(Parcial)
A la memoria de mi abuela
Rosa Arreseigor de Médicis,
a su alma de magnolia, de agua,
de ángel.
Aquella muchacha escribía poemas; los colocaba cerca de las hornacinas, de las tazas. Era cuando iban las nubes por las habitaciones, y siempre venía una grulla o un águila a tomar el té con mi madre.
Aquella muchacha escribía poemas enervantes y dulces, con gusto a durazno y a hueso y sangre de ave. Era en los viejos veranos de la casa, o en el otoño con las neblinas y los reyes. A veces, llegaba un druida, un monje de la mitad del bosque y tendía la mano esquelética, y mi madre le daba té y fingía rezar. Aquella muchacha escribía poemas; los colocaba cerca de las hornacinas, de las lámparas. A veces, entraban las nubes, el viento de abril, y se los llevaban; y allá en el aire ellos resplandecían; entonces, se amontonaban gozosos a leerlos, las mariposas y los santos.
2
Al atardecer la muchacha dejaba el alto bosque, y a su paso las achiras con las grandes flores rojas parecidas a sexos de arcángeles demasiado vaporosos y libidinosos. Miraba de soslayo los enormes pétalos y se estremecía; y el camino iba hacia abajo y ella, y desde el aire algún viejo santo caía revoloteando a morirsele en las manos; y así lo apresaba, y eran el último temblor, el golpe de las alas; y el camino iba hacia abajo y ella loca de miedo a
través de toda la heredad, la vieja arboleda, la puerta del antiguo hogar. Entonces, llamaba a los criados, les entregaba el muerto para que lo asasen durante media hora, lo aderezasen, con alguna hortaliza dulce, alguna cebolla fantástica.
3
Después de la lluvia la abuela hacía masitas con el arco iris y las frutas viejas; y una garza viene a pedir un favor -el sombrero largo y transparente-; la abuela la invita; y se sale uva blanca desde todos los rumbos, desde todas las hojas del almanaque; los vasos de colores van a hablar con la garza; la magnolia tiende sus fuentes para atrapar a las peras que van a caerse —de piel celeste y corazón de nieve-; pero, hay extrañas cifras en las caras de las peras; vamos a sumar todos esos treces enigmáticos y ver qué resulta; y en la casita de madera, pequeña junto a la casa grande, las cañas combaten llenas de agua, de azúcar y licor; y la papa se entreabre y deja salir una violeta desde su corazón de papa; y la abuela baja al jardín y destroza a una pareja de novios diminutos; y pasa el caballo que tiene un nombre hermoso, el que se llama Daniel y sabe reír, y los viejos sin dientes van al maizal a mirar las duras dentaduras y las chalas de fumar; y la magnolia viste larguísimo collar de perlas, vestidos bordeados de perlas; y están los hongos por todas partes, aquí y allá, como manzanas de espuma, naranjas madurísimas, la piel todo picada de maíces y esmeraldas.
Y el bicho que nace después de la lluvia, cruza el jardín, de norte a sur, oscuro y esquelético; y lleva uno de nuestros parientes muertos sembrado en el lomo como un jacinto.
4
Cuando llueve mucho, los ángeles se alinean en el jardín como pequeños druidas, juntan un poco las puntas rosadas (los caba-
llos al verlos, huyen despavoridos; pero, a lo lejos, se detienen y empiezan a buscar sonriendo en sus memorias).
A veces, posan sobre los árboles como gallinas transparentes, o ponen un huevo azul y con manchas rojas, o blanco y pequeño, que yo escondo enseguida. A veces, viajan al maizal y picotean al maíz.
Cuando llueve mucho, los ángeles vuelan al interior de la casa; entonces, yo los apreso, los pongo en los floreros, los jarrones y las jarras. Y llevo alguno a la maestra.
5
Me parece que es noche de Reyes.
Se calló la dalia -desmesurada, granate y azul- dejó de girar, se paró su reloj, se pararon los enormes minuteros rosados; pero, suena lejana música de vals, y salen a bailar las golondrinas y los emperadores. Hasta que la nuez cantora calla y el pájaro del grillo también.
En uno de esos segundos se duerme mamá; no debiera, pues, vino una rata nobiliaria; tenemos visitas en el aparador.
... Me parece que es noche de Reyes.
Cae dentro un puñado de estrellas como si fuera de azúcar. Y todo el jardín y el firmamento están llenos de ricos pasteles cargados de cirios; hay grageas en el este y oeste; perlitas de plata en el norte y el sur.
Mis animales de antes resucitan. Vienen de lejos, de allá, a traerme juguetes.
6
Cuando suben los caracoles por el arco iris, y en los lejanos palomares, las palomas arrullan sus pimpollos parecidos a huevos de rosa y la rosa pone su huevo y en el horizonte prende otra vez la guerra, transitan los guerreros y las flores. Cuando entra la
luna por la chimenea y cada platillo sostiene tenazmente su hálito, su pandorga de almíbar, de aroma, y las mesas y las camas parecen margaritas con abejas, y se salen los príncipes de los medallones —el tallo esbelto, de plata, la cara amarilla— y traemos la lámpara, las tazas, y alguna tacita vuela tenuemente, choca apenas con algún florido mueble. Y allá, por el aire, María y los pájaros toman el té.
7
(Para un hombre muerto)
La luna estaba empollando; se le caen briznas blancas; vuelan seis grullas pequeñas. Y tú con esa nuca de nácar recién conseguida y que no puedes trizar, con esa madera que no se despega. Y nosotras vigilando tu muerte -las lejanas vecinas, la algarabía de los trineos, allá por los abedules y los sauces. Soñamos cosas imposibles, que estás más joven que nunca, que caminas, que tu hermosa virilidad conquista a las grullas, a las doce doncellas del bosque. Soñamos cosas imposibles -ya nos embriagan el rocío, el café- que echamos arroz de novio sobre tus cejas, leve jengibre por tu herida, un pastelillo hacia tus labios, una mariposa asada en sus propias plumas como menta de colores, almendra dorada, un pastelillo de azúcar de colores, y que lo devoras. Y hasta que llega el sueño y la noche cruza por su medianoche y pasa no sé qué tiempo, y vuelvo a abrir los ojos, y ya es muy temprano, ya vuelan las vecinas, los trineos, sobre las delicadas ovejas, y allá por el campanario, las pagodas, una lucecita dibuja el horizonte.
Pero, entonces, tú te estremeces, levantas la cresta roja, las negras alas, y haces oír tu canto.
Ya es el final del día. El árbol extiende su cabellera, su magdalena, y tienta al jesús de los jacintos. Éste, violeta enorme, se separa de las hojas, y...
Más todo es ficticio. Sólo la araña de vientre azul y patas negras traslada por el aire la red, el miosotis venenoso. Y allá en la mesa están los comensales y el pez -éste en su plato de plata parece un hombrecillo riquísimo, un enano gigante de color salmón, un pastel de camelias saladas; le devoramos como a un delicioso collar de perlas que tiene un gusto nunca visto. Y los murciélagos se asan tenuemente en el humo de sus propios cigarros. Y está la luna y va a dormirse. Y está el asesino, aquel santo, uno de largo velo y melena larga, que me sigue, me busca, y va a alcanzarme una noche.
9
...Y si vienen las liebres y nos llevan toda la arveja y todas las papas en flor -ellas con sus ojos granates y sus dientecitos granates?
...Y si nacen los hongos, -los pequeños y redondos como perlas, los blancos y espumosos, los que parecen limones de pana?
...Ysi alguien hace una calavera con un zapallo, lo ahueca, le pone un cirio prendido por dentro?
...Si toman alcohol el espantapájaros, la vaca, y vienen a golpear a la puerta?
...Y si Magdalena se equivoca, o si grita, o si echa un lirio venenoso en el arroz?
10
Cuando voy hacia el pueblo, temprano, a través de los prados, con el cesto y las jarras, y el rocío prende sus fósforos y quema
toda la hierba, y el manzano sostiene como pesadas mariposas de colores, todas sus manzanas y sus peras, ya vidriadas y abrillantadas, y todos los hongos están confitados, desde la sombra de algún tronco, veo andar a aquel desconocido, al hombre nocturno, al de la cabeza de liebre.
11
A veces, los caballos se reúnen allá. Las lechuzas con sobretodos oscuros, lentes muy fuertes, campanillas extrañas, convocan a los hongos blancos como huesos, como huevos. A veces, tenemos hambre y no hay un animalillo que degollar.
Entonces, vamos por la escalera, hacia el desván, a buscar las viejas pifias, los racimos de tabla con uvas duras y oscuras, las viejas almendras; al partirlas, salta la bicheja, lisa, suave, nacarada, rosa o azul; si es de color oro, la arrojamos al aire y ella se pone a girar envuelta en un anillo de fuego, como un planeta.
A veces, ni tengo hambre. La luna está fija con sus plumas veteadas. Cantan los caballos.
12
Ya las viejas bajan de la azotea la lechuga recién nacida, la magnolia con gusto a coco, una docena de huevos —la escalera sigue viaje por la oscuridad, inmóvil e interminable-; encienden las hogueras. Cruza algún murciélago como un telegrama espantoso. Si uno se asoma al ventanuco no ve el camino; pero, alia en el cielo esta todavía bien tendida la mesa; las pequeñas tazas de porcelana y su rumor de vals, el mantel de gasa, los jacintos y las rosas. Y brilla fija la estrella del té.
13
A mis padres se les ocurría aquel juego siniestro.
A la hora en que salen los jacintos como una bandada de pájaros desde la oculta tierra de la nada, azules, negros, amarillos como mariposas, o como rojas naranjas de cáscaras livianísimas y alcohol plateado, como zapallos y tulipanes, como gallinitas y cuervos delicados y fantásticos, de un ala sola, graznan, cacarean, levemente.
A esa hora yo iba a buscar un vaso de miel hacia la mesa. Y mis padres comenzaban la broma siniestra; me empujaban, me topaban -desde el aire caían papeles pavorosos^; yo veía las dentaduras, el pan abierto a carcajadas. En ese instante tenía que salir, que ponerme a llorar. Algún alcoholizado colibrí se equivocaba de narciso. Huían de soslayo, el muérdago, los robles, la nuez, la uva de la suerte; había poemas escritos en todos los troncos; pero, todos terminaban de la misma manera y no se entendían bien qué decían. El aullido silencioso de mis padres me daba terror, se me helaba la trenza; yo tenía que ir más allá de todo, del llano, del monumento druídico.
14
De pronto, las gallinas clamaron; se oyó su cacareo fantasma detrás del cañaveral de oro; de pronto, todas tuvieron miedo de ser degolladas, matadas, de ir como espectros allá por las mesas, o blancas y tiernas, perdidos el cráneo pequeño, las patas amarillas, las entrañas. De pronto el cielo era rojo y azul y lleno de margaritas, en aquel mediodía siniestro, cuando yo aún era una niña, e iba hacia la escuela, y mi madre se esfumaba a la distancia, y todo; y él me perseguía sin cesar.
A ras de tierra dicen mi nombre; los animalillos hablan mal de mí. Un enano, uno que tiene una cuenta pendiente con mi padre, echó a rodar la historia -ahora, todo el campo me espía- la propaga como una llama. No obstante, yo me arriesgo otra vez, y aquí estoy aguardando que aquél baje los cerros y cruce los prados, de nuevo, por mí.
15
La arveja está suave y cargada. La liebre de la noche viene a comer -sus ojos como rubíes rodeados de brillantes, sus orejas como hojas-; un insecto sale del arvejal y se posa en la luna, oscuro, rayado, lleno de patas; la luna sigue molesta su vuelo.
A ras de tierra dicen mi nombre; los animalillos hablan mal de mí. Un enano, uno que tiene una cuenta pendiente con mi padre, echó a rodar la historia -ahora, todo el campo me espía- la propaga como una llama. No obstante, yo me arriesgo otra vez, y aquí estoy aguardando que aquél baje los cerros y cruce los prados, de nuevo, por mí.
Marosa Di Giorgio (Salto, Uruguay, 1932; Id, Montevideo, 2004)
PUEDEN leer la biografía completa y más poemas en entradas anteriores de la autora (N. del A.)
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