jueves, 23 de septiembre de 2021

HABÍA UNA VEZ


 










Había una vez una lengua con muchas papilas gustativas. Más de las que tienen las lenguas comunes. Eran tantas que fueron a laboratorio y con un microscopio se vio que cada una de esas papilas era otra lengua. Lengüitas mínimas que se movían como virus y mutaban a cada mirada. ¿Quién manejaba los sabores? ¿La gran lengua madre o sus hijitas? Las chiquitas empezaron a mutar cada vez más rápido al ser investigadas hasta transformarse en hongos que segregaban un líquido mortífero. El destino de la lengua fue fatal. Y las pequeñas se dispersaron por la garganta haciendo de las suyas en el resto del organismo. No era cáncer, era un sabor amargo que fue pudriendo cada órgano en ínfimas lamidas.
 
 

Había una vez una santa. Que vivía en el fuego del infierno. Porque quería ser mamá. Se acercó a un pequeño demonio y dulcemente le arrancó toda la leche de su órgano erecto. La tragó lentamente como savia vegetal para embellecerse. Se cubrió de hielo en medio de las llamas y por las fosas nasales fue expulsando junto a brisa aromática partes de cuerpo: una rodilla con su pierna, un par de manos, una lengua y dientes de leche, un par de panzas y un estómago, un pie. Tenía frente a sí un rompecabezas, un tetris para armar. Y con la mirada armó el monstruo. Como no había expulsado sexo decidió dibujar una vulva. Luego tomó un tridente ardiente y lo clavó para el orificio urinario, la vagina y el ano. Fue la primera Santa Madre.
 
 
Había una vez un sexo. Un sexo no sexuado. Un sexo con una sexualidad. Un sexo sexy. Había una vez otro sexo. Un sexo sexuado. Un sexo con una sexualidad. Un sexo sacro. Se encontraron una vez. Dos veces, tres veces, muchas veces. Se enamoraron, pero uno de ellos sobrepasó al otro. Lo liberó. Después les gustó hacerse rizoma. Y generaron un espectáculo de fuegos artificiales. Y así vivieron felices.
 
 

Había una vez un libro que había sido leído sólo por su autor. El autor lo tenía muerto en su computadora. Era basura de papelera de reciclaje. Hasta que un día entró un virus en la máquina. Y el virus lo leyó. Entonces empezó a reproducirlo cientos de veces dentro del sistema. Desde la pantalla se abría el archivo una y otra vez como fuegos artificiales. El autor quería eliminarlos, y no podía. Arregló la computadora, eliminó el virus, pero le quedaron cientos de esos archivos para eliminar. Uno por uno, cada vez que los eliminaba, decidía que tenía que leerlo otra vez. Hasta que quedó uno, y al instante, fue leído por el autor.
 
(Del llibro: Había una vez,
Caleta Olivia, 2019
 
Verónica Viola Fisher

 
Verónica Viola Fisher. Nació en Buenos Aires en 1974. Ha publicado Hacer sapito (Buenos Aires, Editorial Nusud, 1995), A boca de jarro (Buenos Aires, Edición A Secas, 2003), Arveja negra (Vox, 2005) y Notas para un agitador (2008); Boomerang y Pavadas. Fue incluida en la antología de poesía argentina Monstruos, de Arturo Carrera.





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