“Donde quiera que estés,
estás en una esfera de la que no puedes caerte”.
Introducción:
Los aliados o: la comuna exhalada
Entusiasmado con su regalo, el niño, en
el balcón, sigue con su mirada las burbujas de jabón que sopla hacia el cielo a
través de la pipilla o pompero que coloca ante su boca. Ora
brota un tropel de pompas subiendo a lo alto, caóticamente alegre como una proyección
de canicas de irisaciones azules; ora, en otro intento, se despega del
pompero, tembloroso, como lleno de una vida asustadiza, un
gran globo ovalado que transporta la brisa y avanza flotando abajo, hacia la
calle. Le sigue la esperanza del niño fascinado. Él mismo vuela con su
maravillosa pompa hacia fuera, en el espacio, como si por unos segundos su
destino dependiera del de esa conformación nerviosa. Cuando, tras un vuelo
trémulo y dilatado, la burbuja estalla por fin, el artista de pompas jabonosas
del balcón emite un sonido que tanto es un lamento como un grito de alegría.
Durante el lapso de vida de la burbuja su creador estuvo fuera de sí, como si
la consistencia de la pompa hubiera dependido de que permaneciera envuelta en
una atención que volara afuera con ella. Cualquier falta de acompañamiento,
cualquier descuido en compartir la esperanza y agitación hubiera condenado a
ese objeto tornasolado a malograrse prematuramente. Pero, aunque arropado por
el cobijo entusiasta de su creador pudo planear por el espacio un momento
milagroso, al final tuvo que disiparse en nada. En el lugar en que estalló la
pompa quedó sola y estancada por un instante el alma del soplador, salida del
cuerpo, como si hubiera emprendido una expedición y hubiera perdido a mitad de
camino al compañero. Pero la melancolía dura sólo un segundo, después vuelve la
alegría del juego con su cruel sucesión de siempre. ¿Qué son las esperanzas
frustradas sino ocasiones para nuevos intentos? El juego prosigue incansable,
vuelven a flotar las pompas desde lo alto y de nuevo secunda el soplador sus
obras de arte con atenta alegría durante su vuelo por el delicado espacio. En
el punto culmen del evento, cuando el soplador está embebido en sus
globos como en un prodigio llevado a cabo por él mismo, no amenaza a las
borboteantes y huidizas pompas de jabón ningún peligro de sucumbir prematuramente
por falta de acompañamiento extasiado. La atención
del pequeno mago vuela siguiendo su huella en la amplitud
del espacio y refuerza con su presencia admirada las finas paredes de esos
cuerpos exhalitados. Entre la pompa de jabón y su insuflador reina una
solidaridad tal que excluye al resto del mundo. Y según se alejan esas
conformaciones tornasoladas, el pequeño artista va liberándose una vez y otra
de su cuerpo en el balcón para estar completamente al lado de los objetos a
los que ha dado existencia. Es como si en el éxtasis de la atención la
conciencia infantil hubiera salido de su fuente corporal. Si el aire espirado
se pierde normalmente sin dejar rastro, adquiere en este caso una sobrevida
momentánea en el hálito encerrado en las pompas. Mientras las burbujas se
mueven en el espacio su creador está verdaderamente fuera de sí: junto a ellas
y en ellas. Su exhálito se ha desprendido de él en las pompas y la brisa lo
mantiene y transporta; a la vez, el niño está extasiado de
sí mismo perdiéndose en ese vuelo compartido, ya sin aliento, de su atención
a través del espacio animado. Así, la pompa de jabón se convierte para su
creador en medium de una
sorprendente expansión anímica.
Juntos existen la burbuja y su exhalador en un campo desplegado por la simpatía
de la atención. El niño que sigue su pompa de jabón en el espacio abierto no es
un sujeto cartesiano que permanezca en su punto sin dimensión de pensamiento
mientras observa un objeto con dimensión en su camino a través del espacio. Admirado,
en solidaridad con sus pompas tornasoladas, experimentando, el jugador se
lanza al espacio abierto y transforma en una esfera animada la zona que hay
entre ojo y objeto. Todo él ojo y atención, el rostro del niño se abre al
espacio enfrente. Así im- perceptiblemente, mientras está ocupado en su feliz
pasatiempo, surge en el jugador una evidencia que perderá más tarde bajo el influjo
de los esfuerzos escolares: que, a su manera, el espíritu mismo está en el
espacio. ¿O habría que decir mejor que lo que en otro tiempo se llamó espíritu
significaba desde un principio comunidades espaciales aladas? A quien comienza
una vez haciendo concesiones a tales sospechas le llega a resultar natural
seguir preguntando en la dirección trazada: si el niño insufla su aliento en
las pompas de jabón y permanece fiel a ellas siguiéndolas con su mirada
extática, ¿quién ha colocado antes su aliento en ese nino que
juega. ¿Quién mantiene la fidelidad a esa joven vida en su éxodo del cuarto
infantil? ¿En qué atenciones, en qué espacios de inhalación permanecen
cobijados los niños cuando su vida avanza, lograda, por rutas ascendentes?
¿Quién acompaña a los jóvenes en su camino hacia fuera, hacia las cosas y su
compendio, el mundo fraccionado? ¿Hay siempre alguien cuyo éxtasis sean los
niños flotando en el espacio de posibilidad? ¿Y qué sucede con aquellos que no
son aliento de nadie? ¿Permanece contenida en un hálito acompañante toda vida
cuando surge y se independiza? ¿Es legítima la idea de que todo lo que está ahí
y se convierte en tema es preocupación de alguien? De hecho es conocida la
necesidad -Schopenhauer la llamo metafísica- de que
todo lo que pertenece al mundo o al ente en su totalidad haya de estar
contenido en un hálito como en una especie de sentido indeleble. ¿Puede
satisfacerse esa necesidad? ¿Puede justificarse? ¿Quién fue el primero en
formular la idea de que el mundo en general no es más que la pompa de jabón de
un aliento envolvente? ¿De quién sería ser-fuera-de-sí todo lo que es el caso?
El pensamiento de la edad moderna, que se
presentó durante tanto tiempo bajo el ingenuo nombre de Ilustración y bajo el
todavía más ingenuo lema programático «Progreso», se distingue por una
movilidad esencial: siempre que sigue su típico «Adelante» pone en marcha una
irrupción del intelecto desde las cavernas de la ilusión humana a lo exterior
no-humano. No en vano el giro de la cosmología, llamado copernicano, está
al comienzo de la historia moderna del conocimiento y del desengaño. Ese giro
significó para los seres humanos del Primer Mundo la pérdida del centro cosmologico
y dio lugar, en consecuencia, a una época de progresivas descentralizaciones.
Desde entonces se acabaron para los habitantes de la tierra, los antiguos
mortales, todas las ilusiones sobre su situación en el regazo del cosmos, por
más que tales ideas parezcan estar aferradas a nosotros como engaños innatos.
Con la tesis heliocéntrica de Copérnico comienza una serie de instancias
investigadoras dirigidas al exterior, vacío de seres humanos, a las galaxias,
inhumanamente lejanas, y a los más espectrales componentes de la materia.
Pronto se percibió el nuevo aliento frío de fuera, e incluso algunos de los
pioneros del saber revolucionariamente transformado acerca de la situación de
la tierra en el universo no callaron su desazón ante la infinitud propuesta;
así, el mismo Kepler protesta
contra la doctrina de Bruno del universo infinito diciendo que «precisamente
esa idea no sé qué secretos y ocultos sobresaltos trae consigo; en realidad,
se vaga sin rumbo por esa inmensidad a la que se le niegan límites y punto
medio y, por tanto, cualquier lugar fijo». A las evasiones hacia lo más
exterior se siguen invasiones de frío en la esfera interior humana provenientes
de los helados mundos cósmicos y técnicos. Desde el inicio de la edad moderna
el mundo humano tiene que aprender en cada siglo, en cada decenio, en cada
año, cada día a aceptar e integrar verdades siempre nuevas sobre un exterior
que no concierne al ser humano. Comenzando en las capas sociales ilustradas y
siguiendo, progresivamente, en las masas informadas del Primer Mundo, desde el
siglo XVII se expande la nueva y relevante sensación psico-cosmológica de que
los seres humanos no han sido el punto de mira de la evolución, esa diosa
indiferente del devenir. Cualquier mirada a la fábrica terrestre y a los
espacios extra-terrestres basta para acrecentar la evidencia de que el ser
humano es sobrepasado por todos los lados por exterioridades monstruosas que
exhalan hacia él frío estelar y complejidad extrahumana. La vieja naturaleza
del Homo sapiens no está preparada para esas provocaciones del
exterior. A fuerza de investigación y toma de conciencia, el ser humano se ha
convertido en el idiota del cosmos; se ha condenado él mismo al exilio y se ha
expatriado en lo sinsentido, en lo que no le concierne, en lo que lo ahuyenta
de sí, perdiendo su inmemorial cobijo en las burbujas de ilusión entretejidas
por él mismo. Con ayuda de su inteligencia incansablemente indagadora, el
animal abierto derribó el tejado de su vieja casa desde dentro. Tomar parte en
la Modernidad significa poner en riesgo sistemas de inmunidad desarrollados
evolutivamente. Desde que en los años sesenta del siglo
XVI el físico y cosmógrafo inglés Thomas Digges aportó
la prueba de que la doctrina bimilenaria de las cubiertas celestes era tan
inconsistente físicamente como superflua desde el
punto de vista de la economía del pensar, los ciudadanos de la epoca moderna
hubieron de acomodarse a una nueva situación en la que, con la ilusión de la
posición central de su patria en el universo desapareció también la imagen
consoladora de que la tierra estaba envuelta por bóvedas esféricas a modo de
cálidos abrigos celestes. Desde entonces seres humanos de la época moderna
tuvieron que aprender a arreglárselas para existir como una pepita sin
cascara. La piadosa y despierta manifestación de Pascal: “El silencio eterno de
los espacios infinitos me produce espanto”, expresa la confesión íntima de loda la época.
Desde que los tiempos se hicieron nuevos de verdad, ser-en-el-mundo significa
tener que aferrarse a la corteza terrestre y rogar a la fuerza de gravitación
que no te abandone, olvidando cualquier idea de regazo y cobijo. No puede ser
mera casualidad: desde los años noventa del siglo XV los europeos que saben de
qué van las cosas construyen y contemplan, como adeptos de un culto indefinido,
imágenes y globos terráqueos como si por medio de la vista de esos fetiches
quisieran consolarse de que ya para siempre sólo podrán existir sobre un
globo, nunca más dentro de uno. Mostraremos que todo lo que hoy se llama globalización
proviene del juego con ese globo excéntrico. Friedrich
Nietzsche, el formulador magistral de aquellas verdades con las
que no se puede convivir pero cuya ignorancia sería contraria a la honradez
intelectual, articuló definitivamente aquello en lo que, a fuerza de lucidez,
ha llegado a convertirse el mundo en su totalidad para los empresarios
modernos: «Un portón a mil desiertos, vacíos y fríos». Vivir en la época
moderna significa pagar el precio por la falta de cascarones. El ser humano descascarado
desarrolla su psicosis epocal respondiendo al enfriamiento exterior con
técnicas de calentamiento y políticas de climatización; o con técnicas de
climatización y políticas de calentamiento. Pero una vez que han reventado las
burbujas tornasoladas de Dios, los cascarones cósmicos, ¿quién va a ser capaz
todavía de crear envolturas protésicas en torno a los que han quedado a la
intemperie?
La humanidad de la era moderna contrarresta la helada cósmica que entra en la esfera humana por las ventanas violentamente abiertas de la Ilustración con un pretendido efecto invernadero: tras la quiebra de los receptáculos celestes, acomete el esfuerzo de compensar su falta de envoltura en el espacio mediante un mundo artificial civilizador. Ese es el horizonte último del titanismo técnico euroamericano. La era moderna aparece a esta luz como la época de un juramento hecho por una desesperanza agresiva; a saber: que, ante la perspectiva de un cielo abierto, frío y mudo, había que conseguir la edificación de la gran casa de la especie y una política global de calentamiento. Son sobre todo las naciones emprendedoras del Primer Mundo las que han traducido en un constructivismo agresivo la intranquilidad psicocosmológica advenida. Se blindan contra los horrores de un espacio sin límite, ampliado hasta el infinito mediante la construcción, pragmática y utópica al mismo tiempo de un invernadero universal que les garantice un habitáculo para la nueva forma moderna de vida al descubierto. De ahí que, en definitiva, mientras más avanza el proceso de globalización, la mirada del ser humano al cielo, tanto de día como de noche, se vaya haciendo cada vez más indiferente y distraída; sí, interesarse con pathos existencial por cuestiones cosmológicas se ha convertido casi en un síntoma de ingenuidad. Por contra, lo propio del espíritu desarrollado es la certeza de que ya no hay nada más que buscar en el amado cielo. Pues no es hoy la cosmología la que dice a los seres humanos donde están, sino la teoría general de los sistemas de inmunidad. La peculiaridad de la época moderna consiste en que después del giro copernicano dado al mundo, de pronto el sistema de inmunidad Cielo ya no podía emplearse para nada. La Modernidad se caracteriza porque produce técnicamente sus inmunidades y va eligiendo progresivamente sus estructuras de seguridad sacándolas de las tradicionales coberturas teológicas y cosmológicas. La civilización altamente tecnológica, el Estado del bienestar, el mercado mundial, la esfera de los media: todos esos grandes proyectos quieren imitar en una época descascarada la imaginaria seguridad de esferas que se ha vuelto imposible. Ahora, redes y pólizas de seguros han de ocupar el lugar de los caparazones celestes; la telecomunicación debe imitar a lo envolvente. El cuerpo de la humanidad quiere procurarse un nuevo estado de inmunidad dentro de una piel electrónica-mediática. Puesto que lo omniabarcante y omnicomprensivo de antes, la bóveda continens celeste, se ha perdido irremisiblemente, lo ya no abarcado, ya no comprendido, el viejo contentum tiene que procurarse ello mismo su bienestar en continentes artificiales bajo cúpulas y cielos artificiales. Pero quien ayuda a construir el invernadero global de la civilización cae en paradojas termopolíticas: para que su construcción se lleve a cabo -y esta fantasía espacial está en la base del proyecto de globalización-, ingentes cantidades de población, tanto en el centro como en la periferia, tienen que ser evacuadas de sus viejos cobijos de ilusión regional bien temperada y expuestas a las heladas de la libertad. El constructivismo total exige un precio inexorable. Para conseguir suelo libre para la esfera artificial de recambio, en todas las viejas naciones se dinamitan los restos de creencia en el mundo interior y las ficciones de seguridad, en nombre de una ilustración radical del mercado que promete mejor vida, pero que lo que consigue para empezar es reducir drásticamente los estándares de inmunidad de los proletarios y de los pueblos periféricos. De pronto, masas desespiritualizadas se encuentran a la intemperie sin que jamás se les haya aclarado correctamente el sentido de su destierro. Decepcionadas, resfriadas y huérfanas se cobijan en sucedáneos de antiguas imágenes de mundo mientras éstas parezcan conservar todavía un hálito de la calidez de las viejas ilusiones humanas de circundacion.
¿Quién nos dio la esponja para borrar el
horizonte entero? ¿Qué hicimos cuando desenganchamos la tierra de su sol?
¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos precipitamos
constantemente al vacío? ¿Y de espaldas, de lado, hacia delante, hacia todas
partes? ¿Hay todavía un arriba y abajo? ¿No andamos errantes como vagando a
través de una nada infinita? ¿No nos absorbe el espacio vacío? ¿No hace mas
frío?.
Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia
En estas preguntas aparece el vacío que,
en su agitada histeria, pasan por alto los discursos actuales acerca de la
globalización. En tiempos descascarados, sin orientación en el espacio,
superados por el propio progreso, los modernos tuvieron que convertirse masivamente
en seres humanos enloquecidos. La civilización tecnica, y
en especial sus aceleraciones durante el siglo XX, puede verse como
el intento de ahogar en confort al testigo fundamental de Nietzsche, aquel
trágico Diógenes. Poniendo a disposición de los individuos alimentos técnicos
de una perfección inusitada, el mundo moderno, quiere
quitarles de la boca inquietas indagaciones acerca del lugar en el que viven o
desde el que se precipitan constantemente al vacío. Con todo, fue precisamente
a la Modernidad existencialista a la que se
le revelaron los motivos por los cuales para los seres humanos es menos
importante saber quiénes son que saber dónde están. Mientras la
banalidad sella la inteligencia, los hombres no se interesan por su lugar, que
parece algo dado; fijan su pensamiento en los fuegos fatuos que les rondan la
cabeza en forma de nombres, identidades y negocios. Lo que algunos filósofos
contemporáneos han denominado olvido del Ser se manifiesta sobre todo como una
actitud de pertinaz ignorancia frente al inhóspito lugar del existir. El plan
popular de olvidarse de sí mismo y del Ser se lleva a cabo por medio de un
petulante no darse cuenta de la situación ontológica. Esta
petulancia mueve hoy todas las formas de proceso acelerado de vida, de
desinterés civil y de erotismo anorgánico. A sus
agentes los lleva a aferrarse a unidades de cálculo para males menores; los ambiciosos
de los últimos tiempos ya no preguntan dónde están con tal de que se les
permita siquiera ser alguien. Cuando nosotros, por el contrario, intentamos
plantear aquí de nuevo y de modo radical la pregunta sobre el dónde, lo que
pretendemos es devolver al pensamiento contemporáneo su sentido para la
localización absoluta y, con ésta, el sentido para el fundamento de la
distinción entre lo grande y lo pequeño.
A la pregunta de inspiración gnóstica ¿dónde
estamos cuando estamos en el mundo? es posible darle una respuesta actual
competente. Estamos en un exterior que sustenta mundos interiores. Con la tesis
de la prioridad del exterior ante los ojos ya no hace falta proseguir con las
ingenuas indagaciones acerca del posicionamiento del hombre en el cosmos. Es
demasiado tarde para volvernos a soñar en un lugar bajo caparazones celestes,
en cuyo interior fueran permitidos sentimientos de orden hogareño. Para los
iniciados ha desaparecido el sentimiento de seguridad dentro del círculo
máximo y, con él, el viejo cosmos mismo, acogedor e inmunizante. Quien quisiera
todavía dirigir su vista afuera y hacia arriba se internaría en un ámbito
deshabitado y alejado de la tierra para el que no hay contornos relevantes.
También en lo más pequeño de la materia se han descubierto complejidades en las
que somos nosotros los excluidos, los alejados. Por eso tiene hoy más sentido
que nunca la indagación de nuestro «dónde», puesto que se dirige al lugar que
los hombres crean para tener un sitio donde poder existir como quienes realmente son.
Ese lugar recibe aquí el nombre de esfera, en recuerdo de una antigua y
venerable tradición. La esfera es la redondez con espesor interior, abierta y
repartida, que habitan los seres humanos en la medida en que consiguen
convertirse en tales. Como habitar significa siempre ya formar esferas, tanto
en lo pequeño como en lo grande, los seres humanos son los seres que erigen
mundos redondos y cuya mirada se mueve dentro de horizontes. Vivir en esferas
significa generar la dimensión que pueda contener seres humanos. Esferas son
creaciones espaciales, sistémico-inmunológicamente efectivas, para seres
estáticos en los que opera el exterior.
Porque no son los vasos llenos de ti los que
te hacen estable, ya que, aunque se quiebren, tú no te has de derramar; y si se
dice que te derramas sobre nosotros, no es cayendo tú, sino levantándonos a
nosotros; ni es esparciéndote tú, sino recogiéndonos en nosotros.
San Agustín, Confesiones I, capítulo 3
Entre las expresiones valiosas, hoy
anticuadas, con las que en su momento la metafísica construyó sutiles puentes
entre el cielo y la tierra, hay una que aún sigue acudiendo en ayuda de algunos
contemporáneos -y no sólo artistas y sus imitadores- cuando se encuentran en
la embarazosa situación de dotar de un nombre respetable a la fuente de sus
ideas y ocurrencias: inspiración. Aunque la palabra parezca de
anticuario y antes ocasione al que la usa una sonrisa que un elogio, no ha
perdido por completo su lustre simbólico. Hasta cierto punto sigue siendo
apropiada para señalar el confuso origen heterogéneo y dispar de ideas y obras
no atribuibles a la mera aplicación de normas ni a la repetición técnica de
modelos conocidos de búsqueda y hallazgo. Quien apela a la inspiración admite
que las ideas súbitas son sucesos no-triviales cuya ocurrencia no es posible
forzar nunca. Su medium no es su
dueño, su receptor no es su productor. Ya sea el genio quien realiza la
sugerencia o el azar quien hace que los dados caigan como caen, ya se trate de
una ruptura en el constructo conceptual acostumbrado por la que acceda a
conceptos lo hasta ahora no pensado o sea un productivo error el que ocasione
lo nuevo: cualesquiera que sean las instancias tomadas en consideración como
remitentes de la idea súbita, el destinatario siempre sabe que él o ella,
independientemente de cualquier esfuerzo propio, de alguna manera ha albergado
en su pensar a visitantes provenientes de otra parte. Inspiración, inhalación,
insinuación, incursión vertical de una idea, apertura o asomo de lo nuevo: ese
concepto designaba en otro tiempo, cuando aún se lo podía utilizar sin ironía,
el hecho de que una fuerza informadora de naturaleza superior convirtiera una
conciencia humana en su tubo o caja de resonancia. El cielo, dirían los metafísicos,
sale a escena como informador de la tierra y le ofrece signos; algo
extraño entra en lo propio por la puerta y se hace oír. Y aunque lo extraño hoy
ya no lleve grandes nombres metafísicos -Apolo, Yahvé, Gabriel,
Krishna, Xango-, el fenómeno de la ocurrencia repentina
no ha desaparecido por completo de los círculos ilustrados. Incluso en nuestra
era posmetafísica, o metafísica también pero de otro modo, quien experimenta
tales ocurrencias puede comprenderse como anfitrión y matriz de lo no-propio.
Sólo aludiendo a semejantes visitas de lo extraño es aún posible en nuestro
tiempo articular un concepto consistente de lo que pueda significar
subjetividad. Hoy esos visitantes súbitos se han vuelto anónimos, sin duda.
Aunque uno se extrañe a menudo, siguiendo el chiste, de a qué clase de seres
humanos vienen las ideas, de su misma llegada repentina no necesita dudar
quien conoce el proceso. Allí donde aparecen se toma buena nota de su presencia
sin preocuparse más de cerca por su origen. Lo que entra en la imaginación no
puede venir de otro sitio más que de algún lugar por ahí, de fuera, de un
descampado que no tiene por qué ser precisamente un más allá. Ya no se quiere
que las ocurrencias provengan de embarazosos cielos, han de proceder de la
tierra de nadie de los pensamientos rigurosos sin dueño. La falta de remitente
garantiza el uso libre de su regalo. La ocurrencia que te entrega algo se
queda como un discreto visitante a la puerta. No hace de sí misma religión
alguna, por cuanto ésta siempre va ligada al culto de un nombre de fundador. Su
carácter anónimo, que con razón muchos consideran beneficioso, crea una de las
condiciones básicas para que hoy por fin podamos formular en conceptos generales
la pregunta por la esencia de eso que llamamos medios. Pues ¿qué otra cosa es
la teoría de los medios, ejercida lege artis, sino el trabajo conceptual
subsiguiente a una visita periódica, bien sea discreta o indiscreta? Mensajes,
remitentes, canales, lenguas: son los conceptos básicos, malentendidos casi
siempre, de una ciencia general de la visitabilidad de algo por algo en algo.
En adelante vamos a mostrar que la teoría de los medios y la teoría de las
esferas convergen; ésta es una tesis para cuya demostración tres volúmenes no
pueden significar demasiado. En las esferas, inspiraciones repartidas pasan a
ser el fundamento de la asociación de seres humanos en comunas y pueblos. En
ellas se forma en primer lugar esa fuerte relación entre los seres humanos y
sus motivos de animación' -y «animaciones» son visitas que se quedan—, que sienta
las bases de la solidaridad. (…)
(Pags.27 a 38).
Excurso 4
-En el
ser-ahí hay una tendencia
esencial a
la cercanía”
“La
doctrina del lugar existencial” -Heidegger (…) Los cuatro
métodos fundamentales del tratamiento que se le da a la
placenta -enterramiento, colgamiento, incineración e inmersión
en el agua- corresponden a los elementos, a los que,
como fuerzas de la creación, hay que devolver lo suyo. Entre los pueblos del
Norte la ceniza de placenta pasaba por tener un fuerte poder magico. Según
una creencia popular que estaba generalizada sobre todo en Francia, cuando, por
el contrario, la placenta se arroja en estercoleros, ello produce a la mujer,
después de la menopausia cáncer y una
muerte desdichada.
Sean los que hayan sido los procedimientos
rituales y cultuales del tratamiento de la placenta: en casi todas las culturas
antiguas quedaba fuera de duda la correspondencia íntima entre parto y trasparto.
Un trato falto de cuidado del doble placentario del niño se
habría entendido en todas ellas como una desatención blasfema innecesaria.
Parece que fue de la medicina helenística de donde partieron los primeros
impulsos para un desencantamiento de todo el ambito perinatal y donde se
produjo, con ello, la profanación de la la conscienda de la
placenta, pero tampoco esas tendencias -como muestra el
ejemplo de la visión de Hildegard- consiguieron
una des-sublimación general de la alianza feto-placenta en las prácticas
obstétricas de la Europa poshelenística.
Sólo desde el siglo XVIII tardío, y
partiendo de la esfera cortesa-no-gran-burguesa y sus médicos, se instaura una
desvalorización radical de la placenta. A partir de ese momento se normaliza
en la literatura obstétrica una actitud, marcada por la repugnancia y el
embarazo, de las parturientas y de los testigos hacia el macabro objeto que
sale «después» de la madre. En un ejercicio epocal de asco, las mujeres
burguesas, pero también poetas y padres de la sociedad ilustrada, desaprenden a
mantener dispuesto para las secundinae un lugar en el imaginario
cultural. Para el íntimo con comienza una era de descalificación
absoluta. La placenta se convierte ahora en el órgano que no hay. Lo que había
sido, en lo oscuro, la instancia de un «haber» primero, se convierte, a la luz,
en el algo por antonomasia que no hay, que no existe, que no tiene ser-ahí
propio. El segundo más íntimo se convierte en lo incondicionalmente
desaparecido, en lo desechado desagradable par excellence. A
partir de ese momento, efectivamente, con ocasión de los partos en las clínicas
o en casa se populariza en las ciudades la costumbre de tratar a la placenta como
desecho. Cada día más, se deshace y se «despreocupa» uno de ella como si se
tratara de carroña o de basura; es decir, se destruye como tal. En el siglo XX
comienza la industria farmacéutica y cosmética a interesarse por el tejido placentario,
debido a que se lo toma en consideración como materia prima para
curas y máscaras faciales regenerativas; ese interés desemboca, de paso, en el
consenso moderno, más o menos obcecado, de que las clínicas son el lugar correcto
para dar a luz; pues ¿dónde, si no en las clínicas, pueden instalarse tales
oficinas de recaudación, lugares de almacenamiento? Si las placentas no son
aprovechadas farmacéuticamente, puede suceder que, junto con fetos nacidos
muertos, se transformen en granulado para ser utilizado como acelerador de
combustión en incineradoras de basura: así es el nivel actual de la tecnología
en la capital alemana tras la unificación, por ejemplo.
Decir que la placenta ha acabado en los
tiempos modernos en la basura, aunque sea en la basura de reciclaje, ya sería
ciertamente afirmar demasiado. Porque, en el fondo, el órgano que nos prepara
a empezar a contar desde dos, y a llegar hasta aquí desde allí, es algo que
realmente no habrá existido jamás oficialmente en el nuevo mundo de individuos
sin compañía. Incluso retroactivamente, al sujeto se lo convierte en un ser
aislado y se le acondiciona en su ser prenatal como un primero sin segundo.
Sería fácil demostrar que el individualismo moderno sólo pudo entrar en su fase
álgida cuando en la segunda mitad del siglo XVIII comenzó la general excomunión
clínica y cultural de la placenta. El estamento médico oficial, como si se
tratara de una inquisición ginecológica, tomó a su cargo garantizar que la
recta creencia en el haber-nacido-solo se anclara firmemente en todos los
discursos y disposiciones de ánimo. El positivismo individualista burgués,
frente a débiles resistencias del romántico compañerismo anímico, impuso socialmente
la radical e imaginaria incomunicación de los individuos en los senos
maternos, en las cunas y en la propia piel. Ahora, habiéndoseles robado su segundo,
todos los individuos se convierten en algo inmediato a las madres y, acto
seguido, en algo inmediato a la nación totalitaria, que a través de sus
escuelas y ejércitos extiende sus redes sobre los niños solos. Con el
establecimiento de la sociedad burguesa comienza una época de falsas
alternativas, en la que los individuos sólo parecen enfrentarse a la elección
de o bien abandonarse al goce del pecho de la naturaleza o bien, en fusiones
colectivas con sus pueblos, lanzarse a aventuras de poder potencialmente
mortales. No en vano encuentra uno al maestro pensador del regreso a la absorbente
naturaleza y al patético Estado nacional, Jean-Jacques Rousseau,
como figura de portal tan cautivadora como grotesca, a la entrada del mundo
estructuralmente moderno, individualistamente holista. Rousseau fue el
inventor del ser humano sin amigo, que sólo podía pensar al otro
complementador bien corno madre naturaleza inmediata
o bien como inmediata totalidad nacional. Con él
comienza la era de los últimos seres humanos,
los que no se avergüenzan de aparecer como productos de su medio y como casos
particulares de leyes psicológico-sociales. Por eso desde Rousseau la
psicología social es la forma científica del menosprecio por el ser humano.
Cuando, por el contrario, como sucede en
la Antigüedad y en las tradiciones populares, se había dejado una plaza abierta
para el doble del alma, los seres humanos, hasta
el umbral de la Modernidad, podían cerciorarse de que no son algo inmediato a
las madres ni algo inmediato a la «sociedad» o al «propio» pueblo, sino que
durante toda su vida permanecen prioritariamente unidos a un segundo absolutamente
interior, al auténtico aliado y genio de su particular existencia. Cuya
formulación superior aparece en el mandamiento cristiano de que habría que
obedecer a Dios más que a los hombres, esto significa: ningún ser humano es un
«caso», ya que cada individuo es un misterio, el misterio de una soledad
complementada. En tiempos antiguos el doble placentario también
podía encontrar refugio con facilidad entre los antepasados y los espíritus de
la casa. El medio íntimo arcaico de uno mismo procura al sujeto distancia
frente a las dos fuerzas obsesivas primarias tal como se manifiestan
modernamente: frente a las madres sin distancia y frente a los colectivos
totalitarios. Pero cuando, como sucede en la Modernidad más reciente, el
espacio-con es anulado y desechado desde el principio, al destruir la
placenta, el individuo cae, cada vez más, bajo la influencia de los colectivos
maníacos y de las madres totalitarias: o en la depresión, en su ausencia. Desde
entonces, el individuo, sobre todo el masculino, fue empujado a enredarse cada
vez más profundamente en la fatal alternativa: o el obstinado aislamiento autista o
el dejarse-tragar por comunidades obsesivas -de dos o de muchos-. De camino
aparentemente a la liberación personal surge el ser humano sin espíritu
protector, el individuo sin amuleto, el sí-mismo sin espacio. Si los individuos
no consiguen estabilizarse y complementarse ellos mismos mediante técnicas de
soledad -como ejercicios musicales o soliloquios por escrito, por ejemplo-,
practicadas con éxito, están predestinados a ser absorbidos por colectivos totalitarios.
Pues el individuo cuyo doble acabó en la basura tiene siempre motivo para
convencerse a sí mismo de que tenía derecho a supervivir sin su con, y
no a hacer compañía entre los desechos a su íntimo otro.
Efectivamente: desde que el íntimo con ya no es enterrado en casa, o bajo árboles y rosales, todos los individuos son latentes traidores, que han de negar una culpa sin concepto; con su vida resueltamente propia desmienten que en su ser autónomo, autónomo sin remordimiento alguno, repitan incesantemente la traición a su compañero más íntimo. A veces, cuando se sienten solos, creen descubrir una profundidad propia; pero al hacerlo ignoran que también su soledad sólo es a medias la suya, la mitad más pequeña de una soledad de la que el con desaparecido en la basura ha cargado con la mayor parte. El sujeto solitario moderno no es resultado de su propia elección, sino el producto de descomposición de la disgregación amorfa entre parto y pos-parto. A su ser obstinadamente libertario le es inherente el oprobio nunca confesado de que descansa sobre la aniquilación del preobjeto más íntimo. Su valor propio más singular se ha obtenido al precio de la ruina del segundo entre los desperdicios. Dado que el aliado desapareció en la basura el sujeto es un yo sin doble: un meteoro independiente, irrepetible. Frente a su ombligo, el individuo liberado no encuentra, en lugar del espacio-con, una apertura a la que pueda dirigirse, sino negocios de distracción y la nada. Si el sujeto se dedicara a eso que en Occidente se llama despectivamente «mirarse al ombligo», sólo encontraría el nudo propio, irreferible a nada. Nunca comprendería que el hilo cortado remite irremisiblemente durante toda la vida, tanto en lo imaginario como en lo psicosonoro, a un espacio -con. Considerado desde el punto de vista de su fuente psicodinàmica, el individualismo moderno es un nihilismo placentario.
En los modernos rituales urbanos de parto, en los clínicos como en los domésticos, se ha impuesto ampliamente la equivalencia imaginaria y práctica entre placenta y nada; fuera de este trend general quedaron sólo pequeños islotes de tradición en los que supervivieron, poco considerados, rastros antiguos de psicología generativa y de doctrinas ginecológicas; desde esos islotes se organiza en tiempos más recientes la resistencia contra el positivismo clínico y su saledizo cultural, no en último término en forma de nuevas viejas prácticas obstétricas, en las que, sobre todo, se le vuelve a dar al corte del cordón umbilical una cierta importancia ritual y acento simbolico. Cuando ello falta se concibe por regla general el otro polo del cordón umbilical, la placenta, como desperdicio, ser separado del cual no puede tener significado alguno para el sujeto. Se puede suponer incluso que para la mayoría de las madres modernas no hay claridad alguna en expresiones fisiológicas referidas a lo que se separa cuando se cortan cordones umbilicales: sólo domina en general una vaga idea de que el niño estaría a un lado y la madre al otro. En realidad el feto y su placenta, surgiendo juntos del infra- mundo, están liados uno con otro como Orfeo y Eurídice, y, aunque Eurídice haya de desvanecerse por vis maior, los modi de su separación no son indiferentes. Auxiliares de parto y comadronas han de saber que cuando hacen el corte constitutivo para el sujeto, como causantes adultos de la separación, han de dirigirse al niño, por decirlo así, explicándoselo y aclarándoselo. Tienen que entenderse a sí mismos como oficiantes de la cultura, que transmiten el corte como dádiva simbólica originaria, sí, como iniciación en el mundo simbólico como tal.
El corte común y corriente del cordón
umbilical es, por su contenido dramático, la introducción del niño en la
esfera de la claridad conformadora del yo. Cortar significa constatar
individualidad con el cuchillo. Quien hace el corte es el primer separador en
la historia del sujeto; con la dádiva del corte transmite al niño el empujón
a la existencia en los medios externos. El auxiliar del nacimiento sólo puede,
sin embargo, oficiar de separador si él mismo, con perspectiva madura, tiene en
cuenta ambos polos de lo que hay que separar. Si Orfeo ha
de ser parido o desligado de modo correcto y adulto, también Euridice
ha de ser despedida de manera comprensiva y adulta. Poder actuar como
adulto con respecto al niño no significa en el fondo otra cosa que estar en
condiciones de hacer la separación correcta en el momento correcto. Pero los
individuos modernos que ya han crecido en el régimen del nihilismo placentario
han perdido su competencia para realizar gestos adultos. Cuando tendrían que
hacer la primera separación teniendo en cuenta lo dicho, la mayoría de las
veces se refugian infantil-nihilistamente en gestos de un precipitado
hacerlo-desaparecer o de un infame quitárselo-de-encima. Actúan como basureros para
Euridice. Presurosa, informal e irreflexivamente exterminan la
placenta y destruyen en Orfeo el impulso
a la melodía, que surgiría de la libre pregunta por la otra parte. La
protoescena de la musa se elude en los sujetos mal desligados o paridos de la
Modernidad; la libertad para quejarse por el otro perdido desaparece en la
insensibilidad e informidad. Con ello la cultura ha errado su papel en la
primera escena del individuo. ¿Cómo podrá saber ya nunca el niño que los ángeles
sólo se van para que puedan venir arcángeles?
Naturalmente, también en la época moderna
se corta el cordón umbilical según las reglas del arte; también hoy el ombligo
muestra en el cuerpo del sujeto el jeroglífico de su drama de individualización.
Pero el ombligo ha perdido su concepto, su melodía, su pregunta. El ombligo
moderno es un nudo de resignación, y sus propietarios no saben qué hacer con
él. No entienden que es la huella de Euridice, el
monumento de su retirada y de su naufragio en el infierno. De él procede
originariamente todo lo que será entonado y dicho con buena determinación. En
el cuerpo simbólicamente vivo, él testimonia la posibilidad de separarse de
comuniones sanguíneas para entrar en el mundo del aliento, de las bebidas y de
las palabras: en una esfera, con ello, que en el mejor de los casos se
desplegará un día en grupos de comensales y sociedades reconciliadas. En la
Modernidad casi ni siquiera los poetas saben que el lenguaje pleno es música
de separación: hablar significa cantar a través del ombligo. Sólo Rilke parece
haber rozado en los últimos tiempos el polo lingüístico profundo: «Sé siempre
muerto en Euridice, sube cantando,/ regresa,
festejando, arriba, a la envoltura pura» (Sonetos a Orfeo, segunda
parte, XIII). Nuestro réquiem por el órgano perdido comienza, pues, con
una reclamación de claridad. Pensar el con significa primero descifrar
el jeroglífico de la separación de él, el jeroglífico del ombligo. Si se
consiguiera renovar la psicología con medios filosóficos, su primer proyecto
habría de ser una hermenéutica del ombligo; o por hablar un poco en griego y metafóricamente
una omphalodicea. Así como la teodicea era la justificación de Dios
frente a lo malogrado del mundo, la omphalodicea es la justificación del
lenguaje, que quiere llegar imperturbable al otro, frente al , cordón umbilical
partido y su huella en el cuerpo propio.
Entre los pocos autores y autoras que han
comentado el ombligo como engrama existencial, merece
atención especial la psicoanalista francesa Françoise Dolto
con su teoría de la castración umbilical. Dolto ha
hecho notar que la adquisición del ombligo significa mucho más que un banal
episodio quirúrgico que se produce en una fase temprana, no experimentada, de
la vida del ser humano. Al hablar de castración umbilical, subraya la tesis de
que el corte del cordón umbilical significa un primer gesto productor de
cultura en el cuerpo del niño. Dolto habla del cuerpo del niño como si se
tratara de un pasaporte en el que bajo la rúbrica «rasgos distintivos
especiales» haya de escribirse: «ombligo castrado». Ese modo de expresión se
hace más comprensible si se considera que el termino castración es utilizado en
la línea francesa del psicoanálisis para designar separaciones, recusaciones y
prohibiciones confor- madoras de personalidad. Evidentemente, la expresión está
sacada de la teoria del complejo de
Edipo, en el que el niño, según la concepción ortodoxa del
análisis, tiene que aprender -mediante una renuncia bien interiorizada al
objeto amoroso prohibido, interior a la familia, sea en primera línea la madre
o el padre- a liberarse para posteriores amantes genitales de la propia
generación. Por la castración genital simbólica -esto es, la prohibición del
incesto- el futuro sujeto genital se separa de su deseo directo y
acircunstanciado hacia el primer posible amante cercano. Sólo mediante una
castración bien interiorizada aprenden los sujetos genitales -cercenados
ahora, por decirlo así, del deseo- a trazar un arco en torno al objeto de amor
prohibido por antonomasia; su libido se encauza extravertida y
extrafamiliarmente; se libera de la obsesión fácil pero insoportablemente
inoportuna por el primer objeto de amor que más cerca le queda. Así, la
renuncia a lo absolutamente prohibido sería el comienzo de la disponibilidad
erótica futura; esa renuncia es la condición previa para que en época más
madura los sujetos puedan elegir una no-madre o un no-padre como amante. Pero,
aun concediendo cierta plausibilidad a este modelo, ciertamente
demasiado imple y demasiado optimista, ¿por qué habría de tener ya, también el
corte del cordón umbilical un sentido castrador? (…)
(…) En consecuencia,
la expresión «castración umbilical» no sólo
designa el acto que produce la desunión
liberadora entre madre e hijo con el cuchillo o la tijera; vale para el
esfuerzo total de convencer al niño de que ha sido una ventaja para él haber
nacido. «Castrar» con éxito significaría a este nivel. hacer acopio efectivo
para toda la vida de buenas experiencias de resonancia con el mundo exterior.
En este tesoro preverbal de impresiones primarias que acreditan la
accesibilidad del mundo se basa la capacidad de creer en promesas; por lo que
normalmente significa, creer es sólo otra palabra para hablar de confianza lingüística,
en la que uno se ha ejercitado prelingüísticamente. Ésta sólo crece en el
invernadero de comuniones bien logradas; quien vive en él se convence
continuamente de la ventaja de hablar y de escuchar lo hablado. ¿Quizá el
lenguaje pueda adquirir el nivel antropogónico específicamente determinante,
sólo porque por doquier articula la fuerza sirénica que nos une a la vida? ¿Qué
propaganda mayor de la vida humana que la transmisión de la ventaja de poder
hablar, a los que no tienen todavía lenguaje, a los que están en camino a él?
Cuando fracasa el trabajo de convencimiento por parte de los hablantes con
respecto a los todavía-no-hablantes, se producen en el sujeto abandonado
propensiones a la huelga originaria contra el exterior decepcionante y sus
signos sordos, fastidiosos, supérfluos; los
no-saludados, no-seducidos, no-animados se vuelven, digamos que con razón,
agnósticos frente al lenguaje y cínicos frente a la idea de comunión. No se
instalan en absoluto en la casa del ser. Para ellos el lenguaje queda como el
prototipo del dinero falso: para ellos no significa comunicación otra cosa que
un intento de falsificadores de poner en circulación, junto a todos los demás billetes
falsos.
La
plantación negra
Nota sobre
árboles de vida y máquinas de animación
... y
las hojas del árbol son las medicinas de los pueblos.Apocalipsis
de san Juan 22, 2
Los seres
humanos son constituidos como individuos mediante un corte de separación, que
por regla general no aleja tanto de la madre, pero sí para siempre del gemelo
anónimo. Por ello es de esperar que en el individuo, como resto de sujeto
desparejado, deshermanado, desenraizado, además del ombligo físico se forme
también uno psíquico y simbólico, con mayor exactitud, un campo umbilical en
el que queden inscritas las huellas mnémicas de la fase formativa de
la suplementación placental.
Al parecer, el sujeto en devenir sólo puede desarrollarse
íntegramente como él mismo cuando es posible la referencia al fondo de una vida
paralela, íntimamente ligada, de la que fluyan hacia él signos nutricios,
protectores, proféticos, que le prometan un
desarrollo en compenetración y libertad. La ingeniosa idea de Plutarco de
narrar las vidas de los grandes griegos y romanos en forma de paralelos
biográficos encierra también, por ello, más allá de su ingeniosidad
historiográfica, un potencial filosófico-religioso y
psicológico-profundo que queda al descubierto tan pronto
como se pone en juego el principio de las bíoi parálleloi, no entre dos
vidas humanas análogas, sino entre la vida manifiesta de un individuo y la vida
oculta o virtual de su acompañante originario. Bajo innumerables variantes
aparece en representaciones populares la idea de que ha de haber para cada
individuo un doble espiritual o una vida paralela mágica, vegetativa, sobre
todo árboles de vida como aquellos de los que se habló antes en relación con
trabajos de René Magritte. La plantación de esos árboles se produce por
regla general inmediatamente después del nacimiento de un niño, la mayoría de las
veces en forma de árboles frutales y no pocas en el lugar donde fueron
enterrados el cordón umbilical o la placenta del niño, normalmente en el
entorno próximo a la casa natal. También el dicho de Martín Lutero sobre
el pequeño manzano que habría que plantar, aunque se supiera que mañana
acabaría el mundo, sólo es comprensible a través de estas ideas de alianza: en
cualquier circunstancia el hombre pertenece más estrechamente a su árbol de vida
que el árbol y el hombre juntos al resto del mundo.
La mitología del árbol de la vida ofrece
la salida más convincente y menos extendida del dilema constitutivo de todas
las culturas: el de que el doble placentario no puede
aparecer ni no aparecer tanto al individuo como a los grupos. Su especial
estatus de ser, entre el ocultamiento necesario y la necesaria aparición, le
proporciona el oscuro brillo de una (no) cosa protorreligiosa. Si se dejara ver
demasiado acircunstanciado provocaría, concebido como mera cosa-órgano, una
crisis nihilista peligrosa, porque en principio sigue resultando insoportable
para los seres humanos pensar las condiciones de su integridad existencial
desde este grumo de tejido desechado, mientras que en el caso de que
permaneciera completamente ausente abandonaría al particular al aislamiento
individualista. Se podrían clasificar las culturas según su manera de
solucionar el problema de la placentofanía prohibida y ofrecida a la vez, sea
mediante hipóstasis de la fuerza vital en plantas aliadas o mediante la
representación del principio vital en animales específicos, sobre todo en los
pájaros anímicos, sea mediante la coordinación de espíritus protectores y
dobles espirituales invisibles, que pueden ampliarse, además, a espíritus
comunales, dioses metropolitanos y genios grupales, todos ellos integradores.
La alianza placentofánica con el otro nutricio puede resaltarse
también en una forma simbólica viviente, relacionándola con un amuleto eminente
o con una figura espiritual relevante, como un gurú o un gran maestro, por
ejemplo. Las llamadas religiones son esencialmente sistemas simbólicos que han
transformado a los aliados íntimos de los individuos en vigilantes internos. El caso de la Modernidad permite reconocer, en
efecto, que son posibles los climas culturales en los que ya no se puede
articular el dilema placentofánico como tal
(aunque latentemente sea mayor que nunca), dado que se presenta a los
individuos bien como seres libres que no necesitan sustancialmente complementación
o bien como manojos de energías parciales prepersonales, en los que ya no es visible
su relación con un segundo integrador.
Las modernas formas de vida autosuplementadoras han conseguido, además, el
acceso a medios técnicos, abriendo así un horizonte realmente pos-humano. (…)
(Pags.348 a
363)
(De:
Esferas I -Biblioteca de ensayo Siruela, 2017)
Peter Sloterdijk
Peter Sloterdijk. Filósofo alemán (Karlsruhe, 1947). Formado
en la órbita de los seguidores de la Escuela de Frankfurt, pronto se dio cuenta
de que las obras de Adorno y otros no salían de lo que denominó "ciencia
melancólica" y se apartó. Se licenció en Filosofía, Historia y Filología
Germánica en la Universidad de Munich, doctorándose en Filosofía en la
Universidad de Hamburgo. Sus primeros trabajos académicos denotan su propensión
por el estructuralismo y la hermenéutica poética. Se doctoró con una tesis
sobre Literatura y organización de las experiencias vitales. Su viaje a la India para estudiar con un
famoso gurú, Rajneesh (luego llamado Osho), cambió su actitud ante la
filosofía. Es catedrático de Estética y Filosofía en la Escuela superior de
Diseño de Karlsruhe y enseña en la Academia de Artes Plásticas de Viena.
Ediciones Siruela ha publicado, además: En el mismo barro, Normas
para el parque humano, Sobre la mejora de la Buena Nueva, En el
mundo interior del capital, el libro de las conversaciones: El sol y la
muerte; Crítica de la razón cínica y
Esferas I: Burbujas; Esferas II: Globos-Macrosferología y Esferas III:
Espumas-Esferología plural; , hasta ahora su obra más ambiciosa. En 2005
le fue conferido el Sigmund-Freud-Preis für wissenschaftliche Prosa. Ha
publicado muchos otros libros, como El
retorno de la religión. Una conversación; (trad. Mónica Sánchez, introd. Félix
Duque); Oviedo; KRK; 2007; Derrida, un egipcio. El problema de la pirámide
judía; (trad. de la ed. en francés Horacio Pons); Buenos Aires; Amorrortu, 2007
, El Desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad
moderna; (trad. Germán Cano); Valencia; Pre-textos; 2002, El pensador en
escena. El materialismo de Nietzsche; (trad. Germán Cano); Valencia;
Pre-Textos; 2000; entre otros. Los intereses de Sloterdijk superan a muchos de
los de sus colegas: Su obra abarca temas como música, sociología, medios de
comunicación, psicoanálisis, arte
contemporáneo, esoterismo, religiones, antropología , política, la poesía
(sobre todo la francesa), la obra de ciertos autores olvidados como Gabriel
Tarde, Gaston Bachelard o poco conocidos como Thomas Macho, etc.. Ha recibido
numerosos premios en variadas actividades y es miembro de la Academia de las
Artes de Berlín así como de la Academia Europea de Bellas Artes. Es uno de los
filósofos más relevantes de la actualidad.
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