Aquella
luz quieta que deben conocer el caracol
o la
tortuga —cualquier animal de esos
que se
esconden dentro de sí mismos— iluminaba el auto.
Íbamos
así, como se viaja ahora, dijo el poeta
y
recordó su ciudad natal. Nombré a Móntale, por hablar de algo
mientras
el taxi intentaba abrirse paso a través del tránsito
admití
no haber leído a Pasolini
porque
estaba segura
de que
la conversación nos llevaría
de un
momento a otro, a mi falta.
Pero el
poeta insistía con una cucharita
encontrada
días atrás en el fondo de un bolso.
Ah, si
tuviéramos la velocidad de las cosas
para
abandonar su espacio habitual.
Avanzábamos.
Pero lo hacíamos en un pasado remoto,
hipotético
y remoto. Era la única manera de estar
él: una
mano sobre la otra
la
cartera de cuero, la bufanda, la espiga de la columna
sosteniendo
lo que queda después del abandono.
Atravesar
la ciudad en taxi con una desconocida
o
recuperar el amor perdido, ¿en qué pensaba?
Hace
meses que tengo mi casa en venta, dijo
pero en
lugar de preguntarnos por el destino
de las
plantas, del jazmín, de los papeles
ahora
que había llegado el momento de cambiar de aire
hicimos
alguna referencia al mercado inmobiliario
para
después fijar los ojos
en las
luces de la calle
como si
el futuro pudiera adivinarse ahí
en la
noche entumecida por lo irreversible
del
amor que ya no vuelve.
Lejos
de cualquier disertación
—yo
hubiese querido una clase de poesía-
nos
quedamos callados
escuchando
las direcciones que emitía la radio
atentos
al conductor
a su
sistema de tomar viajes al vuelo
cómo la
mente puede transformarse en una grilla
que
piensa distancias, tiempos de espera.
(del libro: Versiones del Paraíso,
Ed. del Dock, 2016)
Carolina Esses (Buenos Aires, 1974)
IMAGEN: Hugo Padeletti.
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