un adiós el intenso dice una sombra mi amor aterciopelada palaciega en esta tarde regocijante y tristonosa las gentes se ponen máscaras oh no mi amor se sacan los rostros se arrancan infantilizados la identidad remota y saltan saltan y no son langostas siquier y tristemente re medan al ancestral sagrado qué estoy diciendo mi amor yo celebrante rojo celebrante amarillo y negro y azul huelo a collón a piedra pintada a sien quemada huelo a corazón ahumado huelo a rodillas blanconas a canillas bermejas mi amor dios quiera que no pienses como yo en esta tarde que huele a tambores colorados a bajo vientre castaño a tobillos simulones a talón pintarrajo mientras la soledad los va comiendo y chilla
Juan Carlos Bustriazo Ortiz (Argentina, La Pampa, Santa Rosa, 1929 -Id., 2010)
"¿Qué sabemos de él? Apenas que nació en La Pampa en 1929. Que estuvo internado en un hospital psiquiátrico durante un lustro a comienzos de los años 90. Que entre sus libros publicados, todos en pequeñas tiradas locales, figuran: Elegías de la piedra que canta (1969), Aura del estilo (1970), Unca bermeja (1984), Los poemas puelches y Quetrales (1991), el Libro del Ghenpín (2004), y una cuidadísima antología, Herejía bermeja (2008), a cargo de Cristián Aliaga, que editó el sello Ediciones en Danza en Buenos Aires. Juan Carlos Bustriazo Ortiz es un poeta imprescindible, inclasificable, que todavía espera a sus lectores. Pertenece a esa línea de alquimistas que, como el Vallejo de Trilce o Lorenzo García Vega, escriben en una lengua desconocida, hecha de destellos. Su escritura no está sola, tampoco, en la Argentina. Nicolás Peyceré, Néstor Sánchez, Juan Gelman o Susana Thénon son, como él, francotiradores, vale decir, niños que se impacientan ante el lenguaje como sistema coercitivo y limitante, y prefieren jugar, desmarcarse, desmontar, a veces con violencia, frases y palabras como si fueran cubos de madera. No exagero si afirmo que, en Bustriazo, ese trabajo de zapa da lugar a un cisma escabroso. En su caso, la gramática enloquece del todo. Ninguna normativa queda en pie. No es que estemos, tan sólo, ante una experiencia absoluta del lenguaje, estamos ante una manera absoluta de ver las cosas. Un manifiesto, si se quiere, contra el arte realista que confía en los valores inteligibles. Una confianza en que la escritura no es un instrumento de comunicación sino, más bien, un desorden ostensiblemente enraizado en un más allá del lenguaje. La virtud poética estaría, en este sentido, ligada a la no transparencia, al uso antisintáctico de la sintaxis, al enrarecimiento del sentido y a ese arte de la antirrepresentación que se llama música. Para un niño que juega a inventar palabras, la riqueza es infinita. También aquí el don es generoso y opera afuera de toda contención (convención), acaso porque la totalidad del universo halla su casa en la inminencia de lo decible, no en lo dicho. De ahí la fuerza vital arrolladora de esta poesía, su energía matricial. "
Fragmento de un ensayo de MARÍA NEGRONI, Tomado de ADN, Cultura, La Nación, de fecha 6.4.2012.
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