me dicen
tienes la vida por delante
pero yo miro
y no veo
nada
Estuve pensando que nadie me piensa. Que estoy absolutamente
sola. Que nadie, nadie siente mi rostro dentro de sí ni mi nombre correr por su
sangre. Nadie actúa invocándome, nadie construye su vida incluyéndome. He
pensado tanto en estas cosas. He pensado que puedo morir en cualquier instante
y nadie amenazará a la muerte, nadie la injuriará por haberme arrastrado, nadie
velará por mi nombre. He pensado en mi soledad absoluta, en mi destierro de
toda conciencia que no sea la mía. He pensado que estoy sola y que me sustento
sólo en mí para sobrellevar mi vida y mi muerte. Pensar que ningún ser me
necesita, que ninguno me requiere para completar su vida.
Estoy tan sola, y no tengo por amigo ni siquiera un libro,
ni siquiera un recuerdo que acariciar, un nombre amado o que amé, no tengo nada
en este mundo para evocar con alegría o por lo menos con cierta sensación de
calma, de bienestar. Esto es lo que me aterroriza: nada, nada, me une o enlaza
a este mundo, nada sino el miedo, las humillaciones pasadas, mi oscuro rencor,
mi odio mudo. Cómo es que aún persisto. Qué fuerza, qué milagro estoy
cumpliendo.
Cuando entré en mi cuarto tuve miedo porque la luz ya estaba
prendida y mi mano seguía insistiendo hasta que dije: Ya está prendida. Me
saqué los pantalones y subí a una silla para mirar cómo soy con el buzo y el
slip; vi mi cuerpo adolescente; después bajé de la silla y me acerqué al espejo
nuevamente: Tengo miedo, dije. Revisé mis rasgos y me aburrí. Tenía hambre y
ganas de romper algo. Me dirigí a la mesa con el mantel rojo con libros y
papeles, demasiado libros y papeles y quise escribir pero me dio miedo aumentar
el desorden y me pregunté para qué lo aumentaría con un poema más que luego
exigiría ser pasado a máquina y guardado en una carpeta. Me mordía los labios y
no sabía qué hacer con las manos. Yo misma me asustaba porque me miraba a mí
misma en mi piecita desordenada, andando y viniendo en slip y pullover sin
pensar, con la memoria petrificada, con la boca devorándose. Pasé junto a la
silla y me subí de nuevo en el espejo pero mi cuerpo me dio rabia y me tiré en
la cama creyendo confiada en que el llanto vendría.
Imagino situaciones horribles para obligarme a actuar. Así
la visión de los clochard para impulsarme a trabajar frenéticamente en la oficina
(trabajar para no ser como ellos), sin pensar en absoluto en las pocas
probabilidades que tengo de devenirlo pues en cualquier momento puedo volver a
Buenos Aires, a mi hogar burgués. Lo mismo el viernes pasado, cuando vi la obra
de Brecht y me asusté mucho como si mi caída en el hambre y en la pobreza
fueran inminentes. La verdad: trabajar para vivir es más idiota aún que vivir.
Me pregunto quién inventó la expresión "ganarse la vida" como
sinónimo de "trabajar". En dónde está ese idiota.
Yo no pretendo que la Alegría no pueda asociarse con la
Belleza, pero digo que la Alegría es uno de sus adornos más vulgares, mientras
que la Melancolía es, por decirlo así, su ilustre compañera, llegando hasta el
extremo de no concebir (¿será mi cerebro un espejo embrujado?) un tipo de
belleza donde no haya Dolor.
De nuevo diremos reminiscentes que la autenticidad es lo
único que permite gozar la vida.
21 h. No hago nada. ¡No sé qué hacer! Estoy cansada. Muy
cansada. Hoy no haré el sumario del empleo de mis horas diurnas. No hay qué
decir, salvo que adelanté en mi diagnóstico. Ya aprendí cabalmente que soy
distinta de la mayoría de la gente. Que ellos piensan y yo no porque no puedo,
porque me ocurre algo, porque estoy enferma. Sí. Estoy enferma. Me pregunto si
a todos los neuróticos les ocurre lo mismo. De pronto me admiro de todo lo que
hice. De mis papeles. Algún día van a estar en el museo (de algún instituto
psiquiátrico). A su lado habrá un cartel: Poemas de una enferma de diecinueve
años. Imposibilidad de razonar. Nunca meditó. Jamás reflexionó. Ninguna vez
pensó. Parece ser que es sensible. Propensión a considerarse genial. Agresiva.
Acomplejada. Viciosa. No muerde.
¿Por qué no me ubico en un lugarcito tranquilo y me caso y
tengo hijos y voy al cine, a una confitería, al teatro? ¿Por qué no acepto esta
realidad? ¿Por qué sufro y me martirizo con los espectros de mi fantasía? ¿Por
qué insisto en el llamado? ¿Por qué me analizo? ¿Por qué no me olvido de mi
alma y no estrujo el pañuelito húmedo leyendo Cuerpos y almas? ¿Por qué no me
visto con elegancia y paseo por Santa Fe del brazo de mi novio? ¡Ah! Sé que la
vida es muy breve. Sé que no soy eterna. Pero, en realidad, no veo la muerte.
La veo lejana. Digo cuarenta años pero no los veo. Veo un espacio inmenso. Veo
millares de días. Sé que hay tiempo. Sé que tengo tiempo. Sé que amo mi alma.
Me amo a mí. Amo mi cuerpo y lo besaría todo porque es mío. Amo mi rostro tan
desconocido y extraño. Amo mis ojos sorprendentes. Amo mis manos infantiles.
Amo mi letra tan clara. (¡Qué extraño que mi letra sea legible!)
Soñé que mi cuerpo envejecía tanto que teniendo veintitrés
años la gente pensaba que tenía cuarenta. No soy adolescente, soy una niña. A mi edad soy una niña.
Una niña que tiene miedo de jugar. Una niña sin la inocencia de los niños. O
quizá soy una vieja reblandecida. (Esto me gusta más.)
He dejado el psicoanálisis. No sé por cuánto tiempo. Estoy
muy mal. No sé si neurótica, no me importa. Sólo siento un abandono absoluto.
Una soledad absoluta. Me siento muy pequeña, muy niña, y me van abandonando
todos. Absolutamente todos. Mi soledad, ahora, está hecha de quimeras amorosas,
de alucinaciones… Sueño con una infancia que no tuve, y me reveo feliz —yo, que
jamás lo fui—. Cuando salgo de estos ensueños estoy anulada para la realidad
externa y actual. Jamás hubo tanta distancia entre mi sueño y mi acción. No
salgo, no llamo a nadie. Cumplo una extraña penitencia. Y me duele funestamente
el corazón. Tanta soledad. Tanto deseo. Y la familia rondándome, pesándome con
su horrible carga de problemas cotidianos. Pero no los veo. Es como si no
existieran. Siento, cuando se me acercan, una aproximación de sombras
fastidiosas. En verdad, casi todos los seres me fastidian. Quiero llorar. Lo
hago. Lloro porque no hay seres mágicos. Mi ser no tiembla ante ningún nombre
ni ninguna mirada. Todo es pobre y sin sentido. No digamos que yo soy culpable
de ello. No hablemos de culpables.
Cada día tartamudeo más. Pero no sé si es tartamudez. En el
fondo, no quiero hablar. Así como me alimento sin querer hacerlo sino que lo
hago por compulsión o por temor del vacío, así hablo, sabiendo, no obstante,
que debería callar.
La pauvre petite tiene que adelgazar. Esto es urgente. Pero
¡dios mío! Cada vez me asquea más mirarme al espejo. Mi vida es una larga
digestión. Todo depende y está subordinado a la heladera y su contenido.
Abalanzarme sobre ella y comer. He aquí mi compulsión desde el mes de agosto. Y
ello, a qué se debe. De qué huyo. Mi tartamudez. Mi imposibilidad de estudiar a
causa de ella. Mi viaje a Europa, que tanto me angustia. Mi carencia de dinero.
Mi dificultad para comprender, para escribir, para leer, para hacer algo. Mi
desorden externo e interno. Mi imposibilidad de comunicación con los otros. Mi
soledad absoluta. Mi sensación de ser inferior física e intelectualmente. Descubro
que estoy encerrada en mi habitación porque me siento gorda. De lo contrario,
hubiera ido a la fiesta de H. P. Pero calculé las calorías de todo el vino que
tomaría y decidí quedarme aquí comiendo. Esto es absurdo. Y son solamente tres
kilos de más. Ahora sé por qué estoy obsesionada por adelgazar: es una manera
de hacerme más pequeña, más infantil. Porque mi cuerpo adulto me ofende. Por
algo es que mis pechos son pequeños. Y no lo eran cuando tenía trece años.
Voy al cine casi todos los días. Huyo de mi casa, de su oscuridad,
de mis padres, de mis viajes a la cocina con mis complejos orales.
Si vinieran con una lámpara maravillosa, pediría que me
transformaran en la mujer más bella de la tierra. No. Pediría más: la niña más
bella del mundo. Me duele hasta morir que no sea bella. Y yo tuve que haberlo
sido. De muy niña lo fui. Todo estaba preparado para una realización
maravillosa. Hasta que me negaron la bicicleta y comencé a sufrir, a engordar,
a destruirme y enloquecerme.
Profunda tortura cuando camino por Santa Fe entre el 1200 y
el 1800, donde transitan, no comprendo por qué, las mujeres más bellas de
B[ueno]s. A[ire]s. Las miro o mejor dicho no las miro porque yo cuando camino
no miro nada ni a nadie, sino que las intuyo o las veo de alguna manera, y sólo
yo sé cuánto y cómo me fascinan los rostros bellos, y qué culpable me siento,
inexplicablemente, de andar con mi ropa vieja, toda yo desarreglada,
despeinada, triste, asexuada, cargada de libros, con mi expresión tensa,
dolorida, neurótica, oscura, y mi ropa ambigua, mis zapatos polvorientos, en
medio de mujeres como flores, como luces, como ángeles. Está dicho: una mujer
tiene que ser hermosa. Y no hay excepciones válidas: aunque escriba como Tolstoi,
Joyce y Homero juntos.
Y aún ahora me parece absurda la vida de casi todas las
mujeres de mi edad: amar o esperar el amor, cristalizado en un hogar, hijos,
etc. Es más, todo me parece absurdo: tener un empleo, estudiar, ir a reuniones,
etc. Siempre he sentido que yo estaba designada o señalada para una vida
excepcional. No sé cómo saldré de todo esto, si llegaré a salvarme o si lo
mejor será suicidarme ahora mismo.
Y no obstante, qué maravilla terrible y horrible es el ser
humano; qué hay de móvil y fluyente en el espíritu, que no deja que un estado
se detenga, que no deja que un estado onírico se eternice o persista. Por eso,
tal vez la atracción de los personajes literarios, seres absolutos, es decir,
que llevan el amor o el odio detenidos en ellos. Así fui yo cuatro años, así me
viví cuatro años. Cuatro años en los que me imaginé y me soñé, en que me vivía
como otra. Una sola otra: La Enamorada.
Anoche pensé qué medios usaré para suicidarme (1960).
A veces me pregunto si mi enorme sufrimiento no es una
defensa contra el hastío. Cuando sufro no me aburro, cuando sufro vivo
intensamente y mi vida es interesante, llena de emociones y peripecias. En
verdad, sólo vivo cuando sufro, es mi manera de vivir. Pero algo en mí no
quiere sufrir. Algo quisiera observar y callar, analizar y tomar nota. (La
novelista que llevo dentro, y que cuándo pero cuándo se va a decidir a
escribir.) La consideración de mi vida me da vértigos. Me veo en el pasado, me
imagino en el futuro, y todo comienza a girar, y todo es demasiado grande,
inabarcable, mi vida es demasiado grande para mí; tal vez yo no me merezco, tal
vez yo soy demasiado pobre para poder aceptar y contener todo lo que he vivido
y sufrido. (Esta sensación de escisión de mi ser me aterroriza. Es constante.)
Una sola cosa sé: mi problema esencial es con la gente, con los otros. Y todo
es muy sencillo: si los otros me sonríen soy feliz. Si me miran con hostilidad
sufro como un personaje de tragedia griega. Pero no es tan simple: también hay
una que soy yo a la que le importa absolutamente nada los otros, hay alguien
que se encoge de hombros ante los otros y lo que puedan pensar o hacer.
El más grande misterio de mi vida es éste: ¿por qué no me
suicido? En vano alegar mi pereza, mi miedo, mi olvido (se olvida de
suicidarse). Tal vez por eso siento, de noche, cada noche, que me he olvidado
de hacer algo, sin darme bien cuenta de qué. Cada noche me olvido de
suicidarme. La antigua causa de este impedimento es mi imposibilidad congénita
de comunicarme espontáneamente con los otros, de sobrellevarlos, de tener
amigos, amantes, etc., de preferir, en su lugar, los amores fantasmas, las
sombras, la poesía. El amor fantasma o el erotismo solitario. Lo que me fascina
de la masturbación es la enorme posibilidad de transformaciones que ofrece. Ese
poder ser objeto y sujeto al mismo tiempo… abolición del tiempo, del espacio…
Demasiadas cosas que no quiero hacer. Demasiada gente que no
deseo ver. Los días pasan y la gente, las obligaciones, la búsqueda, la
soledad. Después de todo una reunión de amigos y conocidos es una empresa de
pesadilla. Si en vez de durar unas horas durara un mes no habría de qué hablar,
se terminarían las anécdotas, los chistes, las sonrisas, las botellas de
whisky. Por eso es necesario tener un hogar, aunque sea silencioso y trivial.
Un hogar, una guarida, algo que ampare de la soledad y de la aglomeración.
Incomodidad con mi cuerpo. Si me ofrecieran hacerme de
nuevo… Lo terrible de ser bella en ciertas partes y horrible en otras. Así por
ejemplo, en vez de mis hermosos ojos verdes y miopes preferiría un par de ojos
castaños sumamente vulgares. En vez de mis pequeñas caderas suavemente
redondeadas un cuerpo derecho y delgado, anguloso si quieren, pero sin
escoliosis. La desviación de mi columna es imperceptible pero yo la siento, yo
la siento.
Luego tomé un taxi y cuando pasé por una plaza muy bella
casi lloro porque sentí que también yo había entrado en el engranaje absurdo
del trabajo y de los papeles y que me habían robado mi tiempo. Porque después
de todo mi tiempo es mío y yo debiera ser dueña de gastarlo y malgastarlo según
mis ganas. Quiero decir: me pasé la mañana buscando papeles justificativos para
que me dejen robarme el tiempo en paz. La verdad: trabajar para vivir es más
idiota aún que vivir. Me pregunto quién inventó la expresión «ganarse la vida»
como sinónimo de «trabajar». En dónde está ese idiota.
Lo que deseo es una revelación. Que algo o alguien se abra,
mágicamente, y yo pueda, al fin, comprender el sentido de mi espera. Todo esto
debiera implicar una creencia en unas «fuerzas superiores» a quienes trato de
aplacar y apiadar; en un mundo que sería la otra orilla de éste. Que yo sepa,
mi ateísmo es completo, no por razonamiento sino por despecho. Si nadie nunca
me ayudó con el milagro, me permito desconocer, ignorar, y negar.
Me gustaría vivir siempre si el mundo se redujera
a mi habitación, dije
(Selección temática del Administrador,
de los Diarios, cuando la autora
tenía entre 18 y 24 años,
-Tomada de la edición de Ana Becciu-)
Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, Argentina; 1936 -1972)
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