Despierto cansada y fría. La toma de posesión de una «libertad» exterior tan duramente lograda es triste. Pienso en mi vida condensada en un eterno intento de escudriñar mi yo. Libros y más libros. Hay momentos en que desaparece la esencia del libro, quedando solamente su ridículo cuerpecillo. Me veo entonces acariciando nebulosas hojas de papel y me pregunto si valen lo que una mirada humana. Me retuerzo en el interrogante axiológico. Pero ¡no necesito respuesta! Continúo leyendo; paulatinamente, desaparece el físico del libro. Me convierto en el receptáculo de su alma. (¡Oh, amo los libros!) Cada minuto que transita señala mi elevación
Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En ese sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos.
Y sobre todo mirar con
inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto.
Como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo
súbitamente borrada por la lluvia.
Me tortura pensar que nunca escribiré en una bella prosa. Y
ello por una razón mental, por esta semiafasia que me obliga a romper cualquier
ritmo incipiente. Pensando en el asunto, se trata de un problema musical, se
trata de mi imposibilidad de incorporar o percibir el ritmo. En verdad, todo
esto es una falla de atención, un temblor constante allí donde los demás
piensan.
Árboles castrados. Conmueven. Parecen tan humildes, tan
inocentes. Su postura es la misma que antes, cuando cada brazo refulgía de
verdes dorados. Árboles cortados. Erguidos a pesar de todo. Dulce espera de la
primavera. Recuerdan las hojas caídas. Recuerdan las sombras gigantescas.
Esperan y esperan. Nada se reemplaza. Ya vendrán grandes ramas que, a lo mejor,
serán más bellas que las anteriores. ¿Por qué no podrá sucedernos Lomismo?
Florecer. Un golpe de hacha. Desnudez impúdica y digna. Espera. Nuevos brotes.
Otro florecimiento. Y luego Lomismo y Lomismo. Es decir que anhelo un golpe de
hacha que quiebre mis ramas actuales. Quedarme desnuda y esperar sonriente.
Hay momentos en los que Dickens se siente dominado por una
fuerza que le impulsa a escribir y está como transportado. Ésta es la dicha
perfecta. Ciertamente, los escritores de hoy no la poseen. ¡Oh, vida, acéptame!
¡Haz que sea digna de ti! ¡Enséñame!
Magnífico momento ése el de Proust torturado de no poder ser
besado por su madre. Conmovedoras las artimañas. Me gusta su abuelo, pero no su
abuela a pesar de sus paseos por el jardín y su aire de espartana. No me gusta
la salud espiritual inconsciente. No me gusta la sencillez del campesino que no
entiende nada y no tiene más que bondad y alegría. No. Quiero un espíritu
palpado mil veces por su mano y torturado y feliz y contradictorio.
La poesía, no como sustitución, sino como creación de una
realidad independiente —dentro de lo posible— de la realidad a que estoy
acostumbrada. Las imágenes solas no emocionan, deben ir referidas a nuestra
herida: la vida, la muerte, el amor, el deseo, la angustia. Nombrar nuestra
herida sin arrastrarla a un proceso de alquimia en virtud del cual consigue
alas, es vulgar… La mayor parte de los poemas surrealistas son mucho menos
convencionales y cerebrales y literarios que los poemas sencillos y beatos a
que nos acostumbró la literatura española.
Los estados de angustia impiden sentir la poesía. Me refiero
a la angustia que produce el fracasar en los intentos de comunicación con los
otros. Una queda reducida a una espera. No. Espera, no. O tal vez sí. Una
espera la llamada de afuera. Sólo es posible vivir si en la casa del corazón
hay un buen fuego. Dentro de mi pecho tiene que estar la morada del consuelo,
quiero decir, de la certeza. Sólo entonces se vive la poesía, que parece estar
reñida con la enajenación.
La poesía no es artesanía ni nada tiene que ver con ella.
Pero para trascender el lenguaje debo antes hacerlo mío. En verdad es un poco
estúpido hablar de poesía: o se la hace o se la lee. Lo demás no tiene
importancia. Aunque yo quisiera tener algunas pequeñas verdades literarias, me
sentiría más segura de mí si las tuviera. Para comenzar, he aquí un enigma:
¿por qué me gusta leer la poesía luminosa, clara, y casi execro de la oscura,
hermética, cuando yo participo —en mi quehacer poético— de ambas? ¿Y si fuera
por no tomarme el trabajo de comprender los textos oscuros? Ello daría la
explicación exacta de una manía de relacionarme con personas cuyos procesos
interiores son más simples que los míos. O al menos, así parece. Pero,
Alejandra, en el fondo de los fondos, ¿qué es claro y qué es oscuro?
Desalentada por mi poesía. Abortos, nada más. Ahora sé que
cada poema debe ser causado por un absoluto escándalo en la sangre. No se puede
escribir con la imaginación sola o con el intelecto sólo; es menester que el
sexo y la infancia y el corazón y los grandes miedos y las ideas y la sed y de
nuevo el miedo trabajen al unísono mientras yo me inclino hacia la hoja,
mientras yo me despeño en el papel e intento nombrar y nombrarme. Aparte de
ello no olvido lo correspondiente al lenguaje, expresión, etc., materias en las
que soy una completa intrusa.
Estoy leyendo Forma y poesía moderna de H. Read. Sucede lo
de Du Bos: detesto leer ensayos sobre autores que no conozco. Por otra parte,
Read divaga, pasea por el tema de la poesía. A diferencia de Du Bos, se siente
tan seguro de su intuición y conocimiento respecto de la materia, que se olvida
del lector, de la poesía y del ensayo que está escribiendo. Se sienta en un
sillón, con un vaso de scotch en la mano y habla. Habla pero no crea ni informa
ni sistematiza. Los ensayos sobre poesía debieran elegir dos caminos: la
información objetiva histórica o la creación que parte de la palabra poética
para llegar a su esencia, a la que tiene de más entrañable (Heidegger,
Pfeiffer, etc.).
Poesía es lirismo. La poesía es experiencia —así decía
Rilke. Y yo digo: experiencia de la palabra.
Despierto sonriendo después de una noche infernal. ¿Cómo
entenderlo? Anoche releí mis poemas y me dije que no valen nada.
Lo que falla en los poetas mediocres es el tono, un cierto
ritmo peculiar, algo personalísimo que reconocemos en los poetas auténticos.
Mi asombro ante mis poemas es enorme. Como un niño que
descubre que tiene una colección de sellos postales que no reunió. Y si leo, si
compro libros y los devoro, no es por un placer intelectual —yo no tengo
placeres, sólo tengo hambre y sed— ni por un deseo de conocimientos sino por
una astucia inconsciente que recién ahora descubro: coleccionar palabras,
prenderlas en mí como si ellas fueran harapos y yo un clavo, dejarlas en mi
inconsciente, como quien no quiere la cosa, y despertar, en la mañana
espantosa, para encontrar a mi lado un poema ya hecho. Ésta es mi proeza, éste
es mi heroísmo. Cómo es posible que el silencio fructifique de esta manera,
cómo es posible que con mi terquedad campesina lo labre tan bien y con buen
éxito. No sólo doy imágenes bellas sino reflexiones, y hasta enuncio deseos
difíciles de expresar: me quejo, hablo, discuto, enciendo, purifico, corrompo,
y todo ello con palabras que no son mías, y ni siquiera tengo demasiadas faltas
gramaticales; todo sucede como si realmente fuera así, todo sucede como si yo
pensara, como si yo sintiera, como si yo viviera.
La vida perdida para la literatura por culpa de la
literatura. Quiero decir, por querer hacer de mí un personaje literario en la
vida real fracaso en mi deseo de hacer literatura con mi vida real pues ésta no
existe: es literatura.
Hablé de mis tentativas literarias. Siempre las haré, pero
nunca llegarán al acto. No escribiré nunca nada bueno, pues no soy genial. No
quiero ser talentosa, ni inteligente ni estudiosa. ¡Quiero ser un genio! ¡Pero
no lo soy! Entonces ¿qué? Nada. Alejandra, ¡nada! Sigue juiciosa y reprimida
como hasta ahora. Sigue diciendo que tu vida no vale nada y temiendo fumar en
la calle. Sigue berreando contra la humanidad mientras te asusta esta pobre
silla. Sigue entreteniendo una calavera negra cuando tu rostro enfrenta al
espejo mientras el corazón late pensando en el dibujo correcto de tus labios.
¡Sigamos caminando, Alejandra, sigamos caminando! Caminaremos hasta la odiada y
temida Muerte en la que cesará la odiada y temida Vida. Gime por tus lágrimas
mientras te sientes culpable de tu risa. Enciérrate en tu cuarto a escribir
sandeces suspirando por los ovarios de D. Sonríe a D. angustiada por el tiempo
que corre y la necesidad de estudiar Pascal. ¿Comprendes, Alejandra? Estamos
perdidas, lo que se dice ¡completamente perdidas!
Sobre la exactitud, la objetividad. Mi impaciencia ante
alguien que me habla de una manera vaga, rodeando de sombras el objeto. Como M.
ayer que decía con su voz de niña: «la calle Teoliphe Gautier». Y yo a su lado:
«¡Teophile!», sintiéndome al mismo tiempo conmovida y casi al borde del llanto
pues sentía la fragilidad de toda cosa. Las erratas —escritas u orales— me son
siniestras. Parecen el juego demoníaco de un maldito ignorante que desordena
todo por un no puro saber. Y no obstante, yo miento, casi nunca digo
exactamente lo que veo y siento pero lo hago por miedo a herir a los demás, si
los hiero no me querrán. Se trata, en suma, de desviaciones piadosas. Si algún
día llega en que no tendré más miedo de quedarme absolutamente sola a causa de
un lenguaje más verdadero, mis palabras serán como relojes o como instrumentos
científicos «de alta fidelidad».
Ahora sé que siempre haré poemas. Y sé —qué extraño— que
seré la más grande poeta en lengua castellana. Esto que me digo es locura. Pero
también promesa. A otros de ser feliz. Yo quiero la gloria, mejor dicho, la
venganza contra los ojos ajenos.
Llena con tu silencio el vacío de tus palabras.
Cuando caminaba hacia la escuela, un soplo de esperanza me inundó. Me vi caminando, sintiendo, mirando. Y me dije: ¡Soy feliz porque estoy viva! ¡Soy feliz de poder caminar y desplazarme hacia donde quiero! ¡Soy feliz porque no estoy muerta, porque soy joven, porque crearé belleza, porque debo a la vida mucho, porque siento que me llama algo muy grande!
(Selección temática del Administrador,
de los Diarios, cuando la autora
tenía entre 18 y 24 años,
-Tomada de la edición de Ana Becciu-)
Alejandra Pizarnik (Buenos Aires; 1936 -1972)
IMAGEN: "Haiku 117", pintura de Laurent Koller.
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