Cuando Leonor era chica, su mamá hacía albóndigas de harina de mandioca.
Las albóndigas de harina de mandioca son duras como si tuvieran plomo, secas
como si fueran de arena y malignamente compactas. Si uno las come estando
triste, hace de cuenta que come un páramo; si uno está contento, esa bola marrón,
sin nada aceitoso, es un alimento merecido
y vivificante.
Leonor creció y llegó a los
dieciocho años. Su mamá le dijo:
—Hija, usted debe casarse. Cuando una se casa le dan una libreta, el hombre
trae pan blanco y zapatos taco alto. Después que se casa con ese polaco, le
trae unos aros a la mamita.
Leonor dijo:
—Sí, mamita, pero el polaco muy grande es.
El polaco medía casi dos metros; todo el día arrancaba yuyos y los domingos
no iba al baile, trabajaba.
—¿Qué importa? —dijo la madre.
—Sí, mamita —dijo Leonor—. Yo me caso, pero me da vergüenza hablar
delante de él.
La madre le dijo:
—La vergüenza después se va y él total no habla. Usted le dice:
«¿Querría un plato de porotos?». Y un día comen porotos, otro día pan
de harina blanca y él se pone contento porque mi hijita es muy buena. Usted siempre
sonriente, no le lleva la contraria y él se va a amansar y va a hablar. Eso sí,
nunca lo provoque, que él maneja muy mucho la azada y la pala.
La fiesta de casamiento fue
hermosa. Él le regaló a Leonor un par de zapatos de taco alto y un vestido
colorado. Leonor no caminaba muy bien con esos zapatos, y él notó vagamente que
ella no estaba cómoda y la acompañó a sentarse. Sentados miraron toda la fiesta
y la gente los venía a saludar; aunque en realidad, los protagonistas de esa
fiesta tan alegre eran los músicos. Alguien había invitado músicos de otro
pueblo; no eran personas de la zona. Por momentos Leonor pensaba: «Toda esta
fiesta es por el casamiento, porque es un día importante». Por momentos se olvidaba,
escuchaba la música y veía bailar como si fuera visita.
La madre en la fiesta estaba tranquila y
sosegada: descansaba. Después de que se casó, Leonor fue a visitar a su mamá,
le llevó los aros y un poco de pan blanco. Cuando estaba por irse, vaciló y
dijo:
—Mamá…
—¿Qué, hijita?
—El polaquito es muy bueno, pero yo tengo miedo de él.
—¿Te ha faltado, te ha levantado la mano, m’hijita?
—No, mamá, pero habla un idioma extraño cuando está entre las plantas
y si yo le pregunto alguna cosa cuando él está hablando así, me mira con furia.
A veces entonces no sé cuándo hablarle.
La madre pensó y pensó y después dijo:
—A lo mejor se adueñó un mal espíritu de él. Vamos a ir de Isolina.
Isolina preguntó:
—¿Al lado de qué plantas habla?
Leonor, turbada por la pregunta, hecha en tono imperioso, no supo responder
bien a lo que le preguntaban.
Isolina dijo que de todos
modos, no era un espíritu malísimo ni peligroso, era un espíritu reacio. Había
que tener paciencia hasta que se fuera; ella podía mandar un espíritu opuesto
para neutralizarlo; pero existía el peligro de que el espíritu reacio se
pasmara y eso sería grave.
Aconsejaba prudencia y esperar, para ver mejor cómo se manifestaba.
Pero Leonor salió
descontenta porque no podía hablar bien, no se había expresado bien, le
faltaban las palabras. Le pasaban muchas cosas que no podía contar a su mamá;
desde su casa, todos los sábados, se oía la música de un baile y ella sentía
que los pies se le iban para allá y, después que hacía sus trabajos y que
limpiaba todo, se acercaba caminando un poquito para oír esa música y para ver
de lejos a la gente.
Cuando tuvo los chicos se
olvidó del marido y hasta de la mamita. A ella los chicos le gustaban mucho; le
gustaba mirar cómo caminaban, ver qué pies chiquitos tenían y nunca les pegó.
Cuando pasaban unos días en los que no iba a ver a la madre, ésta decía:
—Hijita, no des tanta maña a los chicos.
—Está bien, mamá —decía Leonor.
Pero pensaba: «La mamá está un poco celosa, a lo mejor».
Cuando Hugo tuvo cinco años, la acompañaba a buscar leña y él le decía:
—No pise por ahí, mamita.
Y quería llevar él solo un montón de leña. Cuando se dormían los más chiquitos,
ella le decía a Hugo:
—¿Vamos hasta el camino,
Hugo?
Y Hugo la acompañaba hasta el camino; cerca del camino pasaba algún auto
y a veces, algún conocido. Se quedaban un rato y Hugo decía:
—Volvemos, mamita, hace frío.
—Sí, hijo —decía ella.
Cuando Hugo tuvo ocho años y María seis, Leonor los quiso mandar a la
escuela. Antes no se podía porque mandar a Hugo solamente no era redituable;
Hugo trabajaba con el padre, mientras María no hacía nada. Pero si Hugo y María
iban juntos se cumplían dos funciones: Hugo aprendía y acompañaba a su hermana.
Pero el padre tenía otra teoría: esperar un poco más, hasta que fuera la tercera.
Cuando expuso su teoría, Leonor levantó la voz, lo miró con furia y dijo:
—¡La escuela es instrucción!
Hugo dijo:
—Quiero ir a la escuela.
El padre se puso muy nervioso, le brillaban los ojos y fue a buscar la
azada farfullando cosas incomprensibles; dio afuera unos cuantos golpes con la
azada y cuando volvió, se puso a tomar vino. Desde entonces, a la noche, después
de trabajar, tomaba unos vasos de vino. Hugo dibujaba una vaca en su cuaderno y
se esmeraba para que se pareciera a la vaca verdadera. Leonor la miraba y le
decía:
—Bastante bien te ha
salido.
Pero lo que le encantaba eran los versos que le enseñaban a María. A
la noche, cuando terminaban de comer, María recitaba:
La casita del hornero
tiene
sala y tiene alcoba,
limpia
está con todo esmero
aunque
en ella no hay escoba.
Y mandó pronto a la escuela
a la tercera, porque a ella la instrucción le encantaba.
El padre se fue apartando cada vez más, como si no le importara nada. Venía
a la hora de comer solamente.
Cuando Hugo tuvo quince años, le dijo a Leonor:
—Mamita, quiero ir a
trabajar a Buenos Aires, aquí no hay trabajo.
—Bueno, hijito, si es por
tu bien y por el bien de nosotros, está bien.
El padre no dijo nada de la
ida de Hugo. La abuela se asustó un poco de que se fuera y le dijo a Leonor:
—Mucha maña a ese chico,
hija.
Leonor se impacientó y respondió:
—No es mucha maña, mamita,
el Hugo va a trabajar allá; él es serio.
Y antes de que se fuera, Leonor le lavó y le planchó bien la ropa que tenía,
consiguió una valija prestada y le regalaron un pañuelito rojo para que Hugo se
abrigara el cuello. Después le dijo:
—Hijito, usted se va por su
bien y por nosotros. No ande con malas juntas, usted siempre trabajando y de
buenas maneras, sin pordelantear a nadie. ¿Me entendió, hijo?
—Ya lo sé, mamita —dijo
Hugo.
Como un hombre agarró su
valija y no quiso que nadie lo acompañara a la estación. Nadie lloró porque él
se iba; seguramente iba a volver o ellos iban a ir donde él estuviera. Hugo
pensó que mejor que no hubiera ido nadie a despedirlo; quién sabe si no hubiera
llorado.
Los primeros días que llegó a la ciudad estaba siempre mareado, pero se
dijo: «Tengo que aguantar unos seis meses y me voy a acostumbrar». Un compañero
del trabajo le enseñó el portero eléctrico; una señora, el ascensor. Un sábado
a la noche salió con otro muchacho y viajaron en subte por primera vez, por lo
oscuro. Era terrible pero emocionante al
mismo tiempo.
Unos días después que Hugo
se fue, pasó por lo de Leonor un turco con una valija vendiendo pañuelos,
peines, cajitas y estatuitas. Ese turco no iba a pie, iba en auto y del auto
iba sacando todo y mostrando: tazas, vasitos, floreros, servilletas. Había unas
tacitas floreadas, muy lindas.
—Éstas son de Japón —dijo
el turco.
—¿De dónde? —dijo Leonor.
—De Japón —dijo el turco
con naturalidad—. Traídas de allí.
—Claro, de Japón, mamá —dijo
María, irritada porque su madre no sabía de dónde eran.
Y Leonor se enloqueció y
compró tacitas, pañuelos y todo lo que le gustó.
—No compre tanto, mamita,
que papá se va a enojar.
—No le decimos nada —dijo
Leonor, que estaba feliz.
María en ese momento le tomó
fastidio a su madre; era difuso el motivo o los motivos, pero había varios; el
turco sabía más que Leonor; era como más sabio y respetable; ella compraba
precipitadamente, sin detenerse a pensar todo lo que el turco le quería vender
y finalmente, gran parte del fastidio se debía a que la vio feliz, contenta de
modo insoportable para su gusto. Entonces le contó al padre lo que había
comprado Leonor; el padre empezó a mirar con cara amenazante. Leonor, que no se
dio cuenta de nada, lo miró y pensó:
—¡Bah!
Y él se tomó unos cuantos
vasos de vino y se fue a dormir.
Esa semana estuvieron de
novedades: vino el turco y vino carta deHugo. Él siempre supo escribir bien. La
carta decía así:
Querida madre y
hermanos:
Espero que estén
bien para allá, yo estoy bien en Buenos Aires. Mamita, le diré una cosa,
dele la frazada marrón a la abuela porque ya
hay otra que la mando para allá, otra cosa
diré, mando también
un vestido, para la Pili, que lo use para ir al centro, después de la
María no sé acertar
las medidas, ya veré. Que escriba María si el nene va a la escuela y
que lo tenga corto. Yo voy a ir para diciembre pero quiero estar
enterado de las cosas de allá.
Un saludo para papá.
Hugo Bilik
La abuela no entendía más
nada. Nadie la consultaba; en esa casa había movimientos y hechos que no
comprendía, en esa casa las cosas no eran como deben ser. No, no se debe dar a
los hijos más instrucción que la que uno recibió; después los hijos la
pordelantean a una. Sin ir más allá, el hijo de Isolina compra el diario y lo
lee delante de su propia madre. Y las niñas, peor. Las niñas, con toda esa
instrucción, se acostumbran a mirar a los varones cara a cara, se acostumbran a
hablar con ellos, así nomás, y después dicen cosas que no son de niña, se oye
cada cosa en boca de una niña ahora que antes no se sabía qué era.
Leonor empezó a criar
pollos para vender en el camino; el más chico la acompañaba. Por el camino
ahora pasaban más personas y más coches; ella se acostumbró a tratar con esa
gente de los coches y a veces le pagaban bien.
Cuando juntó un poco de
dinero, le dijo al marido:
—Me voy unos días a Buenos Aires donde el Hugo; vuelvo pronto.
Él dijo:
—Haga lo que quiera. Yo me quedo acá.
Lo vio tan amargado, tan triste, tan cerrado que le dijo:
—Pero voy y vuelvo nomás.
—Haga lo que quiera —dijo él.
Y no dijo más nada.
El más chico quedó con la
abuela; María y la Pili tenían zapatillas flamantes para el viaje. Llevaron
algunos platos, alguna ropa y mucha comida para comer en el tren.
Si a Leonor la instrucción
le encantaba, el viaje le encantó aún más: todo el tren era una fiesta; uno
tocaba el acordeón; en otro asiento, varios tomaban mate y contaban chistes. Más
allá unos hombres jugaban a las cartas sobre una valija.
Cuando llegó la noche empezó
a sentir frío, hacía mucho frío en ese tren. La señora que estaba sentada
frente a ellas, que las había convidado con mate, le dijo:
—¿Usted no trajo frazadas?
—No, señora, ¿por qué? —dijo
Leonor.
—Porque en el tren hace frío y hay que
abrigarse.
—Ah… —dijo Leonor
desconcertada.
—Espere un momento, señora —dijo.
Abrió la valija y le dio un pulóver a cada chica y para ella una especie de
frazada tejida, muy abrigada, de color violeta. Pili se durmió enseguida; María
miraba a Leonor y a la señora con cara de estar empacada. Finalmente, las dos chicas
se durmieron profundamente, una recostada en la otra. Después de ese primer sueño
profundo quedaron entredormidas. Entonces pasó un hombre que andaba caminando
de noche por el tren mientras los otros dormían o charlaban bajito, y la tocó a
Pili. Pili se sobresaltó; le pareció
que era un hombre, pero no sabía si había estado soñando, si era un
gato o ella misma que se apoyaba contra el asiento; se asustó un poco y se fue
a dormir en la falda de Leonor.
A la mañana temprano cuando
empezaba a aclarar, muchos se habían despertado y estaban preparando el mate;
dentro del tren parecía una casa, pero fuera, la luz no era como en el Chaco.
Allá el sol salía e inmediatamente se llenaba todo de sus reflejos; aquí, desde
la ventanilla se veía un sol grande en el horizonte, que prudentemente iba
iluminando la
llanura.
Cuando fue aclarando,
aunque todo fuera campo todavía, había señales de algo distinto: puentes por
todos lados, grandes aparatos de hierro, autos que se cruzaban ignorándose,
enormes carteles de propaganda de cigarrillos y cerveza.
Cuando se hizo totalmente
de día, casi todos estaban ocupados. Cambiaban cosas de las valijas, bajaban
bolsos, todos entraron en movimiento. Leonor no sabía a quién preguntarle cómo
podía llegar donde vivía Hugo, «El Zorzal y Jorge Newbery, Paso del Rey». El único
que
caminaba por todo el tren era el hombre que había tocado a Pili; él
parecía no tener para arreglar ninguna valija. Leonor le preguntó; no sabía,
pero caminó por todo el tren, preguntó y le explicó. Llegó después de preguntar
unas diez veces.
Cuando Hugo vio venir a
Leonor y a las dos hermanas, las dos grandulonas en zapatillas, no se asombró.
Sintió pena y vergüenza, qué iban a decir los vecinos que las vieran; también
estaba avergonzado de su propia vergüenza. Las encontró en la calle, medio
perdidas, y Leonor se abalanzó sobre él como si hubiera encontrado el cielo. Él
dijo, con voz
neutra:
—Hola, mamá, ¿recién
llegaron?
—Sí, hijo —dijo Leonor
desconcertada, porque pensó que estaba raro Hugo. Éste volvió a preguntar:
—¿Y con esa valijita, nomás?
—Vinimos para verte, nomás, hijo. —Echó una mirada alrededor y sonrió—.
Y para ver Buenos Aires, que es tan lindo.
Donde estaba Hugo no era exactamente Buenos Aires; era un lugar de casitas
bajas con baldíos, por aquí una huerta, más allá un carro con su caballo y con
una ruta llena de autos y de grandes camiones que decían: Transporte «Goya», Ómnibus
«Expreso Goya Buenos Aires», «Transporte de Sustancias Alimenticias».
Cuando entraron a la pieza,
Hugo cambió. Se puso más cariñoso, más simpático, el Hugo de siempre. Las
chicas estaban torpes, quietas con sus zapatillas nuevas; no atinaban a
sentarse. Ahí estaba su madre, con apenas una valija, sin plata seguramente y
las chicas como dos gorriones esperando que les den de comer. Se quedó callado.
No sabía si retarla a la
madre, decirle por qué había llegado así, abrazarla, besarla. Leonor
dijo enseguida, mirando por la ventana un terreno con palos y tubos sueltos amontonados:
—¿Este terreno es de la casa, hijo?
—No, mamá. Yo alquilo solamente esta pieza.
Leonor quiso cocinar enseguida. Había traído un calentador, pero Hugo le
dijo:
—No, mamá, acá está la cocina.
Uno prendía un fósforo en esa cocina y la cocina se encendía. Era una maravilla
esa casa del Hugo. Había esponja, polvo jabonoso, camas marineras en las que
uno estaba arriba de otro y se sube por una escalerita, y una linterna y una
bicicleta.
—¡Ay, hijo, qué lindo! —dijo Leonor.
—Sí, mamá —dijo Hugo pero no muy efusivo.
Las chicas estaban como en la casa de un pashá. Hugo salió; otra vez parecía
preocupado. Volvió con un muchacho y lo presentó; se llamaba Antonio. Leonor
notó que Antonio tenía una voz un poco raspada y un acento raro. Dijo:
—Encantado, señora,
encantado, piba.
Pero cuando terminaba la palabra «señora», la frase no se cerraba, como
si esperara algo. Hugo, con voz aparentemente tranquila pero de ira contenida,
le dijo:
—¿Me podrías prestar un
colchón?
—Pero por favor, pibe —dijo
Antonio—. ¡Faltaba más!
En tono de reproche
melodramático, con esa voz raspada.
—Gracias —dijo Hugo. Sonrió
un poquito, se repuso, hizo chistes con Antonio mientras traía el colchón.
Leonor estaba admirada ante
Antonio. ¡Qué bien hablaba el porteño! ¿Sería porteño?
—Hugo, ¿tu amigo es porteño?
—No —dijo Hugo—. Pero vino de muy chico.
—¡Con razón habla tan bien el porteño! —dijo Leonor.
Buenos Aires era fascinante.
Un día estaba Leonor con
las dos chicas y les dijo:
—Hijitas, tienen que
casarse.
—Sí, mamá —protestó Pili—,
pero los muchachos de acá no son como los del Chaco. A mí me parece que acá
dicen una cosa y piensan otra. Allá una los miraba y sabía qué pensaban.
A Leonor le dio mucha risa
lo que ella dijo y se la sentó encima, a esa grandota.
María dijo:
—Son iguales acá y allá y
en todos lados. Claro —añadió con sorna—, vos te acordás del Roque…
Pili no dijo nada. Leonor,
con ella sentada en la falda, le preguntó:
—¿Y Antonio no te gusta?
Pili dijo:
—Sí, mamá, pero…
Entonces Leonor la peinó con los dedos, le fue tirando el pelo para atrás
y le dijo:
--Es bueno Antonio, yo te
digo que es bueno.
Entonces Pili se quedó
quieta y callada un ratito y salió como tranquila y descansada.
María volvió a decir:
—Son iguales en todos
lados.
María se puso de novia,
pero en forma extraña. Ese muchacho empezó a cortejarla así:
—Está gorda. El saco no le
entra.
Y ella respondió:
—¿Y usted por qué no se mira
el pelo que parece un cepillo de alambre?
Cada vez que él decía algo,
María respondía:
—Sí, sí, porque vos lo digas.
De vez en cuando él decía:
—No hinchés tanto que el día
menos pensado te largo y…
Y ella contestaba:
—Sí, hablá, hablá nomás, que te va a costar
caro.
Al principio cuando los veían
pelear así, todos creían que estaban embrujados; después les daba risa y por último
se acostumbraron a eso como a algo perfectamente natural. Eran una pareja
indestructible.
Leonor salió a comprar un vestido en uno de
esos días en que los astros
son favorables para comprar ropa. En esos días, uno mira la vidriera y
dice:
—Esto es para mí.
Y uno sabe que le va a
quedar bien; más todavía, sabe que fue hecho pensando en uno y presiente que a
ese vestido lo va a querer. Cuando los astros nos mandan vacilaciones,
comparamos la textura, el color, la forma y miramos todo de reojo.
Volvió con el vestido
puesto a la casa. Comparado con el nuevo, el vestido viejo, mustio y triste
parecía decir: «Nunca más me vas a querer».
Era sábado a la noche. María
se había ido al Chaco por unos días. Hugo estaba peinado, cambiado, afeitado.
—Voy a bailar un poco, mamá —dijo seriamente Hugo.
—Ah… —dijo Leonor.
Estaba sola. Pili se había
ido a bailar con Antonio a otro lado. Ella se iba a casar con él.
—Está bien, claro —dijo Leonor—, te vas a bailar.
Pero era triste quedarse con el vestido nuevo en casa. Hugo, en un ataque
de decisión y ejecutividad, le dijo:
—Bueno, vamos al baile, ya,
ya.
Y ella se puso contenta y fue al baile. Primero bailó una cumbia con Hugo.
Después pensó: «Ahora voy a mirar». Cuando estaba mirando todo, encantada, se
acercó un rubio, de ojos celestes, más joven que ella, tendría unos treinta y
cuatro años. ¿Por qué la habría sacado a bailar? Hacía mucho tiempo que ella no
bailaba.
Él le preguntó:
—¿Bailás con los muchachitos?
—No —dijo Leonor sonriendo, orgullosa—, es mi hijo.
Él parecía porteño, pero
con una voz más tersa, no raspada como la de Antonio. Le contó que era hijo de
franceses. Leonor pensaba que los franceses tienen mucho dinero.
No era porteño, era de
Neuquén, pero realmente hablaba muy bien el porteño. Se veía que era un muchacho
prudente, no era de pordelantear a nadie; era gastronómico. Cuando le preguntó
si bailaba con muchachitos, lo hizo con cierta sorna prudente, como si se
tratara de algo levemente gracioso, pero también como si fuera factible, sin
demasiado asombro
pero a la vez como si tuviera algún derecho sobre ella. Un derecho prudente,
digamos.
Él le contó que su familia
era rica y poderosa; claro, pensó Leonor, tratándose de franceses, no cabía
otra cosa. Pero él se había enemistado con ellos, algún día iría al sur, a
reclamar la parte de la herencia. Mientras tanto, era gastronómico. Leonor
preguntó:
—¿Qué es gastronómico?
—Gremio de restaurante,
pizzería y todo así.
Era realmente importante. Y bailó toda la
noche con él. No podía decir «no» a esa voz que sin gritarle, ejercía algún
dominio sobre ella. No era como la voz del Hugo, que ella escuchaba como si
fuera parte de sí misma; era algo que venía de afuera. Al principio pensó en
por qué la eligió, pero cuando se puso a bailar con él, todo era natural.
Hugo se acercó a la mesa
con una chica que no era del barrio y le dijo:
—Mamá, hoy no voy a casa yo
porque de acá vamos a otro baile.
¿Querés que te acompañe a casa?
—No, hijo, está bien, andá
nomás.
Si total todo lo que hacía Hugo estaba bien.
Cuando lo vio caminar unos cuantos pasos, recién se dio cuenta de que estaba
con una chica desconocida y que los dos iban con aire muy decidido, pero tuvo
un registro remoto de todo eso y le dijo, con voz rara, medio destemplada, que
ella habitualmente no tenía:
—Abrigate.
Hugo se dio vuelta, desconcertado primero, como si no se dirigiera a él,
y cuando captó el mensaje, se fue sonriendo. El rubio miraba todo esto, tranquilo.
Cuando terminó el baile, Leonor lo llevó a la casa. Y así se fue quedando; vivía
un poco ahí y otro poco en su casa.
Los domingos, cuando ella
dormía, la buscaba y la llamaba. Le decía:
—¡Loli!
Porque él la llamaba así;
después él cocinaba y preparaba cocteles
porque era gastronómico.
Un día le dijo, por María:
—¡Qué mala es tu hija
mayor!
Y Leonor no le dijo nada.
Quién sabe por qué lo diría.
Él tomaba un poco de vino
pero no hacía mal a nadie. Un día María
dijo a Leonor:
—Toma vino y es muy joven
para vos.
Con el Hugo se llevaba
bien. Hugo se había casado. Con él hacían chistes, y hacía de cuenta que tenía
otro hijo en la casa. Una vez María lo encaró al rubio y le dijo:
—Andate. No podés estar
molestando a mi mamá.
Él no le dijo nada. Volvió a decirle a Leonor:
—¡Qué mala es tu hija mayor!
Leonor pensó, sin hacer
caso: «quién sabe por qué le parecerá que es mala».
Y no daba importancia a lo
que él decía. Ella estaba contenta y todo le parecía normal. Con él tuvo una
nena, que salió criolla rubia, con la piel color aserrín. Todos los grandes se
habían casado, y a ella la mimaron mucho.
Cuando estaba el novio de
Leonor, todo era chistes y alegría. Él preparaba comidas ricas, hacía cocteles
y cuando todos se reunían, los domingos, eso era una fiesta. Pero cuando los
hijos se iban, los domingos por la mañana estaban solos; Leonor se quedaba en
la cama y él le iba a hacer las compras. Ella se dormía, confiadamente y cuando
se empezaba a despertar, él había traído todo y se ponía a cocinar. Le hablaba desde
la cocina y ella seguía un buen rato en la cama.
Un sábado le dijo él:
—Mañana no vengo porque voy
al fútbol.
Leonor dijo, asombrada:
—Si no ibas al fútbol antes.
—Bueno —dijo—, pero ahora
tengo que ir al fútbol. Voy a ver a Perfumo. ¿Ves? Es éste —dijo. Y se lo mostró—.
Perfumo shotea de penal y siempre va al gol.
—¡Ah! —dijo Leonor.
Después empezó a ir al fútbol todos los sábados y ella le dijo, en broma
y riéndose:
—¡Siempre vas al fútbol y
no venís a verme!
Él abrió el diario y le
mostró:
—Mirá cuánta gente va al fútbol.
Era cierto. Había una cantidad impresionante de gente que iba al fútbol.
Si iba tanta gente, cómo no iba a ir él. La semana siguiente dijo:
—Este fin de semana me voy
a Rosario, porque juega Perfumo.
Ella escuchó el partido que se transmitió desde Rosario, por radio, y pensaba:
«Allá está él».
Cuando volvió de Rosario, se lo pasó una tarde hablando con Hugo de penales,
wing izquierdo y shoteo.
Un día, en que estaban
bromeando como siempre, él de repente dijo:
—Por si me voy.
Y Leonor dijo:
—Qué te vas a ir —siguiéndole
el tren, como si fuese una broma.
Pero sintió un sobresalto,
como un sentimiento de anticipación; no hizo caso de eso. Al día siguiente él
no vino; al otro, tampoco. Ella lo buscaba por la casa y no estaba. Cuando venía
María la miraba como si ella supiese algo; María tenía una cara impecable, de
no tener nada que ver. Ahora la peleaba un poco a María sin saber por qué y María
no ofrecía ningún frente, aguantaba, tranquila, paciente.
Leonor siempre pensaba: «Esta
noche va a venir». Y lo esperaba. Ella no lloró porque él se fue, pero lo
buscaba por la casa todo el día; lo buscaba en el baño y a la noche lo buscaba
en la cama. A veces le parecía que venía; pero no, no era él. A veces decía:
—Alguna vez ha de volver.
También le parecía que si pensaba mucho en él,
él iba a volver. Pero él no volvía. Cuando pasaron tres años desde que él se
fue, ella dijo:
—Yo me tengo que olvidar,
aunque sea a la fuerza.
Entonces se empleó para hacer trabajos domésticos en muchas casas; trabajaba
desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, sin parar. Eso le venía
bien porque así se cansaba bien y a la noche se quedaba dormida enseguida, sin
tener en qué pensar. Quedaba tan cansada que no pensaba en nada. A una señora
que le limpiaba la casa le contó la historia
y la señora le dijo:
—Pero si su hija no lo quería,
usted lo tendría que haber tenido por separado, en otro lugar.
—Ah… —dijo Leonor.
Pero no comprendió bien cómo podría haber hecho eso. Después la señora
le dijo:
—¿No tenía la dirección de él?
—No —dijo Leonor—. Él debe
haber ido a Neuquén, a reclamar su parte de la casa, quién sabe dónde andará.
No, ya no iba a volver.
Ella lo tiene presente igual, pero trabajando se siente mejor que sin hacer
nada. Ahora tiene cinco nietos y la nena menor. La nena, que es criolla rubia,
es absolutamente mimada. Un fotógrafo ambulante le sacó diez fotos en color al
lado de la casa nueva, de material, que Leonor está construyendo. Sandra, que
así se llama, es loca por el
baile; quiere llegar a ser una gran bailarina, como Rafaela Carrá. Un
día Sandra le preguntó a su mamá si no había una escuela donde se estudiara para
ser artista, para ser como Rafaela Carrá. Leonor le preguntó a esa señora con
quien tiene confianza y la señora le dijo:
—Pero para ser vedette también
tiene que ser instruida, debe hacer el colegio secundario y estudiar idiomas.
Entonces Leonor le compró
un manual nuevo, para que se instruya; pero también las botas para bailar a lo
Rafaela Carrá. Porque esta cantante es italiana, baila con botas y canta:
«Fiesta, qué fantástica, fantástica la fiesta», con una energía rayana
en la ferocidad.
Sandra sabe imitar
perfectamente todos los movimientos de Rafaela Carrá; pero al no tener su energía
sus movimientos se rarifican y lentifican; todo el baile de Sandra se vuelve un
capricho curioso, sin destinatario. Canta, también. Cuando canta «fiesta, qué
fantástica es la
fiesta» lo hace con una voz agradable pero sin matices, preocupándose
por conciliar su canto con su baile. Aparte de eso, su vocecita suena mortecina,
como si no creyera en los signos de exclamación, ni en los procesos, que
implican comienzo, medio y fin.
Leonor la mira enternecida,
mira las hermosas botas que tiene, que gracias a Dios ella le pudo comprar, el
bonito pulóver y el pelo rubio que Sandra aprendió a cuidarse.
Ya tiene once años y dentro
de poco no le va a bastar que Leonor la mire enternecida; va a querer que su
baile sea para otros. Tal vez a ella le falta convicción para abrigar sus
propios sueños; porque los sueños, como la expresión lo indica, necesitan de
alguien que los abrigue, que los cuide. Y ojalá Sandra encuentre quien le ayude
a hacerlo.
(Del libro: “La
luz de un nuevo día”,
Centro
Editor de América Latina,1983.
Hebe Uhart (Moreno,
Buenos Aires,1936- Buenos Aires, 2018)
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