sábado, 18 de noviembre de 2023

LA LARGA RISA DE TODOS ESTOS AÑOS

 


No éramos tan felices, pero si en las reuniones de los sábados alguien
hubiese preguntado si éramos felices, ella habría respondido «seguro
sí», o me habría consultado con los ojos antes de decir «sí», o tal vez
habría dicho directamente «sí», volteando su largo pelo rubio hacia mi
lado para incitarme a confirmar a todos que éramos felices, que yo
también pensaba que éramos felices. Pero éramos felices. Ya pasó
mucho tiempo y sin embargo, si alguien me preguntase si éramos
felices diría que sí, que éramos, y creo que ella también diría que
fuimos muy felices, o que éramos felices durante aquellos años setenta
y cinco, setenta y seis, y hasta bien entrado el año mil novecientos
setenta y ocho, después del último verano.
Salía por las tardes, a las dos, o a las tres. Siempre los martes,
miércoles y jueves después de mediodía. Se maquillaba, me saludaba
con un beso, se iba a hacer puntos y no volvía hasta las nueve de la
noche.
A fin de mes, si había dinero, no salía a hacer puntos. Entonces,
también aquellas tardes de martes a jueves nos quedábamos 
charlando, tomando té, o ella se encerraba en el cuarto para mirar 
televisión mientras yo trabajaba, o me  acostaba a descansar sobre 
la hamaca paraguaya que habíamos colgado en el balcón.
Y si faltaba plata, en la primera semana del mes hacía dos puntos
cada tarde: se iba temprano al centro, hacía algún punto, después
volvía a nuestro barrio para hacer otro punto por Callao, y yo la
esperaba sabiendo que aquella noche llegaría más tarde. Pero siempre
teníamos dinero. Hubo caprichos: el viaje a Miami, los muebles de
laca con gamuza amarilla y la manía de andar siempre cambiando de
auto, ésos fueron los gastos mayores de la época, y como casi nunca
nos faltaba plata, ella hacía puntos entre martes y jueves, las primeras
semanas del mes llegaba a casa bien temprano, me daba un beso, se
cambiaba y se encerraba a cocinar.
A veces pienso que por entonces cada día era tan parecido a los
otros, que por esa constancia y esa semejanza se producía nuestra
sensación de felicidad.
Salía temprano. Dejaba el taxi en Veinticinco de Mayo y
Corrientes y se iba caminando hacia Sarmiento; a veces se entretenía
mirando una vidriera de antigüedades, monedas viejas, estampillas.
Serían las tres. Había por ahí hombres parados frente a las pizarras de
las casas de cambio, gente que copia en sus libretas las cotizaciones 
y el precio de los bonos y de los dólares de cada día. Alguno de ésos la miraba.
Entraba al bar de la esquina de la Bolsa. Se hacía servir un té en la
barra y generalmente alguien la veía y la reconocía y la citaba. Los
conocidos la citaban allí, en el bar de la Bolsa.
Los hombres no podían olvidarla con facilidad.
Si no conseguía cita, pagaba el té, dejaba su propina, se iba
caminando por Sarmiento, y en algún quiosco compraba revistas
francesas o brasileñas para mirarlas tomando su café en la confitería
Richmond de la calle Florida.
Ahí siempre alguien se le acercaba. De lo contrario, poco antes de
las cuatro, salía a recorrer Florida hacia la Plaza San Martín mirando
vidrieras, o demorándose en las cercanías del Centro Naval y en los
barcitos de la zona, llenos de oficiales de paso que dejan sus familias
en las bases del sur y sabían de ella.
Si no encontraba un oficial, seguía hasta Charcas y pasaba por la
vieja galería, donde nunca solía fallar, porque si los mozos del snack
bar la veían sola, le presentaban a los turistas que habían andado por
ahí buscando una mujer.
Una mujer. ¿Qué sabrían ellos qué es una mujer? Yo sí sé. Sé que
ella era una mujer. No sé si lo sabrán todos los hombres que la
encontraban en la Bolsa, en la Richmond, en el Centro Naval, o en
algún sitio de su camino entre la Bolsa de Comercio y la galería, pero
sé que algunos lo supieron, y fueron sus amigos, y casi amigos míos
fueron —los conocí—, y me consta que, por conocerla, algunos de
ellos aprendieron qué es una mujer.
Algunas veces se le acercaban hombres de civil fingiendo que
buscaban citas, pero ella los descubría —tenía para eso un olfato
especial—, y les decía que se fuesen a alcahuetear a otro.
Los especiales, los de la División Moralidad, la dejaban seguir. En
cambio, los oficiales nuevos de las comisarías, recién salidos de los
cursos, se ofendían y la llevaban detenida a la seccional. Allí tenía que
hablar con los de la guardia; mostraba las fotos de publicidad, los
documentos, las llaves de casa y las del auto y los jefes le permitían
salir. ¿Qué otra cosa podían hacer?
Una noche llegó a casa con un subcomisario.
Yo la esperaba trabajando frente a mi escritorio, y cuando oí la
cerradura, miré hacia la puerta para ver su carita sonriente y lo vi a él.
Parecía un profesor de tenis, o un vividor de mujeres ricas. Él notó
la expresión de mi cara al oír que me lo presentaban como
subcomisario y quedó sorprendido, igual que yo. Me reconoció por
aquella película de la Edad Media —la del whisky— y como había
pensado que ella vivía sola, miraba mi kimono de yudo, veía el
desorden de papeles sobre mi escritorio, y la miraba a ella,
averiguando.
Notó un papel de armar entre mis libros. Era un papel americano,
con los colores de la bandera yanqui y preguntó si fumábamos. Ella
dijo que estaba para ofrecer a las visitas y a él le pareció bien y siguió
curioseando entre los libros. Esa primera vez estuvo medio trabado,
igual que yo, que jamás esperé que me trajera un policía a casa.
Pero después nos hicimos amigos. Se acostumbró a venir y nos
telefoneaba desde el garage para anunciar que al rato subiría a tomar
algo, o a charlar.
Dejaba sus armas en el auto. Para ellos es obligatorio llevar
siempre la pistola en su funda de la cintura, o en esas carteritas que
usan ahora, pero él, por respeto a la casa, dejaba todo en el garage.
A veces preguntaba por ella:
—¿Y Franca…? —Parecía amenazarme: «Si decís que no está,
seguro que me muero…».
Y yo le explicaba que estaría haciendo puntos, que pronto llegaría,
y lo invitaba con un whisky.
Para no molestar, él se quitaba los zapatos, se acostaba en el sillón
del living y se quedaba ahí mirando el techo hasta que ella llegara,
sólo por verla, aunque estuviesen esperándolo en su oficina, una
sección especial de vigilancia que funcionaba cerca de casa en la
época de la presidencia de Isabel.
Parecía un instructor de tenis, o el encargado de un yate de lujo.
Siempre de sport, bronceado; tenía cuarenta y dos años, pero parecía
menor, de treinta o treinta y cinco. Se llamaba Solanas.
Fuimos bastante amigos. No es fácil ahora confesar amistad hacia
un policía, pero no ha sido el único. También siento amistad hacia el
inspector Fernández, de la Policía Federal, a la que llama la mejor del
mundo aunque a él lo tenga destinado a una comisaría de mala muerte,
en un barrio donde jamás nada sucede.
A Solanas lo había conocido haciendo puntos.
Le habrá cobrado, la primera vez, lo mismo que por entonces les
cobraba a todos; serían veinte, o veinticinco mil pesos: unos cien
dólares, quinientos millones de ahora. ¿Cómo decirlo si el valor del
dinero cambia más que cualquier otra costumbre de la gente…? Desde
que se hizo amiga de Solanas y lo empezó a traer a casa, nunca volvió
a cobrarle.
Tampoco creo que haya vuelto a acostarse con él: ella diferenciaba
a los amigos de los puntos, y entre los puntos distinguía bien a los
clientes estables de aquellos hombres ocasionales que aceptaba sólo
cuando veía que se le estaba yendo la tarde sin conseguir un conocido.
Si los entraba a casa, significaba que ya era amiga de los puntos.
Saldrían del hotel, o del departamentito del hombre y entusiasmados,
irían a un bar para seguir charlando. Después, cuando llegaba la hora
de volver, ella querría volver —necesitaba volver—, se haría
acompañar hasta la puerta y si seguía la charla y le seguía el
entusiasmo, lo hacía subir a nuestro departamento.
Cuando está comenzando una amistad, nada la puede detener. Por
eso, al nuevo amigo ella lo hacía pasar, lo presentaba, y el hombre
seguía hablando conmigo mientras ella se cambiaba y se encerraba a
cocinar para los tres.
Los que se hacían amigos cenaban en casa; a los que no se querían
ir, les preparábamos una camita en el living, y ahí dormían, sin
preocuparse por lo que hacíamos en nuestra habitación.
Hasta venir a nuestro departamento nunca un cliente sabía de mí.
Yo en cambio sabía de ellos porque Franca me detallaba todo lo que
hacía con los puntos. Fue una época. Yo quería averiguar, conocer
más. Sentía curiosidad por entender qué había hecho cada tarde, y
hasta trataba de imitar, por la noche, lo que ella había estado haciendo
con los puntos durante el día.
Por eso conocí, sin haber ido nunca, todos los hoteles que a ella le
gustaban, y hasta podía imaginarme los departamentitos de los
solteros, y la decoración de los departamentos que alquilan los casados 
para escaparse un poco de la mujer. Tenía de cada uno de esos lugares
una idea tan nítida como la de Franca, que se acostaba allí dos o tres
veces por mes.
Parece mentira, pero la gente, aun en las cosas que hace más en la
intimidad, se parece entre sí tanto como en las que hace porque las vio
hacer antes a los vecinos, a sus socios del club o a los actores de las
propagandas de la televisión.
Después dejé de averiguar. Ella me anunciaba si había hecho algo
poco común, aunque eso sucediera muy pocas veces.
Celos jamás sentí. Rabia sí; cuando pensé que me mentía, o
cuando sospeché que ella agregaba algún detalle para probar si yo
sentía celos.
Con el tiempo aprendí que así como yo nunca le había mentido,
ella tampoco a mí me había mentido, y por eso, si alguien hubiera
preguntado si éramos felices, habría dicho ella, igual que yo, que sí,
que éramos muy felices a pesar de las pequeñas peleas y de los celos.
Porque ella sí celos sentía.
—¿Qué hiciste hoy…? —preguntaba al llegar.
—Y… nada… —decía yo, mostrándole mi yudogui impecable, el
cinturón recién planchado, el escritorio cubierto de fichas y de notas, y
el mate frío junto a mi cenicero lleno de filtros de cigarrillos
terminados.
—Nada… —volvía a decirle, disimulando la sonrisa que me nacía
al pensar que ella había andado por ahí creyendo que esa tarde yo
habría sido capaz de salir o de hacer algo diferente de cualquier otra
tarde de mi vida.
—¿Qué hiciste hoy? ¿Quién estuvo esta tarde? —volvía a
preguntar.
—Y… nadie, Franca, nadie —le repetía yo—. ¿Quién iría a estar?
—¡Mentiras…! —decía ella—. ¡Mentiras! Te leo en los ojos que
hubo alguien.
—No. No hubo nadie, Franca —le decía, y ya sin sonreír, porque
sabía cómo iba a terminar todo eso, empezaba a mirarle los ojos
verdes, para que al comprobar que resistía su mirada, ella entendiese
que no tenía nada que ocultarle, que nadie había venido, y que yo,
aquella tarde, no había hecho nada distinto a lo de todas las otras
tardes de la semana.
Entonces ella dejaba de mirarme. Sus ojos verdes se fijaban en la
pared y yo veía sólo la parte blanca de los ojos que empezaba a
nublarse por lágrimas mezcladas con rimmel aceitoso disuelto.
Había algo loco en eso de mirar siempre hacia un costado, siempre
al mismo costado, como si la pintura de la pared, o la pintura de los
cuadros colgantes de la pared, pudiese responder sus preguntas:
«¿Quién vino?», «¿Dónde fuiste?». Y yo quería consolarla.
Alzaba un brazo, trataba de acariciarle el pelo, pero ella se volvía
más hacia la pared y miraba algún cuadro, o peor, al zócalo
directamente. Gritaba:
—¡Ves que siempre mentís! ¿Ves que mentís? —volvía a gritar,
como si la pared le hubiese confirmado que yo mentía. (Yo no
mentía).
—No, nena… No te miento… —juraba yo, riendo, pero ella
lloraba cada vez más fuerte y me decía entre sollozos que se iba a ir
con un punto que le había prometido un departamento en Manhattan,
con otro que la invitaba a un viaje por islas del Caribe, o con aquel 
que le ofrecía pasar el verano en su estancia del Brasil.
¿Cómo no iba a reír si siempre amenazaba igual: el Brasil, las islas
del Caribe, el departamento «studio» en la isla de Manhattan…? Pero
debía haber evitado reír. Era peor: ella gritaba más:
—¿Ves…? —preguntaba—. ¡Te reís! —se respondía. Y explicaba
—: ¡Quiere decir que no te importa que me vaya…! Quiere decir que
vos no me querés… ¡Que nunca me quisiste! ¡Das asco!
—No, nena… —hablaba yo—: ¡No peliés! —rogaba. Yo había
dejado de reír, pero ella no había dejado de llorar.
—¿Cómo que no peliés? —decía—. ¡Cómo querés que no pelee si
me mentís! —Y me miraba y me gritaba—: ¡Sos insensible! —
protestaba cada vez más, gritando más.
Entonces yo miraba la hora y calculaba. Sentía el paso del tiempo.
Sentía que perderíamos la cena.
Y ella miraba mi escritorio, venía hacia mí y yo temía que
comenzase a destrozar los libros, o a revolverme los papeles, o peor,
que como muchas veces, acabara tirando el cenicero y mi mate al piso,
aunque después ella misma tuviese que juntar la ceniza y los restos de
yerba, y fregar la mancha verdosa que impregnaría la alfombra.
Procuraba proteger mi escritorio; cubría todo con mis brazos abiertos.
—¡No sigás…! —rogaba yo.
Pero seguía, ella. Tac, un libro. Trac: el cenicero. Tlaf: el mate
caído de boca contra la alfombra; todo caía. Y yo me controlaba, me
relajaba, trataba de calmarla. Imposible: nunca se calmaba.
Entonces dejaba mi escritorio; iba hacia ella, le aplicaba una
palanca de radio-cúbito, y la llevaba encorvada hacia el sofá.
Trabándola contra los almohadones, sobre el sofá o sobre la alfombra,
evitaba que se lastimase tratando de librarse de mi palanca.
—Calmate, amor… no sigás… —le pedía entonces, hablándole
contra la oreja.
Pero ella gritaba más: que la iba a matar, que la quería matar. Y yo
pensaba en los vecinos, intentando callarla, y aplastaba su boca contra
los almohadones. Era peor: se sacudía, gritaba más.
Entonces le vendaba la boca con mi cinturón, tensaba el cinturón
bajo su pelo, por la nuca, y con sus cabos le ataba las manos contra la
espalda. Inmóvil, podía decirle lentamente que la quería, que nadie
había venido, que yo no había salido y que sabía que nunca me
cambiaría por el de Brasil, ni por nadie y ella dejaba de forcejear y yo
apagaba la lámpara y me desnudaba.
Le hablaba despacito. La desnudaba y antes de desatar el cinturón
le acariciaba el cuello y los brazos para probar si estaba relajada. Sólo
la castigaba si hacía algún ruido o intentos de gritar por la nariz que
pudiesen alarmar a los vecinos.
Cuando se ponía bien soltaba el nudo, la besaba, le besaba los ojos
y la cara, acariciaba todo su cuerpo y la sentía todavía sollozar, o
temblar —eran los ecos de tanto que había llorado y gritado y nos
besábamos las bocas, y ella empezaba a reír porque reconocía en mi
boca el gusto de sus lágrimas mezclado con gusto de tabaco y de
rimmel, y así nos abrazábamos como jamás debió haberse abrazado
con sus puntos y nos íbamos al cuarto, o a la hamaca, y nos
quedábamos por horas amándonos, o hamacándonos hasta que el
hambre, la sed o mis absurdas ganas de fumar nos obligaban a
separarnos.
Esas noches no cocinaba. Después del baño bajábamos a un
restaurante del barrio y nos sentíamos felices.
La gente, desde las otras mesas, nos notaría felices y pasábamos
días y semanas enteras felices sin pelear.
Si le quedaban marcas, reprochaba:
—¡Qué van a pensar…! —decía, riéndose, reconociendo que ella
había tenido la culpa.
Y nos divertíamos pensando que a los puntos de esa semana, las
marcas del cuello, la espalda y las muñecas los entusiasmarían más.
Decía que le contaba a algunos —a los que le parecían más
sensibles— que el hombre que vivía con ella se emborrachaba y le
pegaba. Que algunas veces debían llevarla desmayada al hospital. Que
no se separaba ni se atrevía a abandonarlo porque el tipo era un
asesino y que estaba segura de que tarde o temprano terminaría
matándola.
A otros les hacía creer que se había lastimado en una caída del
caballo.
Tenía un caballo en el Club Hípico Alemán de Palermo. Lunes y
sábados se iba a practicar equitación. Le hacía bien eso a ella, como a
mí me hacían bien las prácticas de yudo.
Toda la gente debería practicar un deporte violento: teniendo el
cuerpo tenso y fortalecido se está mejor de la cabeza, se respira y se
duerme mejor, se fuma menos y la vida comienza a parecerse más a lo
que debe ser la verdadera felicidad.
El caballo era un alazán. Se llamaba Macri; no sé por qué. Lo
conocí un sábado, mientras la esperaba cerca del lago. Ella desmontó,
vino hacia mí trayéndolo por una rienda, y cuando dejé el auto para
besarla, el animal olió mi pelo, resopló, y se puso a golpear, nervioso,
el suelo con las patas.
Nunca, dijo ella, se había portado así. Era un caballo que tenía
fama de noble y manso, pero algo de mí debía ponerlo mal, porque las
pocas veces que me tuvo cerca reaccionó igual: resoplaba, pisoteaba
nervioso el césped con sus cascos.
La seguían militares por Palermo. A ella no le gustaban los
militares, pero los lunes y los sábados —los días de ella—, muchos
van por ahí probando sus caballos.
Se le arrimaban. Trataban de hacer citas.
Siempre los rechazaba.
Nunca hizo puntos por Palermo, ni en el Hípico.
Para ella los caballos, especialmente su caballo, eran una pasión.
El cuidador del Macri, lo supimos después, era suboficial de
Ejército. Se ocupaba de eso para reforzar su pequeño sueldito de 
fin de mes.
Yo luchaba con un capitán. Por mi peso —sesenta y dos kilos—,
nunca encontraba en la academia con quién luchar. A veces probaba
con mujeres, pero no tenían técnica ni fuerza. Había muchachos
jóvenes, de mi peso, con fuerza y con técnica, pero sin la madurez y la
concentración que se logran en el yudo sólo mediante años de práctica.
Entonces debía buscar gente de más peso. El capitán —setenta
kilos— era un hombre moreno y bajito. Cuando Fukuma nos presentó,
y durante el saludo, miró mi cinturón y habrá pensado que el maestro
le pedía, como favor, que me probase.
Gané los seis primeros lances seguidos. Siempre ganaba.
Una tarde, practicando retenciones, le apliqué algunas técnicas de
hapkido y lo noté desesperado por salir. Cuando le hacía un «ojal» con
la solapa de su yudogui argentino de loneta, no bien sentía que la
circulación cerebral se le dificultaba, en vez de golpear para que lo
dejase salir, me clavaba sus ojitos negros reticulados de capilares rojos
y yo veía una mirada de odio distinta a la de Franca, no sólo a causa
del contraste con el hermoso color verde de ella, sino también porque
se entendía que en aquel hombre nadie podría transformar el odio en
un sentimiento más elaborado.
Mucha gente jamás comprenderá el deporte.
Ahora permiten federarse y competir en torneos a personas llenas
de ideas agresivas, a quienes la experiencia del triunfo y el fracaso no
les sirve de nada.
Habría que averiguar bien qué entiende alguien por éxito y derrota
antes de autorizarlo a combatir o darle un rango que habilita para
formar discípulos. De lo contrario, en pocos años, terminarán por
desvirtuarse los principios de las artes marciales.
Perder es aprender. Esto me lo enseñó Fukuma, que lo aprendió
del maestro Murita, dan imperial que nunca autorizó la ostentación de
colores de rangos en su dojo.
«Si yo tuviera tanta fuerza y tanta habilidad…», decía ella,
refiriéndose a mis palancas y mis técnicas.
Pero jamás pudo aprender. Compró kimono, pagó matrícula y el
primer mes de un curso con Fukuma, pero al cabo de cuatro clases
desistió reconociendo que no alcanzaba a comprender los fundamentos
de nuestro deporte.
Franca había nacido para los caballos.
Calculó Olda Ferrer que yo podría ganar una fortuna instalando un
gimnasio.
—¿Cuánto ganaría? —le pregunté.
—Mucho —decía ella, mientras su marido, un psicoanalista,
aconsejaba a Franca que me impulsase a tomar discípulos.
Para los psicoanalistas, poner un cartelito y arreglar un local donde
otra gente pague por asistir es un ideal de la vida humana que resulta
aún más elevado si el lugar se llama «instituto» y el dinero que los
clientes pagan es mucho.
—¿Pero cuánto es mucho? —pregunté a la Ferrer, que era una
economista bastante conocida, y calculó una cifra:
—Diez mil, para empezar. Después más, veinte, o treinta mil…
Dijo eso o cualquier otro número; no sé cuánto valía el dinero por
entonces. Recuerdo en cambio que Franca me guiñaba los ojos, porque
durante el mes anterior ella había producido treinta y cinco mil sin
poner instituto ni perder tiempo preparando discípulos incapaces de
alcanzar objetivo alguno.
Pero una vez casi me instalo. Se lo dije a Fukuma. El viejo
recomendaba que sí:
—¡Metete! —dijo, y era gracioso oírlo, porque a causa de su
acento, «metete» nos parecía una palabra japonesa, mientras que a él
le sonaría tan natural y tan argentina como cualquiera de las palabras
del español que siempre pronunciaba mal.
Sucedió en 1975. Estaba intervenida la Universidad y echaban a
los profesores porque en la facultad habían tolerado a los grupitos de
estudiantes que se mezclaron con la guerrilla.
Pensé que me despedirían también a mí. En el segundo
cuatrimestre cambié el turno de mis clases y comencé a dictar los
teóricos en este horario de lunes y sábados entre ocho y diez de la
mañana. Con los nuevos horarios venían menos alumnos, y como las
autoridades de la intervención siempre llegaban tarde y nunca me
veían, se fueron olvidando de mí y no tuve necesidad de «meter» un
instituto.
Calculaba así: «si con cuatro horas semanales gano mil, y con
cuarenta horas ganaría diez mil, cambiar no me conviene». Las cifras
son falsas: nadie recuerda cuánto ganaba por entonces.
Hay algo que se aprende con el estudio de las artes marciales:
actuar sobre las partes del enemigo que ofrecen menos resistencia.
Escribí «partes». Una traducción correcta del japonés habría
elegido la palabra «puntos».
Franca reiría si leyese estas notas.
Hablé una tarde con el capitán. Le conté lo que ocurría en la
Universidad y hablé de mis temores por mí, por Franca. Prometió
ayudarme.
Al tiempo, vino a decirme que había hecho averiguaciones y que
como yo no tenía antecedentes, no debía preocuparme.
Pero a mediados del setenta y siete, cuando desapareció un chico
del gimnasio al que también le había prometido que no necesitaba
preocuparse porque no tenía antecedentes, llamé a Solanas y él me
llevó, sin que Franca supiese, a la oficina aquella a blanquear.
«Blanquear» quería decir contar lo que uno pensaba, lo que sabía
que pensaban o hacían los otros y lo que pensaba que hacían, pensaban
o sabían los otros. El hombre de la oficina, un canoso muy alto que
debía ser el jefe, después de hablar y preguntar durante más de tres
horas, aconsejó que si algún día me llevaban tenía que convencerlos 
de que había blanqueado, y reclamar que revisaran mis hojas en el
batallón trescientos y pico. Después Solanas me aclaró que haber
blanqueado no garantizaba nada, que no se podía poner las manos en
el fuego por nadie y que todo aquel trámite, «en el mejor de los
casos», sólo podía ser una ayuda.
Creo que todos vieron lo que fue pasando durante aquellos años.
Muchos dicen que recién ahora se enteran. Otros, más decentes, dicen
que siempre lo supieron, pero que recién ahora lo comprenden. Pocos
quieren reconocer que siempre lo supieron y siempre lo entendieron, y
que si ahora piensan o dicen pensar cosas diferentes, es porque se ha
hecho una costumbre hablar o pensar distinto, como antes se había
vuelto costumbre aparentar que no se sabía, o hacer creer que se sabía,
pero que no se comprendía.
Se lo aprende en la vida, o en el dojo: siempre es igual que antes.
Para la gente, lo importante es vivir mirando hacia donde los otros le
señalan, como si nada sucediera detrás, o más adelante.
Si cuando sucedía aquello había que pensar otra cosa, ahora, que
hay que pensar en lo que entonces sucedía, indica que no habrá que
mirar ni pensar las cosas que suceden en este momento.
Ochenta y tres. Empieza otro año y llegan nuevas promociones de
alumnos. Cada cuatrimestre los estudiantes me parecen más jóvenes,
más niños. Es porque en mi memoria los alumnos de antes han
seguido creciendo o envejeciendo, aunque nunca los haya vuelto a ver.
En mi memoria crecen y encanecen muchachos y muchachas que
murieron poco después de aprobar el examen final, hace cinco o diez
años. Mi memoria de mí continúa intacta. Me imagino como el día en
que comencé en la cátedra, hace ya doce años.
Tenía veintisiete.
Franca tampoco envejeció. Tiene treinta y nueve, mi edad. Hace
puntos aún, pero jura que el marido no lo sabe.
Vive con él, con los hijitos que tuvieron con él, y con la suegra,
que los cuida. La veo muy pocas veces. Pregunto cómo no pudimos
seguir siendo felices.
Ella protesta que es feliz, que ya no siente celos, y que ahora es él
—el marido— quien siente celos. Sabe que ella hacía puntos, pero no
sabe, o finge que no sabe, que sigue haciendo puntos ahora. Ella dice
que él nunca conocerá lo nuestro, porque si se enterase la echaría de 
la casa, le quitaría los hijos o haría cualquier locura. Lo cree capaz.
Cuenta que salvo alguna situación en la que debió entrar para
satisfacer caprichos de los clientes, jamás ha vuelto a acostarse con
mujeres, y que yo fui la única por quien sintió algo fuerte y sincero en
la vida.
Le creo.
Creer, o no creer, no me hace más ni menos feliz. Claudia volvió a
leer hasta aquí y quiere saber si éramos felices. Digo que sí:
—Como con vos. Igual que con vos, Claudia —le digo y me
parece que está por volver a llorar.
¿Llorará? A veces llora.
—No, Claudia, celos no, por favor —le ruego, porque siento que
comienza a llorar.
Y ella me jura que no son celos de mí, ni de la otra, sino celos de
un tiempo en el que fuimos muy felices y ella no estaba conmigo.
—Y ahora, Claudia —pregunto—: ¿No somos felices?
—Desde el rincón del living me mira sin hablar.
Recién llega de hacer sus puntos y se ha puesto a ordenar los
discos. Después de un rato dice:
—Sí… somos felices… Pero quisiera que todo lo que pasó se te
borre de la podrida cabeza…
Y yo soplo. (Algo así ha de haber sentido el caballito de Franca).
Ella no pudo oírme, pero se acerca. Adivino qué va a ocurrir.
Acerté.
Se arrima al escritorio. Espía lo que escribo.
Revuelve mis papeles y empieza, como siempre, a hablar de
Franca.
—¡Esa puta…! Andaba con mujeres… ¡Se encamaba con todas las
putas reventadas de Buenos Aires…! —Cuando se pone así, Claudia
siempre habla así.
Después me dice que soy una estúpida, una imbécil, y vuelve a
repetir que Franca era una puta.
—Igual que vos, mi amor —le digo. Estoy serena. ¿Será necesario
que alguna vez pierda el control y que me exalte para calmarla?
—Dudás de mí —me dice y llora—: ¡No creés en mí!
—No, nena —digo—, nunca dudé de vos.
—Claro —responde—, es porque estás segura, porque salís con
otras… Porque te ves con esa puta de Franca… Por eso…
Y llora y habla a gritos. ¿Tendré que interpretar? Interpreto:
—No, nena, no es así. La que quiere salir con otras debés ser
vos… No yo… Yo estoy muy bien en mi escritorio… Te ponés mal…
estás haciendo esto —digo— para sentirte mal, para no estar mejor
conmigo…
—Y ella… ¿Podía estar bien con vos? —pregunta y me golpea el
escritorio.
—Sí, Claudia —digo temiendo que vuelva a romper algo—, como
vos: a veces, como vos hoy, ella tampoco podía…
Ella no sabe controlar sus reacciones. Tampoco yo sé controlar mis
no-reacciones. Si actuase como ella desea, todo sería distinto. Más
violento y confuso —más peligroso— pero tal vez sería mejor.
Apagaré la luz…
Veo su silueta moverse en la semipenumbra del living y reconozco
su intención. Amenazo:
—Si seguís, Claudia, sabés lo que te va a pasar…
Pero sigue:
—Sos una mierda… ¡Sos una mierda! ¡Sos una renga borracha y
podrida como las cosas que escribís…! —Y grita. Grita cada vez más
—: Sos una puta como Franca… —Ahora todos los vecinos la
escucharán.
Odio sus miradas indiferentes en el ascensor, o en el palier.
Atentos, educados, fingen no habernos oído nunca. Así son ellos:
viven fingiendo, ocultando lo que ocurre detrás. ¿Como en el cine?
Como en un cine. Como en la vida.
Que termine. Por los vecinos, pido. Que no quiero más
humillaciones con los vecinos, digo.
Sigue:
—Podrida… Renga… ¡Como lo que escribís…! ¡Era una puta…!
—Grita más, sigue gritando hasta que dejo mi silla, la sorprendo por
detrás y le cruzo el antebrazo contra la boca haciendo firme su muñeca
con el cabo del cinturón. Ya no la pueden oír.
Grita por la nariz. Entiendo cada una de sus sílabas: «borracha»,
«renga», «podrida», «curda».
¡Tantas veces la oí! La vuelco sobre los almohadones. Se arquea.
Golpea su frente y las orejas contra la alfombra y contra las patas
del sofá. No es fácil sujetarla.
Se marcará.
Cuando termino de atar sus manos me desnudo, manteniéndola
quieta con mi pierna apoyada en su cintura. Chilla por la nariz, sacude
la cabeza. Todo retumba.
Después, desnuda, comienzo a desnudarla. No es fácil; Claudia es
fuerte —pesa cincuenta y ocho—, se mueve y se resiste. Comienzo a
acariciarla. Beso sus lágrimas. Beso sus ojos, beso su pelo húmedo y
siento el gusto de su sangre: otra vez se le han abierto las cicatrices de
la sien.
La abrazo.
Siento cómo se va calmando lentamente.
Entonces paso mis manos tras su espalda y desato el cinturón. La
mano libre de ella se clava en mi cintura, bajo la espalda. Me hiere con
sus uñas, pero se está calmando.
Después se aquieta y nos besamos. Se mezclan gustos en nuestras
bocas: las lágrimas, la sangre y los restos de rimmel y de lápiz de
labios. Nos abrazamos más. Nos apretamos cada vez más y vamos
abrazadas a la hamaca o al cuarto, para hamacarnos, o acariciarnos.
Ríe. Reímos juntas y más tarde, después del baño, cuando salimos a
comer, vuelve a reír al recordar la escena de esta noche y yo río a la
par y la gente nos mira reír. ¿Pensarán todos que somos muy felices?
Tal vez.
Pero aquí nadie nos conoce. Los que solían comer en estos
restaurantes ya no andan más por nuestro barrio.
—Todo cambia —le digo, y querría que entendiese que no le estoy
diciendo cualquier frase, que en estas dos palabras hay una enseñanza
que ella, algún día, deberá aprender.
—Soy feliz… —me dice, como si hubiera comprendido y confiesa
que si encontrase un hombre capaz de darle la cuarta parte de la
felicidad que ha tenido conmigo, se iría con él, porque soy una
borracha podrida que sólo sabe destruir, y repite que soy una borracha,
que algún día me olvidará como seguramente Franca me ha olvidado.
Y yo río. (¡Tantas veces la gente del restaurante me habrá visto
reír…!). Río porque ella está simulando una pelea para probarme —
para provocarme—, pero cuando pregunta por qué río, miento y
respondo que me río de ella, porque si confesase que río de un país, 
de una ciudad, de un restaurante y de sus mesas semejantes donde la
gente come menús idénticos al nuestro y todo nos parece natural, o
real, ella no me creería, sentiría que la engaño y hasta sería capaz de
reiniciar otra de sus escenas de violencia. (1983).

(De: "Cuentos Completos"
2009- Epub).

Fogwill (Quilmes,1941, Quilmes, Buenos Aires;2010, Buenos Aires)

Pueden LEER su biografía en entrada anterior del autor (N.del A.)


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