poder
que impulsa al hombre a recaer, periódicamente, en la costumbre. Y es que
tampoco de la costumbre el hombre se aparta para siempre puesto que ello
equivaldría al logro de un ideal filosófico irrealizable: el de vivir sin
supuestos.
Yendo y viniendo del silencio de la
oclusión al de la epifanía, la existencia pareciera insinuar que no entronca
por entero ni en uno ni en otro, sino siempre y alternativamente en ambos. Y es
que en los dos movimientos anida una misma intolerancia básica: el rechazo a lo
estático, la repugnancia humana a lo inmutable. Pero claro: una cosa es lo
inmutable presuntuosamente entendido como definitiva transparencia de sentido,
y otra lo inmutable soportado como inviabilidad última de sentido. Lo siempre
incomprensible puede, pues, por un lado, incitar al pronunciamiento literario.
Su efecto, como se advierte, es en este caso paradojal. Desde el contacto con
lo indecible se rebota hacia la palabra que intenta reflejar y preservar el
efecto de ese encuentro. Poeta es aquel que sabe iluminar líricamente ese
efecto en su escritura. "La poesía —recuerda Guillermo Macci— no consiste
en formular de modo ornamentado lo que sería posible decir llanamente, sino en
otorgar la palabra a lo que se sustrae a ella."
Pero, además, lo siempre incomprensible
puede incitar al encubrimiento. Desde el contacto con lo incomprensible se
rebota, también, hacia la palabra que no intenta preservar el efecto de ese
encuentro. Hablo ahora de la palabra evasiva. De la que se empeña en enajenar
el lenguaje de lo profundamente vivido. De la que brota para alentar el olvido.
De la que, al ser escrita, aspira a sepultar, en la ilusión del acoplamiento
acabado entre palabra y mundo, la intuición de un semblante de lo real
inflexible ante los desvelos predicativos.
La doble posibilidad señalada —silencio de
la oclusión, silencio de la epifanía— remite a la libertad del hombre. El
hombre es libre en tanto aquel que infunde una forma simbólica posible a lo
imposible de ser literalmente formalizado. Y, en este aspecto, la palabra
prescindente no es menos reveladora que la palabra poética. Las dos —y no sólo
una de ellas— implican la libertad humana. La diferencia radica en que en la
palabra poética el hombre se hace cargo de la experiencia fronteriza de la
existencia, mientras que en la prescindente, no. Remitiendo a la primera,
Sartre ha dicho: "El estilo es el silencio de lo escrito, el silencio en
el discurso, la meta imaginaria y secreta de la palabra escrita”.
Insistiré entonces: uno es el silencio
sostenido por el poema; otro, el silencio que se opone a la constitución del
poema. En éste, la palabra aún no ha alcanzado ni mucho menos la plenitud de
sus posibilidades ni, por lo tanto, su linde. En aquél, las ha extenuado.
Acierta, por eso, Marc de Smedt, cuando concluye que "Toda la fuerza de
una obra consiste en lo que el escritor sabe sugerir de innombrable".
Reconozcamos empero que suele ser escasa
nuestra aptitud para soportar el silencio propuesto por el poema —es decir, el
silencio generado por el contacto con lo real incógnito. Nuestra tolerancia a
tanto es poca. Por ello es que el silencio al que se accede mediante el poema
suele ser rápidamente transfigurado —reducido, cabría decir— en ese otro
silencio, el de la oclusión, en el que la sensibilidad habitaba antes de que la
inspiración irrumpiera. Señalo, a propósito, que la crítica literaria rara vez
es otra cosa que un intento de inscribir el texto poético en el campo de lo
explicable, o sea de lo susceptible de ser manipulado por el concepto. Por eso,
en el caso de la crítica, se trata, casi siempre, de una de las manifestaciones
del lenguaje del repliegue hacia el silencio contra el que se alza el poema.
Cuando no es así, la crítica es, en sí misma, un lenguaje potenciador,
proveedor y custodio del silencio de la epifanía hacia el que tiende el poema.
Y donde tal cosa ocurre, también se hace necesario emerger de ella, de la
crítica, para buscar amparo en modalidades convencionales de expresión o, lo
que es igual, en el silencio concebido como forma de encubrimiento de la
esencial imponderabilidad de lo real. Los verdaderos críticos suelen ser, sin
embargo, tan infrecuentes como los verdaderos poetas.
De muchos modos he tratado de señalarlo:
hay en el hombre una primaria necesidad de rehuir la desnudez ontológica a la
que el poema, irremediablemente, lo arroja y en la que su identidad,
finalmente, arraiga. Si bien el hombre no puede, en consecuencia, dejar de
estar expuesto, ocasionalmente, a esa intemperie ontológica, tampoco puede
dejar de impugnarla, de rechazarla, de rebelarse contra su predominio. Acaso
porque, accediendo a su propia inasibilidad básica, tal como ésta se pone de
manifiesto en el silencio de la epifanía, se siente sumido en un desasosiego
extremo, intolerable. Estima entonces que, replegándose, eludiéndose, podrá
ponerse, de una vez por todas a cubierto de esa enceguecedora denuncia de su
más íntima indefensión.
El descrédito que la poesía padece en la
segunda mitad del siglo XX no es ajeno al hechizo ejercido por semejante
presunción. "La voluntad de dominio", en nuestro tiempo, ha llegado
tan lejos y es aún tan auto-suficiente que no debe sorprender el hecho de que
todavía se muestre poco vulnerable a su propia fragilidad e insensible, por el
momento, a sus propias contradicciones. Sin embargo, el efecto devastador de la
cultura tecnocrática terminará por golpear a sus promotores. Puede que,
entonces, el hombre recupere una sensibilidad más honda y consecuente con su
misma complejidad. Se advertirá, cuando ello ocurra, que la poesía no ha dejado
de ocupar, en ningún momento, el sitio que, desde siempre, fue suyo: el que la
induce a enfrentar al hombre a su carencia de imagen.
Con el retorno desde el silencio de la
epifanía al de la oclusión, se cubre el tramo final del circuito recorrido por
el poema: la trayectoria que va desde el silencio que, mediante la hegemonía de
la costumbre, nos resguarda del mundo entendido como incertidumbre
infranqueable, al silencio, temido y cautivante, del mundo ofrendado como lo
extraño por antonomasia a través de la metáfora.
Queda, entonces, suficientemente
acentuado: el lenguaje poético, más que una de estas dos manifestaciones de lo
real, conforma el espacio transicional, da voz al instante del pasaje desde el
silencio de la oclusión al silencio de la epifanía; silencio extremo, éste,
que, inevitablemente, terminará por diluirse en el silencio de la oclusión para
renacer luego de sus propias cenizas y volver después a precipitarse en él,
conformando así un ciclo de alternancias infinitas. Cabe, por eso, reconocer
que, el de la poesía, es uno de los ámbitos donde el hombre logra la palabra
que mejor le cuadra como ser transitivo.
A su modo, el poema plasma la huella del
hombre errante, deambulando sin pausa en pos y a merced de lo real. Justamente,
si el tránsito de un silencio a otro sobreviene, es porque el hombre no parece
capaz de afincar su idiosincrasia en ningún extremo —sea éste el del silencio
de la oclusión, sea el del silencio de la epifanía. "Todo hace creer
—estima André Bretón— que hay un momento del espíritu en que la vida y la
muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo
incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de percibirse
contradictoriamente." Este es el momento en el que el espíritu accede a su
mejor complejidad.
Sin duda, sustancializarse en lo
inequívoco es el sueño del hombre. Pero es también su pesadilla.
(de El silencio primordial,
1993)
Santiago Kovadloff
Santiago Kovadloff. Ensayista y poeta argentino. Nació en Buenos Aires en 1942. Se graduó en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Traductor y antólogo de literatura de lengua portuguesa. Profesor honorario de la Universidad Autónoma de Madrid. Se desempeña profesionalmente como profesor privado de filosofia, coordinador de un taller literario y conferencista. Como profesor invitado dicta cursos y conferencias en universidades latinoamericanas y europeas. Integra el Tribunal de Ética de la Comunidad Judía de la República Argentina. En los años 80 tradujo al portugués a numerosos poetas argentinos. Es co-fundador e integrante del Conjunto de Música de Cámara y Poesía “Tomás Tichauer” y del Trío “Babel” de música “klezmer” y poesía. Ha obtenido numerosas becas y distinciones nacionales y extranjeras. Algunos de sus ensayos han sido traducidos al alemán, el italiano y el francés y otros se han difundido en España. Poemas suyos han sido traducidos al francés, italiano, inglés, alemán y hebreo. Su obra poética incluye: Zonas e indagaciones (Botella al mar, Buenos Aires, 1978), Canto abierto (Botella al mar, Buenos Aires, 1979), Ciertos Hechos (Ellagrimal trifulca, Rosario, 1985), Ben David (Torres Agüero, Buenos Aires, 1988), El fondo de los días (Torres Agüero, Buenos Aires, 1992) y Hombre en la tarde (Vinciguerra, Buenos Aires, 1997). Sus libros de ensayo son: El silencio primordial (Emecé, Buenos Aires, 1993), Lo irremediable (Emecé, Buenos Aires, 1996), Sentido y riesgo de la vida cotidiana (Emecé, Buenos Aires, 1998), La nueva ignorancia (Emecé, Buenos Aires, 2001) y Ensayos de intimidad (Emecé, Buenos Aires, 2002). En 1998 se incorporó, como miembro de número, a la Academia Argentina de Letras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario