viernes, 7 de diciembre de 2012

La palabra en el abismo: Poesía y silencio




      Es curioso que los griegos, que casi todo lo presintieron, no hayan concebido una divinidad del silencio. Y más que curioso, extraño, si se atiende al hecho de que nadie como ellos comprendió mejor la finalidad de la poesía y el límite infranqueable de todo despliegue discursivo.
     A esa divinidad del silencio la imagino yo emparentada a Jano: uno de sus rostros vuelto hacia atrás, el otro hacia adelante y ambos unidos por un tronco común capaz de recordar el parentesco indisoluble de los contrarios.
     El silencio humano —es sabido— no se expresa sólo mediante la prescindencia de las palabras. También se expresa mediante las palabras de la prescindencia. Y las palabras de la prescindencia provienen, usualmente, de la garganta del hábito, del dogma y del prejuicio —tres manifestaciones de una misma y angustiosa necesidad. Con ellas, la voz de la costumbre, la negación, la posesividad y el fanatismo, suele volver la espalda a cuanto compromete su continuidad.
     Las palabras de la prescindencia procuran, constantemente, cerrar una brecha: la brecha que frustra la homologación entre realidad y significado. La adhesión frecuente y tan generalizada que ellas suscitan no se explica sino por el íntimo imperativo que satisfacen. Ellas sustentan la ilusión de que en lo comprensible se agota el orden de cuanto tiene sentido. Las palabras de la prescindencia confunden, empecinadas, lo que pueden hacer con lo que quieren hacer. Si, en cambio, supieran reconocerse, ellas admitirían la penuria que, solapada en su raíz, las impulsa a concretar la homologación en la que se empecinan. Esa penuria, en cambio, es advertida y reconocida por la palabra poética. La poesía no tiende apenas hacia ella mediante su despliegue propio. También proviene de ella. En esto último, nada más, coincide la palabra poética con las palabras de la prescindencia. Y apenas en esto coinciden porque mientras las palabras de la prescindencia llevan a cabo una radical subestimación de lo inefable, empeñadas en reducir a algo objetivo y claro lo que no lo es, la poesía procura sostener en la palabra la inasible presencia de lo incógnito. Este procedimiento poético se cumple mediante la sustracción, por vía metafórica, de lo real al dominio de lo literal. "Más que traducir en términos familiares lo que es extraño —anota Enrique Revol— la imagen poética extraña lo habitual, presentándolo bajo una nueva luz, en un contexto diverso del que esperaríamos encontrar."  Esta nueva luz no es sino irradiación de la belleza; y si en las palabras de la prescindencia no hay belleza es porque ellas amordazan la voz del silencio primordial. De modo que si es cierto que el silencio expresa, también es cierto que, cuanto expresa, no siempre es igual ni vale lo mismo. El silencio puede ser, entonces, tanto el corolario excelso de la lucidez como la bruma irremediable en la que se diluye la aptitud —y a veces la necesidad— de articular una idea o una emoción con la que dejar atrás el mundo de lo previsible y codificado.
     Acaso la interpretación más remota del silencio provenga, como casi todo lo remoto, del Oriente. En cambio, entre nosotros occidentales, la primera exégesis sugestiva del silencio es la cristiana, y su formulación se encuentra en la concepción monástica.
     Cuando digo exégesis quiero decir comprensión de su aliento elocutivo y de los valores del sentido que guarda el silencio. Es evidente, entonces, que la caracterización del silencio como mera contracara de la expresión no es la que yo estimo ni la que en estas páginas importa considerar. Escribir sobre el silencio querrá decir, para mí, examinar sus matices por presuponerlos, además de variados, profundos. Y, más precisamente aún, explorarlos en relación, en este caso, con la poesía, en la que muchos somos los que vemos uno de los modos privilegiados de iluminar, al menos, dos de las dimensiones del silencio.
     Hay, me parece, una trayectoria del poema. Va del silencio al silencio. De un silencio a otro silencio. El silencio del que el poema parte, el silencio al que se arranca al constituirse como poema, es fruto de una trama verbal, de un lenguaje: el que reina donde la coalescencia diseminada por la obviedad ha extenuado el don del extrañamiento; lenguaje que impera donde el sentimiento superlativo de lo real, es decir la experiencia de lo extraordinario, cede sojuzgada y se disuelve en la marea ascendente de la rutina. ¿Y qué es la rutina sino esa opacidad del corazón que aniquila toda relevancia?
     Ahora bien: ¿por qué llamar lenguaje a ese silencio? Porque constituye un recorte interpretativo en el campo total de lo inteligible. Puede nombrar algo de cierto modo sólo a condición de que acalle algo, también de cierto modo. En el lenguaje del hábito yace —silenciada justamente— una dimensión de sentido de lo real que, como matiz, es decisiva para la comprensión del valor de la existencia. En virtud de su función encubridora propongo llamar a esta modalidad del silencio, silencio de la oclusión.
     Pero hay, además, decía yo, otro silencio. Un segundo silencio. Es aquel al que arriba el poema: el silencio donde desemboca. Se trata, en este caso, de un silencio que el poema contribuye a preservar como presencia. Es el silencio que sin duda lo nutre y que, a la vez, él mismo alienta y promueve. Ese en el que la vivencia del misterio —que no es otra que la de lo real soportado como imponderabilidad última— sustrae al hombre del suelo petrificado de lo obvio: lo libera. Se trata, por lo tanto, de otro silencio que el de la oclusión. De otra calidad de silencio que aquel que precede al poema y lo hostiliza. Es, ahora, el silencio de la significación excedida que, con su irreductible complejidad, desvela y fuerza a la vigilia sin pausa del entendimiento y, al unísono, a su profunda desesperación. Estamos, se diría, ante lo abismal, vale decir ante el sentido que rebasa el significado y que, por eso, sólo se deja aprehender como presión, como signo incierto, pero no como contenido ni como símbolo bien perfilado. A propósito de él, George Steiner anota en su Antífonas: "Pero cuando es convincente, la presión sentida que ejerce sobre el sentir mortal lo que está fuera de él puede muy bien representar la esencia del pensamiento y de la poesía. Heidegger, que observa esta presión en los textos de Sófocles, de Hölderlin y, por momentos, de Rilke, señala en ellos los vestigios de la presencia, el resplandor crepuscular, del Ser mismo, del núcleo ontológico que es anterior al lenguaje y del cual éste toma su validez numinosa, sus poderes de significar mucho más de lo que se puede decir."
     Ya no es, según puede verse, el silencio de lo que ha sido forzado a replegarse en la falsa irrelevancia, el silencio de lo que, enmudecido y encubierto, se supone que no inquieta. Estamos, por el contrario, ante el silencio altivo de lo que, sin rehusarnos su contacto, se resiste a dejarse encasillar por los recursos de nuestra lógica usual. Estamos, en suma, ante lo extraordinario —palpable y simultáneamente inasible; tangible y, sin embargo, informe. Es, pues, a causa de su intensa función reveladora que propongo llamar a esta modalidad del silencio, silencio de la epifanía. Y muy cerca de esta noción de epifanía, creo yo, se encuentra Octavio Paz cuando en su Teatro de signos considera que: "Si el lenguaje es la forma más perfecta de la comunicación, la perfección del lenguaje no puede ser sino erótica e incluye a la muerte y al silencio: al fracaso del lenguaje... ¿El fracaso? El silencio no es el fracaso sino el acabamiento, la culminación del lenguaje."  Por ello, en sentido estricto y a diferencia del silencio de la oclusión, el silencio de la epifanía no debe entenderse como una trama de significados convencionales. No es un lenguaje. No constituye un recorte interpretativo en el campo de  lo inteligible. En él nada se encuentra acallado porque, en rigor, con él nada particular quiere decirse. Como nada particular acalla, el silencio de la epifanía sitúa al hombre ante la totalidad indivisible que como tal silencio encarna. Totalidad que, en consecuencia, irrumpe en ese silencio e irrumpe, ciertamente, como lo que es: lo inviable para el habla como objeto de aprehensión directa. No por ello, sin embargo, el silencio de la epifanía deja de insinuar su realidad en ciertas formas de la palabra. Una de las formas aptas para el abordaje privilegiado del peso de esa insinuación sobre la existencia es, por cierto, la poesía. El silencio de la epifanía se me manifiesta cuando mi entrega a la propuesta del poema —ya sea como autor, ya como lector— alcanza su cenit. Entonces callo. Pero callo como quien corona y no como quien claudica. Este silencio es fruto de la palabra plena, hijo de su despliegue extremo, de la conquista apasionada de su agotamiento. Por eso, como tal, ya no es palabra. Sí es palabra, en cambio, el silencio de la oclusión. Palabra encubierta, palabra denegada, enunciación posible pero eludida, como se dijo, por el miedo, el hábito o el prejuicio. Y de ese silencio, invariablemente, se aparta la poesía. "Pues la belleza, como enseña Rilke, es aquel grado de lo terrible que todavía podemos soportar."  ¿Cómo sobreviene este distanciamiento? ¿Cómo puede el hombre romper con el mutismo que implica la obviedad; con la palabra que se concibe preñada de sentido inamovible? ¿Qué es, finalmente, lo que nos faculta para ir más allá de ese arraigo en la literalidad, permitiendo que nos sustraigamos a la costumbre, "ese monstruo, según Shakespeare, que devora todo sentimiento”?
     La aptitud para romper con el hábito es un don excepcional. Y pareciera apropiado llamar inspiración al derrumbe de ese sometimiento poderoso, casi siempre súbito y siempre liberador.
    El término es antiguo y, aun para muchos, venerable. Se lo ha combatido, asimismo, como un vocablo enmascarador mediante el que se pretende subestimar el esfuerzo que demanda al creador la configuración de sus obras.
     Con igual decisión se lo asocia con la gracia, con un don a pocos ofertado e imprescindible en el despliegue de toda iniciativa artística.
     Creo, por mi parte, que en el marco de una meditación como la propuesta por este ensayo, la inspiración está llamada a cumplir un papel relevante. A él está asociado, para mí, el sentido del silencio primordial.
     Al igual que el ángel que en la tela de Rembrandt se insinúa a Mateo mediante un susurro revelador, la inspiración habla al oído del poeta. El gesto de extrema discreción con que el ángel se dirige a su oyente absorto, despierta, irresistiblemente, nuestra curiosidad y, de inmediato y ante todo, quisiéramos saber qué le dice. Pero si anhelamos saber qué le dice, cabe preguntarse, en primer término, qué representa aquel que habla. Concentrémonos para ello en la obra de Rembrandt. Data de 1661. Se titula El evangelista Mateo inspirado por el ángel. Observemos, ante todo, a Mateo. Se lo ve sumido en una actitud expectante. Suspendido el gesto de escribir, empuña la pluma en su mano derecha. Está en silencio. Inmerso en un silencio concentrado. Se diría que la mano flota sobre el papel, indecisa aún. La mirada y el ceño no disimulan el esfuerzo de discernimiento en el que todo el cuerpo, tenso, erguido, parece comprometerse.
     ¿A qué presta atención Mateo? A una voz que le llega de afuera. Mientras calla, el evangelista oye concentrado, no lo que de él mismo proviene sino lo que viene hacia él. Su atención no es comprensiva sino aprehensiva. No entiende; atiende. Esta remota necesidad de representar al hombre agraciado por el poder de expresión como alguien expuesto a una fuerza incondicionada, ajena a su poder y voluntad propios, guarda, a mi ver, relación con la sabiduría y no con el prejuicio o la ingenuidad. Fuera del hombre, más allá de las fronteras de su entendimiento, está la nada, lo real irreductible, según Kant, a las facultades interpretativas de nuestra percepción; lo real no homologable al mundo objetivo; aquello que se resiste al entendimiento bajo el nombre de lo indesignable.
     En esa medida, al escuchar al ángel, Mateo presta oídos, no a lo inteligible sino a lo ininteligible. No escucha lo que puede comprender sino lo que puede creer —lo inconcebible. En consecuencia, al escribir, no transcribirá lo escuchado. Ello no le es posible. El sentido del susurro del ángel es equívoco para la razón. Sólo es inequívoca la presencia del ángel: el susurrar, la evidencia de que hay alguien haciéndolo. De qué habla el ángel es cosa que no se sabe ni se sabrá. Pero, para verificar que no se lo sabe, es imperioso que el ángel esté ahí. El efecto de esa presencia es el que se dejará sentir en el papel. Infundiéndole a ese susurro un sentido, Mateo se hará eco de él; traducirá el impacto que sobre su corazón ha tenido ese encuentro excepcional. La suya será una palabra inspirada en la medida en que logre atribuir un sentido a lo que de por sí no puede otorgárselo y sin embargo lo requiere. Concebirá entonces Mateo la intención del ángel, hablará de su propósito. El oír se convierte, así, en la instancia decisiva. El oír, o sea el interpretar; el brindar un valor al inasible murmullo del habla trascendente. Al hacerse eco de la voz del ángel, Mateo no lo repite sino que lo traduce. Al igual que el evangelista, el poeta es aquel que ha sido inspirado, convocado para infundir forma, es decir contenido discernible, a lo irreproducible por él escuchado. Se trata de proyectar en las palabras la insinuación de una presencia inabarcable; de plasmar en un enunciado consecuente la vigorosa vivencia de una cercanía que no admite ser aprehendida más que como misterio. De modo que para poder captar lo que de él mismo proviene (la interpretación), el poeta, al igual que el evangelista, deberá, ante todo, abrirse a lo que viene hacia él sin ser él mismo: la inspiración, la extrema alteridad. Crear será, pues, extraer de la nada; obrar en consonancia con la experiencia que de la nada se ha tenido. Pero la nada, como se dijo, lejos de ser ausencia o vacío, es radical alteridad —la de aquello que no se subordina a la condición de objeto y que, por eso, logra hacer sentir el influjo absorbente de su proyección sobre el hombre, revelándose ante él como el contacto con lo trascendente más alto y más hondo que le haya sido dado tener.
     Puede, en consecuencia, sostenerse que lo que al poeta convoca en términos de inspiración no es nunca un discurso conformado de antemano ni un mensaje explícito. Precisamente porque no lo es, el poeta no lo comprende. Se trata, más bien, de una voz, la de un mensajero que se hace oír, antes que de un enunciado que se deja captar. Esa voz constituye un llamado; ella llama la atención sobre su presencia; desvía la atención hacia sí, la atrae. La insinuante voz del ángel arrebata a Mateo, así como al poeta lo arrebata el susurro de la musa. El apóstol y el poeta son seres ganados, arrancados a su sitio usual de comprensión, por el impacto, ya no de un nuevo significado (puesto que éste sólo sobrevendrá más tarde bajo la forma de su obra), sino de una presencia luminosa e inesperada —la de lo real exceptuado de su yugo a lo previsible. El hechizo de esa instancia inédita se deja sentir sin que su contenido se llegue a cristalizar. Este impacto disloca al hombre que lo protagoniza. Pero en la misma medida en que lo disloca, lo vuelve a situar. Lo reimplanta, aunque ahora en tierra incógnita. Poeta es, primeramente, no quien sabe instrumentar el idioma, sino aquel que se muestra apto para desembarazarse del uso corriente del idioma. Porque si es indiscutible que el poeta da prueba de idoneidad mediante su elocuencia, no menos lo es el hecho de que ésta sólo puede desplegarse si se nutre donde no impera el entendimiento generalizado de las cosas. Y allí donde lo convencional ya no prevalece, el silencio hace oír los pasos que denuncian su cercanía, la contundencia del misterio, su vivacidad, el magnetismo de un sentido que, dejándose rozar como alusión, franquea el acceso a la vivencia de su enigma.
     El lenguaje de cada poeta no es sino la personal versión de los contenidos impuestos por el creador a esa imponderabilidad  intensamente oída. La obra de cada poeta remite al destino corrido por la presencia de lo esencialmente indiscernible —el silencio extremo de lo real— en las manos laboriosas de su intérprete. El poema, pues, constituye la formalización del valor y el alcance atribuidos a la irrupción de lo indescifrable o incógnito en el marco de lo que, hasta ese momento, sólo parecía previsible. Por eso creo que la inspiración no dicta sino que quebranta un dictado: obstruye, interrumpe, sobresalta y disloca el discurrir de la acepción convencional, del significado impuesto.
     En la aprehensión del asombro lograda por los antiguos griegos palpita la intención que aquí se reconoce a la inspiración. En los intersticios del habla consensual, la mirada del poeta, embargada por la inspiración, encuentra su condición propicia. En sentido estricto, el ángel no se pronuncia para que entendamos literalmente lo que nos dice, sino para que advirtamos que algo nos quiere decir. El ángel es metáfora, desplazamiento. Verificamos que nos interpela. Advertimos que ha venido a decir pero no qué ha venido a decir. Crea, pues, quien adjudica una forma poéticamente plausible a esa materia inexpugnable —silenciosa— a la que aquí remito al referirme a la presencia de la musa. Y toda forma poéticamente consumada lo está porque ha sabido brindar a las palabras lo que es inherente a la irrupción del ángel: la fuerza de una presencia dotada de fundamento que no se inscribe, sin embargo, en el cauce habitual de los significados; capaz de caracterizar pero reacia a definir; connotativa antes que denotativa.
     Hablo de la orilla del mundo que ha escapado al espejismo de la determinación; de ese otro rostro del paisaje que mediante la imprecisión de sus rasgos denuncia la unilateralidad de sus facciones tercamente familiares e insinúa una alteridad posible, una incógnita esencial.
     Ese murmullo mediante el cual la musa se pronuncia depura la sensibilidad, la sume en un estado de incomparable disposición perceptiva y, mediado por él, ha de brotar, como su fruto más preciado, el pronunciamiento poético propiamente dicho. Por obra de la escritura construida como expresión personal, la enigmática presencia de la musa se convierte en significado, es decir en símbolo del vínculo que con ella ha entablado el poeta. La escritura es coyuntura, sitio de convergencia. Punto de encuentro entre el arrebatamiento que libera y la comprensión que organiza: metáfora. Y si en el instante de la inspiración se deja oír el silencio primordial, en las horas de trabajo se manifiesta el destino corrido, en términos de interpretación creadora, por este pronunciamiento en sí mismo inconcebible.
     Hay que subrayarlo: el poeta jamás nos dirá qué ha oído. Y el silencio extremo se prolongará en sus palabras como eco de un encuentro decisivo. Se trata, en fin, de acercarnos, como recuerda Rilke, "a algún lugar de las fronteras de nuestra existencia". Allí ha de "rozarnos con su sufrimiento ese silencio más grande que todo".
     ¿Bastará un único vocablo —inspiración— para expresar esa prodigiosa transgresión espiritual que, al menos de manera transitoria, fija un término a los vínculos rutinarios que entablamos con los seres y las cosas? Acaso esa transgresión sea posible en virtud del mismo poder que impulsa al hombre a recaer, periódicamente, en la costumbre. Y es que tampoco de la costumbre el hombre se aparta para siempre puesto que ello equivaldría al logro de un ideal filosófico irrealizable: el de vivir sin supuestos.
    Yendo y viniendo del silencio de la oclusión al de la epifanía, la existencia pareciera insinuar que no entronca por entero ni en uno ni en otro, sino siempre y alternativamente en ambos. Y es que en los dos movimientos anida una misma intolerancia básica: el rechazo a lo estático, la repugnancia humana a lo inmutable. Pero claro: una cosa es lo inmutable presuntuosamente entendido como definitiva transparencia de sentido, y otra lo inmutable soportado como inviabilidad última de sentido. Lo siempre incomprensible puede, pues, por un lado, incitar al pronunciamiento literario. Su efecto, como se advierte, es en este caso paradojal. Desde el contacto con lo indecible se rebota hacia la palabra que intenta reflejar y preservar el efecto de ese encuentro. Poeta es aquel que sabe iluminar líricamente ese efecto en su escritura. "La poesía —recuerda Guillermo Macci— no consiste en formular de modo ornamentado lo que sería posible decir llanamente, sino en otorgar la palabra a lo que se sustrae a ella."
     Pero, además, lo siempre incomprensible puede incitar al encubrimiento. Desde el contacto con lo incomprensible se rebota, también, hacia la palabra que no intenta preservar el efecto de ese encuentro. Hablo ahora de la palabra evasiva. De la que se empeña en enajenar el lenguaje de lo profundamente vivido. De la que brota para alentar el olvido. De la que, al ser escrita, aspira a sepultar, en la ilusión del acoplamiento acabado entre palabra y mundo, la intuición de un semblante de lo real inflexible ante los desvelos predicativos.
     La doble posibilidad señalada —silencio de la oclusión, silencio de la epifanía— remite a la libertad del hombre. El hombre es libre en tanto aquel que infunde una forma simbólica posible a lo imposible de ser literalmente formalizado. Y, en este aspecto, la palabra prescindente no es menos reveladora que la palabra poética. Las dos —y no sólo una de ellas— implican la libertad humana. La diferencia radica en que en la palabra poética el hombre se hace cargo de la experiencia fronteriza de la existencia, mientras que en la prescindente, no. Remitiendo a la primera, Sartre ha dicho: "El estilo es el silencio de lo escrito, el silencio en el discurso, la meta imaginaria y secreta de la palabra escrita”.
     Insistiré entonces: uno es el silencio sostenido por el poema; otro, el silencio que se opone a la constitución del poema. En éste, la palabra aún no ha alcanzado ni mucho menos la plenitud de sus posibilidades ni, por lo tanto, su linde. En aquél, las ha extenuado. Acierta, por eso, Marc de Smedt, cuando concluye que "Toda la fuerza de una obra consiste en lo que el escritor sabe sugerir de innombrable".
     Reconozcamos empero que suele ser escasa nuestra aptitud para soportar el silencio propuesto por el poema —es decir, el silencio generado por el contacto con lo real incógnito. Nuestra tolerancia a tanto es poca. Por ello es que el silencio al que se accede mediante el poema suele ser rápidamente transfigurado —reducido, cabría decir— en ese otro silencio, el de la oclusión, en el que la sensibilidad habitaba antes de que la inspiración irrumpiera. Señalo, a propósito, que la crítica literaria rara vez es otra cosa que un intento de inscribir el texto poético en el campo de lo explicable, o sea de lo susceptible de ser manipulado por el concepto. Por eso, en el caso de la crítica, se trata, casi siempre, de una de las manifestaciones del lenguaje del repliegue hacia el silencio contra el que se alza el poema. Cuando no es así, la crítica es, en sí misma, un lenguaje potenciador, proveedor y custodio del silencio de la epifanía hacia el que tiende el poema. Y donde tal cosa ocurre, también se hace necesario emerger de ella, de la crítica, para buscar amparo en modalidades convencionales de expresión o, lo que es igual, en el silencio concebido como forma de encubrimiento de la esencial imponderabilidad de lo real. Los verdaderos críticos suelen ser, sin embargo, tan infrecuentes como los verdaderos poetas.
     De muchos modos he tratado de señalarlo: hay en el hombre una primaria necesidad de rehuir la desnudez ontológica a la que el poema, irremediablemente, lo arroja y en la que su identidad, finalmente, arraiga. Si bien el hombre no puede, en consecuencia, dejar de estar expuesto, ocasionalmente, a esa intemperie ontológica, tampoco puede dejar de impugnarla, de rechazarla, de rebelarse contra su predominio. Acaso porque, accediendo a su propia inasibilidad básica, tal como ésta se pone de manifiesto en el silencio de la epifanía, se siente sumido en un desasosiego extremo, intolerable. Estima entonces que, replegándose, eludiéndose, podrá ponerse, de una vez por todas a cubierto de esa enceguecedora denuncia de su más íntima indefensión.
     El descrédito que la poesía padece en la segunda mitad del siglo XX no es ajeno al hechizo ejercido por semejante presunción. "La voluntad de dominio", en nuestro tiempo, ha llegado tan lejos y es aún tan auto-suficiente que no debe sorprender el hecho de que todavía se muestre poco vulnerable a su propia fragilidad e insensible, por el momento, a sus propias contradicciones. Sin embargo, el efecto devastador de la cultura tecnocrática terminará por golpear a sus promotores. Puede que, entonces, el hombre recupere una sensibilidad más honda y consecuente con su misma complejidad. Se advertirá, cuando ello ocurra, que la poesía no ha dejado de ocupar, en ningún momento, el sitio que, desde siempre, fue suyo: el que la induce a enfrentar al hombre a su carencia de imagen.
     Con el retorno desde el silencio de la epifanía al de la oclusión, se cubre el tramo final del circuito recorrido por el poema: la trayectoria que va desde el silencio que, mediante la hegemonía de la costumbre, nos resguarda del mundo entendido como incertidumbre infranqueable, al silencio, temido y cautivante, del mundo ofrendado como lo extraño por antonomasia a través de la metáfora.
     Queda, entonces, suficientemente acentuado: el lenguaje poético, más que una de estas dos manifestaciones de lo real, conforma el espacio transicional, da voz al instante del pasaje desde el silencio de la oclusión al silencio de la epifanía; silencio extremo, éste, que, inevitablemente, terminará por diluirse en el silencio de la oclusión para renacer luego de sus propias cenizas y volver después a precipitarse en él, conformando así un ciclo de alternancias infinitas. Cabe, por eso, reconocer que, el de la poesía, es uno de los ámbitos donde el hombre logra la palabra que mejor le cuadra como ser transitivo.
     A su modo, el poema plasma la huella del hombre errante, deambulando sin pausa en pos y a merced de lo real. Justamente, si el tránsito de un silencio a otro sobreviene, es porque el hombre no parece capaz de afincar su idiosincrasia en ningún extremo —sea éste el del silencio de la oclusión, sea el del silencio de la epifanía. "Todo hace creer —estima André Bretón— que hay un momento del espíritu en que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de percibirse contradictoriamente." Este es el momento en el que el espíritu accede a su mejor complejidad.
     Sin duda, sustancializarse en lo inequívoco es el sueño del hombre. Pero es también su pesadilla.


(de El silencio primordial, 
1993)


Santiago Kovadloff




Santiago Kovadloff. Ensayista y poeta argentino. Nació en Buenos Aires en 1942. Se graduó en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Traductor y antólogo de literatura de lengua portuguesa. Profesor honorario de la Universidad Autónoma de Madrid. Se desempeña profesionalmente como profesor privado de filosofia, coordinador de un taller literario y conferencista. Como profesor invitado dicta cursos y conferencias en universidades latinoamericanas y europeas. Integra el Tribunal de Ética de la Comunidad Judía de la República Argentina. En los años 80 tradujo al portugués a numerosos poetas argentinos. Es co-fundador e integrante del Conjunto de Música de Cámara y Poesía “Tomás Tichauer” y del Trío “Babel” de música “klezmer” y poesía. Ha obtenido numerosas becas y distinciones nacionales y extranjeras. Algunos de sus ensayos han sido traducidos al alemán, el italiano y el francés y otros se han difundido en España. Poemas suyos han sido traducidos al francés, italiano, inglés, alemán y hebreo. Su obra poética incluye: Zonas e indagaciones (Botella al mar, Buenos Aires, 1978), Canto abierto (Botella al mar, Buenos Aires, 1979), Ciertos Hechos (Ellagrimal trifulca, Rosario, 1985), Ben David (Torres Agüero, Buenos Aires, 1988), El fondo de los días (Torres Agüero, Buenos Aires, 1992) y Hombre en la tarde (Vinciguerra, Buenos Aires, 1997). Sus libros de ensayo son: El silencio primordial (Emecé, Buenos Aires, 1993), Lo irremediable (Emecé, Buenos Aires, 1996), Sentido y riesgo de la vida cotidiana (Emecé, Buenos Aires, 1998), La nueva ignorancia (Emecé, Buenos Aires, 2001) y Ensayos de intimidad (Emecé, Buenos Aires, 2002). En 1998 se incorporó, como miembro de número, a la Academia Argentina de Letras.







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