EL RUIDO DE LA LUZ
I
Azul, la capa de las vírgenes en sus cajas de vidrio
en las esquinas de un país del que vimos tres manzanas
y en cada cuadra una monja,
la puta y el soldado.
Azul, el cielo sin nombres, sin banderas,
atrás del aire de gusanos transparentes
venidos de mirar la pantalla de universo.
Azul, el humo que salía de tu boca
y subía
por el azul de tus ojos
por las pequeñas noches de tus pupilas,
pozos de fuego y agua puros.
II
Al lado del río pusieron manteles.
El sol se sirvió ahí,
entero y blanco.
Todos nos sentamos cerca suyo,
junto a la carne trinchada,
las verduras rozagantes.
En el espejo de las mesas
no vimos el futuro;
había un coro de tontos más allá
aplaudido compasivamente por el miedo
entre gaviotas o seres parecidos
a la felicidad.
III
Tomar agua con las manos,
tomar de esa luz del agua,
como besando las fuentes
en un cuarto de hotel;
el ruido de la luz ‒te acordás?
Era un tubo redondo,
había tanta, se achicaban las pupilas
hasta el punto más mudo ‒apagás?
Y sin embargo, veía todo tanto
que hasta hoy lo sigo viendo:
tu boca, tus ojos abiertos,
¿guardaron hasta hoy
mi cara o algo, mis tetas,
cuando las puse bien cerca de tu cara?
EL HILO
Todo pende de un hilo,
dijo mi padre en su cumpleaños.
Estaba hablando de la fragilidad, pero
más allá de esa afirmación algo dramática,
no se explayó en el origen
griego ‒tal vez egipcio‒ de la expresión,
más bien habló
de los ácidos ribonucleicos,
los homínidos, los protozoos,
los millones de años
en que la vida se gestó.
Todo pende de un hilo u otro,
pensé mientras perdía
el hilo de la conversación:
una víscera, un tallo, el fino
rayo de sol.
Todo pende de un hilo raro,
umbilical, atravesado
por un hueso limpio,
una recta de agua.
Todo pende de un hilo de agua
incluso las rocas
que a su paso el río araña.
De un hilo el anzuelo
y el ojo aterido,
el pez gordo, la presa fácil.
Todo pende de un hilo:
un hilo de nada
un hilo de voz.
(Del libro "Toro" (2015)
Carla Sagulo (Buenos Aires, 1977)
IMAGEN: Delta del Paraná (Tigre).
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