jueves, 30 de noviembre de 2023

You Must Believe In Spring


Tony Bennett and Bill Evans

del álbum: "Together again" (1976)

En memoria de uno de los cantantes de jazz
americano más relevantes; T.B (Long Island City, Nueva york, E.E.U.U.Nueva York 1926-Manhattan, Nueva York, Id.; 2023).

Para no hablar de Bill Evans (Plainfield, Nueva Jersey, Estados Unidos (1929)-  Hospital Monte Sinaí, Nueva York,Id.1980);  quien junto con Theolonius Monk
dieron origen y reinventaron el trío con piano del Jazz moderno.
Dos influencias ineludibles para los pianistas posteriores.

martes, 28 de noviembre de 2023

FELICIDAD



A pesar de que Bertha Young tenía treinta años, todavía pasaba por momentos como éste en los que quería correr en vez de caminar, dar pasos de baile entre la vereda y la calle, hacer girar un aro, arrojar algo al aire para luego atajarlo, o permanecer de pie y reírse de nada, simplemente, de nada. ¿Qué se pude hacer cuando se tienen treinta años y, a la vuelta de la esquina, nos sobresalta un sentimiento de felicidad -felicidad absoluta- como si nos hubiésemos tragado una porción brillante de aquella tarde de sol y ardiese en el pecho, distribuyendo un tenue rocío de chispas a cada partícula del cuerpo, a cada dedo de los pies y de las manos? ¿No hay manera de expresarlo sin estar ebria o descontrolada? ¡Qué civilización tan idiota! ¿Para qué el cuerpo si hay que tenerlo encerrado en una caja como un viejo violín inútil? "No, lo del violín no es exactamente lo que quiero decir", pensó mientras subía de prisa las escaleras, tanteaba las llaves dentro del bolso -las había olvidado como de costumbre- y traqueteaba el buzón. "No es lo que quería decir porque..."  -

Gracias, Mary -entró al hall. -¿Regresó la niñera?.

-Sí, sí. -¿Y llegó la fruta?.

-Sí, sí. Llegó todo.

-Trae la fruta al comedor, ¿sí? Voy a acomodarla antes de subir.

El comedor estaba lúgubre y bastante frío. Sin embargo, Bertha se quitó el tapado; no podía soportar ni un minuto más el cierre tan ceñido, y sintió el frío helado sobre los brazos. Pero aún permanecía en su pecho ese intenso espacio brillante de donde venía el tenue rocío de chispas. Era casi insoportable. Apenas si se animaba a respirar por miedo a acrecentar el sentimiento, pero tomó un respiro muy profundo. Apenas se si animaba a mirar el frío espejo, pero lo hizo y le devolvió una mujer radiante de labios sonrientes y temblorosos, de ojos grandes y negros, y una actitud atenta como esperando que sucediera algo: algo divino, algo que, sabía, sucedería infaliblemente. Mary trajo la fruta en una bandeja, un recipiente de vidrio y un hermoso plato azul de extraño brillo, como si hubiese sido sumergido en leche.

-¿Enciendo la luz, señora?

-No, gracias. Puedo ver bastante bien. Había mandarinas y manzanas manchadas de carmín fresa; algunas peras amarillas, suaves como seda, algunas uvas verdes empañadas de plata y un gran racimo de uvas negras. Estas últimas las había elegido para combinarlas con el tono de la alfombra nueva del comedor. Quizá sonaba exagerado y absurdo, pero era la razón por la que las había comprado; en la tienda pensó: "debo comprar uvas negras para hacer resaltar la alfombra", y fue tan sensato en ese entonces.  Una vez que terminó con la fruta y de haber hecho dos pirámides circulares, observó la mesa desde lejos para captar el efecto de los colores, y fue mucho más curioso porque la mesa de madera oscura parecía derretirse en la luz del ocaso y, el recipiente de vidrio y el plato azul, parecían haber quedado suspendidos en el aire. Obviamente que, por su estado de ánimo, le pareció ésto de una belleza increíble. Comenzó a reír.  "No, no. Me estoy volviendo histérica". Cargó el bolso, el tapado y corrió escaleras arriba hasta el cuarto del bebé. La niñera estaba sentada junto a una mesita baja, dándole la cena a la pequeña B tras haberla bañado. Llevaba puesto un babero blanco, un saquito azul y, en su cabello negro y fino, le habían peinado un gracioso rulito. Alzó la vista cuando vio a su madre, y comenzó a saltar.

-Ahora, bebé, a comer como una buena niñita -dijo la niñera haciéndole a Bertha una mueca que ésta conocía, y significaba que había llegado en otro mal momento.

-¿Se comportó bien hoy? –

Una dulzura toda la tarde -suspiró la niñera- Fuimos al parque, me senté en un banco y la saqué del cochecito, entonces vino un perro grande, puso su cabeza sobre mi falda y la pequeña B se colgó y tironeó de sus orejas... debió haberla vista. Bertha quiso preguntar si no era peligroso dejar que un bebé se colgara de las orejas del perro de un extraño, pero no se atrevió. Se quedó mirándolas, con las manos a los costados del cuerpo, como una niña pobre frente a una niña rica que juega con una muñeca. El bebé volvió a alzar la vista, asombrado, y sonrió con un encanto tal que Bertha no pudo evitar el llanto.

-Ah... déjame que termine de darle su cena mientras acomodas las cosas del baño.

-Bueno. No debería andar de mano en mano cuando come, -suspiró la niñera- la inquieta; es muy probable que la moleste.  Qué absurdo era eso. ¿Para qué tener un bebé si duerme, no en un cofre como un violín preciado, sino en los brazos de otra mujer?

-¡Qué importa! -exclamó Bertha. La niñera le entregó el bebé muy ofendida.

-No la excite después de la comida. Sabe que siempre lo hace y soy yo quien tiene que pasar la tarde con ella después.  Por suerte, la niñera desapareció del cuarto con las toallas.

-Ahora te tengo sólo para mí, cosita preciosa.- dijo Bertha al momento que el bebé se recostaba sobre ella. Era tan linda cuando comía, mantenía los labios hacia arriba a la espera de la cuchara y agitaba las manitos. A veces, no dejaba retirar la cuchara de la boca y, otras, cuando Bertha acababa de llenarla, la pequeña B la apartaba con las manos, blandiéndola a los cuatro vientos. Una vez terminada la papilla, Bertha se volvió hacia la chimenea. "Eres hermosa, muy hermosa...", dijo y besó a su bebé tibio, "te quiero muchísimo". Y quería tanto a su hija -con el cuello inclinado hacia atrás, la exquisitez de los pequeños pies brillando a la luz del fuego- que sintió el retorno de esa felicidad, la misma sensación de no saber cómo expresarla, o qué hacer con ella.

-Tiene teléfono -dijo la niñera y fue triunfante a recuperar a su pequeña B. Bertha bajó volando hasta el teléfono.

Era Harry.

 -¿Bertha? Mira, llegaré tarde. Voy a tomar un taxi y trataré de estar cuanto antes, pero retrasa la cena diez minutos, sí?  -

Sí, de acuerdo...

¡Ah, Harry!

-¿Sí?...  ¿Qué tenía para decirle? Nada, solamente quería retenerlo un momento más, era estúpido pero no podía sino llorar.

 -¿No ha sido un día divino hoy?

-¿Qué significa eso? -contestó con la voz seca.

-Nada. Entendu -dijo ella, colgó el teléfono y pensó que la civilización era más que idiota. Venía gente a cenar a casa. Los Norman Knights -una pareja muy rica-, él estaba por inaugurar un teatro y ella estaba terriblemente obsesionada con la decoración de interiores; el joven Eddie Warren, quien recientemente había publicado su libro de poemas y a quien todos invitaban a cenar y un "hallazgo" de Bertha: la señorita Perla Fulton. Bertha no sabía a qué se dedicaba su nueva amiga. Se habían conocido en el club social y Bertha se había enamorado de ella, como solía enamorarse de ciertas mujeres en las que veía algo especial.  Lo intrigante era eso, porque, pese a que se habían visto un par de veces y habían estado hablando, aún Bertha no podía descifrar a Perla. Hasta cierto punto, Perla, era con frecuencia extremadamente franca, pero el punto estaba allí, y más allá de eso no iría ¿ Había algo más allá de eso? No, decía Harry sugiriendo que Perla era aburrida, fría como todas las rubias, con ese toque de anemia cerebral. Sin embargo, Bertha no estaba de acuerdo con él en absoluto, no aún. "No, la manera que tiene de sentarse, con la cabeza levemente inclinada hacia un costado y sonriendo, Harry, y quisiera saber qué hay detrás de ese gesto". "Probablemente tenga un buen estómago", contestaba Harry y tenía razón al advertir a Bertha con comentarios de ese tipo: "hígado congelado, querida" o "pura flatulencia" o "deficiencia renal". Por algún motivo Bertha disfrutaba oír a Harry hablar así, admiraba esa actitud. Entró en la sala y avivó el fuego; luego, recogiendo uno por uno los almohadones que Mary había puesto con cuidado, los arrojó sobre el sillón y el diván. Lucía entonces diferente, la habitación cobró vida al instante. Estaba por arrojar el último y la sorprendió el verse abrazada al almohadón apasionadamente. Pero esto no le quitó el calor del pecho sino todo lo contrario.  Las ventanas de la sala se abrían a un balcón con vista al jardín. Al final del terreno, contra la pared, había un peral florecido, alto, erguido, perfectamente de pie contra el jade apacible del cielo. Bertha sintió, pese a la distancia, que no tenía ni un solo parásito ni un pétalo marchito. Debajo, en el césped, los tulipanes rojos y amarillos, cargados de flores, parecían descansar sobre el ocaso. Un gato gris se rascaba la panza recostado sobre el césped, y otro negro -su sombra- lo seguía detrás. El verlos tan atentos y sigilosos le transmitió a Bertha un curioso temblor. "¡Qué cosa más escalofriante son los gatos!"; tartamudeó, se alejó de la ventana y comenzó a caminar yendo y viniendo.  Los junquillos emanaban un aroma fuerte en la habitación cálida. ¿Demasiado fuerte?. No. Y aún, al advertir el retorno de ese sentimiento, se desplomó en el diván y presionó las manos contra los ojos. "Soy tan increíblemente feliz", murmuró. Y le parecía ver aún, sobre sus párpados, el peral de capullos abiertos: símbolo de su propia vida.  La verdad es que lo tenía todo: era joven; Harry y ella estaban tan enamorados como el primer día, seguían juntos de manera espléndida y eran buenos compañeros; tenía un bebé hermoso; no tenían preocupaciones económicas; una casa y un jardín amplios y confortables; y mantenían amistades con el tipo de gente que les agradaba: amigos modernos, personas emocionantes, escritores, pintores, poetas y gente interesada en cuestiones sociales. Después estaban los libros, la música; hasta había encontrado una maravillosa modista; viajaban al extranjero en verano y la cocinera nueva hacía los mejores omelettes. "Soy ridícula ¡Absurda!". Se sentó; estaba un tanto mareada, como ebria; debió haber sido el sobresalto. Ahora, estaba tan cansada que no tenía fuerzas para subir a vestirse. Un vestido blanco, un largo collar de cuentas verdes, zapatos también verdes y medias. Nada era casual; lo había pensado durante horas parada delante de la ventana en la sala. Sus pétalos crujieron delicadamente en el hall; saludó a la Sra. Norman Knight, quien estaba quitándose el más extravagante tapado naranja con una procesión de monos alrededor del dobladillo y en el frente.  "¿Por qué, por qué, por qué la clase media es tan densa? ¡Faltos de un total sentido del humor!"

-Querida, no sé cómo llegué aquí. -Mis simpáticos monitos detestan el tren y se subieron a un hombre que casi me come con la mirada. -dijo la Sra. Norman Knight. "No fue gracioso ni grandioso", pensó Bertha, "me hubiese gustado que lo fuera", sólo observó fijamente, "me aburro infinitas veces". -Pero lo gracioso de todo fue -dijo Norman colocándose el monóculo -¿no te molesta que lo cuente, Face? -se hacían llamar Face y Mug en la intimidad y con amigos -Lo gracioso fue que una vez satisfecha, se dio vuelta hacia la mujer que tenía al lado, y dijo "¿nunca ha visto un mono?" -La Sra. Norman Knight se unió en carcajada con su marido

-¿No fue gracioso, en realidad? Y lo más cómico era que, ahora, tras haberse quitado el tapado, aún parecía un mono inteligente; incluso con su vestido de seda amarilla como cáscara de banana, y los aros color de ámbar que parecían diminutas nueces colgando.

 -Esto es muy triste -dijo Mug al pasar frente al cochecito de la pequeña B -Cuando el cochecito entra en la sala... -y saludó al resto de los comensales.  Tocaron el timbre. Era Eddie Warren, pálido y delgado, como siempre, en un estado de estrés agudo.

-¿Es aquí, verdad? -preguntó.

-Creo que sí, eso espero... -respondió Bertha cálidamente. -Tuve una experiencia horrorosa en el taxi; el conductor era un cínico. No podía hacer que se detuviera; cuanto más golpeaba y le gritaba, más rápido iba. Y bajo la luz de la luna, la figura difusa de su cabeza aplastada, agazapada al volante... -se estremeció al momento que se quitaba una interminable bufanda blanca. Bertha se percató de que también las medias eran blancas, lo que le daba un toque encantador.

-Pero qué horror -exclamó ella.

-Sí, así fue -contestó Eddie y la siguió a la sala -De pronto, me vi conduciendo a través de la Eternidad en un taxi sin tiempos.  Eddie conocía a los Norman Knight. De hecho, estaba por escribir una obra para cuando ellos inauguraran el teatro.

-Bueno, Warren, ¿cómo marcha la obra? -preguntó Norman Knight dejando caer el monóculo para darle un minuto de respiro a su ojo antes de volver a atornillarlo.

-Pero, Warren, ¡qué medias tan divertidas! -exclamó la señora Norman Knight

-Me alegra que le gusten -dijo Eddie mirándose los pies.

-Parecen haberse vuelto mucho más blancas con la llegada de la luna. -volvió su rostro joven, con un dejo de lamento, hacia Bertha

–Hay una luna, sabías... -Estoy segura de que la hay muy a menudo.- Bertha quería llorar. Eddie era una de las personas más atractivas; pero también lo era Face, de cuchillas al lado del fuego con su vestido piel de banana, al igual que Mug que fumaba un cigarro y decía, sacudiendo las cenizas:

-¿Por qué la novia manchada de alquitrán? -Y aquí vamos, otra vez... -La puerta de entrada se abrío de un portazo y se cerró de otro. –

Hullo, gente -gritó Harry al entrar -Bajo en cinco minutos -y lo oyeron salir disparando hacia arriba. Bertha no pudo evitar una sonrisa; sabía cuánto disfrutaba Harry vivir bajo presiones. Después de todo, qué eran cinco minutos más. Pero les haría creer a todos que se preocupaban más de la cuenta. Entonces, los sorprendería cuando entrara en la sala fresco y repuesto. Harry tenía tanto deleite para la vida. Ella apreciaba su manera de ser, su pasión por luchar: trataba de obtener todo lo que se le cruzaba en el camino y eso era otra prueba más de su poder y su valentía. Bertha lo entendía, aún cuando actuaba de esa forma y se tornaba ridículo frente a gente que no lo conocía bien, porque siempre iba al choque aunque no hubiese motivos para pelear. Bertha hablaba y reía, y olvidó, hasta que Harry entró en la sala -justo como lo imaginó-, que aún Perla Fulton no había llegado.

-Me pregunto si la señorita Fulton lo habrá olvidado... 

-Eso espero -dijo Harry -¿Está en el teléfono? -¡Ah! Llegó un taxi - Bertha sonrió con ese aire de propietaria que solía asumir cuando sus hallazgos femeninos eran nuevos y misteriosos.

-Vive en taxi. –

Va a engordar, entonces. -dijo Harry con frialdad mientras llamaba a cenar con una campanita -Y eso sería terrible para una dama rubia.

-Harry, basta -advirtió Bertha riéndose de él. Vino otro momento breve, mientras esperaban, en el que charlaron, rieron, fue un poquito de distensión para todos, pero pasó rápido. Y luego apareció la señorita Fulton sonriendo, vestida de plata, y una cinta plateada sujetándole el cabello rubio  y la cabeza un poco inclinada hacia un costado.

-¿Llego tarde? 

-No todavía. Por acá, por favor -dijo Bertha, la tomó del brazo y se dirigieron al comedor. ¿Qué había en el frío contacto de ese brazo que, a su vez, podía avivar todo el fuego de la dicha que Bertha sentía y con la que no sabía qué hacer? Perla Fulton no la miraba; luego, rara vez, dirigía la mirada directamente a los invitados. Las pestañas caían pesadas sobre sus ojos, y la extraña media sonrisa iba y venía en sus labios, como si viviera más oyendo que observando. De repente, Bertha presintió que esa mirada tan personal, privada, ya había pasado entre ambas, como si se hubiesen comunicado con un "Tú, también". Vio a Perla Fulton revolver la sopa de tomate servida en un plato gris, y creyó sentir lo mismo que ella. Los otros, Face y Mug, Eddie y Harry hacían subir y bajar las cucharas, se secaban los labios en las servilletas, pellizcaban algo de pan, jugaban con el tenedor y las copas, charlaban.

-La conocí en un espectáculo en Alpha -la personita más rara de todas. No sólo se había cortado el cabello sino que también parecía haberse recortado un poco las piernas, los brazos, el cuello y esa pobre naricita.

 -¿No es demasiado Michael Oat? -¿El tipo que escribió El amor en dientes falsos?

-Quiere escribir una obra para mí. Un solo acto. Un solo hombre. Decide suicidarse. Da todas las razones por las que debe hacerlo y por las que no debe. Y cuando acaba de tomar una decisión por sí o por no, entonces se corre el telón. No es una mala idea.

-¿Cómo la va a llamar: Complicación estomacal?

-Me parece haber leído la misma idea en una crítica francesa, bastante desconocida en Inglaterra.  No se entendían en absoluto; eran simplemente ellos, pero a Bertha le gustaba tenerlos a todos allí, sentados a su mesa para darles una cena y vino deliciosos. De hecho, estaba deseosa de decirles qué hermoso grupo hacían, tan decorativo, cómo se resaltaban mutuamente y le recordaban a una obra de Tchekof. Harry disfrutaba la cena. No estaba siendo natural pero tampoco era una postura; era un algo que lo caracterizaba. Hablaba de la comida y se vanagloriaba de su tímida pasión por la carne blanca de la langosta y el verde del helado de pistacho -verde y frío como ojos de bailarinas egipcias. Cuando él levantó la vista y comentó "Bertha, este souffle es admirable", ella contuvo un lloriqueo infantil. Pero, qué era lo que la hacía sensibilizarse con el mundo entero esa noche... Todo estaba muy bien. Todo lo que sucedía parecía colmar la copa de la felicidad. Y aún llevaba la imagen del peral en el fondo de su mente. Debía estar plateado en este instante bajo la luz de la luna del pobre Eddie, plateado como Perla Fulton que sostenía, ahora, una mandarina entre los dedos estilizados, tan pálidos que una luz parecía venir de ellos.  Lo que no lograba descifrar -que era un milagro- era cómo podría adivinar el ánimo de Perla, tan exacto e instantáneo; porque no dudó ni un segundo que Perla se sintiera bien ni, menos que menos, con qué podía salirse. "Creo que estas cosas suelen pasar muy rara vez entre mujeres pero nunca entre los hombres", pensó Berta: " y, tal vez, mientras preparo café en la sala, ella dé una señal". Ni siquiera Bertha sabía a qué se refería con esto ni se imaginaba lo que pasaría después. Se encontró hablando y riendo al tiempo que pensaba así. Hablaba para no dejar escapar la risa, "reír o morir", pensaba. Pero cuando vio que Face tenía el curioso hábito de meter algo dentro del canesú, como si ocultara un secreto allí -un tesoro de nueces- Bertha tuvo que enterrarse la uñas en la palma de la mano para no estallar en carcajada.  Había pasado finalmente.

-Vengan conmigo, les enseñaré la cafetera nueva -dijo Berta.

-Sólo una vez cada quince días tenemos una cafetera nueva -comentó Harry. Esta vez Face la tomó del brazo; Perla sacudió la cabeza y la siguió. El fuego había muerto en la sala, algunas brazas aún rojas daban chasquidos como una criatura fastidiosa. En la sala el fuego se había reducido a un incandescente nido de pichones de ave fénix. 

-Por un momento, no enciendas la luz. Es tan hermoso. Se agazapó junto al fuego. Siempre sentía frío... "sin su tapado rojo, claro", pensó. Y en ese momento, Perla, dio la señal:

-¿Tienes jardín? -pronunció con su voz fría y adormecida. Fue tan exquisito de su parte que Berta sólo pudo obedecer. Cruzó la habitación, apartó las cortinas y abrió las amplias hojas del ventanal.

"¡Allí!", exhaló .  Las dos mujeres quedaron juntas, de pie, observando el esbelto árbol florecido. A pesar de que estaba allí quieto, parecía estirarse como la llama de una vela, apuntando, temblando en el aire brillante, haciéndose cada vez más alta a medida que lo observaban, casi a punto de tocar el borde redondo de la luna de plata. ¿Cuánto tiempo estuvieron allí paradas? Ambas, como sea, atrapadas por la luz exótica de ese círculo, entendiéndose la una con la otra perfectamente, criaturas de otro mundo, y preguntándose qué habrían de hacer con el tesoro de la dicha que les ardía en el pecho y les bañaba el cabello y las manos en flores plateadas. ¿Para siempre; o fue un momento? Y Perla dijo: "Sólo eso". ¿O lo había soñado todo? Luego la luz cesó, Face preparó café y Harry dijo:

-Mi querida señora Knight, ni me pregunte por la bebé porque nunca la veo. No sentiré ningún interés por ella hasta tanto no tenga novio.  Mug se sacó el monóculo por un momento pero lo volvió a colocar pronto, Eddie Warren bebía el café con cara de angustia, dejando descansar el pocillo, como si al beberlo viera una araña.

-Lo único que quiero es darles un espectáculo a los muchachos. Creo que Londres está colmado de fracasos, faltan obras. Lo que quiero decirles es "Acá tienen el teatro" ¡Avance el fuego! -¿Sabías que voy a decorar un cuarto para Jacob Nathans? Estoy tentada de hacer algo con un toque de pescado frito, respaldos de butacas imitando sartenes, y papitas haciendo de borlas en todas las cortinas. -El problema con nuestros jóvenes que escriben es que aún son muy románticos. No puede uno despedirse del mar sin dejar de descomponerse y necesitar un balde para vomitar ¿Por qué no habrían de tener el coraje de esos baldes? -Un horroroso poema sobre una joven que fue violada por un ladrón sin nariz en el bosque pequeño... Perla Fulton se hundió en el sillón más bajo y profundo y Harry convidaba cigarros. Por la manera en la que se detuvo frente a ella agitando la cajita plateada, y deciendo: "Egipcios, turcos, de Virginia... están todos mezclados" , Bertha se dio cuenta de que Perla no sólo lo aburría sino que en verdad le disgustaba. Y por la manera en la que Perla respondió "No, gracias, no fumo", Bertha supo que ella había captado ese mal ánimo de Harry y estaba dolida. 

-Harry, no demuestres tu disgusto hacia ella. Estás bastante equivocado con respecto a ella. Perla es maravillosa; además, cómo puedes sentir algo tan diferente por alguien que significa tanto para mí. Trataré de contarte esta noche, ya en la cama, lo que ha estado ocurriendonos. Te contaré qué cosas compartimos...  Ante esas palabras finales, algo extraño y tétrico se precipitó sobre su mente; un algo morboso le susurraba: "pronto partirá toda esta gente. La casa estará en silencio. Las luces se apagarán. Y ambos estarán solos en la oscuridad del cuarto, en la cama cálida..." Saltó de la silla y corrió al piano. -Es una pena que nadie toque algo...  Por primera vez en su vida, Bertha Young deseó a su marido. Lo amaba, había estado enamorada de él, por supuesto, en todo sentido, pero nunca de esta manera. Y, por supuesto que entendía también que él era diferente de ella. Solían discutir sobre eso. Le había preocupado terriblemente al principio encontrarse tan fría, pero con el tiempo eso dejó de ser un problema. Eran tan sinceros, tan compinches, y eso era lo mejor de ser una pareja moderna. Ahora, las palabras le dolían en el cuerpo, ardían fervientes. ¿A esto la había llevado el sentimiento de felicidad? Pero, luego:  -Querida, lamentablemente, somos víctimas del tiempo y del tren. Tenemos que llegar a Hampstead.

Todo estuvo muy lindo -saludó la señora Norman Knight.

-Te acompaño al hall. Me encantó tenerte hoy. Pero no quiero que pierdan el tren, debe ser muy desagradable, no?

-Tomemos un whisky, Knight, antes de que te vayas -ofreció Harry.

-No, gracias, muchacho. -Bertha le apretó la mano a Harry por esto mientras la sacudía. -Adiós, buenas noches. -saludó desde el último escalón, pero sintió que algo de sí se alejaban con ellos para siempre. Cuando regresó a la sala, el resto estaba por irse.

-Entonces podemos compartir el taxi... -Estaría muy agradecido de no tener que enfrentarme solo a otro viaje después de la horrorosa experiencia que tuve.

-Lo pueden tomar en la parada, justo al final de la calle. No tendrán que caminar más que unos metros.

-Eso es cómodo. Voy por mi tapado. -Perla se dirigió hacia el hall y Bertha la seguía cuando Harry casi se le adelantó: -Déjame ayudarte. -Bertha sabía que él estaba compensando su actitud agresiva, así que, lo dejó. A veces, se comportaba como un niño, impulsivo, simple. Eddie y ella quedaron junto a la chimenea.

-Me pregunto si has visto del nuevo poema de Bilks : Table d´Hôte . -dijo Eddie suavemente -Es maravilloso. Al final, una antología. ¿No tienes una copia? Tengo tantas ganas de mostrártelo. Comienza con una frase increíblemente hermosa: "¿Por qué siempre debe haber sopa de tomate?". 

-Sí. -contestó Bertha. Sin hacer ruido caminó hasta una mesita en el comedor; Eddie fue tras ella en igual silencio. Bertha tomó el libro y se lo entregó; no hicieron el mínimo ruido. Mientras Eddie lo hojeaba, ella volvió la vista el hall y vio a Harry sosteniéndole el tapado a Perla, quien le daba la espalda y tenía la cabeza levemente inclinada a un costado. Hizo a un lado el tapado, la tomó de los hombros y la giró violentamente hacia él. Sus labios dijeron: " te adoro", Perla acarició las mejillas de Harry con sus dedos finos y pálidos, y le sonrió dulcemente. Harry infló las fosas nasales y le devolvió una sonrisa brillante, y murmuró: "Mañana"; y con un parpadeo Perla dijo: "Sí". 

-Aquí está -dijo Eddie -"¿Por qué siempre debe haber sopa de tomate?". Es absolutamente cierto, no crees. La sopa de tomate es eternamente horrorosa. -Si prefieren puedo llamar un taxi y hacer que pare en la puerta -dijo Harry en voz alta, desde el hall. 

-No, no es necesario -contestó la señorita Fulton, se acercó a Bertha y le ofreció la mano de dedos finos. -Buenas noches. Y muchas gracias. -Buenas noches -dijo Bertha. La señorita Fulton sostuvo su mano un momento más.

-Ese hermoso peral... -murmuró; y después desapareció con Eddie detrás de ella siguiéndola como el gato negro al gris.

-Cerraré la puerta -dijo Harry con frialdad, pero relajado. "Ese hermoso peral... peral... peral". Bertha se limitó a correr hasta el ventanal. "Qué irá a pasar ahora...", se dijo angustiada. Sin embargo, el peral estaba hermoso como siempre, lleno de flores como siempre y siempre inmutable. 

 

Katherine Mansfield (Wellington, Nueva Zelanda,1888 - Wellington, Nueva Zelanda 1923, Fontainebleau, Francia)

 

Pueden LEER la biografía en entrada anterior de la autora (N.del A.).


domingo, 26 de noviembre de 2023

AU SABLE



Agosto, primera hora del atardecer. En la quietud de la casa en la zona
residencial, sonó el teléfono. Mitchell dudó sólo un momento antes de levantar el
auricular. Y allí estaba el primer tono discordante. La persona que llamaba era el suegro de Mitchell, Otto Behn. Hacía años que Otto no llamaba antes de que la tarifa telefónica reducida entrara en vigor a las once de la noche. Ni siquiera cuando hospitalizaron a Teresa, la esposa de Otto.
El segundo tono discordante. La voz.
—¿Mitch? ¡Hola! Soy yo, Otto.
La voz de Otto sonaba extrañamente aguda, ansiosa, como si se encontrara
más lejos de lo habitual y estuviera preocupado por si Mitchell no podía oírle. Y
parecía afable, incluso optimista, algo que por entonces le ocurría con poca
frecuencia cuando hablaba por teléfono. Lizbeth, la hija de Otto, había llegado a
temer sus llamadas a última hora de la noche: en cuanto contestabas el teléfono,
Otto soltaba una de sus cantinelas, sus diatribas llenas de quejas, deliberadamente
inexpresivas, divertidas, pero subrayadas con una cólera fría al antiguo estilo de
Lenny Bruce, a quien Otto había admirado sobremanera a finales de los cincuenta.
Ahora, con sus ochenta y tantos años, Otto se había convertido en un hombre
enfadado: enfadado por el cáncer de su esposa, enfadado por su «enfermedad
crónica», enfadado por sus vecinos de Forest Hills (niños ruidosos, perros que no
paraban de ladrar, cortadoras de césped, soplahojas), enfadado por tener que
esperar dos horas en «una cámara frigorífica» para su resonancia magnética más
reciente, enfadado con los políticos, incluso con aquellos para los que había
ayudado a solicitar el voto durante su época de euforia, cuando se jubiló de su
puesto de maestro de secundaria quince años antes. Otto estaba enfadado por la
vejez, pero ¿quién se lo iba a decir al pobre hombre? No sería su hija, y menos su
yerno.
Aquella noche, sin embargo, Otto no estaba enfadado.
Con una voz agradablemente cordial aunque algo forzada, preguntó a
Mitchell por su trabajo como arquitecto de espacios comerciales; y por Lizbeth, la
única hija de los Behn; y por sus preciosos hijos ya mayores y emancipados, los
nietos a quienes Otto adoraba de pequeños, y siguió así durante un rato hasta que
por fin Mitchell dijo nervioso:
—Mmm, Otto... Lizbeth ha ido al centro comercial. Volverá a eso de las siete.
¿Le digo que te llame?
Otto soltó una carcajada. Podías imaginarte la saliva brillándole en los labios
gruesos y carnosos.
—No quieres hablar con el viejo, ¿eh?
Mitchell también intentó reír.
—Otto, hemos estado hablando.
Otto respondió con más seriedad.
—Mitch, amigo mío, me alegro de que hayas contestado tú en lugar de
Bethie. No tengo mucho tiempo para hablar y creo que prefiero hacerlo contigo.
—¿Sí? —Mitchell sintió cierto temor. Nunca, en los treinta años que hacía
que se conocían, Otto Behn le había llamado «amigo». Teresa debía de haber
empeorado otra vez. ¿Quizá se estuviera muriendo? A Otto le habían diagnosticado Parkinson tres años antes. Aún no era un caso grave. ¿O quizá sí?
Sintiéndose culpable, Mitchell se dio cuenta de que Lizbeth y él no habían
visitado a la pareja de ancianos en casi un año, aunque vivían a menos de
trescientos cincuenta kilómetros de distancia. Lizbeth cumplía con sus llamadas
telefónicas los domingos por la noche, y esperaba (normalmente en vano) hablar
primero con su madre, cuyos modales al teléfono eran débilmente alegres y
optimistas. Sin embargo, la última vez que los visitaron les sorprendió el deterioro
de Teresa. La pobre se había sometido a meses de quimioterapia y se hallaba en los huesos, su piel como la cera. No mucho antes, con sesenta y tantos, estaba llena de vitalidad, rolliza, robusta como una roca. Y después estaba Otto, rondando con los temblores de las manos que parecía exagerar para tener un aspecto más cómico, quejándose sin cesar de los doctores, de los seguros médicos y de los ovnis «en contubernio», qué visita más tensa y agotadora. De camino a casa, Lizbeth había recitado unos versos de un poema de Emily Dickinson: «Oh Life, begun in fluent Blood, and consumated dull!».
«Dios mío —había exclamado Mitchell, temblando, con la boca seca—. De eso se trata, ¿verdad?».
Ahora, diez meses más tarde, Otto estaba al teléfono hablando como si nada,
como si conversara de la venta de unas propiedades, de «cierta decisión» que
habían tomado Teresa y él. Los «glóbulos blancos» de Teresa, las «malditas
noticias» que él había recibido y de las que no iba a hablar. «El tema se ha cerrado
definitivamente», dijo. Mitchell, que intentaba entender todo aquello, se apoyó en la
pared, repentinamente débil. Está ocurriendo con demasiada rapidez. ¿Qué demonios es esto? Otto comentaba en voz baja:
—Decidimos no decíroslo, en julio volvieron a ingresar a su madre en Mount
Sinai. La enviaron a casa y tomamos nuestra decisión. No te lo digo para que
hablemos del tema, Mitch, ¿me entiendes? Es sólo para informaros. Y para pediros
que cumpláis nuestros deseos.
—¿Vuestros deseos?
—Hemos estado mirando los álbumes, fotos viejas y demás, y disfrutando de
lo lindo. Cosas que hacía cuarenta años que no veía. Teresa no para de exclamar:
«¡Vaya! ¿Hicimos todo eso? ¿Vivimos todo eso?». Es algo extraño y humillante, en
cierto modo, darse cuenta de que hemos sido condenadamente felices, incluso
cuando no lo sabíamos. Debo confesar que no tenía ni idea. Tantos años, echando la vista atrás, Teresa y yo llevamos sesenta y dos años juntos; se diría que podría ser muy deprimente pero en realidad, bien mirado, no lo es. Teresa dice: «Hemos
vivido unas tres vidas, ¿verdad?».
—Perdón —interrumpió Mitchell con el clamor de la sangre en los oídos—,
¿cuál es esa «decisión» que habéis tomado?
Otto respondió:
—Exacto. Os pido que respetéis nuestros deseos al respecto, Mitch. Creo que
lo entiendes.
—Yo... ¿qué?
—No estaba seguro de si debía hablar con Lizbeth. De su reacción. Ya sabes,
cuando vuestros hijos se marcharon de casa para ir a la universidad —Otto calló
momentáneamente. Con tacto. El caballero de siempre. Nunca criticaría a Lizbeth
delante de Mitchell, aunque con Lizbeth podía ser directo e hiriente, o lo había sido
en el pasado. Ahora dijo dubitativo—: Puede ponerse, bueno... sentimental.
Mitchell tuvo un presentimiento y preguntó a Otto dónde estaba.
—¿Dónde?
—¿Estáis en Forest Hills?
Otto guardó silencio durante un segundo.
—No.
—Entonces, ¿dónde estáis?
Respondió con un punto de desafío en su voz:
—En la cabaña.
—¿En la cabaña? ¿En Au Sable?
—Eso es. En Au Sable.
Otto dejó que lo asimilara.
Pronunciaron el nombre de forma distinta. Mitchell, O Sable, tres sílabas;
Otto, Oz’ble, con una sílaba elidida, como lo pronunciaba la gente de la zona.
Con ello se refería a la propiedad de los Behn en las montañas Adirondack.
A cientos de kilómetros de distancia. Un viaje en coche de siete horas, la última por
estrechas carreteras de montaña plagadas de curvas y en su mayor parte sin asfaltar al norte de Au Sable Forks. Por lo que Mitchell sabía, hacía años que los Behn no pasaban tiempo allí. Si lo hubiera pensado con detenimiento —y no lo hizo, ya que los asuntos correspondientes a los padres de Lizbeth quedaban a consideración de esta— Mitchell habría aconsejado a los Behn que vendieran la propiedad, que en realidad no era una cabaña sino más bien una casa de seis habitaciones construida con leños talados a mano, no acondicionada para el invierno, en una extensión de unas cinco hectáreas de un hermoso campo solitario al sur del monte Moriah. A Mitchell no le gustaría que Lizbeth heredara esa propiedad, ya que no se sentirían cómodos vendiendo algo que en otro tiempo había significado tanto para Teresa y Otto; además, Au Sable estaba demasiado apartado para ellos, resultaba poco práctico. Hay gente que no tarda en inquietarse cuando se aleja de lo que llaman la civilización: el asfalto, los periódicos, las bodegas, campos de tenis decentes, los amigos y al menos la posibilidad de disfrutar de buenos restaurantes. En Au Sable, tenías que conducir durante una hora para llegar, ¿adónde?, Au Sable Forks. Por supuesto hace años, cuando los niños eran pequeños, iban todos los veranos a visitar a los padres de Lizbeth y sí, era cierto: las Adirondack eran hermosas, y paseando a primera hora de la mañana podía verse el monte Moriah como un sueño mastodóntico que sorprendía por su cercanía, y el aire dolorosamente frío y puro te atravesaba los pulmones, e incluso los cantos de los pájaros resultaban más agudos y claros de lo que era habitual oír y existía la convicción, o quizá el deseo, de que las revelaciones físicas de ese tipo constituían un estado espiritual, y sin embargo, Lizbeth y Mitchell se sentían ambos impacientes por marcharse después de pasar unos días allí. Se aficionaban a las siestas en su habitación del segundo piso con celosías en las ventanas, rodeados de pinos como una embarcación a flote en un mar teñido de verde. Hacían el amor con ternura y mantenían conversaciones soñadoras sin rumbo fijo que no tenían en ningún otro lugar. Y sin embargo, después de unos días estaban ansiosos por irse.
Mitchell tragó saliva. No tenía costumbre de interrogar a su suegro y se sentía como si fuera uno de los alumnos de secundaria de Otto Behn, intimidado por el hombre al que admiraba.
—Otto, espera, ¿por qué estáis Teresa y tú en Au Sable?
Él respondió con cuidado:
—Estamos intentando solucionar nuestra situación. Hemos tomado una decisión y así... —Otto hizo una discreta pausa—. Así os informamos.
Por mucho que Otto hablase con tanta lógica, Mitchell se sintió como si le hubiera dado una patada en el estómago. ¿Qué era aquello? ¿Qué estaba oyendo?
Esta llamada no es para mí. Se trata de un error. Otto decía que llevaban al menos tres años planeando aquello, desde que le diagnosticaron a él la enfermedad. Habían estado «haciendo acopio» de lo necesario. Barbitúricos potentes y fiables. Nada apresurado, nada dejado al azar, y nada que lamentar.
—¿Sabes? —exclamó Otto calurosamente—, soy un hombre que planea por
adelantado.
Aquello era cierto. Había que reconocerlo.
Mitchell se preguntó cuánto había acumulado Otto. Inversiones en los ochenta, propiedades en alquiler en Long Island. Notó una sensación de desazón,
de repugnancia. Nos dejarán la mayor parte. ¿A quién si no? Podía imaginar la sonrisa de Teresa mientras planeaba sus abundantes cenas de Navidad, sus colosales despliegues para Acción de Gracias, la presentación de los regalos magníficamente envueltos para sus nietos. Otto dijo: «Prométemelo, Mitchell. Tengo que confiar en ti», y Mitchell repuso: «Mira, Otto —con evasivas, aturdido—, ¿tenemos vuestro número de teléfono allí?», y Otto respondió: «Contéstame, por favor», y Mitchell se oyó contestar sin saber lo que estaba diciendo: «¡Claro que puedes confiar en mí, Otto! Pero ¿tenéis el teléfono conectado?», y Otto, disgustado, replicó: «No. Nunca hemos tenido teléfono en la cabaña», y Mitchell dijo, ya que aquello había sido motivo de disgusto entre ellos tiempo atrás: «Está claro que necesitáis un teléfono en la cabaña, ése es precisamente el lugar en el que necesitáis un teléfono», y Otto farfulló algo inaudible, el equivalente verbal a encogerse de hombros, y Mitchell pensó, Me está llamando desde una cabina en Au Sable Forks, está a punto de colgar. Dijo apresuradamente: «Oye, mira: vamos a ir a visitaros. Teresa... ¿está bien?». Otto contestó pensativo: «Teresa está bien. Se encuentra bien. Y no queremos visitas —y añadió—: Está descansando, duerme en el porche y está bien. Au Sable fue idea de ella, siempre le ha encantado». Mitchell tanteó: «Pero estáis tan lejos». Otto respondió: «De eso se trata, Mitchell». Va a colgar. No puede colgar. Intentó evitarlo preguntando cuánto tiempo llevaban allí, y Otto dijo: «Desde el domingo. Hicimos el viaje en dos días. Estamos bien. Todavía puedo conducir». Otto soltó una carcajada; era su antiguo enfado, su rabia. Casi perdió su carné de conducir hace unos años y de algún modo, gracias a la intervención de un médico amigo suyo, había conseguido conservarlo, lo que no fue una buena idea, podría haber sido un error garrafal, pero no puedes decírselo a Otto Behn, no puedes decirle a un anciano que va a tener que renunciar a su coche, a su libertad, simplemente no puedes.
Mitchell estaba diciendo que irían a visitarlos, que saldrían de madrugada al día
siguiente, y Otto se mostró tajante al rechazar la idea: «Hemos tomado una decisión y no hay discusión posible. Me alegro de haber hablado contigo. Puedo imaginarme cómo habría sido la conversación con Lizbeth. Prepárala tú como creas conveniente, ¿de acuerdo?», y Mitch respondió: «Está bien. Pero, Otto, no hagas nada —tenía la respiración acelerada, se sentía confuso y no sabía lo que decía, sudaba, la sensación de algo frío, derretido, que le caía encima, demasiado rápido—. ¿Volverás a llamar? ¿Dejarás un teléfono para que te llamemos? Lizbeth regresará a casa en media hora»,
y Otto respondió: «Teresa prefiere escribiros a Lizbeth y a ti. Es su estilo. Ya no le
gusta el teléfono», y Mitch contestó: «Pero al menos habla con Lizbeth, Otto. Quiero decir que puedes hablar de cualquier cosa, ya sabes, de cualquier tema», y Otto repuso: «Te he pedido que respetéis nuestros deseos, Mitchell. Me has dado tu palabra», y Mitchell pensó, ¿Ah, sí? ¿Cuándo? ¿Qué palabra he dado? ¿Qué es esto? Otto decía: «Lo hemos dejado todo en orden, en casa. Sobre la mesa de mi despacho. El testamento, las pólizas de seguros, los archivos de nuestras inversiones, las libretas del banco, las llaves. Teresa tuvo que darme la lata para que actualizase nuestros testamentos, pero lo hice y me alegro infinitamente. Hasta que no haces testamento definitivo, no te enfrentas de una vez por todas a la realidad. Estás en un mundo de ensueño. Pasados los ochenta, te encuentras en un mundo de ensueño y debes tomar las riendas de ese sueño». Mitchell le escuchaba, pero perdió el hilo. Se le amontonaban los pensamientos como una ráfaga en su mente, como si estuviese jugando una partida en la que las cartas se repartieran a lo loco.
—Otto, ¡claro! Sí, pero quizá deberíamos hablar algo más sobre esto. ¡Tus
consejos pueden ser valiosísimos! Por qué no esperas un poco y... Iremos a veros,
saldremos mañana de madrugada, o de hecho podríamos salir esta noche.
Lo interrumpió, si no lo conociera habría dicho que de forma grosera:
—Eh, ¡buenas noches! Esta llamada me está costando una fortuna. Hijos, os
queremos.
Otto colgó el teléfono.
Cuando Lizbeth llegó a casa, había cierto tono discordante: Mitchell en la
terraza de atrás, en la oscuridad; solo, allí sentado, con una bebida en la mano.
—Cariño, ¿qué pasa?
—Te estaba esperando.
Mitchell nunca se sentaba así, nunca esperaba así, su mente estaba siempre
trabajando, aquello resultaba extraño, pero Lizbeth se le acercó y le dio un beso leve en la mejilla. Olía a vino. Piel caliente, cabellos húmedos. Lo que se diría un sudor pegajoso. Tenía la camiseta empapada. De manera coqueta, Lizbeth dijo al tiempo que señalaba la copa que Mitchell tenía en la mano:
—Has empezado sin mí. ¿No es temprano?
También era extraño que Mitchell hubiese abierto aquella botella de vino en
particular: un regalo de algún amigo, de hecho puede que fuera de los padres de
Lizbeth; de años antes, cuando Mitchell se tomaba el vino más en serio y no se había visto obligado a reducir las copas. Lizbeth preguntó dubitativa:
—¿Alguna llamada?
—No.
—¿Ninguna?
—Ni una sola.
Mitchell sintió el alivio de Lizbeth; sabía cómo aguardaba las llamadas de Forest Hills. Aunque por supuesto su padre no llamaría hasta las once de la noche,
cuando comenzaba la tarifa reducida.
—En realidad, ha sido un día muy tranquilo —dijo Mitchell—. Parece que no hay nadie más que nosotros.
La casa de estuco y cristal de dos niveles, diseñada por Mitchell, se hallaba
rodeada de frondosos abedules, encinas y robles. Una casa que había sido creada, no descubierta; la moldearon a su gusto. Llevaban viviendo allí veintisiete años.
Durante su prolongado matrimonio, Mitchell había sido infiel a Lizbeth una o dos
veces, y es posible que Lizbeth también le hubiera sido infiel, quizá no sexualmente pero sí en la intensidad de sus emociones. Pese a todo, el tiempo había transcurrido y continuaba haciéndolo, y tropezaban de pasada como objetos al azar en un cajón durante sus días, semanas, meses y años en el trance de su vida adulta. Se trataba de una confusión pacífica, como una sucesión de sueños intensos e inesperados que no pueden recordarse más que como emociones una vez se está despierto. Está bien soñar, pero también está bien estar despierto.
Lizbeth se sentó en el banco de hierro forjado de color blanco que había junto a Mitchell. Tenían aquel mueble pesado, ahora envejecido por el tiempo y 
desconchado después de la última vez que lo pintaron, de toda la vida.
—Creo que todo el mundo se ha ido. Es como estar en Au Sable.
—¿Au Sable? —Mitchell la miró brevemente.
—Ya sabes. La vieja casa de papá y mamá.
—¿Aún la tienen?
—Supongo. No lo sé —Lizbeth rió y se apoyó en él—. Me da miedo
preguntar —tomó la copa de entre los dedos de Mitchell y bebió un sorbo—. 
Solos aquí. Nosotros solos. Brindo por eso —para sorpresa de Mitchell, 
le besó en los labios. La primera vez que le besaba así, juvenil y atrevida, 
en los labios, en mucho tiempo.

Joyce Carol Oates(Narradora norteamericana, nacida en Lockport (Nueva York) en 1938) 

(Traducción: MariCarmen Bellever)

 


viernes, 24 de noviembre de 2023

LA DESTRUCCIÓN



tendidas de espaldas las mujeres
parecen más pequeñas
bajo la esquiva luminiscencia
de las linternas; a veces,
cuando una de ellas intenta
erguirse, adopta por un instante
la forma de un pesado animal
de la costa, mientras las otras
bajo su sombra apenas se mueven
o duermen de a ratos;
decirles que no nos iremos
con el último vaporetto del día
acaso ya no les baste; tampoco
que el abandono hacia un humo
fresco se enarbole precisamente
allí donde sus cierzos se confunden
con una desencantada alegría;
tal vez les importe más
aquella ligera amistad con vocablos
sicilianos que llegan extenuados,
deslizándose en ecos sobre
la superficie rugosa de las aguas,
su íntima relación con el contemplar
de lejos la demencia, como cuando
se arrojan los dados en la casa
y abolimos por ello mismo
todo el azar por única vez




al observar de cerca el objeto inerte
no sabemos si la belleza estuvo en el
movimiento, en la pausa o en el reposo;
esta indecisión crea por igual al ornitólogo,
al esteta y al experto en balística;
pero habremos por cierto de hacer notar
que es en el sueño donde todos tenemos
las más firmes convicciones, ya que las
dudas comienzan al minuto de despertar
–cuando la seda de ese presente vaciado
de todo futuro se adelgaza para desaparecer;
uno debería cavar túneles durante la noche
hasta encontrar una nueva fe en las palabras
que durante la vigilia dijimos con llamados
de larga distancia, para escribir mejores
páginas durante el viaje hacia el otro lado
del globo, dejar por fin constancia veraz de
la última cena, o simplemente seguir de pie
dentro del círculo de luz que nos dibuja la luna

(De: "La destrucción". editado
en 2014, en la desaparecida
página 
"www.poesiaargentina.com)

Marcelo Rizzi




Marcelo Rizzi. Nació en Rosario, Argentina, en 1961. Estudió Historia y Filosofía en la Universidad de esa misma ciudad. Es poeta y traductor. Tiene publicados El comienzo oblicuo de todo desorden (DeBolsillo, Barcelona, 2001), Sinopie (Melusina, Mar del Plata, 2003), Casa incompleta (Rosario, 2° premio concurso Felipe Aldana de la Editorial Municipal de Rosario, 2007); La isla de los perros (Alción, Córdoba, 2009), La destrucción (e-book, poesíaargentina.com, 2014); El libro de los helechos (Barnacle, CABA, 2018).Ha sido traducido al inglés, al portugués y al italiano. Tiene publicados poemas en revistas de Argentina, España, Chile y México. Publica en blogs y sitios de poesía del país y del extranjero. Ha sido invitado a varios festivales internacionales.



 

miércoles, 22 de noviembre de 2023

MAÑANA LLUVIOSA



No amas el mundo.
Si amaras el mundo habría
imágenes en tus poemas.

John ama el mundo. Tiene
un lema: no juzgues
si no quieres ser juzgado. No

discutas este punto
con la teoría de que no es posible
amar lo que uno renuncia
a comprender: renunciar

al discurso no significa
suprimir la percepción.

Fíjate en John, fuera en el mundo,
corriendo incluso en un día miserable
como hoy. Que
elijas no mojarte se parece a la patética
preferencia del gato por cazar aves muertas: completamente

consistente con tus dóciles temas espirituales,
el otoño, la pérdida, la oscuridad, etc.

Todos podemos escribir sobre el sufrimiento
con los ojos cerrados. Deberías mostrarle a la gente
algo más de ti misma; mostrarles tu clandestina
pasión por la carne roja.

(del libro "Praderas", Ed.
Pre-Textos, 2020)
 Louise Glück

(Traducción de Andrés Catalán)


Louise Glück nació en 1943 en el barrio de Queens, en New York, pero pasó gran parte de su vida en Long Island. Murió en N. York, en 2023. Sus abuelos paternos eran una pareja de húngaros que emigraron a Estados Unidos de jóvenes; el padre de Louise fue el primer integrante de la familia nacido en suelo americano. El deseo de convertirse en escritora, Louise lo absorbió de su padre. Él siempre había soñado con convertirse en escritor, pero nunca supo encontrar el camino para hacerlo realidad y se decantó por el mundo empresarial. No obstante, educó a su hija desde la sensibilidad al territorio de las letras. Louise recibió una gran influencia de él y esto la llevó a escribir sus primeros poemas siendo todavía niña. A lo largo de su carrera, Glück ha recibido importantes galardones, entre los que podríamos destacar el Premio Pulitzer de Poesía y el Premio Nobel de Literatura; en 1993 y en 2020, respectivamente. Respecto al Nobel, cabe mencionar que Glück se suma a una cortísima lista de poetas que han sido reconocidos con este premio. En palabras del jurado, se lo han otorgado debido a que «con su austera belleza hace de la existencia individual algo universal».  En 2003, fue nombrada Poeta Laureada de Estados Unidos. Es autora de trece libros de poesía, entre ellos: Averno (2006);  The Seven Ages (2001), , Ararat , El triunfo de Aquiles y El iris salvaje.