Tengo un recuerdo, o una sensación
que se habrá repetido muchas veces
y que resurge apenas formulada cuando
me acuesto boca abajo: era muy chico
y creo que de noche aún tenía miedo
y hasta pánico antes de poder
entregarme al sueño. Me resistía, ¿quién sabe
lo que puede pasar mientras se duerme:
que llegue una banda y te golpee o peor aún
soñarla? Debía tener un sueño firme,
acerado, siempre alerta, y entonces
adoptaba la postura de vuelo de Astroboy,
el niño robot de un dibujo japonés,
que parecía un Pinocho combativo. Ahora
veo que aquel científico excéntrico, autor
del robot, cumplía el papel del viejo
carpintero. Y ambos son fantasías quizás
no de niños que quisieran ser hechos
de madera o metal, sino de padres
que alucinan su propia antropogénesis.
¿Acaso el metal promete durar más
que la carne y la piel? ¿No se oxida?
¿Y no se pudre finalmente la madera?
Lo que importa es el miedo, inevitable,
hijito, y ya se siente en tu breve semestre
de vida, cuando agarrás un dedo
de mi mano derecha con toda tu fuerza
prensil, y no aflojás el puño hasta sumirte
en un sopor profundo. Aunque nadie nunca
te vaya a dejar solo, no tenés
todavía palabras que te calmen. Te daría
el puño en alto y la pierna flexionada
apuntando al cielo, para que salves
lo que sea del mundo, pero no te olvidés
de la fragilidad, porque seré un anciano
o un tarro de cenizas protectoras, un nombre
nada más, cuando vos empecés
a escribir con piecitos de varón
el baile de tu guerra y tu regreso a casa.
PEDIDO
A pesar de saber que todo tiene
un final, que se acelera la pérdida
de fuerza, que las cosas vivientes van
a desaparecer o que igual mi mundo
limita con la nada percibida,
de todas formas las nubes grises viajan
cruzando el frío y me dictan, les dicto
un pedido para la primavera: que él
pueda tocar las flores amarillas del patio,
y que pueda aprender a pronunciar
la ardua sílaba “flor” en nuestro idioma;
que pueda ver las sierras verdes todavía,
que sepa caminar por sus senderos
de piedra y granza formados con huellas
durante años, antes de que naciera
yo, su padre. Aunque la función paterna
parezca siempre una carga, el viejo cuerpo
sobre los hombros nuevos, aunque mi edad
le recuerde el final, la brevedad del brillo
de estar vivo, un pobre toldo verde
en la terraza de gente desconocida
me repite que pida, aunque no haya
nadie más que yo y mis frases pensándose
en un escritorio: que él hable, piense, ría
a carcajadas como ahora puede,
que quiera, juegue y llore cuando descubra
una imagen, un nombre; que esté contento
la mayor parte del tiempo, que no se apene
cuando me muera porque ya hice
casi todo; que podamos ver juntos la creciente
de un río, arriba, y meditar acaso
sobre las frases hechas y el paso de los años.
Más allá de la verdad o el delirio
que imagina la nada, que acumula
tantos signos siniestros, las yemas de sus dedos
tanteando mi palma, hace un rato, antes
de dormitarse, me recuerdan como si fuera
ciego, sordo y mudo, en un lenguaje
de puntos de percusión, que aún debo pedir:
que la alegría y lo que siempre falta
para seguir deseando estén con él
como siempre han estado conmigo, como están
su madre y sus hermanas en la casa
picando y repicando las sílabas preciosas
que forman un mensaje balbuceado;
que no preste atención a las palabras
más que al gesto, el cielo pareciera
llover pero no llueve ni hace señas,
estas gotas cayendo son de mi lapicera.
SEÑALAMIENTOS
No dejás de agarrarte a la baranda
de caucho y aluminio, aunque no salta
el coche rojo y rápido, un triciclo
de ruedas con aire, que cruzan suavemente
cualquier pozo o fisura en las veredas.
Hoy no vienen tus hermanas, pero vendrán
mañana a visitar la calesita y asistirte
en tus primeras vueltas. Nos movemos
a un ritmo casi gimnástico. Yo empujo
más con la izquierda que con la derecha:
se ha descentrado la rueda delantera
pero igual anda bien. Un mecanismo, pienso,
aunque se mueva no señala vida.
Y vos en el trayecto sólo reclamarás
con el índice erguido seres vivos.
No hay mucho más que perros en la calle
y sus distintos pelos y tamaños se pronuncian
con tu mínima sílaba de boca cerrada,
la misma que canturrea de alegría
cuando se acuerda de los tonos aprendidos
en un año de acunarse, bañarse, estar jugando,
¿cómo escribir el murmullo, el exclamado
aliento que toca tus cuerdas vocales
y apenas sale quizá por las narices?
En cada cuadra, un perro, le apuntás
con el dedo y lo llamás: “¡hum!” Te das vuelta
para explicármelo: “¡hummm!” Como en el campo
ante un gran pájaro que caminaba por el pasto
cerca de la cabaña o al descubrir los sapos
gigantescos o chicos que se sentaban a mirar
las mariposas pululando alrededor
de los focos de noche. Y no pudiste ver
la liebre de febrero que atravesó el camino
y se detuvo a esperar el paso de las luces
del auto, porque también hubieras
levantado el índice derecho y habrías dicho,
mirándonos a todos, allá: “¡hum!” Incluso
un visitante, un amigo, algún pariente
necesitan tu dedo para ser el objeto
de la palabra que inventaste. Un nene: “hum”,
para jugar, tocar. Un caballo: “hummm”,
demasiado grande. Un sapo: “humm”, quisieras
apretarlo un poquito entre tus dedos. Un hombre: “humm”,
que te lleve en brazos a ver cosas lejanas.
Ahora seguimos viaje sin frenar casi nunca
salvo que alguien elogie tu belleza canónica,
sobre todo mujeres aficionadas a los bucles
rubios, ojos azules y cara redondeada
de angelitos barrocos. Entonces tu ostensión
indicial simula el roce de un dios
que no articula frases, tan sólo el acto
del querer decir: eso, ahí está
lo que quiero, lo que me gustaría
tocar. Nunca comida, más bien alguien
que acaso alcance la yema del dedo
erguido en su señalamiento: “humm… hum”,
a pesar del chupete que trajiste
y modula tu propio signo único.
Las tres hermanas mayores no están
acá con vos, sin embargo almacenan
las interpretaciones de tu gesto
pragmático, infinito. Rodeamos ya la plaza.
Se alquila un pony: “humm”, pero nadie
me cuidaría el coche si te animaras
a subir encima. Mañana volveremos
a probar tu aniversario en el vértigo
de moverse al aire del mundo, dando vueltas
en aquella calesita enclenque, al compás
de canciones monótonas que te harán
bailar sentado. Te subirás al cisne
de plástico y metal con una hermana
atenta, seguidora de cada idea tuya.
El león y el caballo son muy altos
pero el cisne se sienta y prestará ese cuello
estilizado, absurdo para que lo agarres
y expreses una felicidad dubitativa.
Antes de que volvamos por las mismas veredas,
rápido porque ya viene una tormenta, quiero
registrar el colmo de tu intervención
que hiciste bajo la bóveda de la noche
en tu primera ida fuera de la ciudad.
Señalé arriba y miraste el chorro blanco
de puntos desordenados, algunos que titilan
dicen que son estrellas moribundas.
¿Cuántos fragmentos del guerrero Orión
habían desaparecido cuando vimos
juntos en el cielo del campo y las sierras
su cinturón, su espada, sus brazos extendidos?
Rastros de luz a mil millones de años
de distancia, pero tu dedo los señala y dice
“¡hum!”, porque nunca en los patios de casa
brillaron tanto, y yo te digo: “Sí, Orión,
al cinturón acá le dicen Las tres
Marías.” Y como todo mensaje
llega a destino, hasta el de una estrella
que murió y yace en el fondo de un pozo
oscuro, sé que pronto, en unos años,
tendrás el telescopio que inventó tu tocayo.
Las primeras gotas caen en las baldosas
que hierven. Faltan dos cuadras, empujo
tu carrito con más fuerza, le corro
el toldo negro y rojo, aunque te inclines
hacia adelante, siempre, devorando el paisaje
del barrio. La razón está en tu signo:
no vale más la arbitraria constelación
–que vimos de cabeza– que las últimas flores
de un arbusto de verano o los sonidos
de la gente que pasamos o los saltos bruscos
de un piso de adoquines justo antes de llegar
y que ahí estaba cuando yo nací
y mi padre y el padre de mi padre, es decir,
“¡hum!”, piedras que son como tatarabuelos.
(del libro inédito
La canción de los héroes)
Silvio Mattoni (Argentina, Córdoba, 1969)