Es muy tarde. Estoy excitada. Deseo un cuerpo junto al mío. ¡Cualquiera! Cualquier sexo, cualquier edad. ¡Eso es lo de menos! Basta un cuerpo a quien tocar y que me toque. ¡Mi sangre galopa! ¡Ah! Deseo fervientemente. Me disuelvo en deseos eróticos. Nada de amor. No. Nada de eso. ¡Sí! Lo que yo quisiera es vivir mi vida diurna entre libros y papeles y pasar las noches junto a un cuerpo. Ése es mi ideal. ¿Es lascivo? ¿Es lujurioso? ¿Es estúpido? ¿Es imposible? ¡¡¡Es mío!!! Y con eso basta. Pero ¿dónde conseguir ese ser? Tendría que ser alguien como yo, que desee lo mismo que yo. ¡No existe! ¡Sé que no existe! Mi locura es única. ¡Mi originalidad! ¡Mi extremismo! ¿Qué será de mí? ¡No lo sé! ¡Sólo sé que no puedo más! ¡Que me muero de impotencia!
Antes de la llegada de D. estuve oyendo un diálogo entre
esas dos lesbianas que vienen todos los días. Hablaban de otra que las
traiciona criticándolas y haciéndoles análisis psicológicos. Me asombra esa
moralidad burguesa que manifestaban. En nada se diferenciaban de un vulgar
matrimonio burgués. Quedé decepcionada.
Ni una imagen poética acierta a pasar por mi mente. Sonrío.
¿Hay más poesía en algún lado que en el rostro del ser amado?
Cierro los ojos y recuerdo el momento de mis labios sobre
los suyos. Extraño. Me es difícil recordarlo. En ese instante estaba
inconsciente. Ahora pienso que tendría que haber sido distinto. Que fue un beso
torpe y excesivamente fugaz. Que al iniciarlo yo, tendría que haberlo dado con
las fuerzas que se lo pedí. ¡Bah! ¡Valiente razonamiento! Sí. Ahora que la
terrible emoción pasó. (Clavo mis uñas en la palma de mi mano.) Antes, cuando
no había sentido aún sus labios, me consolaba pensando en su frialdad. Pero
ahora… ¡ahora! Jamás sentí labios más exquisitos, más suaves, más maravillosos
que los de… Me desespero pensando y pensando en ese beso de despedida. Es como
haber pegado para siempre su rostro en mí. Estoy atada a sus labios.
Escribo para no angustiarme tanto. Sólo me consuela el
momento de verlo de nuevo.
Muy bien, supongamos que vence mi amor imposible (mi amor
«legítimo» hacia el ser ausente, que no me ama). Bueno, me espera entonces la
más cruel y refinada angustia imposible de soportar. Además… ¡no creo en el
amor! Entonces… ¿qué?
Creo que mi feminidad consiste en no poder «vivir» sin la
seguridad de un hombre a mi lado. En los períodos (¡actualmente tan escasos!)
de ausencia de flirts, me siento terriblemente árida. Inútil. Como si estaría
[sic] malgastando mi juventud. Y cuando estoy segura, es decir, cuando camino
junto a un hombre que guía mi cuerpo, me siento traidora. Traiciono a ese
llamado cercano que me planta junto a la mesita y me ordena: ¡estudia y escribe,
Alejandra! Entonces ya no grito «¡me muero de inmanencia!». ¡No! Entonces, me
siento ser. Me siento vibrar ante algo elevado que me asciende junto a sí.
18.30: Encuentro con L. Me siento angustiada pues acabo de
tomar un Reducin. Con todo, me siento bonita y lo miro como a él le gusta. Es
decir, simpática, inocente, pícara (en el sentido del sex-apple [sic]) y
sumisa. Él está triste pues no me ha visto en todo el día y el encuentro es
breve.
Imposible la plena comunicación humana. Los otros, siempre
nos aceptan mutilados, jamás con la totalidad de nuestros vicios y virtudes. O
nos detestan por algún aspecto nuestro que les mortifica o nos aceptan por algo
que es ángel en nuestra carne. También solemos tener días en los que nos
permiten comunicarnos y días en que nos amurallan. Estos últimos coinciden con
los días en que más necesidad de contacto humano tenemos. Seguramente nos
rechazan por ese aspecto de mendigos repelentes que proporcionan la angustia y
la soledad.
Lo recuerdo dolorida. ÉL no está. Hace siglos que se fue.
Espero su vuelta (como los hebreos esperando el Mesías) temblorosa y
emocionada. Es como si naufragaría [sic] aferrada a una tenue rama, segura de
no morir pues dentro de un plazo seguro va venir [sic] un barco a salvarme. ¡Y
ese barco es ÉL!
¡Quizás él es sólo una excusa para dejar de hacer algo que
tal vez jamás amé! No sé, pero yo quisiera otra cosa para mí. Aun en estos
momentos en que me siento tan animal, tan frívola, siento firmemente que deseo
estudiar, escribir, curarme, viajar y no casarme nunca. (Quiero agregar que
deseo alguna experiencia sexual, with women.) Entonces… ¡ni palabra!
¡No puedo dejar a L.! ¡No puedo! Hoy intenté mostrarle mi
confusión mental, mi desequilibrio, mi apego al psicoanalista, mi incapacidad
de elección (¡tan fundamental en él!). Pero no reaccionó como yo esperaba. ¡No!
¡Quiere ayudarme! Su hermoso rostro se acercó amorosamente el mío mientras sus
labios susurraban maravillosas frases. Los ojos oscurecidos por la emoción. Las
manos, ¡sus bellas manos! Buscando las mías. ¡Emocionada! (¡pero nada más!).
¡Excitada! ¡Terriblemente excitada! (¡pero nada más!). ¡Al diablo! Mi
sensibilidad se agita sólo conmigo. Me sentía afectivamente impasible.
Tremendamente pasiva. ¡Como si sería [sic] natural ese cariño por mí! ¡Como si
el no quererme sería [sic] una anomalía! No sentía agradecimiento. Me veía
materialista, dura y valiosa. Como un prodigio inhallable. Hasta pensaba en la
suerte de L. al encontrar una mujer tan maravillosa como yo (¡no ironizo!).
Ahora me extraño. «Sólo me amo a mí misma.» Se lo dije a L. y se alegró. «Así
me amarás más a mí.» Tengo la sensación de haberlo leído en algún lado. Cuanto
más se ama o se odia uno a sí mismo, más capacidad hay de amar u odiar al Otro.
(No recuerdo si lo dice Gide, Proust o Breton.) ¿Qué importa, si yo no puedo
amar?
Ahora me pregunto por qué no lo amo. ¡No sé. No sé! Siento
que al no poder amar a L., jamás podré amar a hombre alguno. Con él se cierra
la serie de hombres-objetos-a-amar. Nunca habrá nadie más bello ni más sensible
que él. Pero no puedo forzar mi ser hacia él. Hay algo inefable que me detiene
y que me evita sentir melancolía ante la impotencia afectiva. Algo que me
construye mi futura «ermita». ¡Quiero estar sola! ¡Quiero tiempo para estudiar!
Hace diez minutos (o menos) que L. se fue para siempre. Aún
siento en mi rostro el sabor de las lágrimas derramadas en su hombro. Lloré
ante la certidumbre de mi incapacidad afectiva. Lloré porque se fue el ser con
el que pensaba unirme y constituir una pareja como tantas otras. Lloré porque
jamás conoceré el encanto de la comunicación plena. Lloré porque la llave que
abrió la puerta indicó un claustro (¡el anhelado encierro junto a los libros!
¡La soledad infinita!). ¡Sí! Lloré porque terminó la farsa. ¡Abajo las
máscaras! Éste es tu lugar, Alejandra, y jamás saldrás de aquí. Éste es tu
lugar, junto a Rimbaud y Nerval. ¡Junto a Vallejo! Junto a los adorados seres
inexistentes que jamás te desilusionarán y a los que nunca cansarás con tus
andares de neurótica mundana. Heme acá. Las cuatro paredes rodean mi alma.
Hemos llegado al final de un experimento necesario y fracasado. Acá. Sí. Con la
pluma y el llanto que nutre conmovedor la savia de mi escritura. ¡Sola!
¡Gritaré aterrada mi soledad! Gimo. Lloro. ¡Tengo tanto miedo!
Odio mi cara, pues la miro a través de sus ojos. Esta cara
no supo fascinarlo. Amo. ¿Qué se hace en este mundo cuando se ama así?
No te llamo, no te pido. Me doy, te soy. Tú no me tomas, no me necesitas, no hay ganas de mí en tu mirada. Te veo, te creo, te recreo, mi solo amor, mi idiotez, mi desamparo. Qué me hiciste para que yo me enrostre este amor estúpido. Piedad por ti. Cuando te vea lloraré, recordando lo que tuviste que padecer en mi memoria.
Amamos a lo que se nos hace carencia. Imposible desear lo
que ya está en mi mano (vieja verdad socrática que recién ahora encarna en mí
conscientemente). De allí el Mito de Mi Amor Imposible: carencia, nada más.
El miércoles estuve con Olga. Está vieja y fea. Nos
comunicamos. Fue dulce y buena conmigo. Ahora no tengo ganas de llamarla más.
Por la noche me emborraché y traje a mi casa a una chica que conocí en lo de O.
Nos acostamos. Me acosó con sus anhelos de un amor exclusivo: si estoy
enamorada de alguien, si soy fiel, etc. Quiso fornicar conmigo pero no pudo
debido a mi frialdad. Me preguntó para qué la traje a mi casa. Yo me encogí de
hombros y no le respondí. En verdad no le respondí a ninguna de sus preguntas.
Se fue horriblemente triste y enamorada de mí. (Ahora no recuerdo su rostro.)
Olga no me quiere más. Me ha abandonado. No estoy triste por
mí sino por ella. Ahora yo no podré quererla. Y nadie pudo haberla querido más
que yo. Ella maltrató mi amor. Un amor puro y abstracto. Pocas veces he querido
tanto a alguien. Ahora no sé si la quiero, pero ya no le daría mi vida, no me
interesa su destino. Es más: algo lejano me dice que yo la hubiera podido
salvar y que ella no quiso salvarse. Según O., yo habría sentido deseos por
ella, es decir, deseos homosexuales. Creo que no. Por lo menos,
conscientemente, no lo pensé jamás. Ojalá fuera homosexual. Siempre me lo digo.
Pero no creo posible, para mí, arribar a un orgasmo con una mujer. Mi sed
sexual es, ineluctablemente, la de esas mujeres [frase tachada]
De todos mis encuentros con elementos lesbianos he llegado a
ciertas conclusiones. Y no deben ser muy erradas pues conozco a las lesbianas
más notables de la homosexualidad porteña: las insoportables son las viriloides,
las que han luchado durante años por aceptarse definitivamente homosexuales,
soportando las opiniones y censuras y escándalos del medio ambiente (casi todas
las homosexuales son de familia de alta sociedad o alta burguesía), hasta que
mandaron al diablo a todo y ostentaron gallardamente sus melenas cortas, sus
camisas, sus cigarrillos negros o rubios de mala calidad sospechosa, sus
miradas particularísimas, etc. Cuando una lesbiana así se enamora y no es
correspondida es capaz de todo. Su amor está hecho, entre otras cosas, de
rabia, de ira, de desafío, de egoísmo llevado a sus últimas consecuencias, etc.
Y siempre hablan en términos judiciales y éticos: «Hay que…», «No tengo
derecho…», etc.
(Hoy me dijo una compañera del curso de francés que en París
«hay mucha degeneración», pues le contaron que las parejas que se aman se besan
en la calle «¡en público!».) Pienso que seres así hacen la vida aún más dura. Y
ello sin decir lo que ellos mismos hacen cuando no están «en público». Y estos
seres son «la sociedad». Los representantes del orden, de la corrección, de la
moral. ¡De la moral! Moral que ellos establecen a su criterio y sin derecho. Y
nosotros somos los expulsados, los rechazados, ¡los sifilíticos espirituales!
Como si de nuestro rostro resbalaran materias putrefactas. Como si no nos
mereciéramos ese cielo candoroso que nos cubre, detrás del cual está Dios,
manantial de toda estrechez y mezquindad imaginarias.
Un encuentro sexual no compromete a nada. Sólo dos seres sedientos
que se unen en el desierto para ir en busca de la calma.
Conflictos sexuales. No vivo el sexo como un problema. Sólo
advierto que soy una niña, no una mujer. No tengo conciencia del bien ni del
mal. Lo mismo que entonces, cuando era muy niña y me excitaba pensando en dios.
Quisiera ser menos inocente.
El domingo me acosté con E. M. Había una atmósfera
orgiástica más intensa que la que surge en la soledad de la fantasía. Una vez
en mi casa, serena, pensé que muchas cosas habían cambiado y cambiarían. Es
decir, muchas cosas dejarían de cumplirse exclusivamente en la fantasía y se
encarnarían en la realidad. Creo que necesito satisfacer cuanto antes mis
deseos sexuales, que son enormes. Y también lo dijo E. M. Ni yo misma sospecho,
tal vez, la magnitud de mi necesidad de satisfacción sexual.
Un escenario. Se abre el telón y baja un falo como la
columna de una catedral. En lo alto se divisan los testículos. Ella aparece
bailando, vestida como una plañidera medieval española, y se abraza al falo.
Los testículos se abren como la boca de una grúa y dejan caer cabezas de
indios, de rabinos, de mongoles, de pequeños dioses. Ella se abraza más fuerte,
hasta que el falo se sacude y lanza una serpiente que la enrosca.
He decidido cesar las aventuras sexuales. Al menos, hasta
que el amor no me arrastre fuera de mí y me obligue a cumplirlas. Lo demás, en
mí, es literatura…, pero esas angustias de quedar encinta son exactamente
idénticas a las de cualquier modistilla. Y en verdad, si yo quisiera aplacar
toda mi sed sexual necesitaría años de orgías. No es posible: quiero escribir.
Además, la relación sexual —debo confesarlo— me desilusiona un poco... Lo que
sucede es que yo necesito, tal vez, un cortejo de perversiones, acostarme con
varios hombres al mismo tiempo, por ejemplo. Pero esto es inseguro. Es más:
creo que lo digo «por literatura»… Pero eso sí: no reiniciar más ningún suceso
sexual. Y mucho menos con E. M.
No puedo creer que esto es la vida. (Ella espera a la vida.)
¿Y el amor? El amor con espumas, con alas, ese amor como un arco iris, como una
música soñada por el viento, ¿dónde, Alejandra, el amor?, ¿dónde la vida, la
verdadera vida?
El amor imposible es tan imposible como yo pensaba. Más aún:
es absolutamente imposible…Ahora bien: yo lo olvidaré. Quiero ser libre, aunque
me vuelva loca, aunque sufra como nadie, seré libre. Prefiero una libertad
árida, empobrecida antes que esta adoración carente de sentido, irreconciliable
con la realidad.
Creo que un poeta necesita amar. Mi amor fue un amor para un
poeta. Ahora no tengo nada. No espero nada.
Mi único amor es el sexo. Mi único deseo ser puta. O no
serlo. Pero legiones de hombres. Y si quieren, vengan las mujeres y los niños.
Particularmente niños y niñas de doce años. Alejandra Nabokov. (Pero es que yo
tengo doce años…)
—Cuando me muera muy pronto, si alguna vez muero, no
recordarán el olor a tristeza del río, no recordarán el gusto del vino atado a
la lengua, no recordarán el color de la noche en los ojos de los ahogados sino
que recordarán mi voz, mis palabras que flotan como máscaras, como cáscaras
vacías que nunca contuvieron nada, y recordarán mis ojos verdes que pagaron al
amor el más alto tributo, y recordarán mi nombre que significó mucho para quien
lo llevó como un arma en la noche de los grandes reconocimientos y del dolor
sin desenlace. Así me dejé violar como tantas otras noches similares.
Lo del sexo es otra mentira. Un instante de onanismo, nada más.
La gente debería masturbarse. Amarse platónicamente y masturbarse. Así sería el
reino de la poesía. Fornicar sería como rascarse. Hasta podría ser público. La
chair est triste. Y en verdad, mucho mejor si no hubiera sexo. Sin deseos, sin
anhelos, un flotar, un deslizarse, sin sed, sin hambre. El vientre materno.
Apenas veo a un hombre, lo imagino en el lecho, fornicando
conmigo. No obstante, no quiero fornicar con nadie.
He descubierto mi tendencia a conversar de temas obscenos,
tratándolos con humor. Como dejando soslayar que participo en terribles orgías
sexuales. Debe ser una manera de encubrir mi forzosa o forzada castidad, o lo
que fuere. O también, para demostrar que soy absolutamente heterosexual, dado
que mi vestimenta bohemia y mi voz ronca pueden hacer pensar en la
homosexualidad. Lo cierto es que hablo como una devoradora de hombres.
En el fondo, me repugna ser mujer. Si fuera muy bella, lo
aceptaría. ¿Por qué soy tan poco femenina si no soy homosexual?
Dejé de pintarme. Ahora parezco una lesbiana típica.
Bienvenida sea. Para qué mentirme. A mí me gustan las mujeres, sólo las
mujeres. Pero no sexualmente. He aquí el problema.
Me gustaría, más que cualquier cosa en el mundo, encontrar
una amiga, alguien con quien poder mirar y descubrir París. No hablo de un
amigo. Los hombres son para mí objetos sexuales. Ésta es mi originalidad, según
creo. Una suerte de lesbiana normal.
Soy masoquista. Descubrimiento de ello. Ayer, cuando de
pronto cayó la imagen: me pegaban con un látigo. Tuve un orgasmo. No comprendo.
No comprendo nada si aún soy tan niña, tan inocente. No comprendo.
Quiero que hoy sea mañana y quiero realizar todas mis
fantasías eróticas, encarnarlas, interpretarlas. Hoy es mi día más erótico, y
se debe al acto de ayer. Siempre tuve la sensación o el presentimiento de que
lo único importante verdaderamente es el acto sexual. Es decir, cuando
descartaba todo, cuando sentía lo inútil de todo, la muerte, el dolor, la
falsedad, lo absurdo sobre todo de la vida, me decía: «Lo que impide reventar
es el ardor entre los muslos». Y hoy a la mañana me dije que no me voy a negar
nunca más ninguna experiencia sexual, sea con quien fuere. Hasta el presente
mis experiencias fueron promiscuas, de hoy en adelante lo serán más. Me
acostaré con todos los que me lo pidan en tanto yo sienta el más leve deseo.
Pero sólo yo sé que la quiero a M. solamente, o al menos a Augusto y a M., a
ambos, juntos o por separado.
Que has venido. Que tu presencia estremece el cálido color
de las hojas muertas. Milagros de la que espera y ve y siente. Y yo te seguiría
bajo cualquier forma, como polvo o humo o viento. Entraría por tu respiración,
por tu sonrisa, por tus tristes deseos de evadirte hacia donde no haya lenguaje
sino solamente ojos devorándose, ojos amándose en el peligro de una desnudez
absoluta.
Y tú me viste llegar, mendiga hedionda enamorada de su
sombrero con flores y plumas. Había un color lila que humeaba y yo estaba de
verde dentro de mis harapos. Dancé para que te rieras. Me pinté las uñas de
azul. Toqué la guitarra y canté canciones que hablan de pequeños instantes
únicos en los que el dolor se aduerme y hay sólo deseos de amar.
Quise decirle: «Ven a mí, ahora que nadie nos ve, ahora que lo verde de este maléfico jardín entró en la austeridad anónima de una noche de verano. Ven a mí: si vienes, las estrellas seguirán siéndolo, la luna no se cambiará con colores ultrajantes ni habrá metamorfosis dañinas. Nadie verá que tú vienes a mí. Ni siquiera yo, pues yo ya estoy muy lejos, yo ya estoy en otro mundo, amándote con una furia que no imaginas. Ven a mí si quieres salvarte de mi locura y de mi rabia, ten piedad de ti y ven a mí. Nadie lo sabrá, ni siquiera yo, pues yo estoy vagando por las calles de otra ciudad, vestida de mendiga vieja, acoplando tus nombres a canciones oscuras que son como puñales para fijar mi delirio. Mi sangre, mi sexo, mi sagrada manía de creerme yo, mi porvenir inmutable, mi pasado que viene, mi atrio donde muero cada noche. Oh ven, nada ni nadie lo sabrán nunca. Aun cuando yo no lo quiera ven. Aun cuando yo te odio y te abandone, ven y tómame a la fuerza».
Una sola vez fui feliz: cuando corrí a caballo, desnuda, por la playa. Fue entonces cuando palabras como tierra, sangre, sexo, adquirieron realidad, se hicieron tan reales que desapareció la voz; y el sentir y el hablar no se diferenciaban.
(Selección temática del Administrador,
de los
Diarios, cuando la autora
tenía entre
18 y 24 años,
-Tomada de la edición de Ana Becciu-)
Alejandra Pizarnik (Buenos Aires; 1936 -1972)
IMAGEN: "Tolles
Weib", Gemälde, 1919; pintura de Emil Nolde.
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