1. Declaración
Me resulta difícil aportar puntos de vista abstractos sobre la poesía y su condición actual, dado que creo que teorizar sobre el tema no me ayuda como escritor. Sería acertado decir, incluso, que me esmero por no saber qué es la poesía o cómo leer una página o cuál es la función del mito. Es intelectualmente lamentable decidir qué es la buena poesía porque entonces estaríamos moralmente obligados a tratar de escribirla, en lugar de los poemas que apenas logramos escribir.
Escribo poemas para preservar cosas que he visto / pensado / sentido (si puede hablarse así de una experiencia múltiple y compleja) tanto para mí mismo como para los otros, aunque creo que mi principal responsabilidad es hacia la experiencia en sí, la cual intento rescatar del olvido, por su propio bien. No tengo idea de por qué tengo que hacerlo, pero pienso que el impulso de preservar se encuentra en el fondo de todo arte. Por eso mis poemas están relacionados en general con mi vida personal, aunque no siempre, ya que puedo imaginar caballos que nunca he visto o las emociones de una novia sin haber sido nunca una mujer y sin estar casado.
Como principio rector, creo que cada poema debe crear su propio universo, nuevo y único, por eso no creo en la “tradición”, en un fondo común de mitos ni en las alusiones espontáneas en los poemas a otros poemas o poetas, las cuales me parecen desagradables como la charla entre peones literarios demostrando conocer a las personas indicadas. La única guía del poeta es su propio juicio: si este es defectuoso su poesía será defectuosa, pero aun así resulta mejor juez que escuchar a cualquiera. De la escena contemporánea solo puedo decir que no se escriben muchos poemas siguiendo mis ideas, pero si así fuera no tendría tanto incentivo para escribir.
[1955]
2. El principio del placer
A veces es útil recordarnos el aspecto sencillo de cosas que normalmente se consideran complicadas. Tomemos, por ejemplo, la escritura de un poema. Esta consta de tres etapas: en la primera un hombre se obsesiona con un concepto emotivo hasta el punto de obligarse a hacer algo con él. Lo que ese hombre hace es la segunda etapa, a saber: construir un dispositivo verbal que reproduzca ese concepto emotivo para cualquiera que le interese leerlo, en cualquier lugar y en cualquier momento. La tercera etapa es la situación recurrente de las personas que en diferente tiempo y lugar activan este dispositivo y recrean en sí mismos lo que el poeta sintió al escribirlo. Estas etapas son interdependientes y todas son necesarias. Si no ha habido un sentimiento preliminar, el dispositivo no tendrá nada que reproducir y el lector no experimentará nada. Si la segunda etapa no se ha cumplido correctamente, el dispositivo no dispensará sus bienes, o dispensará unos pocos a pocas personas, o dejará de dispensarlos después de un tiempo absurdamente breve. Y si no hay una tercera etapa, ni una lectura exitosa, será muy difícil afirmar que ese poema existe en sentido práctico.
Lo que muestra la descripción de esta básica estructura tripartita es que la poesía es emocional en su naturaleza y teatral en su funcionamiento, una hábil recreación de emoción en otras personas. Inversamente, un poema malo es el que nunca logra hacer esto. Todas las formas de derogación crítica no son más que modos diferentes de decir esto, cualquiera sea la terminología literaria, filosófica o moral que empleen, y no sería necesario señalar algo tan obvio si la poesía actual no insinuara que lo ha olvidado. Pareciera que estamos produciendo un nuevo tipo de poesía mala, no el viejo tipo que intenta conmover al lector y fracasa, sino una que ni siquiera lo intenta. Una y otra vez éste se topa con obras imposibles de comprender sin una referencia que exceda sus propios límites, o cuya satisfecha insipidez evidencia que sus autores sólo están recordándose a sí mismos lo que ya saben, más que recrearlo para un tercero. De hecho, el lector ya no parece estar presente en la mente del poeta como solía estarlo, como alguien que debe comprender y disfrutar el producto terminado para que éste sea un éxito. La presuposición actual es que nadie lo leerá y si lo hace, no podrá ni comprenderlo ni disfrutarlo. ¿Por qué debería ser así? No basta con decir que la poesía perdió su público, y que por lo tanto ya no necesita tenerlo en cuenta: mucha gente todavía lee poesía e incluso compra poesía. La poesía perdió, más exactamente, su antiguo público y ganó uno nuevo. Esto se dio como consecuencia de una fusión ingeniosa entre el poeta, el crítico literario y el crítico académico (tres clases hoy claramente indistinguibles): es casi una exageración decir que el poeta conquistó la posición afortunada en la que puede elogiar su propia poesía en la prensa y explicarla en el aula, y que el lector fue forzado a rendirse ante ese poder del consumidor que dice: “Esto no me gusta, tráiganme algo distinto”. Déjenlo apenas susurrar una palabra acerca de que no le gusta un poema y estará en el banquillo de los acusados antes de poder pronunciar Edwin Arlington Robinson. Y la acusación será grave: floja sensibilidad, herramientas críticas insuficientes e inadecuadas, incapacidad de descubrir nuevas situaciones verbales y emocionales. Veredicto: culpable, más algunas cláusulas sobre la educación mental del acusado, adicción a los entretenimientos de masas y respuestas endebles. Es hora de que algunos de ustedes se den cuenta, playboys –dice el juez– de que la lectura de un poema es un trabajo difícil. Catorce días de cárcel. Próximo caso.
Por lo tanto, los clientes al contado de la poesía, esos que solían poner su dinero en la esperanza segura y certera del disfrute, como en el teatro o en la sala de conciertos, se fueron rápidamente a otra parte. La poesía dejó de ser un placer. Ellos fueron reemplazados por un pelotón más humilde cuyo objetivo no es el placer sino la superación personal, que aceptó sin crítica alguna la afirmación de que no pueden entender la poesía sin una inversión previa en el equipamiento intelectual que, por pura casualidad, posee su profesor. Resumiendo: el público moderno de poesía, cuando no está lavando su ropa, es lisa y llanamente un público estudiante. A simple vista esto no parecería algo malo. El poeta tiene, por fin, una supremacía moral y su nueva clientela no sólo paga por la poesía sino que también paga para que se la expliquen. Además, si el poeta se tiene sólo a sí mismo para complacerse ya no se ve perjudicado por las limitaciones de su público. Y hoy nadie cree, de ningún modo, que un artista que valga la pena pueda confiar en algo más que su propio juicio: el gusto del público viene siempre veinticinco años detrás y sólo percibe un estilo cuando este es explotado de segunda mano. Esta es la pura verdad. Pero en el fondo la poesía, como cualquier arte, está unida de forma inextricable al hecho de dar placer. Si el poeta pierde la parte de su público que busca el placer habrá perdido al único público que valía la pena tener y al que la muchedumbre obediente que firma cada septiembre no puede sustituir. Y el efecto se sentirá a lo largo de su obra. Olvidará que aun cuando cree que lo que tiene para decir es interesante, para otros podría no serlo. Se concentrará en el valor moral o en la complejidad semántica. Y lo peor de todo, sus poemas ya no surgirán de la tensión entre sus sentimientos no verbales y lo que puede rescatar en palabras de todos los días para aquel que no ha tenido su experiencia o su educación o su beca al extranjero; y una vez que se suelte el otro extremo de la cuerda lo que se producirá no es algo demasiado oscuro o insignificante –aunque podrían ser ambas cosas– sino más bien una inacabada y desdramatizada holgura, porque él habrá perdido el hábito de probar lo que escribe apelando a este criterio particular. Por lo tanto, nada de placer. Por lo tanto, nada de poesía.
¿Qué se puede hacer con respecto a esto? ¿Quién quiere que se haga algo? Por cierto no el poeta, que está en la inusual posición de vender tanto su obra como el criterio a través del cual se la juzga. Por cierto no el nuevo lector, a quien, como la pareja de un matrimonio no consumado, no se le ocurre algo mejor. Por cierto no el viejo lector, quien simplemente ha reemplazado un placer con otro. Sólo el romántico ocioso que rememora los días en los que la poesía era condenada por pecaminosa podría desear que las cosas fueran diferentes. Pero si el objetivo es salvarnos de nuestras obligaciones y recuperar nuestros placeres, lo único que puedo pensar es que deberá producirse una repulsión a gran escala contra las nociones actuales, comenzando por los lectores de poesía, quienes deben preguntarse a sí mismos con más frecuencia si efectivamente disfrutan de lo que leen, y si no es así, qué objetivo tiene seguir haciéndolo. Y digo “disfrutar” en el más común de los sentidos, en el sentido en que dejamos o no la radio encendida. A los interesados podría gustarles el ensayo de David Daiches: “The New Criticism: Some Qualifications” (en Literary Essays, 1956); mientras tanto, quizás la siguiente cita de Samuel Butler puede hacer renacer el ansia por la libertad: “Me gustaría que me gustara más la música de Schumann. Me atrevo a decir que si lo intento podría hacer que me gustara más. Pero no me gusta tratar de hacer que me gusten las cosas; me gustan las cosas que hacen que me gusten de una vez, sin tener que intentar nada” (Notebooks, 1919).
[1957]
3. Escribir poemas
Sería apropiado, tal vez, devolver el alentador cumplido que los seguidores [3] le hicieron a The Whitsun Weddings (Casamientos en pentecostés) con una anotación detallada de su contenido. Sin embargo, y desafortunadamente, hay poco que agregar a lo que ya dije: que esos poemas fueron escritos en o cerca de Hull, Yorkshire, con una serie de lápices Royal Sovereign 2B, entre los años 1955 y 1963. Creo que el efecto que traté de lograr en cada caso está bastante claro. Si fallé en ciertas ocasiones ninguna anotación marginal podrá ayudarme ahora. En adelante, esos poemas pertenecen a sus lectores, quienes a su debido momento dictarán sentencia olvidándolos o recordándolos.
Si hay algo que decir, debería ser sobre los poemas que uno escribe, los cuales no necesariamente son los poemas que uno quiere escribir. Hace algunos años llegué a la conclusión de que escribir un poema era construir un dispositivo verbal capaz de preservar una experiencia de forma indefinida a través de su reproducción en cualquiera que leyera ese poema. Como definición de trabajo me pareció lo suficientemente satisfactoria como para permitirme escribir mis propios poemas. No obstante, en la medida en que sugería que todo lo que uno debía hacer era elegir una experiencia y preservarla, era bastante simplista. Hoy en día nadie cree en temas “poéticos”, no más de lo que se cree en una dicción poética. Sin embargo, cuanto más lejos avanza uno, más se convence de que algunos temas son más poéticos que otros, al menos porque se escriben poemas sobre estos mientras que sobre otros temas no. Al principio uno escribe poemas sobre cualquier cosa. Más tarde, aprende a distinguir algo más, aunque todavía cometa muchísimos errores que lo hacen perder tiempo. Lo cierto es que mi definición de trabajo define bastante poco: no da cuenta de ese elemento necesario de distinción y no explica la precisa naturaleza de ese encurtido verbal.
Esto significa que la mayor parte del tiempo uno se dedica a hacer, o a tratar de hacer, algo cuyo valor es dudoso y cuyo modus operandi es impreciso. ¿Puede uno sentirse dichoso del todo con esto? Ya desaparecieron los días en los que uno se definía como el sacerdote de un misterio: hoy, misterio significa ignorancia o paparruchada, ninguna de las dos cualidades están de moda. Sin embargo, escribir un poema no es, después de todo, un acto de voluntad. Lo que hace bueno a un poema no es un acto de voluntad. Por consiguiente, los poemas que efectivamente se escriben pueden parecer triviales o menospreciables comparados con aquellos que no. Pero los poemas que se escriben, aun si no son del agrado de la voluntad, sí le agradan, evidentemente, a ese algo misterioso al que deben agradar.
Esto no quiere decir que uno se la pasa escribiendo poemas que su voluntad desaprueba. Lo que significa, al contrario, es que entre los componentes que intervienen en la escritura de un poema debe haber una veta de extraña gratificación personal –casi imposible de describir si no es en estos términos–, la presencia de aquello que tiende a anular cualquier tipo de satisfacción que la voluntad podría sentir frente al trabajo terminado. Sin este elemento de interés propio, el tema, aunque sea digno, puede irse a la deriva y ser olvidado. La cuestión está llena de ambigüedades. Escribir un poema es un placer: a veces lo pongo a competir, deliberadamente, en el mercado –por decirlo de algún modo– con otras actividades de ocio, sobre la base ostensible de que si escribir un poema no es más entretenido que escuchar música o salir por ahí, no será entretenido leerlo. ¿Pero no está ocultando esto, quizás, una objeción subconsciente a la escritura? Después de todo, ¿cuántos de nuestros placeres resisten nuestra reflexión sobre ellos? ¿O se trata sólo de una pereza oculta?
Que uno se preocupe sobre esta cuestión depende, en realidad, de si uno está más interesado en escribir poemas o en descubrir cómo se escriben. Si es lo primero, entonces tales consideraciones se vuelven otra dificultad técnica –como el ruido que hacen los vecinos o el propio temperamento– paralela a las dudas de un clérigo: uno debe continuar a pesar de ellas. Al formularlas, creo que uno está buscando alguna justificación en el producto terminado para los sacrificios que hizo en su nombre. Puesto que es la voluntad la que busca, es poco probable que encuentre alguna satisfacción. El único consuelo en todo este asunto, como en casi cualquier otro, es que con toda probabilidad no había ninguna opción.
[1964]
Philip Larkin (Inglaterra, Coventry, 1922-1985)
(Traducción de Santiago Venturini)
(Material extraído de la revista Hablar de poesía,
Nº25, Julio, 2012)