Entre otras cosas, mis padres son culpables de mi sensación
de abandono. No sólo me abandonaron en mi niñez sino que ahora manifiestan
disgusto cuando estoy sola, sin amigas, sin nadie con quien hablar y comunicarme.
Sus ojos expresan acusación y temor. Particularmente los días de fiesta y los
fines de semana.
¡Al diablo! Después de todo: ¡qué dulce es la vida del hogar
y la familia! En estos momentos todo se ha empavesado para resaltar el
bienestar de lo cerrado: el frío, la ausencia del cielo, la estufa, el té
caliente, el fervor de los relatos de mi tía, el dulce rostro de mi madre, las
confituras. Todo huele a humanidad. No se siente el tiempo. El mar y los barcos
se han ido. No son «para nosotros». Los caminos y el vagabundeo son utopías
desagradables. No hay deseos de avanzar. No hay inquietud ni angustia. Todo se
acepta. El espíritu se acurruca junto al fuego y se duerme como un gatito
friolento. Y uno dice que Sartre es un buen novelista, que Rimbaud tenía rostro
de ángel, que Picasso pintó en 1907 esa bailarina tan extraña y que… dan deseos
de tomar otra taza de té tan perfumado y natural. Y luego la música y luego un
buen libro. Y el lecho como culminación de dicha. Lecho abrigado de antemano
por las activas y pequeñas manos de mamá. Y papá con su gorra de franela gris y
las invernales pantuflas y el sillón tan hundible y el periódico. Mon dieu!
¿Qué significará la nada?
22 h. Escena familiar. Mis padres y mis tíos (cuatro cabezas
nada más) pegotean sus pupilas ausentes de intensidad en la gruesa pantalla del
televisor. Éste grita toscamente y lanza su sonido hasta mi oído. Oigo también
sus plañideras voces. Hablan de la ingratitud de los hijos. Elogios a M o a B
(ambos terneras, es decir hijas respectivas de las cuatro cabezas). M es una
maravilla: 21 años, casada, 1 niño, 1 marido, 0 cuerno, gran mujer que sólo se
interesa por el hogar y nada más. B es otra casualidad del destino tan parco en
estos prodigios: 29 años, 1 marido (encontrado en una cazería [sic] (picnic)
realizada en Quilmes contando con la ayuda de un amigo de ambos, quien decidió
unir estas dos almas convertidas al nacer en culos para mejor aprovechamiento
de sillón familiar), 2 niños y 1 millón de perros (orgullo de sus padres que
ven recompensado en ello sus luchas, torturas y afanes (no sé qué daría por
comprender este orgullo).
Conversaciones con mi madre. Hallo buena voluntad. Le
muestro las reproducciones de Gauguin y Van Gogh. Le gustan. Sonríe ante los
pechos descubiertos de las tahitianas. Acepta al arte y a los artistas, pero
siempre que se den en otro planeta. Es decir, que no admite la posibilidad de
mi realización literaria. ¡No! Son caprichos, vuelcos juveniles que ya pasarán
cuando la experiencia nos traiga la expresión serena. Observa ingenuamente que
yo tendría que pensar más profundamente (¡Madre! ¡Diste justo!). Le explico que
aún no es posible. No acepta mis explicaciones. «No hay médico capaz de
ayudarte, si no comienzas tú primero.» (¡Madre! ¡Imposible!)
El sentimiento de la soledad y del abandono es una
enfermedad. ¿Cuándo comienza? ¿Por qué no hubo una madre para impedirla? Pero
tal vez esta enfermedad es justamente que no hubo una madre para impedirla. No
es sentir la soledad o el abandono como algo inherente al ser humano, que pesa
sobre él y lo acompaña toda su vida. Es algo que le ocurre a algunos, como al
«soñador» de D.: una inadaptación que es más que este nombre, una rebelión, una
lucidez, un ser muriéndose como una tortuga, alguien que ve más que los otros,
que ve mejor, lleno de ternura que dar, de amor, y no obstante se encierra,
vive solo y solitario como en una tumba, condenado a una soledad sin remedio.
He aquí lo incomprensible, viviendo como un criminal. Es el verdadero
«maldito».
Si yo despertara, haría, posiblemente, lo que hubiera hecho
de no haberme vendido al demonio de los ensueños: casarme con un comerciante
judío, vivir en algún suburbio depresivo y trivial, tener un buen receptor de
televisión y uno o dos hijos. Soñaría con un automóvil y me preocuparía por el
funcionamiento digestivo de mis hijos. Mis diversiones serían el cine
(americano y argentino) y los casamientos. Pero tampoco voy a despertar, porque
no tengo deseos de ello, temo este mundo, siento que me amenaza, cada cosa,
cada ser se me muestra del lado filoso, reacciona como un asesino cuando yo lo
miro, lo siento, lo toco, lo vivo. Y ahora me he echado a dormir, cómodamente,
me he echado a comer y a fumar y a vomitar y a enfermarme, porque si empeoro
demasiado, vuelvo a Buenos Aires y me psicoanalizo, y si no tengo plata para
psicoanalizarme amenazo a papá y a mamá: «O me dan plata para analizarme o me
vuelvo loca». Y quizás llore y grite y les recuerde cuánto me frustraron de
niñita: no me compraron la bicicleta, me pegaron a los doce años, fornicaron en
mi presencia, se besaban cuando yo miraba, me hicieron dormir en su cuarto
hasta los ocho años, mamá me amenazó con cortarme la mano una vez que me
descubrió masturbándome cuando yo tenía tres años, o me dieron una educación
completa, haciéndome aprender varios idiomas —porque los idiomas hay que
aprenderlos en la infancia—, mamá me provocó complejos de solterona a los diez
y ocho años, que si no fuera por la histeria, por la neurosis, por la
esquizofrenia que me provocaron yo sería hermosa, puesto que lo que me impide
serlo son los rasgos somáticos en que se expresa mi enfermedad, y además la
tartamudez herencia o regalo de papá, la miopía, la columna vertebral desviada,
las inhibiciones sexuales, la cobardía, etc., etc. De todo esto ellos tienen la
culpa; por lo tanto a expiarla, y cómo expiarla: dándome dinero, dinero para
analizarme, dinero para ir a Francia a ver qué sucede con mi sagrado sueño, la
realidad, como no tengo cinco autos, ni diez casas, ni me conocen los
camioneros y los sifoneros, como transito anónimamente, con mi tartamudez y mi
cuerpo ahora cada vez más obeso, entonces me consuelo: de noche soy una
bellísima criatura, durante el día como y vomito, y para disculparme ante mí
misma voy a una que otra exposición, para demostrarme que me interesa el arte,
y miro los cuadros con un solo ojo porque el otro está en el reloj, para ver
—cosa curiosa— cuánto tiempo aguanto mirando pinturas. Todo esto soñando, al
mismo tiempo, con casarme, para no tener que preocuparme nunca más de buscar
trabajo ni de volver sola de noche; casándome realizo un buen negocio: casa,
comida, independencia, y un cuerpo que me evite los terrores nocturnos. Aunque
en verdad no tengo el menor deseo de casarme sino de volver a la casita, a lo
de papá y mamá, a mi cuartito, mi celda de terciopelo, en la que estoy al
abrigo de todo, en la que no estoy expuesta a nada, expuesta, quiero decir, a
la intemperie, bajo el sol y bajo la lluvia, al aire libre, en el mundo, en la
vida. Y hay quienes persisten en una situación así hasta que mueren.
Pienso que uno de los motivos por los que persisto viviendo
con mis familiares es este famoso temor. Si bien ellos no me dan amparo ni
afecto ni nada sino una cortesía lamentable y una benevolencia forzada, creo
que me ayudarían —casi digo me ayudarán— cuando llegue, quiero decir, si me
llegara a sobrevenir un ataque o cualquier cosa por el estilo. Yo, nada menos
que yo, quiero escribir libros, ensayos, novelas, y etc., yo, que no sé decir
más que yo… Pero que lo siga diciendo durante mucho tiempo, Dios mío, que lo
siga diciendo y que no me enajene en la demencia, que no vaya a donde quiero ir
desde que nací, que no me sumerja en el abismo amado, que no muera de este
mundo que odio, que no cierre los ojos a lo que execro, que no deje de habitar
en lo horrible, que no deje de convivir con la crueldad y la indiferencia, pero
que no deje de sufrir y decir yo.
(Selección temática del Administrador,
de los Diarios, cuando la autora
tenía entre 18 y 24 años,
-Tomada de la edición de Ana Becciu-)
Alejandra Pizarnik (Buenos Aires; 1936 -1972)
IMAGEN: "Mother and child" -1913-, pintura de Emil Nolde.
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