Yo la
deseaba resplandeciente de flores, con pequeños volcanes enganchados en las axilas, y
especialmente esa lava como almendra amarga, que se hallaba en el centro de su cuerpo erguido.
También
había una arcada de cejas bajo las cuales todo el cielo pasaba, un verdadero
cielo de violación, de rapto, de lava, de tormenta, de rabia; en suma, un cielo
absolutamente teologal. Un cielo como un arco erguido, como la trompeta de los
abismos, como la cicuta bebida en sueños, un cielo contenido en todos los frascos
de la muerte, el cielo de Eloísa sobre Abelardo, un cielo de enamorado suicida,
un cielo que poseía todas las furias del amor.
Era un
cielo de pecado protestatario, un pecado suspendido en el confesional,
de esos pecados que recargan la conciencia de los sacerdotes, un verdadero
pecado
teologal.
Y yo la
amaba.
Ella era una criada, en una taberna de Hoffmann, pero una criada lamentable y crapulosa, una criada lamentable y crapulosa y mal lavada. Llevaba los platos, ponía las cosas, en su lugar, hacía
las camas, barría los cuartos, sacudía los doseles de las camas y se desvestía
delante de su tragaluz, como todas las criadas de todos
los cuentos de Hoffmann.
En esa
época yo dormía en una cama calamitosa cuyo colchón se tendía todas las noches,
se abarquillaba ante ese avance de ratas vomitadas por los reflujos de los
malos sueños, y que se achatan al salir el sol. Mis sábanas olían a tabaco y
orgullo, y a ese olor nauseabundo y delicioso recubierto por nuestros cuerpos
cuando nos preocupamos por olerlo. En suma, eran verdaderas sábanas de
estudiante enamorado.
Empollaba
una tesis espesa, torpe, sobre los abortos del espíritu humano en esos
umbrales agotados del alma hasta donde no llega el espíritu del hombre.
Pero la
idea de la criada me trabajaba mucho más que todos los fantasmas del nominalismo
excesivo de las cosas.
La veía a
través del cielo, a través de los cristales hendidos de mi cuarto, a través de
sus propias cejas, a través de los ojos de todas mis ex amantes, y a través del
cabello amarillo de mi madre.
Ahora bien,
estábamos en la noche de San Silvestre. El trueno tronaba, los rayos avanzaban,
la lluvia seguía su camino, los capullos de los sueños balaban, las ranas de
todos los estanques croaban; en suma, la noche hacía lo que tenía que hacer.
Ahora
necesitaba encontrar una manera de abocarme a la realidad... No era suficiente
estar abocado a la resonancia oscura de las cosas, y por ejemplo oír hablar a
los volcanes, y vestir al objeto de mis amores con todos los encantos de un
adulterio anticipado, por ejemplo, o ton todos los horrores, basuras, escatologia, crímenes, engaños que se relacionan con la idea del amor; simplemente
necesitaba encontrar la manera de llegar directamente a ella, vale decir, y
ante todo, de hablarle.
De pronto
se abrió la ventana. En un rincón de mi cuarto vi un inmenso juego de damas
sobre el que caían los reflejos de una multitud de lámparas invisibles. Cabezas
sin cuerpos hacían rondas, tropezaban, caían como bolos. Había un inmenso
caballo de madera, una reina de morfina, una torre de amor, un siglo venidero.
Las manos de Hoffmann empujaban los peones, y cada peón decía: NO
LA BUSQUES AHÍ. Y en el cielo se veían ángeles alados y holgazanes. Por lo
tanto, dejé de mirar por la ventana y de tener la esperanza de ver a mi criada
querida.
Entonces
sentí unos pies que terminaban de aplastar los cristales de los planetas,
justo en el cuarto superior. Unos suspiros ardientes atravesaban el piso, y oí
el aplastamiento de una cosa suave.
En ese
momento, todos los platos de la tierra se pusieron a rodar y los clientes de
todos los restaurantes del mundo partieron en persecución de la criadita de Hoffmann; y se la vio corriendo como una condenada; después pasó Pierre Mac
Orlan, el remendón de botines absurdos, empujando una carretilla por el camino.
A continuación venía Hoffmann con un paraguas, luego Achim d’Arnim,
luego Lewis, que caminaba transversalmente. Por último
se abrió la tierra y apareció Gérard de Nerval.
Él era más
grande que cualquier otra cosa. También
había un
hombrecito que era yo.
-Pero tenga
muy en cuenta que no está soñando -me decía Gérard de Nerval-,
por otra parte aquí está el canónigo Lewis, que de esto sabe un monton: Lewis, ¿se atrevería a sostener lo contrario?
-No, por
todos los sexos barbudos.
Son
estúpidos, pensé, no vale la pena que se los considere como grandes autores.
-Por lo
tanto -me decía Gerard de Nerval-, todo eso está relacionado. La
metes en una ensalada, te la comes con aceite, le sacas la cascara sin vacilar,
la criada es mi mujer.
Ni siquiera
conoce el peso de las palabras, pensé.
—Perdón, el
precio, el precio de las palabras —me sopló mi cerebro, que de eso también
sabía un montón.
—Silencio,
cerebro —le dije—, todavía no estás lo bastante vitrificado.
Hoffmann me dijo:
-Vayamos al grano.
Y yo:
—No sé cómo
abocarme con ella, no me atrevo.
-Pero ni
siquiera tienes que atreverte -objetó Lewis-, Lo conseguirás transversalmente.
—¿Transversalmente,
pero a qué? -repuse yo-. Porque por el momento la que me atraviesa es ella.
Pero desde
el momento en que te dicen que el amor es oblicuo, que la vida es oblicua, que
el pensamiento es oblicuo, y que todo es oblicuo. La TENDRÁS
CUANDO NO PIENSES EN ELLA.
Escucha,
ahí arriba. ¿No oyes la complicidad de esos puentes de indolencia, el encuentro
de ese montón de inefable plasticidad?
Yo sentía
que mi frente estallaba.
Al final
comprendí que se trataba de sus senos, y comprendí que se reunían, y comprendí
que todos esos suspiros se exhalaban del propio seno de mi criada. También
comprendí que ella se había acostado en el piso de arriba para estar más cerca
de mí.
La lluvia
siguió cayendo.
En la calle se escucharon unas coplas de una
estupidez espantosa:
Con mi
chica es un chiste
Cuando
comemos alpiste (bis)
Porque
somos pájaros
Porque
somos pájaras
Con mi
chica es un chiste
Palomita en
su balcón
Todo el
sudor de la damisela
No vale lo
que la ciruela
De su
amorosa adoración.
Cerdos
estúpidos, me puse a gritar mientras me incorporaba, están ensuciando el
espíritu mismo del amor.
La calle
estaba vacía. Sólo estaba la luna, que seguía con sus murmullos acuáticos.
¿Cuál es el
mejor colgante, cuál la joya más bella,
cuál la
almendra más sabrosa?
Ante esa
visión sonreí.
Ya ves, ¡no
es nada del otro mundo!, me dijo.
No, no era
nada del otro mundo, y mi criadita estaba en mis brazos.
—Desde hace
tanto tiempo, tanto tiempo —me dijo—, que te deseaba.
Entonces
fue el puente de la noche total. La luna volvió a subir al cielo, Hoffmann se escondió en su sótano, todos los comensales recuperaron su lugar, no
hubo más que el amor: Eloísa el abrigo, Abelardo la tiara, Cleopatra el áspid, todas las lenguas de la sombra, todas las estrellas de la
locura.
Fue el amor
como un mar, como el pecado, como la vida, como la muerte.
El amor
bajo las arcadas, el amor en el estanque, el amor en una cama, el amor como la
hiedra, el amor como una oleada.
El amor tan
grande como los cuentos, el amor como la pintura, el amor como todo lo que es.
Y todo eso
en una mujercita tan pequeña, en un corazón tan momificado, en un pensamiento
tan restringido, pero la mía pensaba por
dos.
Desde el fondo de una embriaguez insondable se desesperaba repentinamente
un pintor atacado de vértigo. Pero la noche era más bella que todo. Todos los estudiantes volvieron
a su habitación, el pintor recuperó sus cipreses. Una luz de fin del mundo
llenó poco a poco mi pensamiento.
Pronto no hubo otra cosa sino una inmensa montaña de hielo sobre la
cual colgaba una cabellera rubia.
(de:
El arte y la muerte y otros escritos, 1929)
-Edición
no Bilingüe-
Antonin Artaud
(Traducción: Victor Goldstein)
Antonin Artaud (Marsella, 1896 - Ivry-sur-Seine, 1948) Poeta, ensayista, actor y director de teatro francés, fundador del teatro de la crueldad. En 1910 publicó sus primeros versos bajo el seudónimo de Louis des Attides. Terminó sus estudios en 1914 y al año siguiente ingresó en una clínica mental en la Rouguière, cerca de Marsella, por padecer fuertes dolores de cabeza crónicos originados a partir de una grave meningitis que sufrió a la edad de cinco años. En 1920 sus padres lo llevaron a París y conoció al psiquiatra Edouard Toulouse, fundador de la revista científico-literaria Demain, para la cual escribió y trabajó como secretario de redacción. Posteriormente estudió actuación en el Théâtre de l'Oeuvre bajo la dirección de Lugné-Poe, y luego se vinculó con Charles Dullin, que acababa de fundar el Théâtre de l´Atelier, en el que participó como actor y realizador. En 1923 entró en contacto con R. Desnos y A. Breton, y se adhirió de inmediato a los principios del grupo surrealista, convirtiéndose en uno de sus principales miembros. Dirigió la "Central de Investigaciones surrealistas" y participó activamente en la revista La Révolution Surréaliste hasta su ruptura con Breton en 1926, época en que fue expulsado del movimiento junto a P. Soupault, acusados de "desviacionismo literario". Con Roger Vitrac y Robert Aron, fundó el Teatro Alfred Jarry, que entre 1926 y 1930 realizó producciones experimentales como su obra Vientre quemado o la madre loca (1927); y participó, como actor cinematográfico, en las películas Napoleón (1927), de Abel Gance, y La pasión de Juana de Arco (1928), de Carl T. Dreyer. En 1932 escribió Teatro de la crueldad, manifiesto publicado por la Nouvelle Revue Française en su número 229, donde afirmó las bases de lo que posteriormente será El teatro y su doble (1938), su principal obra crítica, y que junto a Ubu rey, de Jarry, representa la síntesis del drama vanguardista del siglo XX. En su teoría, le asigna al teatro la función de destruir los valores culturales artificiales, impuestos por siglos de dogmatismo racionalista, y propone volver al ritual primitivo para reflejar la verdadera realidad del alma humana y las condiciones en que vive: "el drama de crueldad". Entretanto había publicado una colección de ensayos, una novela (Le Moine, 1931) y Heliogábalo o El anarquista coronado (1934). El estreno de su tragedia Los Cenci, inspirada en Stendhal y en Shelley, constituyó un rotundo fracaso (1935) y determinó en el autor el abandono definitivo del teatro. En 1936 se embarcó a México, donde dio una serie de conferencias para luego convivir durante meses con los indios tarahumaras, de cuya experiencia data un conjunto de artículos y notas que dio origen a Viaje al país de los tarahumaras. Volvió a la patria y en 1937, ya con la salud muy quebrantada, hizo un viaje a Irlanda; su extremada pobreza le obligó a abandonar Dublín al poco tiempo. Durante el viaje de regreso sufrió un acceso de locura y, desembarcado en Le Havre, fue internado en el asilo de esta ciudad (1937). De ahí arranca el penoso calvario del autor: sucesivamente trasladado a varios asilos, fue a parar por fin a Rodez (Aveyron), donde permaneció hasta 1946. Tras diez años de internamiento, lo encontramos de nuevo en París; allí pudo darse cuenta de que no era un desconocido. En efecto, en 1938 había visto la luz una colección de sus ensayos sobre teatro bajo el título de El teatro y su doble, obra cuyo éxito perduraba todavía. La aparición de sus Lettres de Rodez (1946) aumentó aún su prestigio. Alentado por la viva simpatía de que es objeto, Artaud da a las prensas su gran libro Van Gogh, el suicidado por la sociedad (1947). A continuación vieron la luz diversos textos, en su mayoría publicados después de la muerte del autor: Artaud le Momo, Ci-Git, Vie et Mort de Satan le Feu y Para acabar de una vez con el juicio de Dios (1948). Poeta maldito en toda la acepción de la palabra, Antonin Artaud ganó en cierta manera la inmortalidad con su resistencia al mundo exterior. Visionario cuyos textos queman como el vitriolo, su humanidad está por encima de su obra; ésta hace pensar en los fragmentos de una tragedia perdida.
IMAGEN : Artaud , en su papel para 'La pasión de Juana de Arco' de Dreyer.
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