Cuando yo era muy chica, mamá me regaló
el Ángel de la Guarda. Es una estampa -dijo. Pero bien vi que era de verdad, el
Ángel. No era una estampa, era el Ángel. Un ángel es así, leve, un color, una
pintura, qué peso puede tener.
Plumas largas y muy blancas y una azucena
o algo parecido, lis, en la mano con la que me amparara de todo mal.
Pasó el tiempo, desapareció la estampa, y
el Ángel está conmigo, aún más fuerte y leve, adentro, de sien a sien. Me libró
del mal; y me salvó de Mario.
Mas ¿qué digo? ¿Los ángeles se equivocan,
tienen yerros?
Mario fue y es también, un color, un oro,
unas plumas, un timbre, que van, interna y eternamente, de una a otra sien.
***
A lo largo de una especie de gran tablón
vi a los druidas, ah, juntos, inmóviles, eran muchos. Parecían negros grandes
pájaros, con la cola recta hasta el suelo, como golondrinas, pero eran
druidas. Atuendos picudísimos, algunos redondeados, pero casi siempre en pico.
Me acerqué con miedo. Delante de ellos había un altar de luces verticales,
opalinas, muy radiosas.
Me acerqué con miedo. Dije un texto, dije
un salmo; no sé si escucharon, no escucharon. Obtuve alguna palabra druida,
semejante a dalia, delia, ¿qué era delia?
Tras de ellos se estableció en un segundo
un panorama de cristal y de coral; en rosa vivo cambió el mundo. Pero, ellos
seguían en pico, encapuchados, negros, rígidos.
Fui al pie del altar, me senté en el
pasto, ya no podía seguir de pie. El vestido blanco, un libro en las rodillas.
Dije una palabra delia allí aprendida.
Sopló un viento levemente helado.
Y pasó la luna.
Ellos seguían inmóviles, ya ni hablaban.
Pero, igual, se confabulaban.
***
Una carroza fúnebre vino a dar a casa.
Había visto sus símiles pasar algún día por el callejón. Negras con plumeros
negros si la víctima era adulta; blanca con plumeros blancos si era alguien menor de veinte años. O
era una mujer soltera. Los caballos, cuatro, eran siempre del mismo color de la
carroza.
Ésta era negra (la que vino a mi casa) y
desvencijada; le faltaban dientes, piezas. Mi padre aceptó el regalo, distraídamente.
A su vista yo enfermé. Un escalofrío me
recorría, una prematura menstruación se me caía como lágrimas. Vino un niño
desconocido, al aroma de la sangre, y dijo que quería violarme ahí adentro de
la carroza. Que sería divino. Por suerte, enseguida, el niño desapareció.
Al influjo de ese carruaje nacieron
mariposas grises, desde la basura, muy anchas, anchísimas, parecían sábanas, y
no se podían levantar del suelo. Un arbolito perdió las hojas. Y se colmó de
pajaritos, grises, quietos, todos iguales.
De noche, la carroza me hablaba. Con voz
ronca, gruesa, de hombre, de macho, a la que se mezclaba una voz femenina,
algo vibrante. Informaban cosas del trasmundo y de los casamientos. Porque la
carroza parecía una pareja. Copulaba a solas, consigo.
Yo me sentaba violentamente en el lecho,
oía y me tapaba los oídos. No contaba nada a nadie. La carroza me hablaba.
Como único recurso abracé a un árbol. El del clavel del aire. Miraba las matas
leves que succionaban el tronco; las flores, un zafiro y un rubí, un rubí y un
zafiro, esos clavelines, angelitos.
Aquel niño desconocido, reapareció; y
desde el cañaveral, me llamaba sin pausa. Mostraba el pene erguido y ya muy
desarrollado, como si no fuera de él, lo hubiese pedido prestado. Hacía señas
astutas.
Yo cerraba los ojos. Mi menuda ostra
parpadeaba, quería ir, se empollaba, se arrepollaba. Empezó a imaginarse tantas
cosas. Sin tocarnos, muy lejos una del otro, tuve con el niño un violento amor.
Grité cuando, desde muy lejos, me desvirgó.
Yo era aún pequeña, casi sin tetas. Creí
había quedado encinta. Algo cayó de mis tetitas. Parí algo.
Entonces, empezó la cosecha de sandías. Y
todas las fuerzas fueron para ahí. Esos frutos como huevos de ave-roc. Costra
oscura, y la yema gigante, rosada, constelada, en un ardiente rosa
claro-oscuro.
Mi padre hizo cargar la carroza con
sandías.
Carro
fúnebre cargado de sandías. Y se dispuso a la venta y a la reventa.
Y subió al carro, erguido; gallardamente,
tomó las bridas. No había caballos. Pero él manejaba igual. Y la carroza
trotaba igual. E iban a todos lados.
(De: La flor de lis,El cuenco de plata, 2004)
Marosa Di Giorgio (Salto,
Uruguay, 1932- Montevideo, Uruguay,2004)
Pueden LEER la biografía en una
entrada anterior de la autora (Nota del administrador).
No hay comentarios:
Publicar un comentario