martes, 5 de octubre de 2021

LEONOR


 









Cuando Leonor era chica, su mamá hacía albóndigas de harina de mandioca. Las albóndigas de harina de mandioca son duras como si tuvieran plomo, secas como si fueran de arena y malignamente compactas. Si uno las come estando triste, hace de cuenta que come un páramo; si uno está contento, esa bola marrón, sin nada aceitoso, es un alimento merecido
y vivificante.
     Leonor creció y llegó a los dieciocho años. Su mamá le dijo:
—Hija, usted debe casarse. Cuando una se casa le dan una libreta, el hombre trae pan blanco y zapatos taco alto. Después que se casa con ese polaco, le trae unos aros a la mamita.
Leonor dijo:
—Sí, mamita, pero el polaco muy grande es.
El polaco medía casi dos metros; todo el día arrancaba yuyos y los domingos no iba al baile, trabajaba.
—¿Qué importa? —dijo la madre.
—Sí, mamita —dijo Leonor—. Yo me caso, pero me da vergüenza hablar delante de él.
La madre le dijo:
—La vergüenza después se va y él total no habla. Usted le dice:
«¿Querría un plato de porotos?». Y un día comen porotos, otro día pan de harina blanca y él se pone contento porque mi hijita es muy buena. Usted siempre sonriente, no le lleva la contraria y él se va a amansar y va a hablar. Eso sí, nunca lo provoque, que él maneja muy mucho la azada y la pala.
     La fiesta de casamiento fue hermosa. Él le regaló a Leonor un par de zapatos de taco alto y un vestido colorado. Leonor no caminaba muy bien con esos zapatos, y él notó vagamente que ella no estaba cómoda y la acompañó a sentarse. Sentados miraron toda la fiesta y la gente los venía a saludar; aunque en realidad, los protagonistas de esa fiesta tan alegre eran los músicos. Alguien había invitado músicos de otro pueblo; no eran personas de la zona. Por momentos Leonor pensaba: «Toda esta fiesta es por el casamiento, porque es un día importante». Por momentos se olvidaba, escuchaba la música y veía bailar como si fuera visita.
     La madre en la fiesta estaba tranquila y sosegada: descansaba. Después de que se casó, Leonor fue a visitar a su mamá, le llevó los aros y un poco de pan blanco. Cuando estaba por irse, vaciló y dijo:
—Mamá…
—¿Qué, hijita?
—El polaquito es muy bueno, pero yo tengo miedo de él.
—¿Te ha faltado, te ha levantado la mano, m’hijita?
—No, mamá, pero habla un idioma extraño cuando está entre las plantas y si yo le pregunto alguna cosa cuando él está hablando así, me mira con furia. A veces entonces no sé cuándo hablarle.
La madre pensó y pensó y después dijo:
—A lo mejor se adueñó un mal espíritu de él. Vamos a ir de Isolina.
Isolina preguntó:
—¿Al lado de qué plantas habla?
Leonor, turbada por la pregunta, hecha en tono imperioso, no supo responder bien a lo que le preguntaban.
     Isolina dijo que de todos modos, no era un espíritu malísimo ni peligroso, era un espíritu reacio. Había que tener paciencia hasta que se fuera; ella podía mandar un espíritu opuesto para neutralizarlo; pero existía el peligro de que el espíritu reacio se pasmara y eso sería grave.
Aconsejaba prudencia y esperar, para ver mejor cómo se manifestaba.
     Pero Leonor salió descontenta porque no podía hablar bien, no se había expresado bien, le faltaban las palabras. Le pasaban muchas cosas que no podía contar a su mamá; desde su casa, todos los sábados, se oía la música de un baile y ella sentía que los pies se le iban para allá y, después que hacía sus trabajos y que limpiaba todo, se acercaba caminando un poquito para oír esa música y para ver de lejos a la gente.
     Cuando tuvo los chicos se olvidó del marido y hasta de la mamita. A ella los chicos le gustaban mucho; le gustaba mirar cómo caminaban, ver qué pies chiquitos tenían y nunca les pegó.
Cuando pasaban unos días en los que no iba a ver a la madre, ésta decía:
—Hijita, no des tanta maña a los chicos.
—Está bien, mamá —decía Leonor.
Pero pensaba: «La mamá está un poco celosa, a lo mejor».
Cuando Hugo tuvo cinco años, la acompañaba a buscar leña y él le decía:
—No pise por ahí, mamita.
Y quería llevar él solo un montón de leña. Cuando se dormían los más chiquitos, ella le decía a Hugo:
     —¿Vamos hasta el camino, Hugo?
Y Hugo la acompañaba hasta el camino; cerca del camino pasaba algún auto y a veces, algún conocido. Se quedaban un rato y Hugo decía:
     —Volvemos, mamita, hace frío.
     —Sí, hijo —decía ella.
Cuando Hugo tuvo ocho años y María seis, Leonor los quiso mandar a la escuela. Antes no se podía porque mandar a Hugo solamente no era redituable; Hugo trabajaba con el padre, mientras María no hacía nada. Pero si Hugo y María iban juntos se cumplían dos funciones: Hugo aprendía y acompañaba a su hermana. Pero el padre tenía otra teoría: esperar un poco más, hasta que fuera la tercera. Cuando expuso su teoría, Leonor levantó la voz, lo miró con furia y dijo:
—¡La escuela es instrucción!
Hugo dijo:
—Quiero ir a la escuela.
El padre se puso muy nervioso, le brillaban los ojos y fue a buscar la azada farfullando cosas incomprensibles; dio afuera unos cuantos golpes con la azada y cuando volvió, se puso a tomar vino. Desde entonces, a la noche, después de trabajar, tomaba unos vasos de vino. Hugo dibujaba una vaca en su cuaderno y se esmeraba para que se pareciera a la vaca verdadera. Leonor la miraba y le decía:
     —Bastante bien te ha salido.
Pero lo que le encantaba eran los versos que le enseñaban a María. A la noche, cuando terminaban de comer, María recitaba:
                              La casita del hornero
                             tiene sala y tiene alcoba,
                            limpia está con todo esmero
                           aunque en ella no hay escoba.
 
     Y mandó pronto a la escuela a la tercera, porque a ella la instrucción le encantaba.
El padre se fue apartando cada vez más, como si no le importara nada. Venía a la hora de comer solamente.
Cuando Hugo tuvo quince años, le dijo a Leonor:
     —Mamita, quiero ir a trabajar a Buenos Aires, aquí no hay trabajo.
     —Bueno, hijito, si es por tu bien y por el bien de nosotros, está bien.
    El padre no dijo nada de la ida de Hugo. La abuela se asustó un poco de que se fuera y le dijo a Leonor:
     —Mucha maña a ese chico, hija.
Leonor se impacientó y respondió:
     —No es mucha maña, mamita, el Hugo va a trabajar allá; él es serio.
Y antes de que se fuera, Leonor le lavó y le planchó bien la ropa que tenía, consiguió una valija prestada y le regalaron un pañuelito rojo para que Hugo se abrigara el cuello. Después le dijo:
     —Hijito, usted se va por su bien y por nosotros. No ande con malas juntas, usted siempre trabajando y de buenas maneras, sin pordelantear a nadie. ¿Me entendió, hijo?
     —Ya lo sé, mamita —dijo Hugo.
     Como un hombre agarró su valija y no quiso que nadie lo acompañara a la estación. Nadie lloró porque él se iba; seguramente iba a volver o ellos iban a ir donde él estuviera. Hugo pensó que mejor que no hubiera ido nadie a despedirlo; quién sabe si no hubiera llorado.
Los primeros días que llegó a la ciudad estaba siempre mareado, pero se dijo: «Tengo que aguantar unos seis meses y me voy a acostumbrar». Un compañero del trabajo le enseñó el portero eléctrico; una señora, el ascensor. Un sábado a la noche salió con otro muchacho y viajaron en subte por primera vez, por lo oscuro. Era terrible pero emocionante al
mismo tiempo.
     Unos días después que Hugo se fue, pasó por lo de Leonor un turco con una valija vendiendo pañuelos, peines, cajitas y estatuitas. Ese turco no iba a pie, iba en auto y del auto iba sacando todo y mostrando: tazas, vasitos, floreros, servilletas. Había unas tacitas floreadas, muy lindas.
     —Éstas son de Japón —dijo el turco.
     —¿De dónde? —dijo Leonor.
     —De Japón —dijo el turco con naturalidad—. Traídas de allí.
     —Claro, de Japón, mamá —dijo María, irritada porque su madre no sabía de dónde eran.
     Y Leonor se enloqueció y compró tacitas, pañuelos y todo lo que le gustó.
     —No compre tanto, mamita, que papá se va a enojar.
     —No le decimos nada —dijo Leonor, que estaba feliz.
     María en ese momento le tomó fastidio a su madre; era difuso el motivo o los motivos, pero había varios; el turco sabía más que Leonor; era como más sabio y respetable; ella compraba precipitadamente, sin detenerse a pensar todo lo que el turco le quería vender y finalmente, gran parte del fastidio se debía a que la vio feliz, contenta de modo insoportable para su gusto. Entonces le contó al padre lo que había comprado Leonor; el padre empezó a mirar con cara amenazante. Leonor, que no se dio cuenta de nada, lo miró y pensó:
     —¡Bah!
     Y él se tomó unos cuantos vasos de vino y se fue a dormir.
     Esa semana estuvieron de novedades: vino el turco y vino carta deHugo. Él siempre supo escribir bien. La carta decía así:
 
          Querida madre y hermanos:
          Espero que estén bien para allá, yo estoy bien en Buenos Aires. Mamita, le diré una cosa,  
          dele la frazada marrón a la abuela porque ya hay otra que la mando para allá, otra cosa
          diré, mando también un vestido, para la Pili, que lo use para ir al centro, después de la
          María no sé acertar las medidas, ya veré. Que escriba María si el nene va a la escuela y                                
que lo tenga corto. Yo voy a ir para diciembre pero quiero estar enterado de las cosas de allá.
Un saludo para papá.
Hugo Bilik
 
     La abuela no entendía más nada. Nadie la consultaba; en esa casa había movimientos y hechos que no comprendía, en esa casa las cosas no eran como deben ser. No, no se debe dar a los hijos más instrucción que la que uno recibió; después los hijos la pordelantean a una. Sin ir más allá, el hijo de Isolina compra el diario y lo lee delante de su propia madre. Y las niñas, peor. Las niñas, con toda esa instrucción, se acostumbran a mirar a los varones cara a cara, se acostumbran a hablar con ellos, así nomás, y después dicen cosas que no son de niña, se oye cada cosa en boca de una niña ahora que antes no se sabía qué era.
     Leonor empezó a criar pollos para vender en el camino; el más chico la acompañaba. Por el camino ahora pasaban más personas y más coches; ella se acostumbró a tratar con esa gente de los coches y a veces le pagaban bien.
     Cuando juntó un poco de dinero, le dijo al marido:
—Me voy unos días a Buenos Aires donde el Hugo; vuelvo pronto.
Él dijo:
—Haga lo que quiera. Yo me quedo acá.
Lo vio tan amargado, tan triste, tan cerrado que le dijo:
—Pero voy y vuelvo nomás.
—Haga lo que quiera —dijo él.
Y no dijo más nada.
     El más chico quedó con la abuela; María y la Pili tenían zapatillas flamantes para el viaje. Llevaron algunos platos, alguna ropa y mucha comida para comer en el tren.
     Si a Leonor la instrucción le encantaba, el viaje le encantó aún más: todo el tren era una fiesta; uno tocaba el acordeón; en otro asiento, varios tomaban mate y contaban chistes. Más allá unos hombres jugaban a las cartas sobre una valija.
     Cuando llegó la noche empezó a sentir frío, hacía mucho frío en ese tren. La señora que estaba sentada frente a ellas, que las había convidado con mate, le dijo:
     —¿Usted no trajo frazadas?
     —No, señora, ¿por qué? —dijo Leonor.
     —Porque en el tren hace frío y hay que abrigarse.
     —Ah… —dijo Leonor desconcertada.
     —Espere un momento, señora —dijo. Abrió la valija y le dio un pulóver a cada chica y para ella una especie de frazada tejida, muy abrigada, de color violeta. Pili se durmió enseguida; María miraba a Leonor y a la señora con cara de estar empacada. Finalmente, las dos chicas se durmieron profundamente, una recostada en la otra. Después de ese primer sueño profundo quedaron entredormidas. Entonces pasó un hombre que andaba caminando de noche por el tren mientras los otros dormían o charlaban bajito, y la tocó a Pili. Pili se sobresaltó; le pareció
que era un hombre, pero no sabía si había estado soñando, si era un gato o ella misma que se apoyaba contra el asiento; se asustó un poco y se fue a dormir en la falda de Leonor.
     A la mañana temprano cuando empezaba a aclarar, muchos se habían despertado y estaban preparando el mate; dentro del tren parecía una casa, pero fuera, la luz no era como en el Chaco. Allá el sol salía e inmediatamente se llenaba todo de sus reflejos; aquí, desde la ventanilla se veía un sol grande en el horizonte, que prudentemente iba iluminando la
llanura.
     Cuando fue aclarando, aunque todo fuera campo todavía, había señales de algo distinto: puentes por todos lados, grandes aparatos de hierro, autos que se cruzaban ignorándose, enormes carteles de propaganda de cigarrillos y cerveza.
     Cuando se hizo totalmente de día, casi todos estaban ocupados. Cambiaban cosas de las valijas, bajaban bolsos, todos entraron en movimiento. Leonor no sabía a quién preguntarle cómo podía llegar donde vivía Hugo, «El Zorzal y Jorge Newbery, Paso del Rey». El único que
caminaba por todo el tren era el hombre que había tocado a Pili; él parecía no tener para arreglar ninguna valija. Leonor le preguntó; no sabía, pero caminó por todo el tren, preguntó y le explicó. Llegó después de preguntar unas diez veces.
     Cuando Hugo vio venir a Leonor y a las dos hermanas, las dos grandulonas en zapatillas, no se asombró. Sintió pena y vergüenza, qué iban a decir los vecinos que las vieran; también estaba avergonzado de su propia vergüenza. Las encontró en la calle, medio perdidas, y Leonor se abalanzó sobre él como si hubiera encontrado el cielo. Él dijo, con voz
neutra:
     —Hola, mamá, ¿recién llegaron?
     —Sí, hijo —dijo Leonor desconcertada, porque pensó que estaba raro Hugo. Éste volvió a preguntar:
     —¿Y con esa valijita, nomás?
—Vinimos para verte, nomás, hijo. —Echó una mirada alrededor y sonrió—. Y para ver Buenos Aires, que es tan lindo.
Donde estaba Hugo no era exactamente Buenos Aires; era un lugar de casitas bajas con baldíos, por aquí una huerta, más allá un carro con su caballo y con una ruta llena de autos y de grandes camiones que decían: Transporte «Goya», Ómnibus «Expreso Goya Buenos Aires», «Transporte de Sustancias Alimenticias».
     Cuando entraron a la pieza, Hugo cambió. Se puso más cariñoso, más simpático, el Hugo de siempre. Las chicas estaban torpes, quietas con sus zapatillas nuevas; no atinaban a sentarse. Ahí estaba su madre, con apenas una valija, sin plata seguramente y las chicas como dos gorriones esperando que les den de comer. Se quedó callado. No sabía si retarla a la
madre, decirle por qué había llegado así, abrazarla, besarla. Leonor dijo enseguida, mirando por la ventana un terreno con palos y tubos sueltos amontonados:
—¿Este terreno es de la casa, hijo?
—No, mamá. Yo alquilo solamente esta pieza.
Leonor quiso cocinar enseguida. Había traído un calentador, pero Hugo le dijo:
—No, mamá, acá está la cocina.
Uno prendía un fósforo en esa cocina y la cocina se encendía. Era una maravilla esa casa del Hugo. Había esponja, polvo jabonoso, camas marineras en las que uno estaba arriba de otro y se sube por una escalerita, y una linterna y una bicicleta.
—¡Ay, hijo, qué lindo! —dijo Leonor.
—Sí, mamá —dijo Hugo pero no muy efusivo.
Las chicas estaban como en la casa de un pashá. Hugo salió; otra vez parecía preocupado. Volvió con un muchacho y lo presentó; se llamaba Antonio. Leonor notó que Antonio tenía una voz un poco raspada y un acento raro. Dijo:
     —Encantado, señora, encantado, piba.
Pero cuando terminaba la palabra «señora», la frase no se cerraba, como si esperara algo. Hugo, con voz aparentemente tranquila pero de ira contenida, le dijo:
     —¿Me podrías prestar un colchón?
     —Pero por favor, pibe —dijo Antonio—. ¡Faltaba más!
     En tono de reproche melodramático, con esa voz raspada.
     —Gracias —dijo Hugo. Sonrió un poquito, se repuso, hizo chistes con Antonio mientras traía el colchón.
     Leonor estaba admirada ante Antonio. ¡Qué bien hablaba el porteño! ¿Sería porteño?
—Hugo, ¿tu amigo es porteño?
—No —dijo Hugo—. Pero vino de muy chico.
—¡Con razón habla tan bien el porteño! —dijo Leonor.
     Buenos Aires era fascinante.
     Un día estaba Leonor con las dos chicas y les dijo:
     —Hijitas, tienen que casarse.
     —Sí, mamá —protestó Pili—, pero los muchachos de acá no son como los del Chaco. A mí me parece que acá dicen una cosa y piensan otra. Allá una los miraba y sabía qué pensaban.
      A Leonor le dio mucha risa lo que ella dijo y se la sentó encima, a esa grandota.
     María dijo:
     —Son iguales acá y allá y en todos lados. Claro —añadió con sorna—, vos te acordás del Roque…
     Pili no dijo nada. Leonor, con ella sentada en la falda, le preguntó:
     —¿Y Antonio no te gusta?
     Pili dijo:
     —Sí, mamá, pero…
Entonces Leonor la peinó con los dedos, le fue tirando el pelo para atrás y le dijo:
     --Es bueno Antonio, yo te digo que es bueno.
     Entonces Pili se quedó quieta y callada un ratito y salió como tranquila y descansada.
María volvió a decir:
     —Son iguales en todos lados.
     María se puso de novia, pero en forma extraña. Ese muchacho empezó a cortejarla así:
 —Está gorda. El saco no le entra.
    Y ella respondió:
  —¿Y usted por qué no se mira el pelo que parece un cepillo de alambre?
     Cada vez que él decía algo, María respondía:
   —Sí, sí, porque vos lo digas.
De vez en cuando él decía:
     —No hinchés tanto que el día menos pensado te largo y…
Y ella contestaba:
     —Sí, hablá, hablá nomás, que te va a costar caro.
     Al principio cuando los veían pelear así, todos creían que estaban embrujados; después les daba risa y por último se acostumbraron a eso como a algo perfectamente natural. Eran una pareja indestructible.
      Leonor salió a comprar un vestido en uno de esos días en que los astros
son favorables para comprar ropa. En esos días, uno mira la vidriera y dice:
—Esto es para mí.
    Y uno sabe que le va a quedar bien; más todavía, sabe que fue hecho pensando en uno y presiente que a ese vestido lo va a querer. Cuando los astros nos mandan vacilaciones, comparamos la textura, el color, la forma y miramos todo de reojo.
     Volvió con el vestido puesto a la casa. Comparado con el nuevo, el vestido viejo, mustio y triste parecía decir: «Nunca más me vas a querer».
     Era sábado a la noche. María se había ido al Chaco por unos días. Hugo estaba peinado, cambiado, afeitado.
—Voy a bailar un poco, mamá —dijo seriamente Hugo.
—Ah… —dijo Leonor.
     Estaba sola. Pili se había ido a bailar con Antonio a otro lado. Ella se iba a casar con él.
—Está bien, claro —dijo Leonor—, te vas a bailar.
Pero era triste quedarse con el vestido nuevo en casa. Hugo, en un ataque de decisión y ejecutividad, le dijo:
     —Bueno, vamos al baile, ya, ya.
Y ella se puso contenta y fue al baile. Primero bailó una cumbia con Hugo. Después pensó: «Ahora voy a mirar». Cuando estaba mirando todo, encantada, se acercó un rubio, de ojos celestes, más joven que ella, tendría unos treinta y cuatro años. ¿Por qué la habría sacado a bailar? Hacía mucho tiempo que ella no bailaba.
Él le preguntó:
—¿Bailás con los muchachitos?
—No —dijo Leonor sonriendo, orgullosa—, es mi hijo.
     Él parecía porteño, pero con una voz más tersa, no raspada como la de Antonio. Le contó que era hijo de franceses. Leonor pensaba que los franceses tienen mucho dinero.
     No era porteño, era de Neuquén, pero realmente hablaba muy bien el porteño. Se veía que era un muchacho prudente, no era de pordelantear a nadie; era gastronómico. Cuando le preguntó si bailaba con muchachitos, lo hizo con cierta sorna prudente, como si se tratara de algo levemente gracioso, pero también como si fuera factible, sin demasiado asombro
pero a la vez como si tuviera algún derecho sobre ella. Un derecho prudente, digamos.
     Él le contó que su familia era rica y poderosa; claro, pensó Leonor, tratándose de franceses, no cabía otra cosa. Pero él se había enemistado con ellos, algún día iría al sur, a reclamar la parte de la herencia. Mientras tanto, era gastronómico. Leonor preguntó:
     —¿Qué es gastronómico?
     —Gremio de restaurante, pizzería y todo así.
          Era realmente importante. Y bailó toda la noche con él. No podía decir «no» a esa voz que sin gritarle, ejercía algún dominio sobre ella. No era como la voz del Hugo, que ella escuchaba como si fuera parte de sí misma; era algo que venía de afuera. Al principio pensó en por qué la eligió, pero cuando se puso a bailar con él, todo era natural.
     Hugo se acercó a la mesa con una chica que no era del barrio y le dijo:
     —Mamá, hoy no voy a casa yo porque de acá vamos a otro baile.
¿Querés que te acompañe a casa?
     —No, hijo, está bien, andá nomás.
Si total todo lo que hacía Hugo estaba bien.
Cuando lo vio caminar unos cuantos pasos, recién se dio cuenta de que estaba con una chica desconocida y que los dos iban con aire muy decidido, pero tuvo un registro remoto de todo eso y le dijo, con voz rara, medio destemplada, que ella habitualmente no tenía:
—Abrigate.
Hugo se dio vuelta, desconcertado primero, como si no se dirigiera a él, y cuando captó el mensaje, se fue sonriendo. El rubio miraba todo esto, tranquilo. Cuando terminó el baile, Leonor lo llevó a la casa. Y así se fue quedando; vivía un poco ahí y otro poco en su casa.
     Los domingos, cuando ella dormía, la buscaba y la llamaba. Le decía:
     —¡Loli!
     Porque él la llamaba así; después él cocinaba y preparaba cocteles
porque era gastronómico.
Un día le dijo, por María:
     —¡Qué mala es tu hija mayor!
     Y Leonor no le dijo nada. Quién sabe por qué lo diría.
     Él tomaba un poco de vino pero no hacía mal a nadie. Un día María
dijo a Leonor:
     —Toma vino y es muy joven para vos.
     Con el Hugo se llevaba bien. Hugo se había casado. Con él hacían chistes, y hacía de cuenta que tenía otro hijo en la casa. Una vez María lo encaró al rubio y le dijo:
    —Andate. No podés estar molestando a mi mamá.
Él no le dijo nada. Volvió a decirle a Leonor:
—¡Qué mala es tu hija mayor!
     Leonor pensó, sin hacer caso: «quién sabe por qué le parecerá que es mala».
     Y no daba importancia a lo que él decía. Ella estaba contenta y todo le parecía normal. Con él tuvo una nena, que salió criolla rubia, con la piel color aserrín. Todos los grandes se habían casado, y a ella la mimaron mucho.
     Cuando estaba el novio de Leonor, todo era chistes y alegría. Él preparaba comidas ricas, hacía cocteles y cuando todos se reunían, los domingos, eso era una fiesta. Pero cuando los hijos se iban, los domingos por la mañana estaban solos; Leonor se quedaba en la cama y él le iba a hacer las compras. Ella se dormía, confiadamente y cuando se empezaba a despertar, él había traído todo y se ponía a cocinar. Le hablaba desde la cocina y ella seguía un buen rato en la cama.
     Un sábado le dijo él:
     —Mañana no vengo porque voy al fútbol.
     Leonor dijo, asombrada:
    —Si no ibas al fútbol antes.
    —Bueno —dijo—, pero ahora tengo que ir al fútbol. Voy a ver a Perfumo. ¿Ves? Es éste —dijo. Y se lo mostró—. Perfumo shotea de penal y siempre va al gol.
     —¡Ah! —dijo Leonor.
Después empezó a ir al fútbol todos los sábados y ella le dijo, en broma y riéndose:
     —¡Siempre vas al fútbol y no venís a verme!
     Él abrió el diario y le mostró:
     —Mirá cuánta gente va al fútbol.
Era cierto. Había una cantidad impresionante de gente que iba al fútbol. Si iba tanta gente, cómo no iba a ir él. La semana siguiente dijo:
     —Este fin de semana me voy a Rosario, porque juega Perfumo.
Ella escuchó el partido que se transmitió desde Rosario, por radio, y pensaba: «Allá está él».
Cuando volvió de Rosario, se lo pasó una tarde hablando con Hugo de penales, wing izquierdo y shoteo.
     Un día, en que estaban bromeando como siempre, él de repente dijo:
     —Por si me voy.
     Y Leonor dijo:
     —Qué te vas a ir —siguiéndole el tren, como si fuese una broma.
     Pero sintió un sobresalto, como un sentimiento de anticipación; no hizo caso de eso. Al día siguiente él no vino; al otro, tampoco. Ella lo buscaba por la casa y no estaba. Cuando venía María la miraba como si ella supiese algo; María tenía una cara impecable, de no tener nada que ver. Ahora la peleaba un poco a María sin saber por qué y María no ofrecía ningún frente, aguantaba, tranquila, paciente.
     Leonor siempre pensaba: «Esta noche va a venir». Y lo esperaba. Ella no lloró porque él se fue, pero lo buscaba por la casa todo el día; lo buscaba en el baño y a la noche lo buscaba en la cama. A veces le parecía que venía; pero no, no era él. A veces decía:
     —Alguna vez ha de volver.
      También le parecía que si pensaba mucho en él, él iba a volver. Pero él no volvía. Cuando pasaron tres años desde que él se fue, ella dijo:
     —Yo me tengo que olvidar, aunque sea a la fuerza.
Entonces se empleó para hacer trabajos domésticos en muchas casas; trabajaba desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, sin parar. Eso le venía bien porque así se cansaba bien y a la noche se quedaba dormida enseguida, sin tener en qué pensar. Quedaba tan cansada que no pensaba en nada. A una señora que le limpiaba la casa le contó la historia
y la señora le dijo:
     —Pero si su hija no lo quería, usted lo tendría que haber tenido por separado, en otro lugar.
     —Ah… —dijo Leonor.
Pero no comprendió bien cómo podría haber hecho eso. Después la señora le dijo:
     —¿No tenía la dirección de él?
     —No —dijo Leonor—. Él debe haber ido a Neuquén, a reclamar su parte de la casa, quién sabe dónde andará.
     No, ya no iba a volver. Ella lo tiene presente igual, pero trabajando se siente mejor que sin hacer nada. Ahora tiene cinco nietos y la nena menor. La nena, que es criolla rubia, es absolutamente mimada. Un fotógrafo ambulante le sacó diez fotos en color al lado de la casa nueva, de material, que Leonor está construyendo. Sandra, que así se llama, es loca por el
baile; quiere llegar a ser una gran bailarina, como Rafaela Carrá. Un día Sandra le preguntó a su mamá si no había una escuela donde se estudiara para ser artista, para ser como Rafaela Carrá. Leonor le preguntó a esa señora con quien tiene confianza y la señora le dijo:
     —Pero para ser vedette también tiene que ser instruida, debe hacer el colegio secundario y estudiar idiomas.
     Entonces Leonor le compró un manual nuevo, para que se instruya; pero también las botas para bailar a lo Rafaela Carrá. Porque esta cantante es italiana, baila con botas y canta:
«Fiesta, qué fantástica, fantástica la fiesta», con una energía rayana en la ferocidad.
     Sandra sabe imitar perfectamente todos los movimientos de Rafaela Carrá; pero al no tener su energía sus movimientos se rarifican y lentifican; todo el baile de Sandra se vuelve un capricho curioso, sin destinatario. Canta, también. Cuando canta «fiesta, qué fantástica es la
fiesta» lo hace con una voz agradable pero sin matices, preocupándose por conciliar su canto con su baile. Aparte de eso, su vocecita suena mortecina, como si no creyera en los signos de exclamación, ni en los procesos, que implican comienzo, medio y fin.
     Leonor la mira enternecida, mira las hermosas botas que tiene, que gracias a Dios ella le pudo comprar, el bonito pulóver y el pelo rubio que Sandra aprendió a cuidarse.
     Ya tiene once años y dentro de poco no le va a bastar que Leonor la mire enternecida; va a querer que su baile sea para otros. Tal vez a ella le falta convicción para abrigar sus propios sueños; porque los sueños, como la expresión lo indica, necesitan de alguien que los abrigue, que los cuide. Y ojalá Sandra encuentre quien le ayude a hacerlo.
 
 
(Del libro: “La luz de un nuevo día”,
Centro Editor de América Latina,1983.
 
 
Hebe Uhart  (Moreno, Buenos Aires,1936- Buenos Aires, 2018)
 
 
 
 
 


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