martes, 17 de mayo de 2011

LA LUNA Y LAS FOGATAS
























Sobre estos montes cae un sol, un reflejo de predios estériles y calizas que había olvidado. Más que venir del cielo, aquí el calor sube desde abajo, de la tierra, del fondo de las vides que pareciera haber devorado todo el verde para volverse únicamente sarmientos. Es un calor que me gusta, tiene un aroma: incluso yo estoy dentro de ese aroma, están dentro tantas vendimias, cosechas de heno, podas, tantos sabores y tantos deseos que ya no sabía que me seguían acompañando. Así que me gusta salir del Angelo y contemplar los campos; casi quisiera no haber hecho mi vida, poder cambiarla; darles un motivo a los chismes de quienes me ven pasar y se preguntan si he venido a comprar uvas o algo parecido. Aquí en el pueblo, ya nadie se acuerda de mí, ya nadie se da cuenta de que fui un sirviente y un bastardo. Saben que tengo dinero en Genova. Quizás haya un muchacho, un sirviente como lo fui yo, o una mujer que se aburre detrás de las persianas cerradas, que piensa en mí como yo pensaba en las lomas de Canelli, en la gente de allá abajo, mundana, que gana dinero, se divierte, viaja lejos por el mar.
Un poco en broma y un poco en serio, ya varios me han ofrecido granjas. Yo los escucho, con las manos detrás de la espalda, no todos saben que entiendo del asunto. Me hablan de las grandes cosechas de estos años pero que ahora les haría (alta un rastrojo, una medianera, trasplantar, y no pueden hacerlo. -¿Y dónde están las cosechas? -les digo-, ¿esas ganancias? ¿Por qué no las invierten en lo que precisan?
—Los fertilizantes...
Y yo que he vendido fertilizantes al por mayor, voy al grano. Pero me gusta la charla. Y más me gusta cuando vamos a las propiedades, cuando cruzamos un prado, visitamos un establo, tomamos un vaso de vino.
El día en que volví a la casita de Gaminella, ya conocía al viejo Valino. Lo había parado Ñuto en la plaza delante de mí y le había preguntado si me conocía. Un hombre enjuto y moreno, con ojos de topo, que me miró circunspecto, y cuando Ñuto le dijo riendo que yo había comido su pan y bebido su vino, se quedó allí, indeciso, hosco. Entonces le pregunté si él había talado los avellanos y si encima del establo seguía estando el emparrado de uvas colgantes. Le dijimos quién era yo y de dónde venía; Valino no alteró su cara oscura, solamente dijo que la tierra de la ribera era débil y que todos los años la lluvia se llevaba un pedazo. Antes de irse me miró, miró a Ñuto y le dijo: —Pasa alguna vez por allá. Quiero que veas esa cuba que pierde.
Después Ñuto me dijo: -Tú en Gaminella no comías todos los días... No estaba para bromas entonces. Y sin embargo, no había que repartir. Ahora la dueña de la Villa ha comprado la casita y viene a pesar la cosecha con la balanza... Ya tiene dos granjas y el negocio. Después dicen que los campesinos te roban, que los campesinos son taimados...
Había vuelto solo por el camino y pensaba en la vida que podía haber llevado Valino en tantos años -¿sesenta?, tal vez ni siquiera- que trabajaba de aparcero. De cuántas casas se había marchado, de cuántas tierras, después de haber dormido, comido, labrado bajo el sol y bajo el frío, cargando los muebles en una carreta prestada, por calles donde no volvería a pasar. Sabía que era viudo, se le había muerto la mujer en la
granja anterior a ésta y los hijos mayores habían muerto en la guerra; sólo le quedaban un muchacho y las hijas. ¿Qué otra cosa hacía en este mundo?
Nunca había salido del valle del Belbo. Sin querer me detuve en el sendero pensando que, si no me hubiera escapado veinte años antes, quizás ése fuera mi destino. Y sin embargo, yo por el mundo, él por esas colinas, habíamos andado y andado sin poder decir jamás: "Estas son mis posesiones. Bajo estas vigas envejeceré. Moriré en esta habitación". Llegué a la higuera delante del prado, y volví a ver el sendero entre los dos montículos de pasto. Ahora habían puesto escalones de piedra. El terreno desde el prado hasta el camino era como una bóveda. Pasto seco bajo el montón de fardos, una canasta rota, manzanas magulladas y podridas. Escuché al perro correr por arriba estirando la cadena.
Cuando asomé la cabeza desde los escalones, el perro se volvió loco. Se paró en dos patas, aullaba, se ahorcaba. Seguí subiendo y vi la galería, el tronco de la higuera, un rastrillo apoyado en la puerta. La misma cuerda con un nudo colgaba del agujero en la puerta. La misma mancha de verdín en torno a las rejas contra la pared. La misma planta de romero en la esquina de la casa. Y el olor, el olor de la casa, de la ribera, a manzanas rancias, pasto seco y romero.
Sobre una rueda tirada en el suelo había un muchacho sentado, en camiseta y pantalones rotos, con un solo tirador, y tenía una pierna abierta, separada de manera poco natural. ¿Era un juego? Me miró bajo el sol, tenía en la mano una piel de conejo seca, y cerraba los finos párpados para ganar tiempo.
Me detuve, él seguía guiñando los ojos; el perro aullaba y luchaba contra la cadena. El chico estaba descalzo, tenía una lastimadura debajo de un ojo, la espalda huesuda, y no movía la pierna. De pronto recordé cuántas veces había tenido moretones, lastimaduras en las rodillas, los labios tajeados. Recordé que sólo me ponía los zapatos en invierno. Recordé cómo la mamá Virgilia les arrancaba la piel a los conejos después de haberlos destripado. Moví la mano e hice una seña.
En el umbral había aparecido una mujer, dos mujeres, vestidos negros, una decrépita y encorvada, una más joven y huesuda, me miraban. Grité que buscaba a Valino. No estaba, se había ido remontando la costa.
La menos vieja le gritó al perro que jadeaba, agarró la cadena y lo tironeó. El chico se levantó de la rueda, se levantó cansinamente, apoyando la pierna cruzada, se puso de pie y se desplazó hacia el perro. Era cojo, raquítico, vi que la rodilla no era más gruesa que su brazo, arrastraba el pie como si fuera un peso muerto. Habrá tenido diez años, y verlo en ese prado era como verme a mí mismo. Incluso eché un vistazo a la galería, atrás de la higuera, y hacia el maizal, esperando que aparecieran Angiolina y Giulia. ¿Quién sabe dónde estarían? Si estaban vivas en alguna parte, debían de tener la edad de esa mujer.
Una vez calmado el perro, no me dijeron nada; me miraban.



(Del Capítulo V de la novela
La luna y las fogatas)

Cesare Pavese (Italia, San Stefano Belbo, 1908-Turín, 1950)




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