Finalmente
abandono el
refugio del lenguaje.
Voy a vivir
a la intemperie.
Voy a vivir
donde nadie vive.
Todo se va
y escapa.
Arrojo
palabras y conceptos.
Dejo mi
cuerpo
sobre la
palma abierta del instante.
Arrojo
palabras,
restos del
tiempo,
la ilusoria
sustancia de los sueños.
Ahora giro
y me ato
al centro
de un viaje sin retorno.
Pronuncio
un Nombre
que deshace
todos los nombres.
El aire se
diluye.
La noche
devora la Noche.
¿Quién habla? ¿Quién pregunta todavía?
El que
superó el inestable círculo del tiempo,
Aquel que
se estableció en una comprensión absoluta,
sonríe y
repite en silencio:
Nada respira, nada permanece.
En este
declive de las horas
los signos se ocultan,
se despojan.
Pierden
peso y consistencia.
El aire se
diluye.
Y yo
encuentro lo que no buscaba,
lo que se
evade y crece.
Lo que se
evade y crece.
Caigo como
quien cae.
Como quien
cierra y rompe
la
invisible puerta de la Sombra.
Caigo.
Los colores
emigraron hacia Oriente.
Miro mis manos,
miro mis
ojos y mis pies.
Me
arrodillo y me inclino
ante lo que
palpita y huye,
ante lo que
respira y parte.
Permanezco sobre esa huella
que
se desplaza y tiembla.
Vivo donde
nadie vive.
Estoy
suspendido
entre un
cielo y otro cielo.
Avanzo sin
mirar atrás.
Habito en
la última línea del espacio.
Pero, ¿qué
late, qué vive en mí?
Yo sólo veo
espectros.
Tantas
veces pisé este suelo,
esta
pendiente del camino,
este país
donde todo vuelve a repetirse.
Tantas
veces.
Voy hacia
un lugar
que se
borra y reaparece,
que se
borra y salta.
(de Los Jardines del aire,
Ed. El mono armado, 2012)
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