Todo es agua.
(dicho por el antiguo filósofo Tales
la noche que cayó en un pozo)
Creo fue Kafka quien tuvo la idea de cruzar a nado todos los ríos de Europa, acompañado de su amigo Max. Por desgracia su salud se lo impidió. En vez de eso concibió la parábola de un hombre que nunca aprendió a nadar. Un frío atardecer de otoño el hombre regresa al pueblo para ser aclamado por su triunfo olímpico en nado de dorso. El podium se ha instalado en el centro de la calle principal. Cauteloso, comienza a subir los escalones. Los últimos rayos de sol caen directo en sus ojos, cegándolo. La parábola se interrumpe cuando los funcionarios dan un paso al frente con las guirnaldas, que apenas rozan la cabeza del nadador.
Me gusta la gente en las parábolas de Kafka. No saben cómo hacer una pregunta de manera simple. Mientras que para ti y para mí sería (como decía mi padre) obvio como una puerta en el agua.
Antes de partir a España fui a visitar a mi padre. Vive recluido en un hospital porque perdió parte de las facultades de su cuerpo y de su mente. Pasa la mayor parte del día en una silla, apretando sus brazos contra sus manos. Saca el pecho y tensa sus tirantes: adelante, atrás. Sus enormes ojos rojos se mueven todo el tiempo, vaciándose en las cosas. Me siento en una silla, la arrastro hacia su lado, saco pecho: adelante, atrás. Desde sus labios llega una corriente de sílabas. Él siempre fue un hombre silencioso. Pero la demencia aflojó un resorte dentro de él; constantemente balbucea en un lenguaje que los neurólogos llaman «ensalada de palabras». Observo su rostro. Y digo: «Sí, papá», en cada pausa. Tan real como si se tratara de una conversación. Odio oírme decir: «Sí, papá».
Y me duele no hacerlo. Adelante, atrás. De pronto deja de moverse, y me mira. Siento que mi cuerpo se pone rígido. Clava sus ojos en mí. Me aparto. De pronto él retoma su postura gruñendo. Cuando habla, no me habla a mí. «La muerte es cosa de cincuenta-cincuenta, quizá, cuarenta-cuarenta», dice con voz plana.
Siento su frase avanzar hacia mí como garras de una tribu perdida. Así ocurre con la demencia. Podría hacerle un sinfín de preguntas como: «Papá, ¿qué quieres decir?» O: «Papá ¿y qué del otro veinte por ciento?» O: «Papá, ¿qué pensabas todos esos años sentados a la mesa de la cocina mientras mordisqueábamos tocino frío escuchando nuestro mutuo silencio?» Aún oigo el tic-tac del reloj sobre la mesa sonando contra el muro. Y digo: «Sí».
Cuando mi padre empezó a perder la razón, mi madre y yo simplemente fingimos no darnos cuenta. Puedes acostumbrarte a desayunar con un hombre que parece dormido. Puedes acostumbrarte a cualquier cosa, solía decir mi madre. Empecé a despertar cada vez más temprano. Regresaba de mi caminata casi al alba para encontrarlo de pie con su pijama y su gorro, interrogando a la cocina oscura: «¿Está lista la cena?», su rostro transparente como de niño. Esto antes de que la confusión cediera su lugar a la rabia. Al principio la demencia puede ser exultante. Una tarde, mientras preparaba una ensalada, entró en la cocina. «Las letras de tu lechuga son muy grandes», dijo en voz baja y siguió su marcha. A su paso flotó una risita profunda. Otras veces solía sentarse con la cabeza hundida en sus manos. Salí del cuarto. Por las noches podía escucharlo en la habitación contigua caminando de un lado a otro, repitiendo lo mismo una y otra vez. Se maldecía. El sonido traspasaba la pared. Un sonido no humano. Esa noche soñé que me practicaban cirugía en el vientre con una percha. Compré tapones de oídos para poder dormir.
Pero estaba aprendiendo lo más importante que hay que aprender sobre la demencia: corre pareja con la cordura. Una puerta no se cierra de repente. Mi padre había sido siempre reservado. Ahora su mente era zona sagrada sin acceso y sin señales de entrada. Mi padre había sido siempre algo irascible. Ahora sus estados de ánimo eran campo minado que atravesábamos con precaución, adelantando un brazo antes de dar el paso, A papá siempre le había disgustado el desorden. Ahora se pasaba el día inclinado sobre recortes de periódico, escribiendo para sí notas que escondía en los libros o entre su ropa y que en seguida olvidaba. No intentábamos seguirle el rastro; eso lo irritaba aun más. «Puedo sentir el verano hundiéndose en la tierra», dijo una noche mi madre. Estábamos sentadas en el jardín. Él preguntó la hora y se levantó para anotarla. Ella le dijo que eran las seis, aunque apenas eran las cinco, esperando que pasara alrededor de una hora escribiendo el 6 en tiras de papel hasta darse cuenta de que seis es la hora de cenar y de presentarse a la mesa. Vivir con una persona enferma requiere de pequeños actos de genio (reverso del momento en que Helen Keller gritó: «¡Agua!») cuando captas la enferma maquinaria del mundo. Mi madre se volvió experta en eso. Yo no. Yo me incliné por la penitencia.
Seamos amables al cuestionar a nuestros padres.
Cuando enfermó me percaté de que siempre lo había irritado. Nunca supe la razón. No se lo pregunté. En cambio aprendí a interpretar los sonidos, como quien mide la profundidad de una noria. Dejas caer una piedra y escuchas. Esperas a que caiga y dices: «Sí».
Fui una persona encerrada en mí misma. Toqué los límites. Algo tenía que romperse. Escribí un poema titulado «Soy esa ventana sin un sitio dentro de mí» (mi padre lo encontró sobre la mesa y a lápiz lo cubrió con las palabras VIERNES DÍA BASURA unas cuarenta o cincuenta veces). Ayuné y oré. Leí a los místicos. Estudié a los mártires. Empecé a pensar que era alguien con sed de Dios. Después conocí a un hombre que me habló de la peregrinación a Santiago de Compostela.
Era alguien piadoso que sabía hacer preguntas. «¿Cómo puedes ver tu vida si no te abandonas?», me dijo. La penitencia me empezó a interesar cada vez más. Desde tiempos remotos los peregrinos van de un sitio a otro bajo la creencia de que la pregunta viaja a la respuesta como el agua a la sed. El peregrinaje más venerable de la cristiandad es el llamado Camino de Santiago —unos ochocientos cincuenta kilómetros de colinas y estrellas y desierto— que va de St. Jean Pied de Port, del lado francés de los Pirineos, a la ciudad de Santiago de Compostela, en la costa occidental de Galicia. Los peregrinos lo recorremos desde el siglo ix. Dicen que el apóstol Santiago está sepultado en Compostela y que le gusta que lo visiten. De hecho, es tradición que los peregrinos lleven sus peticiones a su tumba; puedes pedirle a Santiago que cambie tu vida. Yo era joven, fuerte, una mujer simple sin nada especial, elementos todos favorables al peregrino. Así que partí con el último viento de la primavera soplando sobre los campos verdes.
Desentrañar lo más simple, lo más obvio, las puertas que nadie puede cerrar, es lo que entendí por antropología. Yo era un alma fuerte. ¡Voy a cambiar todo, todos los significados!, pensé. Metí en mi mochila calcetines, cantimplora, lápices, tres libretas sin escribir. No llevé mapas, no los sé leer. ¿Para qué imprimir un sello en el agua que fluye? Después de todo, la única regla para viajar es: No regreses por el mismo camino. Toma uno nuevo.
Anne Carson (Canadá, Toronto, 1950)
(Traducción: Jeannette L.Clariond)
Thirst:
Introduction to Kinds of Water
All things are water.
(a sentence spoken by the ancient philosopher Tholes
one night when he had fallen down a -well]
I think it was Kafka who had the idea of swimming across Europe and planned to do so with his friend Max, river by river. Unfortunately his health wasn't up to it. So instead he started to write a parable about a man who had never learned to swim. One cool autumn evening the man returns to his hometown to find himself being acclaimed for an Olympic backstroke victory. In the middle of the main street a podium had been set up. Warily he begins to mount the steps. The last rays of sunset are striking directly into his eyes, blinding him. The parable breaks off as the town officials step forward holding up garlands, which touch the swimmer's head.
I like the people in Kafka's parables. They do not know how to ask the simplest question. Whereas to you and me it may look (as my father used to say) as obvious as a door in water.
Before leaving for Spain I went to visit my father. He lives in a hospital because he has lost the use of some of the parts of his body and of his mind. Most of the day he sits in a chair, hands gripping the arms. With his chest he makes little lunges against the straps, forward and back. His huge red eyes move all the time, pouring onto things. I sit in a chair drawn up beside him, making little lunges with my chest, forward and back. From his lips comes a stream of syllables. He was all his life a silent man. But dementia has released some spring inside him, he babbles constantly in a language neurologists call «word salad.» I watch his face. I say, «Yes, Father» in the gaps. How true, as if it were a conversation. I hate hearing myself say, «Yes, Father.» It is hard not to. Forward
and back. All of a sudden he stops moving and turns toward me. I feel my body stiffen. He is staring hard. I draw back a little in the chair. Then abruptly he turns away again with a sound like a growl. When he speaks the words are not for me. «Death is a fifty-fifty thing, maybe forty-forty,» he says in a flat voice.
I watch the sentence come clawing into me like a lost tribe. That's the way it is with dementia. There are a number of simple questions I could ask. Like, Father what do you mean? Or, Father what about the other twenty percent? Or, Father tell me what you were thinking all those years when we sat at the kitchen table together munching cold bacon and listening to each other's silence? I can still hear the sound of the kitchen clock ticking on the wall above the table. «Yes,» I say.
When my father began to lose his mind, my mother and I simply pretended otherwise. You can get used to eating breakfast with a man in a fedora. You can get used to anything, my mother was in the habit of saying. I began to wake earlier and earlier in the morning, I would come back in from my morning walk about dawn, to find him standing in his pajamas and his hat, whispering, «Supper ready yet?» to the dark kitchen, his face clear as a child's. This was before confusion gave way to rages. Dementia can be gleeful at first. One evening I was making salad when he came through the kitchen. «The letters of your lettuce are very large,» he said quietly and kept going. A deep chuckle floated back. Other days I saw him sitting with his head sunk in his hands. I left the room. Late at night I could hear him in the room next to mine, walking up and down, saying something over and over. He was cursing himself. The sound came through the wall. A sound not human. That night I dreamed I was given abdominal surgery with a coat hanger. I bought earplugs for sleeping.
But I was learning the most important thing there is to learn about dementia, that it is continuous with sanity. There is no door that slams shut suddenly. Father had always been a private man. Now his mind was sacred area where no one could enter or ask the way. Father had always been a bit irascible. Now his moods were a minefield where we stepped carefully, holding out one hand horizontally before us. Father had always disliked disorder. Now he spent all day bent over scraps of paper, writing notes to himself which he hid in books or his clothing and at once forgot. We did not try to keep track of them, this angered him the more. «I can feel summer sinking into the earth,» my mother said one evening. We were sitting in the back garden. He had asked what time it was and gone in to write that down. She told him six o'clock, although it was only five, hoping he would spend about an hour writing 6 on pieces of paper and then realize six o'clock is suppertime and come to the table without trouble. To live with a mad person requires many small acts of genius—reverse of the moment when Helen Keller shouts «Water!»—when you glance into the mad world and suddenly see how it works. My mother got good at this. I did not. I became interested in penance.
Let us be gentle when we question our fathers.
It wasn't until he went mad that I began to see I had always angered him. I never knew why. I did not ask. Instead I had learned to take soundings—like someone testing the depth of a well. You throw a stone down and listen. You wait for the gaps and say, «Yes.»
I was a locked person. I had hit the wall. Something had to break. I wrote a poem called «I Am an Unlocated Window of Myself» (which my father found on the kitchen table and covered with the words GARBAGE DAY FRIDAY written in pencil forty or fifty times). I prayed and fasted. I read the mystics. I studied the martyrs. I began to think I was someone thirsting for God. And then I met a man who told me about the pilgrimage to Compostela.
He was a pious man who knew how to ask questions. «How can you see your life unless you leave it?» he said to me. Penance began to look more interesting. Since ancient times pilgrimages have been conducted from place to place, in the belief that a question can travel into an answer as water into thirst. The most venerable pilgrimage in Christendom is called the Road to Compostela—some 850 kilometers of hills and stars and desert from St. Jean Pied de Port on the French side of the Pyrenees to the city of Compostela on the western coast of the Spanish province of Galicia. Pilgrims have walked this road since the ninth century. They say the holy apostle James lies buried in Compostela and that he admires being visited. In fact, it is traditional for pilgrims to take a petition to Compostela; you can ask St. James to change your life. I was a young, strong, stingy person of no particular gender—all traits advantageous to the pilgrim. So I set off, into the late spring wind blasting with its green states.
To look for the simplest question, the most obvious facts, the doors that no one may close, is what I meant by anthropology. I was a strong soul. Look I will change everything, all the meanings! I thought. I packed my rucksack with socks, canteen, pencils, three empty notebooks. I took no maps, I cannot read maps—why press a seal on running water? After all, the only rule of travel is, Don't come back the way you went. Come a new way.