1. La pregunta que desearía inscribir en el
umbral de este seminario (1) es: "¿De quién y de
qué somos contemporáneos? Y sobre todo, ¿qué significa ser contemporáneos?". En el transcurso
del seminario leeremos texto cuyos autores están a muchos siglos de nosotros y
otros más recientes o recientísimos: pero, en todo caso, lo esencial es que
tendremos que llegar a ser, de alguna manera, contemporáneos de esos textos. El
"tiempo" de nuestro seminario es la contemporaneidad; esto exige que
seamos contemporáneos de los textos y de los autores que analiza. Tanto su
nivel como su resultado se medirán por su -por nuestra- capacidad de estar a la
altura de esa exigencia. De Nietzsche nos llega una indicación primera, provisoria,
para orientar nuestra búsqueda de una respuesta. En un apunte de sus cursos en
el College de France, Roland Barthes la resume así: "Lo contemporáneo es
lo intempestivo". En 1874, Friedrich Nietzsche, un joven filólogo que había
trabajado hasta entonces en textos griegos y dos años antes había alcanzado una
celebridad imprevista
1 El texto retoma la
lección inaugural del curso de Filosofía Teórica 2006-
2007 en la Facoltà di
Arti e Design del Istituto Universitario di Architetura
di Venezia.
con El nacimiento de la tragedia, publica Unzeitgemässe
Betrachtungen, las Consideraciones intempestivas, con las cuales quiere
ajustar cuentas con su tiempo, tomar posición respecto del presente. "Esta
consideración es intempestiva -se lee al comienzo de la segunda
"Consideración"- porque intenta entender como un mal, un
inconveniente y un defecto, algo de lo cual la época, con justicia, se siente orgullosa,
esto es, su cultura histórica, porque pienso que todos somos devorados por la
fiebre de la historia y deberíamos, al menos, darnos cuenta de ello".
Nietzsche sitúa, por lo tanto, su pretensión de "actualidad", su
"contemporaneidad” respecto del presente, en una desconexión y un desfasaje.
Pertenece en verdad a su tiempo, es en verdad contemporáneo, aquel que no
coincide a la perfección con este ni se adecua a sus pretensiones, y entonces,
en este sentido, es inactual; pero, justamente por esto, a partir de ese
alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aferrar
su tiempo.
Esta
no-coincidencia, esta discronía, no significa, como es natural, que sea
contemporáneo aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico que se siente más
cómodo en la Atenas de Pericles o en la París de Robespierre y del Marqués de
Sade que en la ciudad y en el tiempo que le tocó vivir. Un hombre inteligente
puede odiar su tiempo, pero sabe de todos modos que le pertenece
irrevocablemente, sabe que no puede huir de su tiempo.
La
contemporaneidad es, pues, una relación singular con el propio tiempo, que
adhiere a este y, a la vez, toma su distancia; más exactamente, es esa
relación con el tiempo que adhiere a este a través de un desfase y un
anacronismo. Quienes coinciden de una manera demasiado plena con la época, quienes
concuerdan perfectamente con ella, no son contemporáneos ya que, por esta
precisa razón, no consiguen verla, no pueden mantener su mirada fija en ella.
2. En 1923, Ósip
Mandelshtam escribe un poema titulado " El siglo" (pero la palabra
rusa viek significa también "época" ) . El poema contiene, no una
reflexión sobre el siglo, sino sobre la relación entre el poeta y su tiempo, es
decir, sobre la contemporaneidad. No el "siglo", sino,según las palabras
que abren el primer verso, "mi siglo" (viek moi) :
Siglo mío, bestia mía,
¿quién podrá
mirar en tus ojos
y soldar con su sangre
las vértebras de dos
siglos?
El poeta, que debió pagar su contemporaneidad con la vida, es
aquel que debe mantener fija la mirada en los ojos de su siglo-bestia, soldar
con su sangre la espalda quebrada del tiempo. Los dos siglos, los dos tiempos,
no sólo son, como se ha sugerido, el siglo XIX y el XX, sino también y sobre
todo el tiempo de la vida del individuo (recuerden que el saeculum latino
significa en el origen el tiempo de la vida) y el tiempo histórico colectivo,
que en este caso llamamos el siglo XX, cuya espalda -descubrimos en la última
estrofa del poema- está quebrada. El poeta, en cuanto contemporáneo, es esa
fractura, es lo que impide que el tiempo se componga y, al mismo tiempo, la
sangre que debe suturar la rotura. El paralelismo entre el tiempo -y las vértebras-
de la criatura y el tiempo -y las vértebras- del siglo constituye uno de los
temas esenciales del poema:
Mientras viva la
criatura
debe cargar sus
propias vértebras,
las ondas juegan
con la invisible
columna vertebral.
Cual tierno, infantil
cartílago
en el siglo neonato de
la tierra.
El otro gran tema
-también, como el anterior, una imagen de la contemporaneidad- es el de las
vértebras quebradas del siglo y su soldadura, que es obra del individuo (en
este caso, del poeta) :
Para liberar al siglo
encadenado,
para dar inicio al nuevo
mundo
con la flauta es
necesario reunir
las rodillas nudosas
de los días.
Que se trata de una tarea imposible de cumplir -o, en todo
caso, paradójica- lo prueba la estrofa siguiente, que concluye el poema. No
sólo la época-bestia tiene las vértebras quebradas, sino que viek, el siglo
recién nacido, con un gesto imposible para quien tiene la espalda rota, quiere
volverse atrás, contemplar sus propias huellas y, de ese modo, muestra su
rostro demente:
Pero tienes quebrada
la espalda,
mi magnífico, pobre
siglo.
Con una sonrisa
insensata,
como una bestia otrora
ágil,
te vuelves hacia
atrás, débil y cruel,
a contemplar tus
huellas.
3. El poeta -el
contemporáneo- debe tener fija la mirada en su tiempo. Pero ¿qué ve quien ve en
su tiempo la sonrisa demente de su siglo? Aquí me gustaría proponerles una
segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que mantiene
la mirada fija en su tiempo, para percibir, no sus luces, sino su oscuridad.
Todos los tiempos son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros.
Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esa oscuridad, aquel que está
en condiciones de escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente.
Pero ¿qué significa "ver una tiniebla", "percibir la
oscuridad"?
Una primera
respuesta nos la sugiere la neurofisiología de la visión. ¿Qué sucede cuando
nos encontramos en un ambiente sin luz o cuando cerramos los ojos? ¿Qué es la oscuridad
que vemos en ese momento? Los neurofisiólogos nos dicen que la ausencia de luz
desinhibe una serie de células periféricas de la retina llamadas, precisamente,
off-cells, que entran en actividad y producen esa particular especie de visión
que llamamos oscuridad. La oscuridad no es, por ello, un concepto privativo, la
simple ausencia de luz, algo así como una no-visión, sino el resultado de la
actividad de las off-cells, un producto de nuestra retina. Esto significa, si
volvemos ahora a nuestra tesis sobre la oscuridad de la contemporaneidad, que
percibir esa oscuridad no es una forma de inercia o de pasividad sino que implica
una actividad y una habilidad particulares que, en nuestro caso, equivalen a
neutralizar las luces provenientes de la época para descubrir su tiniebla, su especial
oscuridad, que no es, sin embargo, separable de esas luces.
Puede llamarse
contemporáneo sólo aquel que no se deja cegar por las luces del siglo y es
capaz de distinguir en ellas la parte de la sombra, su Íntima oscuridad. Con esto,
sin embargo, aún no hemos respondido a nuestra pregunta. ¿Por qué debería
interesarnos poder percibir las tinieblas que provienen de la época? ¿Acaso la
oscuridad no es una experiencia anónima y por definición impenetrable, algo que
no está dirigido a nosotros y no puede, por lo tanto, incumbimos? Por el
contrario, contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como
algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que, más que cualquier luz,
se dirige directa y singularmente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en
pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo.
4. En el
firmamento que miramos de noche, las estrellas resplandecen rodeadas de una
espesa tiniebla. Puesto que en el universo hay un número infinito de galaxias y
de cuerpos luminosos, la oscuridad que vemos en el cielo es algo que, según los
científicos, requiere una explicación. Me gustaría ahora hablarles justamente
de la explicación que la astrofísica contemporánea le da a esa oscuridad. En el
universo en expansión las galaxias más remotas se alejan de nosotros a una
velocidad tan alta que su luz no llega a alcanzarnos. Lo que percibimos como la
oscuridad del cielo es esa luz que viaja velocísima hacia nosotros y que no
obstante no puede alcanzarnos, porque las galaxias de las que proviene se
alejan a una velocidad superior a la de la luz.
Percibir en la
oscuridad del presente esa luz que trata de alcanzarnos y no puede: eso
significa ser contemporáneos. Por eso los contemporáneos son raros; y por eso ser
contemporáneos es, ante todo, una cuestión de coraje: porque significa ser
capaces, no sólo de mantener la mirada fija en la oscuridad de la época, sino
también de percibir en esa oscuridad una luz que, dirigida hacia nosotros, se
nos aleja infinitamente. Es decir, una vez más: ser puntuales en una cita a la
que sólo es posible faltar.
Por eso el
presente que la contemporaneidad percibe tiene las vértebras rotas. Nuestro
tiempo, el presente, no es sólo el más distante: no puede alcanzarnos de
ninguna manera. Tiene la columna quebrada y nosotros nos hallamos exactamente
en el punto de la fractura. Por eso somos, a pesar de todo, sus contemporáneos.
Entiendan bien que la cita que está en cuestión en la contemporaneidad no tiene
lugar simplemente en el tiempo cronológico: es, en el tiempo cronológico, algo
que urge dentro de este y lo transforma. Esa urgencia es lo intempestivo, el anacronismo
que nos permite aferrar nuestro tiempo en la forma de un "demasiado
temprano" que es, también, un "demasiado tarde"; de un
"ya" que es, también, un "no todavía". Y nos permite,
además, reconocer en la tiniebla del presente la luz que, sin poder alcanzarnos
jamás, está permanentemente en viaje hacia nosotros.
5. Un buen ejemplo
de esta especial experiencia del tiempo que llamamos la contemporaneidad es la
moda. Lo que define a la moda es que introduce en el tiempo una peculiar
discontinuidad, que lo divide según su actualidad o inactualidad, su estar y su
no-estar-más-a-la-moda (a la moda y no simplemente de moda, que se refiere sólo
a las cosas). Pese a ser sutil, esta cesura es evidente, en el sentido de que
quienes deben percibirla la perciben infaliblemente y de esa precisa manera
certifican su estar a la moda; pero si tratamos de objetivarla y fijarla en el
tiempo cronológico, esta se revela inasible. Sobre todo el "ahora" de
la moda, el instante en que comienza a ser, no es identificable a través de
ningún cronómetro. ¿Ese "ahora" es acaso el momento en que el
estilista concibe la línea, el matiz que definirá el nuevo modelo de la prenda?
¿O aquel en que la confía al diseñador y luego a la sastrería que confecciona
el prototipo? ¿0, más bien, el momento del desfile, cuando la prenda es llevada
por las únicas personas que están siempre y sólo a la moda, las mannequins, que,
sin embargo, justamente por eso, nunca lo están realmente? porque, en última instancia, el estar a la moda del
"modelo" o del "aspecto" dependerá de que las personas en
carne y hueso, distintas de las mannequins -esas víctimas sacrificiales de un
dios sin rostro-, lo reconozcan como tal y lo conviertan en su propia
vestimenta.
El tiempo de la
moda está, por ende, constitutivamente adelantado a sí mismo y, justamente por
eso, también siempre retrasado, siempre tiene la forma de un umbral inasible
entre un "no todavía" y un "ya no". Es probable que, como sugieren
los teólogos, eso dependa de que la moda, al menos en nuestra cultura, es una
signatura teológica del vestido, que deriva de la circunstancia de que la primera
prenda de vestir fue confeccionada. por Adán y Eva después del pecado original,
en la forma de un taparrabos compuesto de hojas de higuera (para mayor
precisión, las prendas que llevamos hoy derivan, no de ese taparrabos vegetal,
sino de las tunicae pelliceae, de los vestidos hechos con pieles de animales
que Dios, según Gén 3, 2 1 , hace vestir, como símbolo tangible del pecado y de
la muerte, a nuestros progenitores en el momento en que los expulsa del Paraíso).
En cualquier caso, más allá de cuál sea la razón, el "ahora", el kairós
de la moda, es inasible: la frase "en este instante estoy a la moda"
es contradictoria, porque en el instante en que el sujeto la pronuncia, ya está
fuera de moda. Por eso, el estar a la moda, como la contemporaneidad, comporta
cierta "soltura", cierro desfase, en el que su actualidad incluye
dentro de sí una pequeña parte de su afuera, un matiz de démodé. De una señora
elegante se decía en París en el siglo XIX, en ese sentido: "Elle est contemporaine
de tout le monde" [Ella es contemporánea a todos].
Pero la
temporalidad de la moda tiene otro carácter que la emparienta con la
contemporaneidad. En el gesto mismo en que su presente divide el tiempo según
un "ya no" y un "no todavía", esta instituye con esos
"otros tiempos" -ciertamente con el pasado y, quizá, también con el futuro-
una relación particular. Es decir, puede "citar" y, de esa manera,
reactualizar cualquier momento del pasado (los años veinte, los años setenta,
pero también la moda imperio o neoclásica) . Puede, por ello, poner en relación
lo que dividió inexorablemente, remitir, reevocar y revitalizar lo que incluso
había declarado muerto.
6. Esta especial
relación con el pasado tiene asimismo otro aspecto. La contemporaneidad se
inscribe, en efecto, en el presente, signándolo sobre todo como arcaico, y sólo
aquel que percibe en lo más moderno y reciente los índices y las signaturas de
lo arcaico puede ser su contemporáneo. Arcaico significa: próximo a la arché, es
decir, al origen. Pero el origen no se sitúa solamente en un pasado
cronológico: es contemporáneo al devenir histórico y no cesa de operar en este,
como el embrión continúa actuando en los tejidos del organismo maduro, y el niño,
en la vida psíquica del adulto. La distancia y, a la vez, la cercanía que
definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esa proximidad con el
origen, que en ningún punto late con tanta fuerza como en el presente. Quien ha
visto por primera vez, al llegar por mar en la madrugada, los rascacielos de
Nueva York, ha percibido de inmediato esa facies arcaica del presente,
esa contigüidad con la ruina que las imágenes atemporales del 1 1 de septiembre
hicieron evidente para todos.
Los historiadores
de la literatura y del arte saben que entre lo arcaico y lo moderno hay una
cita secreta, y no tanto porque las formas más arcaicas parecen ejercer en el presente
una fascinación particular, sino porque la clave de lo moderno está oculta en
lo inmemorial y lo prehistórico. Así, el mundo antiguo en su final se vuelve,
para reencontrarse, hacia los orígenes: la vanguardia, que se extravió en el
tiempo, sigue a lo primitivo y lo arcaico. En ese sentido, justamente, puede
decirse que la vía de acceso al presente necesariamente tiene la forma de una
arqueología. Que no retrocede sin embargo a un pasado remoto, sino a lo que en
el presente no podemos en ningún caso vivir y, al permanecer no vivido, es
reabsorbido sin cesar hacia el origen, sin poder alcanzarlo jamás. Porque el
presente no es más que la parte de lo no-vivido en todo lo vivido, y lo que impide
el acceso al presente es precisamente la masa de lo que, por alguna razón (su
carácter traumático, su cercanía excesiva), no hemos logrado vivir en él. La
atención a ese no-vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa,
en ese sentido, volver a un presente en el que nunca estuvimos.
7. Quienes han
tratado de pensar la contemporaneidad pudieron hacerlo sólo a costa de escindirla
en varios tiempos, de introducir en el tiempo una des-homogeneidad esencial. Aquel que puede decir "mi tiempo"
divide el tiempo, inscribe en él una cesura y una discontinuidad; y, sin
embargo, justamente a través de esa cesura, esa interpolación del presente en
la homogeneidad inerte del tiempo lineal, el contemporáneo instala una relación
especial entre los tiempos. Si, como hemos visto, es el contemporáneo el que
quebró las vértebras de su tiempo (o en todo caso percibió su falla o su punto
de ruptura), él hace de esa fractura el lugar de una cita y de un encuentro
entre los tiempos y las generaciones. Nada más ejemplar, en este sentido, que
el gesto de Pablo, en el punto en que experimenta y anuncia a sus hermanos esa
contemporaneidad por excelencia que es el tiempo mesiánico, el ser
contemporáneos del Mesías, que él llama justamente el
"tiempo-de-ahora" (ho nyn kairós). Ese tiempo no sólo es
cronológicamente indeterminado (la parusía, el retorno de Cristo que marca su
fin, es cierta y cercana, pero incalculable), sino que tiene la singular
capacidad de relacionar consigo mismo cada instante del pasado, de hacer de
cada momento o episodio del relato bíblico una profecía o una prefiguración (týpos,
"figura", es el término preferido por Pablo) del presente (así Adán,
a través de quien la humanidad recibió la muerte y el pecado, es
"tipo" o figura del Mesías, que trae a los hombres la redención y la
vida).
Esto significa que
el contemporáneo no es sólo aquel que, percibiendo la oscuridad del presente,
aferra su luz que no llega a destino; es también quien, dividiendo e
interpolando el tiempo, está en condiciones de transformarlo y ponerlo en
relación con los otros tiempos, de leer en él de manera inédita la historia, de
"citarla" según una necesidad que no proviene en modo alguno de su
arbitrio sino de una exigencia a la que él no puede dejar de responder. Es como
si esa luz invisible que es la oscuridad del presente proyectase su sombra
sobre el pasado y este, tocado por ese haz de sombra, adquiriese la capacidad
de responder a las tinieblas del ahora. Algo similar debía de tener en mente Michel
Foucault cuando escribía que sus indagaciones históricas sobre el pasado son
sólo la sombra proyectada por su interrogación teórica del presente. Y Wa!ter
Benjamín, cuando escribía que el índice histórico contenido en las imágenes del
pasado muestra que estas alcanzarán la legibilidad sólo en un determinado
momento de su historia. De nuestra capacidad de prestar oídos a esa exigencia y
a esa sombra, de ser contemporáneos no sólo de nuestro siglo y del
"ahora", sino también de sus figuras en los textos y en los
documentos del pasado, dependerán el éxito
o el fracaso de nuestro seminario.
(Del libro "Desnudez",
Adriana Hidalgo Editora, 2011)
Giorgio
Agamben (Roma,Italia, 1942)
Traducción
de Cristina Sardoy
Pueden LEER
la biografía en entrada anterior del autor