Este hombre estará sentado en su silla hasta el amanecer. Ha sido un largo día, y ahora las conversaciones del día separan las hojas del pasto para acostarse. Ahora las pausas entre palabras poseen todo. El esmero del vacío al cual él no le ve el fin, éxtasis de espacios en blanco entre las piedras y a todos los pensamientos fuera de las piedras, se los deja errar hasta la mañana. Hay en él una tristeza que no puede interpretar, como arroyuelos trayendo pinceladas de sangre de vuelta a un manantial que esta no comprende. Como todas las pequeñas pitonisas debajo de las tablas del piso que no pueden decir una palabra, y todos los libros en los estantes que no pueden leerse a sí mismos. En su habitación sólo el picaflor entiende, prensado entre las hojas de la biblia familiar de los años 1850, como una rosa que comprendiera el vuelo, aplastada tristemente contra todas las palabras de Dios. Una flor donde la oscuridad se condensa en forma de pájaro, donde la muerte se condensa 1260 veces por minuto. Esta tristeza es suficiente incluso para que un hombre la comprenda, para encontrar su lugar, el peso de su infelicidad, esa pluma que cae dentro de él mismo, donde no existen alas, ningún volar hacia la luz, ni un aleteo, ninguna respuesta que venga del movimiento.
Don Domanski (1950, Sydney, Nueva Escocia, Canadá)
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