sábado, 16 de abril de 2022

ELEGÍA CON CABALLOS


 



















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Mujeres casi belgas, casi italianas o judías ya criollas
iban de labores entre paraisales suburbanos,
y en la hondura del monte el mestizaje bárbaro,
visible en las cejas de los hombres
y en el pelaje de sus caballos.
 
Cada una tenía dos lenguas para explicarse a sí misma
las bodas o los enterramientos en estos atardeceres de extramundo.
 
Ahora, sólo tengo un caballo atado a mi ventana
que pasta en una amanecida república de extraños,
pero su galope sigue siendo pulso de universo,
casco campana que me aguarda para devolverme
a la ultra realidad de aquel gurí que temía soñar,
cuando soñar era irse en alma de la tierra.
 
Tengo un caballo atado a mi ventana,
y él, que ya resucitó, me mira.
 

21

No es mía la violencia que sostiene esta palabra: llamaron conquista del 
desierto a la expropiación más cruel y el zorro de los graneros sonreía 
y las ganaderías abundaron. ¡Que bien les vaya, mal habidos!
 
Yo sólo tuve un caballo, que no fue uno ni mío,
érase el índice hacia arriba y había algarrobos centenarios.
Pero ¿acaso érase yo quien lo veía, era yo quien rezaba de montado entre 
la selva, cuando era la alegría misma quien cantaba, solísima y exilada de 
las palabras amaestradas?
 
Ni dios tenía nombre todavía y ya el gurí cabalgaba.
 

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Lucio Madariaga de siete años en el último tren,
traspasados los altísimos puentes de Zárate
le dijo a su padre: —Aquí empieza a haber caballos.
Y nosotros entendimos el homenaje.
 
Hay que cruzar enredaderas de obenques
y arrodillarse ante la luz,
antes de visitar el aire de la gracia,
del país corazón de palmas altas.
 
Hay que subir para bajar a la entre ríos verdadera:
el Paraná, el Uruguay, el Miriñay y el Corrientes.
La de hoy es un resto de barajas e ignorancias,
una cascarita de naranja con hormigas,
un arsenal de changuitos de supermercado
boqueando entre costas de rotas redes colgadas.
Hablo de la patria de un niño verde,
yacaré y colibrí para los saberes del agua y el aire,
que traspasó siguiendo a las mariposas,
los turbios nubarrones del lenguaje,
porque sus ojos aprendieron a confiar
en los ojos del caballo:
Amaba los caballos y quiso que su polvo
se mezclara con los cascos voladores del último tramo.
 
 
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¿Qué haré con tus riendas, maestro mío, mi caballo,
si estas riendas son apenas nervadura de nieblas encauzadas
que de pronto alumbran o se caen en silencios empozados?
Pasan silentes las garzas entre páginas vacías,
un reservorio a contracorriente, una ventana
para jamás aterrizarse.
 
Tu morada sangre vuelve en celajes de nubarrones bajos
que inquietan a las taipas de aquí abajo.
 
Criatura de este mundo: ¿me dirás alguna vez
si fuiste realmente de este mundo?
 
De este arrozal o estos trigales comerán los hombres,
pero las cigüeñas y las hadas
son como furtivas sombras chinas volando,
y ahora sólo hay aviones y drones
volando por todos lados, donde antes
solamente volaban los caballos y los pájaros.
 
(del libro: Geografía de la fábula,
Eduner, 2021)
 
Miguel Ángel Federik
 

Miguel Ángel Federik nació en 1951 en Villaguay, ciudad de Entre Ríos en la que reside. Es poeta y ha publicado las siguientes obras: La estatura de la sed (1971, Los sepulcros vencidos (1974), Fuegos del bien amar (1986), Una liturgia para Némesis (1994, premio Fray Mocho de poesía), De cuerpo impar (2001), Imaginario de Santa Ana (2004) y Niña del desierto y otros poemas (2010). Es autor también de numerosos ensayos sobre la obra de escritores de la región, como Daniel Elías, Alberto Gerchunoff, Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi, Ana Teresa Fabani, Francisco Madariaga y Juan José Manauta. Geografía de la fábula, poemario del que esta edición toma su título, mereció en 2017 el segundo premio del Fondo Nacional de las Artes.
(Biografía tomada de la Obra poética, las “reunidas”, mencionadas, que cuenta con un prólogo de Sergio Delgado. Nota del Administrador)
 



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