Había
una vez una lengua con muchas papilas gustativas. Más de las que tienen las
lenguas comunes. Eran tantas que fueron a laboratorio y con un microscopio se
vio que cada una de esas papilas era otra lengua. Lengüitas mínimas que se
movían como virus y mutaban a cada mirada. ¿Quién manejaba los sabores? ¿La gran
lengua madre o sus hijitas? Las chiquitas empezaron a mutar cada vez más rápido al ser investigadas hasta
transformarse en hongos que segregaban un líquido mortífero. El destino de la
lengua fue fatal. Y las pequeñas se dispersaron por la garganta haciendo de las
suyas en el resto del organismo. No era cáncer, era un sabor amargo que fue
pudriendo cada órgano en ínfimas lamidas.
Había
una vez una santa. Que vivía en el fuego del infierno. Porque quería ser mamá.
Se acercó a un pequeño demonio y dulcemente le arrancó toda la leche de su
órgano erecto. La tragó lentamente como savia vegetal para embellecerse. Se
cubrió de hielo en medio de las llamas y por las fosas nasales fue expulsando
junto a brisa aromática partes de cuerpo: una rodilla con su pierna, un par de
manos, una lengua y dientes de leche, un par de panzas y un estómago, un pie.
Tenía frente a sí un rompecabezas, un tetris para
armar. Y con la mirada armó el monstruo. Como no había expulsado sexo decidió
dibujar una vulva. Luego tomó un tridente ardiente y lo clavó para el orificio
urinario, la vagina y el ano. Fue la primera Santa Madre.
Había
una vez un sexo. Un sexo no sexuado. Un sexo con una sexualidad. Un sexo sexy. Había una vez otro sexo. Un sexo sexuado. Un sexo con una sexualidad. Un sexo
sacro. Se encontraron una vez. Dos veces, tres veces, muchas veces. Se
enamoraron, pero uno de ellos sobrepasó al otro. Lo liberó. Después les gustó
hacerse rizoma. Y generaron un espectáculo de fuegos artificiales. Y así
vivieron felices.
Había
una vez un libro que había sido leído sólo por su autor. El autor lo tenía
muerto en su computadora. Era basura de papelera de reciclaje. Hasta que un día
entró un virus en la máquina. Y el virus lo leyó. Entonces empezó a
reproducirlo cientos de veces dentro del sistema. Desde la pantalla se abría el
archivo una y otra vez como fuegos artificiales. El autor quería eliminarlos, y
no podía. Arregló la computadora, eliminó el virus, pero le quedaron cientos de
esos archivos para eliminar. Uno por uno, cada vez que los eliminaba, decidía
que tenía que leerlo otra vez. Hasta que quedó uno, y al instante, fue leído
por el autor.
(Del llibro:
Había una vez,
Caleta
Olivia, 2019
Verónica Viola Fisher
Verónica Viola Fisher. Nació en Buenos Aires en
1974. Ha publicado Hacer sapito (Buenos Aires, Editorial Nusud, 1995), A boca
de jarro (Buenos Aires, Edición A Secas, 2003), Arveja negra (Vox, 2005) y
Notas para un agitador (2008); Boomerang y Pavadas. Fue incluida en la
antología de poesía argentina Monstruos, de Arturo Carrera.
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