ALREDEDORES DE SAN LORENZO
I
Alrededores de San Lorenzo. Como una malaria,
que luego de vagar perdida sobre mares abiertos
encuentra por fin el inhóspito
hogar de la otra orilla,
el ocaso cubre de Oolong y fiebre las laderas de la isla.
He llegado a nada, embarcado y
con cinco segundos
de horizonte bajo el punto rojo
de un video al límite.
Las olas rompen estilos de
espuma como si fueran
estilos reales, estigmas del gineceo. Nadie aguarda
en los muelles, nadie en los
muelles vigila. La sola
amenaza es un poste sumergido y
un cartel en su cabo:
ESCRIBE PARA OTROS. En letras
negras y vulgares.
La ausencia de clima es palpable
en la caligrafía.
Y en la ausencia de estilo es
que indago.
¿Qué se habla acá, qué palabras
se prenden
al contagio de la luz? ¿Qué
muertos sobreviven
sin gusanos, ni raíces, ni
nardos que comer?
O debo preguntar ¿qué vivos
sobremueren
en estos abertales barridos por
cuerdas y ruidos?
El paisaje es magnánimo. Una
pequeña glosa
sobre esta palabra, magnánimo:
es afectada
pero exacta; alude a una breve
elevación del ánimo,
a una vileza teologal, nada más.
¿Qué se habla?
Un cormorán solitario extiende
sus alas al ras del agua
y planea sin plazo fijo al filo
de la línea del horizonte.
Hay rasgos de melancolía, el no
querer despegarse
de la marea y huir, el querer
retener una línea bajo
el pecho y seguir, mientras el
cielo se cierra indiferente.
Es una burla, imagino. Imagino,
como imaginan otros,
una repentina fe en los colores,
en el espesor de un trazo,
en la incontinencia del aceite sobre un cuerpo desnudo,
y en un lienzo receptivo, capaz
de embalsar amor en sus pechos.
Observen una vez más los objetos
de este paisaje
magnánimo: el cormorán, el mar
inmóvil, y observen
una tercera cosa, una cuña dura,
que se entromete
entre el cuerpo de ónix emplumado
y la marea alta
de la tarde: el esplendor blanco
de la luz. El esplendor
que se cuela, como la llama
autógena de un soldador,
entre dos cuerpos ajenos. El
esplendor voluptuoso
que cambia de color y se
transforma en una aureola
exultante y luego en una aureola
fría y luego en una
hesitación, y luego se extingue,
sin dejar huella,
como un recuerdo reciente, pero
¿un recuerdo de qué?
¿De la isla? ¿Del color? ¿Del
color del ocaso
que se extingue como un recuerdo
sin dimensión?
Hace años esa misma luz se
escapaba bajo la puerta
de un quirófano en Bellavista, donde una intervención
delicada llegaba a su fin,
también una tercera cosa,
un terror que quedó encendido
mucho después de la muerte
y de la conversación que
sobrevive a la muerte, ese
argumento que perdemos cada
noche cuando vagamos,
angostos, por los palacios de la
Razón. Y leemos en ella.
Ay, cuídate de la sombra que
asoma cuando esperabas
la luz del amanecer entre las
costillas de las persianas.
Una colcha de rosas desciende
sobre seis alrededores.
Apenas mejore el tiempo buscaré
los nombres: Cavinzas,
Palomino, Alfaje, Camotal,
Frontón. El ocaso, la malaria
del ocaso, se prende de las
conchas trituradas y de los
caparazones vacíos. Nadie sabe
si hay vida sentimental
en ellos, o si son adorno, o si
aún no nacen al breve
paréntesis que todo lo sensible
usa para despedirse.
Si no estuviera solo diría que
esa línea, que esa tercera cosa
que se entromete entre el
extraño cuerpo del cormorán
y el ascenso de la marea, el
esplendor blanco de la luz,
ha cobrado una importancia
desmedida. Una importancia
ideal, capaz de repetirse y divulgarse, pero una importancia
al fin. El esplendor blanco de la luz, esas fueron las palabras
que nacieron en memoria de lo
que no podían nombrar:
miniaturas delicadas, brazos
partidos, el golpe en vago.
El cormorán grita. Es un grito
extremo. Es un grito difícil.
Como esa escena en la que el
pastor escocés en su lecho
de muerte le dice a alguien (no
puedo decir a quién), le dice
“No lo entiendo, no lo entiendo”
y luego cree escuchar
una voz que responde “Nadie
entiende”. El mar resuena
al fondo, pintando los sonares
submarinos con los ecos
de crujidos e inmersiones y
naufragios y errados animales.
Es un grito extremo. Es un grito
difícil. Que lo hace retomar
las aladas y lo libera de la
línea del horizonte. Y lo asciende
hacia el aire gris, del cielo
gris, del que todos tenemos, “nadie
entiende”, esa baja necesidad de
hablar: el cielo gris de Lima.
(Del libro; "Huir no es el mejor plan".
antología
de Gerardo Jorge, Mansalva, 2017)
Mario Montalbetti (Lima, Perú,
1953)
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