Acodada sobre la pared veía el moroso ajetreo de los barcos en la bahía, mientras los hombres, de espaldas al mar, se movían con avidez, acarreando bultos como hormigas de verano. Jamás había salido de su tierra: llevaba todavía próximo el aroma de las manzanas en sazón, la aspereza del monte empinado, la severidad de los hórreos guardando su tesoro de semillas. Y sin embargo, estaba ya lejos; cerca de ese mar desmesurado y monótono, más cerca del cielo y del futuro, mareada de fatiga, como si hubiera trabajado al sol en las eras. Y sin embargo, casi había olvidado su casa de apenas ayer, las caras que mucho había querido, los quehaceres del año e incluso, el ahora remoto día de fiesta, el día memorable que la acompañó durante meses de impaciencia. Por fin llegaba la hora: sólo deseaba apartarse de esa orilla natal, abrirse paso en el horizonte, presentarse sin demora al reclamo de otra costa y otro amor. Con premura subió al barco; desde la cubierta sus ojos rechazaban el paisaje, desbordado de melancolía. Nada le decía adiós, ningún temblor de la brisa la retuvo. Partió nada más y el puerto se disolvió con ella como si fuera de humo.
(De: Canción del samurai)
Javier Adúriz (Buenos Aires, 1948-2011)
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