Durante mucho tiempo
supuse que el agua
saciaba la sed; que
el sol era benigno.
Supuse también que alguien
vendría y permanecería
aquí, como el silencio
que encierran los cajones.
No sé por cuantos años
di por sentado que una casa,
una cama, una cuna,
un pedernal bastaban.
En efecto, el viento, la noche,
el cerrojo, el sueño, la boca
las manos me bastan
para algo, para alguien.
Durante algún tiempo consulté
horóscopos, vísceras, vuelos,
horarios, rutas, caminos.
Pero no aparecías.
AIDS
Arrojé a la corriente
de aguas negras la colilla
del último Marlboro.
Cuando vi que iba
aguas abajo alcancé
a ver que se abría.
Al abrirse, el carmín
de mis labios se fundió
con las heces fecales, etc.
Así pasó con mi saliva,
con mis noches, con tu boca,
tu sangre y su cauce.
Como un bolero de 78 RPM
te fuiste en escenas b/n
con un traspié de fox-trot.
Sin que nada ni nadie
te detuviera, ni el otoño,
ni las estrellas, ni el rojo
Aids que vi llegar a tu vida.
VIENE LA MANADA
Algunas madrugadas de abril
despiertas con el ruido
de una estrella que muere
detrás de la ventana.
Pasado el primer equinoccio,
la caída de una cabellera al suelo
da al traste con el sueño;
la sombra de un gato detrás
del vidrio; el peso de un ojo
que se abre o sueña despierto.
Es la termita voraz, dices,
el fuego que se incorpora
desde el fuego; es la puerta
corrediza inmóvil o el agua
que espera, insomne; todo
insomne.
Serán los preparativos del funeral,
las yerbas erguidas en la espesura
de su huerto, la manada
silenciosa que viene,
los cascos sordos de animales
sueltos, la entrada al corral
que alguien olvidó abierta;
es quizá un dolor tenue
que madura, o son las escamas
y branquias de un pez
abandonado en la arena,
un quelonio que desova
quieto, el mapa que devora
el primer huevo en procura
de otro oxígeno.
Es una muerte inexplicable,
un vaho que nadie entiende,
es el oído recobrado,
el dolor de esa rodilla
inexistente; otra vez,
y otra, y otra, como hélices
a punto de una huelga
aplazada. Es la manada,
dices, sí, los animales sublevados.
EL NOTARIO
Para morir no se requiere
de mucho, basta un quicio,
un rincón y el deseo
de no olvidarlo.
No son incontables requisitos,
ni la presencia de notario,
las palabras póstumas
no saldrán impresas.
Por descontado esquelas,
secretos llevados al sepulcro,
ni fechas de uno y otro hecho,
tampoco inscripciones en latín.
Ni coronas, ni rezos, ni flores, ni
plegarias, ni semblantes desencajados,
ni historias masticadas en rincones;
aguardiente y tabaco, menos.
Basta el impacto de pólvora
silenciado entre cojines,
discreto, de buen gusto.
Uriel Martinez
Uriel Martínez (Zacatecas, México, 1950) Hizo estudios de Letras Españolas en la UNAM y de francés en el Instituto Francés de América Latina. Ha ejercido el periodismo en diarios de provincia y de la ciudad de México y ha colaborado en revistas impresas y electrónicas de España, Puerto Rico, Argentina y Colombia. Mantiene al día los blogs "mi saliva todo locura" y "Los Lavaderos".
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