Los neohistoricistas y sus resentidos
aliados han intentado rebajar y dispersar a Shakespeare con el objetivo de
destruir el canon disolviendo su centro. Curiosamente, Dante, el segundo
centro, como si dijéramos, no se halla sometido a tan violento ataque, ni aquí
ni en Italia. Sin duda llegará el asalto, puesto que los diversos
multiculturalistas tendrían difícil encontrar un gran poeta más censurable que
Dante, cuyo espíritu fiero y poderoso es políticamente incorrecto hasta el más
alto grado, Dante es el más agresivo y polémico de todos los escritores
importantes de Occidente, y a este respecto hasta Milton se le queda pequeño.
Al igual que este, Dante era un partido político y una secta de un solo
miembro. Su intensidad herética ha sido enmascarada por el comentario erudito,
que incluso en sus ejemplos más afortunados lo trata como si La divina comedia fuera esencialmente un
San Agustín versificado. Pero es mejor comenzar señalando su extraordinaria
audacia, que no tiene parangón en toda la tradición de la supuesta literatura
cristiana, incluyendo a Milton. Ninguna otra obra de la literatura occidental,
en el largo intervalo que va desde el Yahvista y Homero hasta Joyce y Beckett,
es tan sublimemente escandalosa como la exaltación que Dante hace de Beatriz,
que, de ser una imagen de deseo, se sublima hasta alcanzar una categoría
angelical y convertirse en un elemento crucial en la jerarquía de salvación de
la Iglesia. Puesto que Beatriz, inicialmente, importa solamente como un instrumento
de la voluntad de Dante, su apoteosis también implica que así lo ha elegido
Dante. Su poema es una profecía y asume la función de un tercer Testamento de
ningún modo subordinado al Antiguo o al Nuevo. Dante no reconocerá que la Comedia es una ficción, su suprema
ficción. Por el contrario, el poema es la verdad, universal y atemporal. Lo que
Dante el Peregrino ve y dice en la narración de Dante tiene por meta
convencernos a perpetuidad de que Dante es un punto de referencia tanto poético
como religioso. Los gestos de humildad del poema, por parte del poeta o del
peregrino, impresionan a sus eruditos, pero son bastante menos convincentes que
la subversión de todos los demás poetas que lleva a cabo el poema, y que su
insistencia en mostrar el potencial apocalíptico de Dante. Estas observaciones,
me apresuro a explicar, se dirigen contra un gran sector de eruditos de Dante,
en absoluto contra el propio Dante. No veo cómo podemos separar la abrumadora
capacidad poética de Dante de sus ambiciones espirituales, que son
inevitablemente idiosincrásicas y quedan exentas de ser consideradas blasfemas
sólo porque Dante ganó su apuesta con el futuro una generación después de su
muerte. Si la Comedia no fuera el
único auténtico rival poético de Shakespeare, Beatriz sería una ofensa para la
Iglesia, e incluso para los literatos católicos. El poema tiene demasiada
fuerza como para repudiarlo; para un poeta neocristiano como T. S. Eliot, la Comedia se convierte en otra
Escritura, un Novísimo Testamento que constituye un suplemento de la Biblia
cristiana. Charles Williams —un gurú para neocristianos como Eliot, C. S.
Lewis, W. H. Auden, Dorothy L. Sayers, R. R. Tolkien y otros— llegó al extremo
de afirmar que el credo atanasio, «la asunción del hombre en Dios», no recibió
su completa expresión hasta Dante. La Iglesia tuvo que esperar a Dante, y a la
figura de Beatriz. Lo que Charles Williams subraya en su apasionado estudio, La figura de Beatriz (1943), es el
gran escándalo del logro de Dante: la invención más espectacular del poeta es
Beatriz. Ni un solo personaje de Shakespeare, ni siquiera el carismático Hamlet
ni el divino Lear, puede compararse con Beatriz en cuanto que invención de
formidable atrevimiento. Sólo el Yahvé de J o el Jesús del Evangelio de Marcos
son representaciones de Dios más sorprendentes o exaltadas. Beatriz es la firma
de la originalidad de Dante, y el hecho de colocarla en el mismísimo engranaje
de la maquinaria cristiana de salvación es el acto más audaz del poeta a la
hora de transformar su fe heredada en algo mucho más propio. Los estudiosos de
Dante inevitablemente repudian tales afirmaciones, pero viven hasta tal punto
bajo la sombra de su tema que tienden a no ser plenamente conscientes de la
extrañeza de La divina comedia. Sigue
siendo la más misteriosa de todas las obras literarias con que puede
encontrarse un lector ambicioso, y sobrevive tanto a su traducción como a la
abundante colección de estudios que la han glosado. Todo lo que permite que un
lector corriente lea en la Comedia
resulta de cualidades del espíritu de Dante que tienen poco que ver con lo que
generalmente se considera una persona devota. En última instancia, Dante no
tiene nada verdaderamente positivo que decir acerca de sus precursores o
contemporáneos poéticos, y su utilización de la Biblia es extraordinariamente
escasa, si exceptuamos los Salmos. Es como si considerara que el rey David,
ancestro de Cristo, fue el único predecesor digno de él, el único poeta
firmemente capaz de expresar la verdad. El lector que se acerque por primera
vez a Dante comprenderá rápidamente que no existe ningún otro autor laico que
esté tan absolutamente convencido de que su propia obra es la verdad, la única
verdad importante de este mundo. Milton, y quizá el último Tolstói, se acercan
a las acérrimas convicciones de Dante de ser una persona justa, pero ambos
también reflejan realidades encontradas y expresan unas ideas que nadie más
comparte. Dante es tan intenso —retórica, psicológica y espiritualmente— que
empequeñece esa seguridad en sí mismo. La teología no es su soberano, sino su
recurso, un recurso entre muchos. Nadie puede negar que Dante cree en lo
sobrenatural, que es cristiano y teólogo, o al menos un alegorista teológico.
Pero todas las ideas e imágenes recibidas sufren extraordinarias
transformaciones en Dante, el único poeta que en originalidad, inventiva y
fecundidad extraordinaria rivaliza con Shakespeare. Un lector que lea
atentamente por primera vez a Dante, en una traducción en terza rima tan
lograda como la de Laurence Binyon o en la lúcida versión en prosa de John
Sinclair, pierde una enormidad al no poder leer el poema italiano, pero todo un
cosmos permanece en el texto. Sin embargo, lo que más cuenta es la extrañeza y
la sublimidad de lo que permanece, la absoluta singularidad de la fuerza de Dante,
con la sola excepción de Shakespeare. Al igual que en Shakespeare, encontramos
en Dante una suprema fuerza cognitiva combinada con una inventiva que en la
práctica no tiene límites. Cuando uno lee a Dante o a Shakespeare, experimenta
los límites del arte, y entonces descubre que los límites se han roto o se han
ampliado. Dante traspasa todas las limitaciones de un modo mucho más personal y
manifiesto que Shakespeare, y si cree más en lo sobrenatural que éste,
trasciende la naturaleza de una manera tan propia como singular y
característico es el naturalismo de Shakespeare. Donde los dos poetas se
desafían mutuamente es en sus representaciones del amor, y con ello volvemos a
la figura que encarna para Dante el principio y el final del amor: Beatriz. La
Beatriz de la Comedia ocupa una posición en la jerarquía celestial que resulta
difícil de comprender. No hay líneas maestras que nos ayuden a entenderlo; no
hay nada en la doctrina que exija la exaltación de esta concreta mujer
florentina de la que Dante cae enamorado para siempre. El comentario más
irónico a ese enamoramiento lo realiza Jorge Luis Borges en «El encuentro en un
sueño» (Nueve ensayos dantescos, 1982):
Enamorarse es
crear una religión cuyo dios es falible. Que Dante profesaba una admiración
idólatra por Beatriz es una verdad que no cabe contradecir; que en una ocasión
ella se burló de él y en otra lo desairó son hechos que registra Vita nuova.
Hay quien mantiene que estos hechos son imágenes de otros; ello, de ser así,
reforzaría aún más nuestra certidumbre de un amor desdichado y supersticioso.
Borges, al menos, devuelve a Beatriz
a su condición original de «encuentro ilusorio» y a su enigmática otredad para
todos los lectores de Dante: “Infinitamente existió Beatriz para Dante; Dante
existió muy poco, quizá nada en absoluto, para Beatriz. Nuestra piedad, nuestra
veneración, hace que olvidemos esa desarmonía digna de lástima, que fue
inolvidable para Dante». Poco importa que Borges proyecte su pasión
irónicamente absurda por Beatrice Viterbo (ver su relato cabalístico «El
Aleph»). Lo que astutamente subraya es la escandalosa desproporción entre lo
que Dante y Beatriz pudieron experimentar juntos (casi nada) y la visión de
Dante de su apoteosis mutua en el Paraíso. La desproporción es el camino regio
de Dante a lo sublime. Al igual que Shakespeare, es capaz de conseguir
cualquier cosa que se proponga, pues ambos poetas trascienden los límites de
los demás poetas. La convincente ironía (o alegoría) de la obra de Dante es que
él afirma aceptar los límites al tiempo que los viola. Todo lo que es vital y
original en Dante resulta arbitrario y personal, y aun con todo es presentado
como la verdad, en consonancia con la tradición, la fe y la racionalidad. De
modo casi inevitable, se lo lee erróneamente hasta que se confunde con lo
normativo, y al final nos enfrentamos a un triunfo que quizá Dante no habría
recibido con los brazos abiertos. El Dante teológico de los modernos eruditos
norteamericanos es una mezcla de Agustín, Tomás de Aquino y compañía. Se trata
de un Dante doctrinal, tan abstrusamente docto y tan asombrosamente devoto que
sólo pueden comprenderlo cabalmente sus estudiosos norteamericanos. Los
verdaderos canonizadores de Dante son la progenie de escritores a que da lugar,
y que no siempre son una mezcolanza abiertamente devota: Petrarca, Boccaccio,
Chaucer, Shelley, Rossetti, Yeats, Joyce, Pound, Eliot, Borges, Stevens,
Beckett. Casi lo único que tienen en común esa docena de autores es Dante,
aunque se convierte en doce Dantes distintos en su supervivencia poética. Se
trata de algo completamente normal en un escritor de su fuerza; hay casi tantos
Dantes como Shakespeares. Mi propio Dante se desvía cada vez más de lo que se
ha convertido en el Dante eminentemente ortodoxo de la moderna crítica y
erudición norteamericanas, representada por T. S. Eliot, Francis Fergusson,
Erich Auerbach, Charles Singleton y John Freccero. Una tradición alternativa
aparece en la línea italiana inaugurada por el pensador napolitano Vico, y se
prolonga en el poeta romántico Foscolo y el crítico romántico Francésco de
Sanctis, culminando en el esteta Benedetto Croce. Si se combina esta tradición
italiana con algunas observaciones de Ernst Robert Curtius, el eminente
estudioso alemán, surge una alternativa al Dante de EliotSingletonFreccero, y
tenemos un poeta profético en lugar de un alegorista teológico. Vico exageró
espléndidamente su punto de vista al declarar que «de haber hecho caso omiso de
la filosofía escolástica y latina, habría sido un poeta aún más grande, y quizá
la lengua toscana habría servido para situarlo en el nivel de Homero». Sin
embargo, la opinión de Vico resulta estimulante cuando uno vaga por los
sombríos bosques de los alegoristas teológicos, donde la característica
sobresaliente de la Comedia se convierte
en la conversión supuestamente agustiniana de la poesía a la fe, una fe que
subsume y subordina la imaginación. Ni Agustín ni Tomás de Aquino consideraron
que la poesía fuera poco más que un juego infantil, algo que había que
abandonar tarde o temprano, como todo lo que es infantil. ¿Qué habrían pensado
de la Beatriz de la Comedia? Curtius observa sagazmente que Dante no la
presenta sólo como su medio de salvación, sino como un intermediario universal
al alcance de todo aquel que tenga un corazón generoso. La conversión de Dante
es a Beatriz, no a Agustín, y Beatriz envía como guía de Dante a Virgilio, no a
Agustín.
No hay duda de que Dante prefiere a
Beatriz, su propia creación, a la alegoría de los otros teólogos, y tampoco hay
duda de que Dante no desea trascender su propia poesía. Agustín y Tomás de
Aquino tienen la misma relación con la teología de Dante que Virgilio y
Cavalcanti con la poesía de Dante: todos los precursores quedan empequeñecidos
por el poeta-teólogo, el profeta Dante, que es el autor del testamento
definitivo, la Comedia. Si se quiere
leer la Comedia como una alegoría de
los teólogos, hay que comenzar por el único teólogo que verdaderamente le
importaba a Dante: el propio Dante. La Comedia,
al igual que todas las grandes obras canónicas, destruye la distinción entre
texto sagrado y laico. Y Beatriz es ahora, para nosotros, la alegoría de la
fusión de lo sagrado y lo laico, la unión de la profecía y el poema. Las
características más destacables de Dante como poeta y como persona son el
orgullo antes que la humildad, la originalidad antes que el tradicionalismo, la
desmesura o el apasionamiento antes que la contención. Su actitud profética es
de iniciación antes que de conversión, por adoptar una sugerencia de Paolo
Valesio, quien acentúa los aspectos herméticos o esotéricos de la Comedia. No
eres convertido por Beatriz o a Beatriz; el viaje hacia ella es una iniciación
porque Beatriz es, tal como Curtius señaló por primera vez, el centro de una
gnosis íntima que nada tiene que ver con la Iglesia universal. Después de todo,
quien envía a Beatriz a Dante es Lucía, una santa siciliana casi totalmente
desconocida, tanto que los estudiosos de Dante son incapaces de decir por qué
Dante la eligió a ella. John Freccero, el mejor crítico vivo de Dante, nos
dice: «En cierto sentido, el propósito de todo el viaje es escribir el poema,
alcanzar la posición de privilegio de Lucía, y de todos los bienaventurados».
Sí, pero ¿por qué Lucía? Pregunta a la que no se puede responder: ¿Y por qué
no? Lucía de Siracusa vivió y sufrió martirio mil años antes de Dante, y habría
quedado totalmente olvidada si no tuviera una importancia esotérica para el
poeta y su poema. Pero nada sabemos de esa importancia; ni siquiera sabemos qué
excelsa alma femenina decidió que Lucía fuera enviada a Beatriz. Esta «dama del
cielo» suele identificarse con la Virgen María, pero Dante no la nombra. Lucía
es denominada «la enemiga de toda crueldad», presumiblemente un atributo
compartido por todas las damas del cielo. «Gracia iluminadora» es la
abstracción que los estudiosos de Dante suelen adjudicar a Lucía; pero eso
tampoco es una cualidad exclusiva de una determinada mártir siciliana cuyo
nombre significa «luz». Insisto en este punto para subrayar cómo Dante insiste
en ser sublimemente arbitrario. Hay algo oculto en la Comedia; no se puede
negar que el poema tiene sus aspectos herméticos, y no se puede considerar de
importancia secundaria el que Beatriz sea el centro de todos ellos. Siempre regresamos
a la figura de Beatriz al leer la Comedia, no tanto porque ella sea una especie
de Cristo, sino porque es el objeto ideal del deseo sublimado de Dante. Ni
siquiera sabemos si la Beatriz de Dante tuyo existencia histórica. Si fue así,
y puede identificarse con la hija de un banquero florentino, poco importa en el
poema. La Beatriz de la Comedia importa no sólo porque es una alusión a Cristo,
sino porque se trata de la proyección idealizada de la propia singularidad de
Dante, el punto de vista de su obra como autor. Permitidme ser lo
suficientemente blasfemo como para relacionar a Cervantes con Dante, para así
poder comparar a sus dos heroicos protagonistas: don Quijote y Dante el
Peregrino. La Beatriz de don Quijote es la encantada Dulcinea del Toboso, su
visionaria transfiguración de una campesina, Aldonza Lorenzo. La hija del
banquero, Beatrice Portinari, guarda la misma relación con la Beatriz de Dante
que Aldonza con Dulcinea. Cierto, la jerarquía de don Quijote es laica:
Dulcinea ocupa su lugar en el cosmos de Amadís de Gaula, Palmerín de
Inglaterra, el Caballero del Sol y otros próceres similares de la caballería
mitológica, mientras que Beatriz asciende al reino de San Bernardo, San
Francisco y Santo Domingo. Si uno prefiere la poesía a la doctrina, no se trata
necesariamente de una diferencia. Los caballeros andantes, como los santos, son
metáforas de un poema dentro de ese poema, y la celestial Beatriz, en términos
del catolicismo institucional e histórico, posee la misma categoría o realidad
que la encantada Dulcinea. Pero el triunfo de Dante es hacer que mi comparación
parezca un tanto blasfema. Quizá Dante era realmente ortodoxo y devoto, pero
Beatriz es su figura, y no la de la Iglesia; ella es parte de una gnosis
privada, de cómo el poeta altera el plan de salvación. Una «conversión» a
Beatriz puede ser lo suficientemente agustiniana, pero no se puede decir que
sea una conversión a San Agustín, lo mismo que una devoción por Dulcinea del
Toboso no es un acto de adoración dirigido a Iseult de las Manos Blancas. Dante
fue más insolente, agresivo, orgulloso y audaz que ningún otro poeta, anterior
o posterior. Adaptó la Eternidad a su punto de vista, y tiene muy poco en común
con toda la caterva de exégetas devotamente eruditos. Si está todo en Agustín o
en Tomás de Aquino, entonces leamos a Agustín o a Aquino. Pero Dante quería que
leyéramos a Dante. No compuso su poema para iluminar verdades heredadas. La Comedia pretende ser la verdad, y me
inclino a pensar que desteologizar a Dante está tan fuera de lugar como
teologizarlo. Cuando el agonizante don Quijote se arrepiente de su locura
heroica, regresa a su identidad original como Alonso Quijano el Bueno, y da
gracias a Dios por haberse convertido a tan devota cordura. Todos los lectores
se unen a la protesta de Sancho: «No se muera vuestra merced señor mío, sino
tome mi consejo, y viva muchos años… Quizá tras de alguna mata hallaremos a la
señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver». Cuando acaba el
poema de Dante, ningún Sancho se une al lector en la esperanza de que las
facultades del poeta estén a la altura de la magnífica fantasía del cielo
cristiano. Supongo que hay lectores que buscan en La divina comedia un tránsito al amor divino que mueve el sol y los
demás astros, pero la mayoría de nosotros buscamos en ella al propio Dante, la
personalidad poética y el personaje dramático que ni siquiera John Milton puede
igualar. Nadie quiere transmutar la Comedia en Don Quijote, pero un toque de
Sancho podría haber suavizado incluso al Peregrino de la Eternidad, y quizá
haber recordado a los estudiosos que la ficción es ficción, aun cuando ella
misma se crea otra cosa. Pero ¿qué tipo de ficción es Beatriz? Si ella es como
insistía Curtius, una emanación de Dios, entonces Dante pretendía algo que no
sabemos descifrar, aunque intuyamos que está ahí. La revelación de Dante apenas
puede ser calificada de privada, al igual que la de Blake, pero no porque sea
menos original que la de éste. Es más original, y es pública porque constituye
un logro literario; no hay nada en la literatura occidental, exceptuando las
obras cumbres de Shakespeare, que alcance tal plenitud expresiva. Dante, el más
singular e indomable de todos los temperamentos supremamente refinados, se
convirtió en un personaje universal no absorbiendo la tradición, sino
sometiéndola hasta que encajó en su propia naturaleza. Por una ironía que
trasciende cualquier cosa parecida, la fuerza de usurpación de Dante ha dado
como resultado que, en un sentido o en otro, siempre se lo malinterprete. Si la Comedia es una profecía, entonces sus
estudiosos sienten la tentación de leerla mediante la iluminación de la
tradición agustiniana. ¿Dónde se va a encontrar si no la pertinente
interpretación de la revelación cristiana? Incluso un intérprete tan sutil como
John Freccero en ocasiones cae en la conversión de la poética, como si sólo
Agustín pudiera representar un paradigma del autodominio. Una «novela del yo»
como la Comedia debe, de este modo,
originarse en las Confesiones de Agustín. Con una intensidad mucho mayor que
los románticos, que lo veneraron e imitaron, Dante inventa su propio origen y
controla su yo con su propia figura conversiva, Beatriz, que no me parece un
personaje muy agustiniano. ¿Puede Beatriz ser el objeto de deseo, aunque
sublimado, en una narración de conversión agustiniana? De manera muy elocuente,
Freccero dice que, para Agustín, la historia es el poema de Dios. ¿Es la
historia de Beatriz un poema lírico escrito por Dios? Puesto que yo mismo soy
aficionado a encontrar la voz de Dios en Shakespeare, Emerson o Freud, según
mis necesidades, no tengo ninguna dificultad en considerar divina la Comedia de
Dante. Sin embargo, yo no hablaría de las divinas Confesiones, pues en Agustín
no oigo la voz de Dios. Ni tampoco estoy convencido de que Dante llegara a oír
ninguna voz que no fuera la suya. De un poema que se prefiere a sí mismo antes
que a la Biblia también se puede decir, por definición, que se prefiere a sí
mismo antes que a Agustín.
Beatriz es el conocimiento de Dante,
según Charles Williams, quien no sentía simpatía por el gnosticismo. Por
conocimiento quería dar a entender el camino que va desde Dante, el que conoce,
hasta Dios, el conocido. Sin embargo, Dante no pretendió que Beatriz fuera sólo
su conocimiento. Su poema no sostiene que cada uno de nosotros puede encontrar
un conocimiento solitario, sino que Beatriz va a desempeñar un papel universal
para todos aquellos que consigan encontrarla, pues es de presumir que la
intercesión de Beatriz en favor de Dante, vía Virgilio, va a ser única. El mito
de Beatriz, aunque es la principal invención de Dante, existe sólo dentro de su
poesía. Su extrañeza no puede verse del todo, porque no conocemos ninguna
figura comparable a Beatriz. La Urania de Milton, su musa celestial en El
paraíso perdido, no es una persona, y Milton nos advierte que lo importante de
ella es su significado, no su nombre. Shelley, imitando a Dante, celebró a
Emilia Viviani en su Epipsychidion, pero la pasión del poeta romántico acabó
sucumbiendo, y la Signora Viviani, con el tiempo, se convirtió en «un pequeño
demonio pardusco» para su desilusionado amante. Para recuperar algo de la extrañeza
de Dante precisamos ver cómo trata a una figura universal. Ningún personaje
literario occidental es tan recurrente como Odiseo, el héroe homérico más
conocido por su nombre latino, Ulises. De Homero a Nikos Kazantzakis, la figura
de Odiseo ⁄ Ulises sufre extraordinarias modificaciones en Píndaro, Sófocles,
Eurípides, Horacio, Vigilio, Ovidio, Séneca, Dante, Chapman, Calderón,
Shakespeare, Goethe, Tennyson, Joyce, Pound y Wallace Stevens, entre muchos
otros. W. B. Stanford, en su admirable estudio El tema de Ulises (1963), cita
el tratamiento tibio pero negativo que le da Virgilio en oposición a la manera
positiva en que Ovidio se identifica con Ulises, en un contraste que plantea
las dos principales posturas que siempre encontraremos enfrentadas en las
metamorfosis de este héroe, o héroe-villano. El Ulises de Virgilio se
convertirá en el de Dante, aunque transformado de tal modo que el retrato
bastante evasivo de Virgilio tiende a desvanecerse. Poco dispuesto a condenar
directamente a Ulises, Virgilio transfiere esa tarea a sus personajes, que
identifican al héroe de la Odisea con la astucia y el engaño. Ovidio, un
exiliado y un tenorio, se confunde con Ulises en una identidad compuesta a fin de
legarnos la idea, ahora ya asentada, de que Ulises fue el primero de los
grandes mujeriegos errantes. En el Canto 26 del Infierno Dante creó la versión más original de Ulises que tenemos,
en la que no busca su hogar y a su mujer en Ítaca, sino que se separa de Circe
a fin de romper todos sus lazos y enfrentarse a lo desconocido. La tierra
ignota de Hamlet, de cuyos dominios ningún viajero regresa, se convierte en el
terco destino del más impresionante de todos los héroes ávidos de perdición.
Hay un extraordinario pasaje en el Infierno
26 que resulta difícil de asimilar. Ulises y Dante se hallan en relación
dialéctica, pues Dante teme la profunda identificación entre él mismo como
poeta (no como peregrino) y Ulises como viajero transgresor. Puede que este
miedo no sea plenamente consciente, aunque Dante debe de experimentarlo de
algún modo, pues retrata a Ulises como alguien movido por el orgullo, y no ha
existido jamás poeta más orgulloso que Dante, ni siquiera Píndaro, Milton,
Victor Hugo, Stefan George o Yeats. Los estudiosos quieren oír a Beatriz o a
diversos santos hablar en nombre de Dante, pero ni ella ni ellos comparten el
acento del poeta. La voz de Ulises y la de Dante están peligrosamente próximas,
y puede que ése sea el motivo de que la explicación de Virgilio, cuando dice
que el griego podría desdeñar la voz del poeta italiano, no resulte del todo
convincente…
… Es casi imposible imaginar a Dante
entregado a hipérboles eróticas; la Comedia
es inconcebible sin una Beatriz cuya gozosa aceptación en las más altas
regiones estuviese siempre asegurada. Petrarca, procurando no distanciarse del
más que formidable poeta de la generación de su padre, inventó (eso pensaba él)
la idolatría poética en relación con su amada Laura, pero ¿qué, por encima de
la escandalosa autoridad del propio Dante, nos impide considerar la veneración
de Dante por Beatriz como la más poética de todas las idolatrías? Mediante su
autoridad, Dante integra a Beatriz en la simbología cristiana, o quizá sería
más exacto decir que integra la simbología cristiana en su visión de Beatriz.
Beatriz, no Cristo, es el poema; Dante, no Agustín, es el autor. Esto no es
negar la espiritualidad de Dante, sino sólo señalar que la originalidad no es
en sí misma una virtud cristiana, y la importancia de Dante reside en su
originalidad. Dante no tiene padre poético, aunque afirme que Virgilio ocupa
ese lugar. Pero Beatriz llama a Virgilio, quien se desvanece del poema cuando
Beatriz vuelve a él de modo triunfante, en los últimos cantos del Purgatorio…El
advenimiento de Beatriz en el canto 20 del Purgatorio implica la definitiva
desaparición de Virgilio. Ella hace que esté de más, no porque la teología
reemplace a la poesía, sino porque la Comedia de Dante reemplaza ahora a la
Eneida de Virgilio. Aunque explícitamente insiste en lo contrario, Dante (ahora
nombrado, por la propia Beatriz, por vez primera y única en todo el poema)
celebra sus propios poderes poéticos entronizando a Beatriz…
La idealización del amor perdido es
una práctica humana casi universal, lo que se recuerda a lo largo de los años
es una posibilidad perdida para el yo, más que a la persona amada. La
asociación de Raquel y Beatriz funciona con tal belleza no porque cada una sea
un tipo de vida contemplativa, sino porque cada una es una imagen apasionada
del amor perdido. Raquel tiene su importancia para la Iglesia porque se la
interpreta como un emblema contemplativo, pero también tiene importancia para
los poetas y sus lectores porque un gran narrador, el Yahvista o J, hizo que su
muerte precoz al dar a luz fuera la gran aflicción de la vida de Jacob. En la
simbología poética, Raquel precede a Beatriz como imagen de la muerte precoz de
una mujer amada, mientras que Lía está ligada a Matilda como idea de la demora
en la satisfacción de las expectativas. Jacob sirvió a Labán para ganarse a
Raquel, pero antes recibió a Lía. Dante suspira por el regreso de Beatriz, pero
el viaje de Beatriz a través del Purgatorio lo lleva primero a Matilda. Aunque
es la hora del lucero del alba, del planeta Venus, a Dante le trae a Matilda,
no a Beatriz. Matilda canta como una mujer enamorada, y Dante camina con ella,
pero es sólo una preparación, igual que Lía fue una preparación para Raquel…El
Purgatorio, en el esquema de Dante, explora el argumento católico de que cuando
uno desea a Dios y se desvía por caminos erróneos, debe enderezar el rumbo
mediante la expiación. La afirmación más audaz de Dante en toda su obra es que
el deseo que sentía por Beatriz no era un camino desviado, sino que siempre
conducía a una visión de Dios. La Comedia
es un triunfo, y posiblemente sea el ejemplo supremo de poesía religiosa
occidental. Es, además, un poema totalmente personal que convence a muchos de
sus lectores de que en él encontrarán la verdad definitiva…
…Cuando Beatriz aparece en el
Purgatorio, le habla a su poeta no como amante ni como madre, sino como una
deidad le habla a un mortal, aunque él sea un mortal con el que mantiene una
relación muy especial. Su severidad para con él es otro cumplido inverso que
Dante se hace a sí mismo, pues ella es la señal suprema de su originalidad, el
heraldo de su profecía. En efecto, su propio genio le regaña, pues ¿qué otro
reproche podría aceptar el más orgulloso de todos los poetas? Supongo que no se
habría resistido a un descendiente directo de Cristo, pero ni siquiera Dante
iría tan lejos como para arriesgarse a dicha representación. La musa interviene,
pero él menciona su «beatitud» y le concede un papel que puede beneficiar a
todos los demás. Ella no descenderá por otros ni para otros, sólo para su
poeta; y de este modo él es su profeta, una función para la que se había estado
preparando desde Vita nuova. A pesar
de las complejas relaciones que mantiene con numerosas tradiciones —poética,
filosófica, teológica, política—, Dante, a la hora de crear a Beatriz, no está
en deuda con ninguna de ellas. A ella se la puede diferenciar de Cristo, pero
no de la Comedia, debido a que ella
es el poema de Dante, la única imagen entre todas las imágenes que no
representa a Dios, sino el propio logro de Dante...
Yo mismo, como estudioso de la
gnosis, ya sea poética o religiosa, considero que el poema no es ni verdad ni
ficción, sino más bien el conocimiento de Dante, que él decidió llamar Beatriz.
Cuando uno conoce con la mayor intensidad, no es necesario decidir si eso es
real o ficticio; lo que sabes, ante todo, es que el conocimiento es tuyo y de nadie
más. A veces damos a ese conocimiento el nombre de «amor», casi invariablemente
con la convicción de que la experiencia es duradera. Pero con mucha frecuencia
nos abandona y nos deja confusos, aunque como no somos Dante y no podemos
escribir la Comedia, lo único que acabamos conociendo es la pérdida. Beatriz es
la diferencia entre la inmortalidad canónica y la pérdida, pues sin ella Dante
sería otro escritor italiano prepetrarquista que murió en el exilio, una
víctima de su propio orgullo y apasionamiento.
La grandeza canónica de Dante, en
definitiva, no tiene nada que ver con San Agustín, ni con las verdades, si es
que son verdades, de la religión cristiana. En estos malos momentos que
atravesamos, precisamos por encima de todo recuperar la idea de la
individualidad literaria y la autonomía poética. Dante, al igual que
Shakespeare, es un elemento fundamental de esa recuperación, siempre y cuando
podamos esquivar las sirenas que nos cantan la alegoría de los teólogos.
(Fragmentos del Cap. 3:
LA EXTRAÑEZA DE DANTE:
ULISES Y BEATRIZ; ensayo
ULISES Y BEATRIZ; ensayo
tomado del
libro:
El canon Occidental,
Anagrama, 1995)
El canon Occidental,
Anagrama, 1995)
(Traducción, Damián Alou)
Harold Bloom nació en Nueva York en 1930. Hijo de William y
Paula Bloom, vivió en el South Bronx de dicha ciudad; como su familia era judía
asquenazí, aprendió el yidis y el hebreo literario antes que el inglés. Tras
cursar estudios en las universidades de Cornell y Yale, ha trabajado como
profesor de esta última, en lo más alto de la escalafón académico de dicha
insitución, la cátedra Sterling, desde 1955. Ostentó, asimismo, la cátedra Berg
de la Universidad de Nueva York de 1988 a 2004. Son casi veinte sus obras de
crítica literaria y religiosa e incontables sus artículos, reseñas y prólogos.
Se dio a conocer en 1959 con Shelley's Mythmaking, libro al que siguieron otros
dos títulos que en su momento constituyeron innovadoras aproximaciones a los
principales poetas del romanticismo inglés. Ya sus primeras obras dieron lugar
a acaloradas polémicas en la comunidad académica.Sus particulares visiones
sobre la teoría y crítica literaria le han valido fama de polémico. Bloom
defiende la concepción estética de la literatura, renegando contra todo tipo de
estudios culturales y materialistas. También han generado controversia sus
particulares visiones sobre la religión: En The Book of J (El libro de J),
Bloom sugiere que la figura de Yahvé fue inventada a nivel literario por una
mujer. Pero posiblemente la obra más polémica sea El canon occidental (1994),
donde Bloom crea una lista de los que considera los mejores autores literarios
de todos los tiempos. Además, Bloom cuestionó los conceptos de tradición e
influencia con su definición de la “ansiedad de la influencia”, explicando la
creación literaria como una especie de pugna entre el escritor y los escritores
que lo preceden y que forman parte de la tradición. En 1959 se casó con Jeanne
Gould, con quien tiene dos hijos.
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