sábado, 25 de mayo de 2019

BEATRICE EN EL CENTRO DEL CANON



          Los neohistoricistas y sus resentidos aliados han intentado rebajar y dispersar a Shakespeare con el objetivo de destruir el canon disolviendo su centro. Curiosamente, Dante, el segundo centro, como si dijéramos, no se halla sometido a tan violento ataque, ni aquí ni en Italia. Sin duda llegará el asalto, puesto que los diversos multiculturalistas tendrían difícil encontrar un gran poeta más censurable que Dante, cuyo espíritu fiero y poderoso es políticamente incorrecto hasta el más alto grado, Dante es el más agresivo y polémico de todos los escritores importantes de Occidente, y a este respecto hasta Milton se le queda pequeño. Al igual que este, Dante era un partido político y una secta de un solo miembro. Su intensidad herética ha sido enmascarada por el comentario erudito, que incluso en sus ejemplos más afortunados lo trata como si La divina comedia fuera esencialmente un San Agustín versificado. Pero es mejor comenzar señalando su extraordinaria audacia, que no tiene parangón en toda la tradición de la supuesta literatura cristiana, incluyendo a Milton. Ninguna otra obra de la literatura occidental, en el largo intervalo que va desde el Yahvista y Homero hasta Joyce y Beckett, es tan sublimemente escandalosa como la exaltación que Dante hace de Beatriz, que, de ser una imagen de deseo, se sublima hasta alcanzar una categoría angelical y convertirse en un elemento crucial en la jerarquía de salvación de la Iglesia. Puesto que Beatriz, inicialmente, importa solamente como un instrumento de la voluntad de Dante, su apoteosis también implica que así lo ha elegido Dante. Su poema es una profecía y asume la función de un tercer Testamento de ningún modo subordinado al Antiguo o al Nuevo. Dante no reconocerá que la Comedia es una ficción, su suprema ficción. Por el contrario, el poema es la verdad, universal y atemporal. Lo que Dante el Peregrino ve y dice en la narración de Dante tiene por meta convencernos a perpetuidad de que Dante es un punto de referencia tanto poético como religioso. Los gestos de humildad del poema, por parte del poeta o del peregrino, impresionan a sus eruditos, pero son bastante menos convincentes que la subversión de todos los demás poetas que lleva a cabo el poema, y que su insistencia en mostrar el potencial apocalíptico de Dante. Estas observaciones, me apresuro a explicar, se dirigen contra un gran sector de eruditos de Dante, en absoluto contra el propio Dante. No veo cómo podemos separar la abrumadora capacidad poética de Dante de sus ambiciones espirituales, que son inevitablemente idiosincrásicas y quedan exentas de ser consideradas blasfemas sólo porque Dante ganó su apuesta con el futuro una generación después de su muerte. Si la Comedia no fuera el único auténtico rival poético de Shakespeare, Beatriz sería una ofensa para la Iglesia, e incluso para los literatos católicos. El poema tiene demasiada fuerza como para repudiarlo; para un poeta neocristiano como T. S. Eliot, la Comedia se convierte en otra Escritura, un Novísimo Testamento que constituye un suplemento de la Biblia cristiana. Charles Williams —un gurú para neocristianos como Eliot, C. S. Lewis, W. H. Auden, Dorothy L. Sayers, R. R. Tolkien y otros— llegó al extremo de afirmar que el credo atanasio, «la asunción del hombre en Dios», no recibió su completa expresión hasta Dante. La Iglesia tuvo que esperar a Dante, y a la figura de Beatriz. Lo que Charles Williams subraya en su apasionado estudio, La figura de Beatriz (1943), es el gran escándalo del logro de Dante: la invención más espectacular del poeta es Beatriz. Ni un solo personaje de Shakespeare, ni siquiera el carismático Hamlet ni el divino Lear, puede compararse con Beatriz en cuanto que invención de formidable atrevimiento. Sólo el Yahvé de J o el Jesús del Evangelio de Marcos son representaciones de Dios más sorprendentes o exaltadas. Beatriz es la firma de la originalidad de Dante, y el hecho de colocarla en el mismísimo engranaje de la maquinaria cristiana de salvación es el acto más audaz del poeta a la hora de transformar su fe heredada en algo mucho más propio. Los estudiosos de Dante inevitablemente repudian tales afirmaciones, pero viven hasta tal punto bajo la sombra de su tema que tienden a no ser plenamente conscientes de la extrañeza de La divina comedia. Sigue siendo la más misteriosa de todas las obras literarias con que puede encontrarse un lector ambicioso, y sobrevive tanto a su traducción como a la abundante colección de estudios que la han glosado. Todo lo que permite que un lector corriente lea en la Comedia resulta de cualidades del espíritu de Dante que tienen poco que ver con lo que generalmente se considera una persona devota. En última instancia, Dante no tiene nada verdaderamente positivo que decir acerca de sus precursores o contemporáneos poéticos, y su utilización de la Biblia es extraordinariamente escasa, si exceptuamos los Salmos. Es como si considerara que el rey David, ancestro de Cristo, fue el único predecesor digno de él, el único poeta firmemente capaz de expresar la verdad. El lector que se acerque por primera vez a Dante comprenderá rápidamente que no existe ningún otro autor laico que esté tan absolutamente convencido de que su propia obra es la verdad, la única verdad importante de este mundo. Milton, y quizá el último Tolstói, se acercan a las acérrimas convicciones de Dante de ser una persona justa, pero ambos también reflejan realidades encontradas y expresan unas ideas que nadie más comparte. Dante es tan intenso —retórica, psicológica y espiritualmente— que empequeñece esa seguridad en sí mismo. La teología no es su soberano, sino su recurso, un recurso entre muchos. Nadie puede negar que Dante cree en lo sobrenatural, que es cristiano y teólogo, o al menos un alegorista teológico. Pero todas las ideas e imágenes recibidas sufren extraordinarias transformaciones en Dante, el único poeta que en originalidad, inventiva y fecundidad extraordinaria rivaliza con Shakespeare. Un lector que lea atentamente por primera vez a Dante, en una traducción en terza rima tan lograda como la de Laurence Binyon o en la lúcida versión en prosa de John Sinclair, pierde una enormidad al no poder leer el poema italiano, pero todo un cosmos permanece en el texto. Sin embargo, lo que más cuenta es la extrañeza y la sublimidad de lo que permanece, la absoluta singularidad de la fuerza de Dante, con la sola excepción de Shakespeare. Al igual que en Shakespeare, encontramos en Dante una suprema fuerza cognitiva combinada con una inventiva que en la práctica no tiene límites. Cuando uno lee a Dante o a Shakespeare, experimenta los límites del arte, y entonces descubre que los límites se han roto o se han ampliado. Dante traspasa todas las limitaciones de un modo mucho más personal y manifiesto que Shakespeare, y si cree más en lo sobrenatural que éste, trasciende la naturaleza de una manera tan propia como singular y característico es el naturalismo de Shakespeare. Donde los dos poetas se desafían mutuamente es en sus representaciones del amor, y con ello volvemos a la figura que encarna para Dante el principio y el final del amor: Beatriz. La Beatriz de la Comedia ocupa una posición en la jerarquía celestial que resulta difícil de comprender. No hay líneas maestras que nos ayuden a entenderlo; no hay nada en la doctrina que exija la exaltación de esta concreta mujer florentina de la que Dante cae enamorado para siempre. El comentario más irónico a ese enamoramiento lo realiza Jorge Luis Borges en «El encuentro en un sueño» (Nueve ensayos dantescos, 1982):

       Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible. Que Dante profesaba una admiración idólatra por Beatriz es una verdad que no cabe contradecir; que en una ocasión ella se burló de él y en otra lo desairó son hechos que registra Vita nuova. Hay quien mantiene que estos hechos son imágenes de otros; ello, de ser así, reforzaría aún más nuestra certidumbre de un amor desdichado y supersticioso.

          Borges, al menos, devuelve a Beatriz a su condición original de «encuentro ilusorio» y a su enigmática otredad para todos los lectores de Dante: “Infinitamente existió Beatriz para Dante; Dante existió muy poco, quizá nada en absoluto, para Beatriz. Nuestra piedad, nuestra veneración, hace que olvidemos esa desarmonía digna de lástima, que fue inolvidable para Dante». Poco importa que Borges proyecte su pasión irónicamente absurda por Beatrice Viterbo (ver su relato cabalístico «El Aleph»). Lo que astutamente subraya es la escandalosa desproporción entre lo que Dante y Beatriz pudieron experimentar juntos (casi nada) y la visión de Dante de su apoteosis mutua en el Paraíso. La desproporción es el camino regio de Dante a lo sublime. Al igual que Shakespeare, es capaz de conseguir cualquier cosa que se proponga, pues ambos poetas trascienden los límites de los demás poetas. La convincente ironía (o alegoría) de la obra de Dante es que él afirma aceptar los límites al tiempo que los viola. Todo lo que es vital y original en Dante resulta arbitrario y personal, y aun con todo es presentado como la verdad, en consonancia con la tradición, la fe y la racionalidad. De modo casi inevitable, se lo lee erróneamente hasta que se confunde con lo normativo, y al final nos enfrentamos a un triunfo que quizá Dante no habría recibido con los brazos abiertos. El Dante teológico de los modernos eruditos norteamericanos es una mezcla de Agustín, Tomás de Aquino y compañía. Se trata de un Dante doctrinal, tan abstrusamente docto y tan asombrosamente devoto que sólo pueden comprenderlo cabalmente sus estudiosos norteamericanos. Los verdaderos canonizadores de Dante son la progenie de escritores a que da lugar, y que no siempre son una mezcolanza abiertamente devota: Petrarca, Boccaccio, Chaucer, Shelley, Rossetti, Yeats, Joyce, Pound, Eliot, Borges, Stevens, Beckett. Casi lo único que tienen en común esa docena de autores es Dante, aunque se convierte en doce Dantes distintos en su supervivencia poética. Se trata de algo completamente normal en un escritor de su fuerza; hay casi tantos Dantes como Shakespeares. Mi propio Dante se desvía cada vez más de lo que se ha convertido en el Dante eminentemente ortodoxo de la moderna crítica y erudición norteamericanas, representada por T. S. Eliot, Francis Fergusson, Erich Auerbach, Charles Singleton y John Freccero. Una tradición alternativa aparece en la línea italiana inaugurada por el pensador napolitano Vico, y se prolonga en el poeta romántico Foscolo y el crítico romántico Francésco de Sanctis, culminando en el esteta Benedetto Croce. Si se combina esta tradición italiana con algunas observaciones de Ernst Robert Curtius, el eminente estudioso alemán, surge una alternativa al Dante de EliotSingletonFreccero, y tenemos un poeta profético en lugar de un alegorista teológico. Vico exageró espléndidamente su punto de vista al declarar que «de haber hecho caso omiso de la filosofía escolástica y latina, habría sido un poeta aún más grande, y quizá la lengua toscana habría servido para situarlo en el nivel de Homero». Sin embargo, la opinión de Vico resulta estimulante cuando uno vaga por los sombríos bosques de los alegoristas teológicos, donde la característica sobresaliente de la Comedia se convierte en la conversión supuestamente agustiniana de la poesía a la fe, una fe que subsume y subordina la imaginación. Ni Agustín ni Tomás de Aquino consideraron que la poesía fuera poco más que un juego infantil, algo que había que abandonar tarde o temprano, como todo lo que es infantil. ¿Qué habrían pensado de la Beatriz de la Comedia? Curtius observa sagazmente que Dante no la presenta sólo como su medio de salvación, sino como un intermediario universal al alcance de todo aquel que tenga un corazón generoso. La conversión de Dante es a Beatriz, no a Agustín, y Beatriz envía como guía de Dante a Virgilio, no a Agustín.

          No hay duda de que Dante prefiere a Beatriz, su propia creación, a la alegoría de los otros teólogos, y tampoco hay duda de que Dante no desea trascender su propia poesía. Agustín y Tomás de Aquino tienen la misma relación con la teología de Dante que Virgilio y Cavalcanti con la poesía de Dante: todos los precursores quedan empequeñecidos por el poeta-teólogo, el profeta Dante, que es el autor del testamento definitivo, la Comedia. Si se quiere leer la Comedia como una alegoría de los teólogos, hay que comenzar por el único teólogo que verdaderamente le importaba a Dante: el propio Dante. La Comedia, al igual que todas las grandes obras canónicas, destruye la distinción entre texto sagrado y laico. Y Beatriz es ahora, para nosotros, la alegoría de la fusión de lo sagrado y lo laico, la unión de la profecía y el poema. Las características más destacables de Dante como poeta y como persona son el orgullo antes que la humildad, la originalidad antes que el tradicionalismo, la desmesura o el apasionamiento antes que la contención. Su actitud profética es de iniciación antes que de conversión, por adoptar una sugerencia de Paolo Valesio, quien acentúa los aspectos herméticos o esotéricos de la Comedia. No eres convertido por Beatriz o a Beatriz; el viaje hacia ella es una iniciación porque Beatriz es, tal como Curtius señaló por primera vez, el centro de una gnosis íntima que nada tiene que ver con la Iglesia universal. Después de todo, quien envía a Beatriz a Dante es Lucía, una santa siciliana casi totalmente desconocida, tanto que los estudiosos de Dante son incapaces de decir por qué Dante la eligió a ella. John Freccero, el mejor crítico vivo de Dante, nos dice: «En cierto sentido, el propósito de todo el viaje es escribir el poema, alcanzar la posición de privilegio de Lucía, y de todos los bienaventurados». Sí, pero ¿por qué Lucía? Pregunta a la que no se puede responder: ¿Y por qué no? Lucía de Siracusa vivió y sufrió martirio mil años antes de Dante, y habría quedado totalmente olvidada si no tuviera una importancia esotérica para el poeta y su poema. Pero nada sabemos de esa importancia; ni siquiera sabemos qué excelsa alma femenina decidió que Lucía fuera enviada a Beatriz. Esta «dama del cielo» suele identificarse con la Virgen María, pero Dante no la nombra. Lucía es denominada «la enemiga de toda crueldad», presumiblemente un atributo compartido por todas las damas del cielo. «Gracia iluminadora» es la abstracción que los estudiosos de Dante suelen adjudicar a Lucía; pero eso tampoco es una cualidad exclusiva de una determinada mártir siciliana cuyo nombre significa «luz». Insisto en este punto para subrayar cómo Dante insiste en ser sublimemente arbitrario. Hay algo oculto en la Comedia; no se puede negar que el poema tiene sus aspectos herméticos, y no se puede considerar de importancia secundaria el que Beatriz sea el centro de todos ellos. Siempre regresamos a la figura de Beatriz al leer la Comedia, no tanto porque ella sea una especie de Cristo, sino porque es el objeto ideal del deseo sublimado de Dante. Ni siquiera sabemos si la Beatriz de Dante tuyo existencia histórica. Si fue así, y puede identificarse con la hija de un banquero florentino, poco importa en el poema. La Beatriz de la Comedia importa no sólo porque es una alusión a Cristo, sino porque se trata de la proyección idealizada de la propia singularidad de Dante, el punto de vista de su obra como autor. Permitidme ser lo suficientemente blasfemo como para relacionar a Cervantes con Dante, para así poder comparar a sus dos heroicos protagonistas: don Quijote y Dante el Peregrino. La Beatriz de don Quijote es la encantada Dulcinea del Toboso, su visionaria transfiguración de una campesina, Aldonza Lorenzo. La hija del banquero, Beatrice Portinari, guarda la misma relación con la Beatriz de Dante que Aldonza con Dulcinea. Cierto, la jerarquía de don Quijote es laica: Dulcinea ocupa su lugar en el cosmos de Amadís de Gaula, Palmerín de Inglaterra, el Caballero del Sol y otros próceres similares de la caballería mitológica, mientras que Beatriz asciende al reino de San Bernardo, San Francisco y Santo Domingo. Si uno prefiere la poesía a la doctrina, no se trata necesariamente de una diferencia. Los caballeros andantes, como los santos, son metáforas de un poema dentro de ese poema, y la celestial Beatriz, en términos del catolicismo institucional e histórico, posee la misma categoría o realidad que la encantada Dulcinea. Pero el triunfo de Dante es hacer que mi comparación parezca un tanto blasfema. Quizá Dante era realmente ortodoxo y devoto, pero Beatriz es su figura, y no la de la Iglesia; ella es parte de una gnosis privada, de cómo el poeta altera el plan de salvación. Una «conversión» a Beatriz puede ser lo suficientemente agustiniana, pero no se puede decir que sea una conversión a San Agustín, lo mismo que una devoción por Dulcinea del Toboso no es un acto de adoración dirigido a Iseult de las Manos Blancas. Dante fue más insolente, agresivo, orgulloso y audaz que ningún otro poeta, anterior o posterior. Adaptó la Eternidad a su punto de vista, y tiene muy poco en común con toda la caterva de exégetas devotamente eruditos. Si está todo en Agustín o en Tomás de Aquino, entonces leamos a Agustín o a Aquino. Pero Dante quería que leyéramos a Dante. No compuso su poema para iluminar verdades heredadas. La Comedia pretende ser la verdad, y me inclino a pensar que desteologizar a Dante está tan fuera de lugar como teologizarlo. Cuando el agonizante don Quijote se arrepiente de su locura heroica, regresa a su identidad original como Alonso Quijano el Bueno, y da gracias a Dios por haberse convertido a tan devota cordura. Todos los lectores se unen a la protesta de Sancho: «No se muera vuestra merced señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años… Quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver». Cuando acaba el poema de Dante, ningún Sancho se une al lector en la esperanza de que las facultades del poeta estén a la altura de la magnífica fantasía del cielo cristiano. Supongo que hay lectores que buscan en La divina comedia un tránsito al amor divino que mueve el sol y los demás astros, pero la mayoría de nosotros buscamos en ella al propio Dante, la personalidad poética y el personaje dramático que ni siquiera John Milton puede igualar. Nadie quiere transmutar la Comedia en Don Quijote, pero un toque de Sancho podría haber suavizado incluso al Peregrino de la Eternidad, y quizá haber recordado a los estudiosos que la ficción es ficción, aun cuando ella misma se crea otra cosa. Pero ¿qué tipo de ficción es Beatriz? Si ella es como insistía Curtius, una emanación de Dios, entonces Dante pretendía algo que no sabemos descifrar, aunque intuyamos que está ahí. La revelación de Dante apenas puede ser calificada de privada, al igual que la de Blake, pero no porque sea menos original que la de éste. Es más original, y es pública porque constituye un logro literario; no hay nada en la literatura occidental, exceptuando las obras cumbres de Shakespeare, que alcance tal plenitud expresiva. Dante, el más singular e indomable de todos los temperamentos supremamente refinados, se convirtió en un personaje universal no absorbiendo la tradición, sino sometiéndola hasta que encajó en su propia naturaleza. Por una ironía que trasciende cualquier cosa parecida, la fuerza de usurpación de Dante ha dado como resultado que, en un sentido o en otro, siempre se lo malinterprete. Si la Comedia es una profecía, entonces sus estudiosos sienten la tentación de leerla mediante la iluminación de la tradición agustiniana. ¿Dónde se va a encontrar si no la pertinente interpretación de la revelación cristiana? Incluso un intérprete tan sutil como John Freccero en ocasiones cae en la conversión de la poética, como si sólo Agustín pudiera representar un paradigma del autodominio. Una «novela del yo» como la Comedia debe, de este modo, originarse en las Confesiones de Agustín. Con una intensidad mucho mayor que los románticos, que lo veneraron e imitaron, Dante inventa su propio origen y controla su yo con su propia figura conversiva, Beatriz, que no me parece un personaje muy agustiniano. ¿Puede Beatriz ser el objeto de deseo, aunque sublimado, en una narración de conversión agustiniana? De manera muy elocuente, Freccero dice que, para Agustín, la historia es el poema de Dios. ¿Es la historia de Beatriz un poema lírico escrito por Dios? Puesto que yo mismo soy aficionado a encontrar la voz de Dios en Shakespeare, Emerson o Freud, según mis necesidades, no tengo ninguna dificultad en considerar divina la Comedia de Dante. Sin embargo, yo no hablaría de las divinas Confesiones, pues en Agustín no oigo la voz de Dios. Ni tampoco estoy convencido de que Dante llegara a oír ninguna voz que no fuera la suya. De un poema que se prefiere a sí mismo antes que a la Biblia también se puede decir, por definición, que se prefiere a sí mismo antes que a Agustín.

          Beatriz es el conocimiento de Dante, según Charles Williams, quien no sentía simpatía por el gnosticismo. Por conocimiento quería dar a entender el camino que va desde Dante, el que conoce, hasta Dios, el conocido. Sin embargo, Dante no pretendió que Beatriz fuera sólo su conocimiento. Su poema no sostiene que cada uno de nosotros puede encontrar un conocimiento solitario, sino que Beatriz va a desempeñar un papel universal para todos aquellos que consigan encontrarla, pues es de presumir que la intercesión de Beatriz en favor de Dante, vía Virgilio, va a ser única. El mito de Beatriz, aunque es la principal invención de Dante, existe sólo dentro de su poesía. Su extrañeza no puede verse del todo, porque no conocemos ninguna figura comparable a Beatriz. La Urania de Milton, su musa celestial en El paraíso perdido, no es una persona, y Milton nos advierte que lo importante de ella es su significado, no su nombre. Shelley, imitando a Dante, celebró a Emilia Viviani en su Epipsychidion, pero la pasión del poeta romántico acabó sucumbiendo, y la Signora Viviani, con el tiempo, se convirtió en «un pequeño demonio pardusco» para su desilusionado amante. Para recuperar algo de la extrañeza de Dante precisamos ver cómo trata a una figura universal. Ningún personaje literario occidental es tan recurrente como Odiseo, el héroe homérico más conocido por su nombre latino, Ulises. De Homero a Nikos Kazantzakis, la figura de Odiseo ⁄ Ulises sufre extraordinarias modificaciones en Píndaro, Sófocles, Eurípides, Horacio, Vigilio, Ovidio, Séneca, Dante, Chapman, Calderón, Shakespeare, Goethe, Tennyson, Joyce, Pound y Wallace Stevens, entre muchos otros. W. B. Stanford, en su admirable estudio El tema de Ulises (1963), cita el tratamiento tibio pero negativo que le da Virgilio en oposición a la manera positiva en que Ovidio se identifica con Ulises, en un contraste que plantea las dos principales posturas que siempre encontraremos enfrentadas en las metamorfosis de este héroe, o héroe-villano. El Ulises de Virgilio se convertirá en el de Dante, aunque transformado de tal modo que el retrato bastante evasivo de Virgilio tiende a desvanecerse. Poco dispuesto a condenar directamente a Ulises, Virgilio transfiere esa tarea a sus personajes, que identifican al héroe de la Odisea con la astucia y el engaño. Ovidio, un exiliado y un tenorio, se confunde con Ulises en una identidad compuesta a fin de legarnos la idea, ahora ya asentada, de que Ulises fue el primero de los grandes mujeriegos errantes. En el Canto 26 del Infierno Dante creó la versión más original de Ulises que tenemos, en la que no busca su hogar y a su mujer en Ítaca, sino que se separa de Circe a fin de romper todos sus lazos y enfrentarse a lo desconocido. La tierra ignota de Hamlet, de cuyos dominios ningún viajero regresa, se convierte en el terco destino del más impresionante de todos los héroes ávidos de perdición. Hay un extraordinario pasaje en el Infierno 26 que resulta difícil de asimilar. Ulises y Dante se hallan en relación dialéctica, pues Dante teme la profunda identificación entre él mismo como poeta (no como peregrino) y Ulises como viajero transgresor. Puede que este miedo no sea plenamente consciente, aunque Dante debe de experimentarlo de algún modo, pues retrata a Ulises como alguien movido por el orgullo, y no ha existido jamás poeta más orgulloso que Dante, ni siquiera Píndaro, Milton, Victor Hugo, Stefan George o Yeats. Los estudiosos quieren oír a Beatriz o a diversos santos hablar en nombre de Dante, pero ni ella ni ellos comparten el acento del poeta. La voz de Ulises y la de Dante están peligrosamente próximas, y puede que ése sea el motivo de que la explicación de Virgilio, cuando dice que el griego podría desdeñar la voz del poeta italiano, no resulte del todo convincente…

          … Es casi imposible imaginar a Dante entregado a hipérboles eróticas; la Comedia es inconcebible sin una Beatriz cuya gozosa aceptación en las más altas regiones estuviese siempre asegurada. Petrarca, procurando no distanciarse del más que formidable poeta de la generación de su padre, inventó (eso pensaba él) la idolatría poética en relación con su amada Laura, pero ¿qué, por encima de la escandalosa autoridad del propio Dante, nos impide considerar la veneración de Dante por Beatriz como la más poética de todas las idolatrías? Mediante su autoridad, Dante integra a Beatriz en la simbología cristiana, o quizá sería más exacto decir que integra la simbología cristiana en su visión de Beatriz. Beatriz, no Cristo, es el poema; Dante, no Agustín, es el autor. Esto no es negar la espiritualidad de Dante, sino sólo señalar que la originalidad no es en sí misma una virtud cristiana, y la importancia de Dante reside en su originalidad. Dante no tiene padre poético, aunque afirme que Virgilio ocupa ese lugar. Pero Beatriz llama a Virgilio, quien se desvanece del poema cuando Beatriz vuelve a él de modo triunfante, en los últimos cantos del Purgatorio…El advenimiento de Beatriz en el canto 20 del Purgatorio implica la definitiva desaparición de Virgilio. Ella hace que esté de más, no porque la teología reemplace a la poesía, sino porque la Comedia de Dante reemplaza ahora a la Eneida de Virgilio. Aunque explícitamente insiste en lo contrario, Dante (ahora nombrado, por la propia Beatriz, por vez primera y única en todo el poema) celebra sus propios poderes poéticos entronizando a Beatriz…

          La idealización del amor perdido es una práctica humana casi universal, lo que se recuerda a lo largo de los años es una posibilidad perdida para el yo, más que a la persona amada. La asociación de Raquel y Beatriz funciona con tal belleza no porque cada una sea un tipo de vida contemplativa, sino porque cada una es una imagen apasionada del amor perdido. Raquel tiene su importancia para la Iglesia porque se la interpreta como un emblema contemplativo, pero también tiene importancia para los poetas y sus lectores porque un gran narrador, el Yahvista o J, hizo que su muerte precoz al dar a luz fuera la gran aflicción de la vida de Jacob. En la simbología poética, Raquel precede a Beatriz como imagen de la muerte precoz de una mujer amada, mientras que Lía está ligada a Matilda como idea de la demora en la satisfacción de las expectativas. Jacob sirvió a Labán para ganarse a Raquel, pero antes recibió a Lía. Dante suspira por el regreso de Beatriz, pero el viaje de Beatriz a través del Purgatorio lo lleva primero a Matilda. Aunque es la hora del lucero del alba, del planeta Venus, a Dante le trae a Matilda, no a Beatriz. Matilda canta como una mujer enamorada, y Dante camina con ella, pero es sólo una preparación, igual que Lía fue una preparación para Raquel…El Purgatorio, en el esquema de Dante, explora el argumento católico de que cuando uno desea a Dios y se desvía por caminos erróneos, debe enderezar el rumbo mediante la expiación. La afirmación más audaz de Dante en toda su obra es que el deseo que sentía por Beatriz no era un camino desviado, sino que siempre conducía a una visión de Dios. La Comedia es un triunfo, y posiblemente sea el ejemplo supremo de poesía religiosa occidental. Es, además, un poema totalmente personal que convence a muchos de sus lectores de que en él encontrarán la verdad definitiva…

          …Cuando Beatriz aparece en el Purgatorio, le habla a su poeta no como amante ni como madre, sino como una deidad le habla a un mortal, aunque él sea un mortal con el que mantiene una relación muy especial. Su severidad para con él es otro cumplido inverso que Dante se hace a sí mismo, pues ella es la señal suprema de su originalidad, el heraldo de su profecía. En efecto, su propio genio le regaña, pues ¿qué otro reproche podría aceptar el más orgulloso de todos los poetas? Supongo que no se habría resistido a un descendiente directo de Cristo, pero ni siquiera Dante iría tan lejos como para arriesgarse a dicha representación. La musa interviene, pero él menciona su «beatitud» y le concede un papel que puede beneficiar a todos los demás. Ella no descenderá por otros ni para otros, sólo para su poeta; y de este modo él es su profeta, una función para la que se había estado preparando desde Vita nuova. A pesar de las complejas relaciones que mantiene con numerosas tradiciones —poética, filosófica, teológica, política—, Dante, a la hora de crear a Beatriz, no está en deuda con ninguna de ellas. A ella se la puede diferenciar de Cristo, pero no de la Comedia, debido a que ella es el poema de Dante, la única imagen entre todas las imágenes que no representa a Dios, sino el propio logro de Dante...


          Yo mismo, como estudioso de la gnosis, ya sea poética o religiosa, considero que el poema no es ni verdad ni ficción, sino más bien el conocimiento de Dante, que él decidió llamar Beatriz. Cuando uno conoce con la mayor intensidad, no es necesario decidir si eso es real o ficticio; lo que sabes, ante todo, es que el conocimiento es tuyo y de nadie más. A veces damos a ese conocimiento el nombre de «amor», casi invariablemente con la convicción de que la experiencia es duradera. Pero con mucha frecuencia nos abandona y nos deja confusos, aunque como no somos Dante y no podemos escribir la Comedia, lo único que acabamos conociendo es la pérdida. Beatriz es la diferencia entre la inmortalidad canónica y la pérdida, pues sin ella Dante sería otro escritor italiano prepetrarquista que murió en el exilio, una víctima de su propio orgullo y apasionamiento.

          La grandeza canónica de Dante, en definitiva, no tiene nada que ver con San Agustín, ni con las verdades, si es que son verdades, de la religión cristiana. En estos malos momentos que atravesamos, precisamos por encima de todo recuperar la idea de la individualidad literaria y la autonomía poética. Dante, al igual que Shakespeare, es un elemento fundamental de esa recuperación, siempre y cuando podamos esquivar las sirenas que nos cantan la alegoría de los teólogos.


(Fragmentos del Cap. 3: 
LA EXTRAÑEZA DE DANTE: 
ULISES Y BEATRIZ; ensayo
tomado del libro: 
El canon Occidental
Anagrama, 1995)
 Harold Bloom

(Traducción, Damián Alou)


Harold Bloom nació en Nueva York en 1930. Hijo de William y Paula Bloom, vivió en el South Bronx de dicha ciudad; como su familia era judía asquenazí, aprendió el yidis y el hebreo literario antes que el inglés. Tras cursar estudios en las universidades de Cornell y Yale, ha trabajado como profesor de esta última, en lo más alto de la escalafón académico de dicha insitución, la cátedra Sterling, desde 1955. Ostentó, asimismo, la cátedra Berg de la Universidad de Nueva York de 1988 a 2004. Son casi veinte sus obras de crítica literaria y religiosa e incontables sus artículos, reseñas y prólogos. Se dio a conocer en 1959 con Shelley's Mythmaking, libro al que siguieron otros dos títulos que en su momento constituyeron innovadoras aproximaciones a los principales poetas del romanticismo inglés. Ya sus primeras obras dieron lugar a acaloradas polémicas en la comunidad académica.Sus particulares visiones sobre la teoría y crítica literaria le han valido fama de polémico. Bloom defiende la concepción estética de la literatura, renegando contra todo tipo de estudios culturales y materialistas. También han generado controversia sus particulares visiones sobre la religión: En The Book of J (El libro de J), Bloom sugiere que la figura de Yahvé fue inventada a nivel literario por una mujer. Pero posiblemente la obra más polémica sea El canon occidental (1994), donde Bloom crea una lista de los que considera los mejores autores literarios de todos los tiempos. Además, Bloom cuestionó los conceptos de tradición e influencia con su definición de la “ansiedad de la influencia”, explicando la creación literaria como una especie de pugna entre el escritor y los escritores que lo preceden y que forman parte de la tradición. En 1959 se casó con Jeanne Gould, con quien tiene dos hijos.





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