miércoles, 25 de octubre de 2017

CONSTELACIONES FAMILIARES








































Entre otras cosas, mis padres son culpables de mi sensación de abandono. No sólo me abandonaron en mi niñez sino que ahora manifiestan disgusto cuando estoy sola, sin amigas, sin nadie con quien hablar y comunicarme. Sus ojos expresan acusación y temor. Particularmente los días de fiesta y los fines de semana.


¡Al diablo! Después de todo: ¡qué dulce es la vida del hogar y la familia! En estos momentos todo se ha empavesado para resaltar el bienestar de lo cerrado: el frío, la ausencia del cielo, la estufa, el té caliente, el fervor de los relatos de mi tía, el dulce rostro de mi madre, las confituras. Todo huele a humanidad. No se siente el tiempo. El mar y los barcos se han ido. No son «para nosotros». Los caminos y el vagabundeo son utopías desagradables. No hay deseos de avanzar. No hay inquietud ni angustia. Todo se acepta. El espíritu se acurruca junto al fuego y se duerme como un gatito friolento. Y uno dice que Sartre es un buen novelista, que Rimbaud tenía rostro de ángel, que Picasso pintó en 1907 esa bailarina tan extraña y que… dan deseos de tomar otra taza de té tan perfumado y natural. Y luego la música y luego un buen libro. Y el lecho como culminación de dicha. Lecho abrigado de antemano por las activas y pequeñas manos de mamá. Y papá con su gorra de franela gris y las invernales pantuflas y el sillón tan hundible y el periódico. Mon dieu! ¿Qué significará la nada?


22 h. Escena familiar. Mis padres y mis tíos (cuatro cabezas nada más) pegotean sus pupilas ausentes de intensidad en la gruesa pantalla del televisor. Éste grita toscamente y lanza su sonido hasta mi oído. Oigo también sus plañideras voces. Hablan de la ingratitud de los hijos. Elogios a M o a B (ambos terneras, es decir hijas respectivas de las cuatro cabezas). M es una maravilla: 21 años, casada, 1 niño, 1 marido, 0 cuerno, gran mujer que sólo se interesa por el hogar y nada más. B es otra casualidad del destino tan parco en estos prodigios: 29 años, 1 marido (encontrado en una cazería [sic] (picnic) realizada en Quilmes contando con la ayuda de un amigo de ambos, quien decidió unir estas dos almas convertidas al nacer en culos para mejor aprovechamiento de sillón familiar), 2 niños y 1 millón de perros (orgullo de sus padres que ven recompensado en ello sus luchas, torturas y afanes (no sé qué daría por comprender este orgullo).


Conversaciones con mi madre. Hallo buena voluntad. Le muestro las reproducciones de Gauguin y Van Gogh. Le gustan. Sonríe ante los pechos descubiertos de las tahitianas. Acepta al arte y a los artistas, pero siempre que se den en otro planeta. Es decir, que no admite la posibilidad de mi realización literaria. ¡No! Son caprichos, vuelcos juveniles que ya pasarán cuando la experiencia nos traiga la expresión serena. Observa ingenuamente que yo tendría que pensar más profundamente (¡Madre! ¡Diste justo!). Le explico que aún no es posible. No acepta mis explicaciones. «No hay médico capaz de ayudarte, si no comienzas tú primero.» (¡Madre! ¡Imposible!)


El sentimiento de la soledad y del abandono es una enfermedad. ¿Cuándo comienza? ¿Por qué no hubo una madre para impedirla? Pero tal vez esta enfermedad es justamente que no hubo una madre para impedirla. No es sentir la soledad o el abandono como algo inherente al ser humano, que pesa sobre él y lo acompaña toda su vida. Es algo que le ocurre a algunos, como al «soñador» de D.: una inadaptación que es más que este nombre, una rebelión, una lucidez, un ser muriéndose como una tortuga, alguien que ve más que los otros, que ve mejor, lleno de ternura que dar, de amor, y no obstante se encierra, vive solo y solitario como en una tumba, condenado a una soledad sin remedio. He aquí lo incomprensible, viviendo como un criminal. Es el verdadero «maldito».


Si yo despertara, haría, posiblemente, lo que hubiera hecho de no haberme vendido al demonio de los ensueños: casarme con un comerciante judío, vivir en algún suburbio depresivo y trivial, tener un buen receptor de televisión y uno o dos hijos. Soñaría con un automóvil y me preocuparía por el funcionamiento digestivo de mis hijos. Mis diversiones serían el cine (americano y argentino) y los casamientos. Pero tampoco voy a despertar, porque no tengo deseos de ello, temo este mundo, siento que me amenaza, cada cosa, cada ser se me muestra del lado filoso, reacciona como un asesino cuando yo lo miro, lo siento, lo toco, lo vivo. Y ahora me he echado a dormir, cómodamente, me he echado a comer y a fumar y a vomitar y a enfermarme, porque si empeoro demasiado, vuelvo a Buenos Aires y me psicoanalizo, y si no tengo plata para psicoanalizarme amenazo a papá y a mamá: «O me dan plata para analizarme o me vuelvo loca». Y quizás llore y grite y les recuerde cuánto me frustraron de niñita: no me compraron la bicicleta, me pegaron a los doce años, fornicaron en mi presencia, se besaban cuando yo miraba, me hicieron dormir en su cuarto hasta los ocho años, mamá me amenazó con cortarme la mano una vez que me descubrió masturbándome cuando yo tenía tres años, o me dieron una educación completa, haciéndome aprender varios idiomas —porque los idiomas hay que aprenderlos en la infancia—, mamá me provocó complejos de solterona a los diez y ocho años, que si no fuera por la histeria, por la neurosis, por la esquizofrenia que me provocaron yo sería hermosa, puesto que lo que me impide serlo son los rasgos somáticos en que se expresa mi enfermedad, y además la tartamudez herencia o regalo de papá, la miopía, la columna vertebral desviada, las inhibiciones sexuales, la cobardía, etc., etc. De todo esto ellos tienen la culpa; por lo tanto a expiarla, y cómo expiarla: dándome dinero, dinero para analizarme, dinero para ir a Francia a ver qué sucede con mi sagrado sueño, la realidad, como no tengo cinco autos, ni diez casas, ni me conocen los camioneros y los sifoneros, como transito anónimamente, con mi tartamudez y mi cuerpo ahora cada vez más obeso, entonces me consuelo: de noche soy una bellísima criatura, durante el día como y vomito, y para disculparme ante mí misma voy a una que otra exposición, para demostrarme que me interesa el arte, y miro los cuadros con un solo ojo porque el otro está en el reloj, para ver —cosa curiosa— cuánto tiempo aguanto mirando pinturas. Todo esto soñando, al mismo tiempo, con casarme, para no tener que preocuparme nunca más de buscar trabajo ni de volver sola de noche; casándome realizo un buen negocio: casa, comida, independencia, y un cuerpo que me evite los terrores nocturnos. Aunque en verdad no tengo el menor deseo de casarme sino de volver a la casita, a lo de papá y mamá, a mi cuartito, mi celda de terciopelo, en la que estoy al abrigo de todo, en la que no estoy expuesta a nada, expuesta, quiero decir, a la intemperie, bajo el sol y bajo la lluvia, al aire libre, en el mundo, en la vida. Y hay quienes persisten en una situación así hasta que mueren.


Pienso que uno de los motivos por los que persisto viviendo con mis familiares es este famoso temor. Si bien ellos no me dan amparo ni afecto ni nada sino una cortesía lamentable y una benevolencia forzada, creo que me ayudarían —casi digo me ayudarán— cuando llegue, quiero decir, si me llegara a sobrevenir un ataque o cualquier cosa por el estilo. Yo, nada menos que yo, quiero escribir libros, ensayos, novelas, y etc., yo, que no sé decir más que yo… Pero que lo siga diciendo durante mucho tiempo, Dios mío, que lo siga diciendo y que no me enajene en la demencia, que no vaya a donde quiero ir desde que nací, que no me sumerja en el abismo amado, que no muera de este mundo que odio, que no cierre los ojos a lo que execro, que no deje de habitar en lo horrible, que no deje de convivir con la crueldad y la indiferencia, pero que no deje de sufrir y decir yo.



(Selección temática del Administrador,
de los Diarioscuando la autora
tenía entre 18 y 24 años,
-Tomada de la edición de Ana Becciu-)




Alejandra Pizarnik (Buenos Aires; 1936 -1972)





IMAGEN: "Mother and child" -1913-, pintura de Emil Nolde.




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