martes, 21 de mayo de 2019

UN ARGUMENTO SOBRE LA BELLEZA




          Cuando al fin respondió, en abril de 2002, al escándalo creado por la revelación    de innumerables encubrimientos de sacerdotes depredadores sexuales, el papa Juan Pablo II comentó a los cardenales estadounidenses citados en el Vaticano:

Una gran obra de arte puede ser mancillada, pero su belleza permanece; ésta es una verdad que reconoce todo crítico de inteligencia honrada.

           ¿Es extraño que el Papa compare a la Iglesia católica con una gran —es decir, hermosa— obra de arte? Acaso no, pues esta comparación inane le permite transformar los aberrantes delitos en algo así como las raspaduras en la copia de una película muda o las grietas en la superficie de una pintura de un gran maestro, imperfecciones que por reflexión eliminamos o superamos.  Al Papa le gustan las ideas venerables.  Y «la belleza», en cuanto       término que indica (como la salud) excelencia indiscutible, ha sido un recurso perenne cuando se dictan evaluaciones perentorias.
La permanencia, sin embargo, no es uno de los atributos más evidentes de la belleza; y su contemplación, cuando es experta, puede estar envuelta en patetismo, el drama que Shakespeare desarrolla en muchos sonetos. Las celebraciones tradicionales de la belleza en Japón, como el rito anual de contemplación de los cerezos en flor, son profundamente elegíacas: la belleza más conmovedora es la más evanescente. Volver imperecedera la belleza en algún sentido precisó de muchos retoques y transposiciones conceptuales, pero la idea era simplemente demasiado seductora, demasiado poderosa, para desperdiciarla en el elogio a encarnaciones superiores. El propósito era multiplicar la noción, permitir diversos tipos de belleza, belleza con adjetivos, ordenada en una escala ascendente de valor e incorruptibilidad, en la que los usos metaforizados («belleza intelectual», «belleza espiritual») tenían prelación sobre lo que el lenguaje ordinario encomia como bello: un goce de los sentidos.
La belleza menos «enaltecedora» del rostro y del cuerpo aún es el sitio más comúnmente visitado de lo bello. Pero apenas cabría esperar que el Papa invocara ese sentido de la belleza en particular mientras intenta elaborar un informe exculpatorio de varias generaciones de sacerdotales abusos sexuales infantiles y de protección a los acosadores. Más a propósito —su propósito— es la «elevada» belleza del arte. Por más que el arte parezca una cuestión de superficies y de recepción de los sentidos, se le ha concedido en general ciudadanía honoraria en el dominio de la belleza «interna» (en oposición a la «externa»). La belleza, al parecer, es inmutable, al menos cuando se encarna —se fija— en forma de arte, porque en el arte la belleza como idea, una idea eterna, toma cuerpo mejor. La belleza (si se opta por emplear la palabra de ese modo) es profunda, no superficial; oculta, a veces, más que evidente; consoladora, no perturbadora; indestructible, como en el arte, más que efímera, como en la naturaleza.  La belleza, de la clase que se estipula enaltecedora, perdura.

          La mejor teoría de la belleza es su historia. Pensar en la historia de la belleza significa concentrarse en su uso en manos de comunidades específicas.
          Las comunidades dedicadas por sus líderes a contener lo que se percibe como una corriente nociva de opiniones innovadoras no tienen interés alguno en modificar el baluarte que ofrece la noción de belleza en cuanto encomio y consuelos anodinos. No sorprende que Juan Pablo II —y la institución de amparo y protección en nombre de la que habla— se sienta tan cómodo con la belleza como con la idea del bien.

          Asimismo, parece inevitable que cuando, hace casi un siglo, las más prestigiosas comunidades artísticas dedicadas a las bellas artes se implicaron en proyectos de innovación drástica, la belleza estuviera en primera fila entre las nociones que era preciso desacreditar. La belleza no podía sino parecer un criterio conservador a los creadores y proclamadores de lo nuevo: Gertrude Stein sostenía que llamar bella a una obra de arte significa que está muerta. Bello ha llegado a significar «solo» bello: no hay elogio más insulso o filisteo.
         
          En otros lugares la belleza todavía reina, incontenible. (¿Cómo podría ser de otro modo?). Cuando ese conocido amante de la belleza, Oscar Wilde, anunció en La decadencia de la mentira, «Nadie verdaderamente culto […] habla jamás en la actualidad de la belleza del crepúsculo: los crepúsculos son más bien anticuados», éstos se tambalearon con el impacto, luego se recuperaron. Les beaux arts, conminadas por una llamada semejante a ponerse al día, no lo hicieron. La exclusión de la belleza como criterio del arte no es ni mucho menos indicio de que la autoridad de la belleza esté en decadencia. Más bien testimonia el declive de la creencia de que hay algo llamado arte.

          Incluso cuando la belleza fue un innegable criterio de valor en las artes, se la definía de manera  lateral, evocando alguna otra cualidad como la pretendida esencia o sine qua non de algo bello. Una definición de lo bello no era más (o menos) que un encomio de lo bello. Cuando Lessing, por ejemplo, equiparaba la belleza con la armonía, estaba proponiendo otra idea general de lo excelente o deseable.

          A falta de una definición en sentido estricto, se suponía que había un órgano o capacidad para registrar la belleza (es decir, el valor) en las artes, llamado «gusto», y un canon de obras discernido por gente con criterio, buscadores de gratificaciones más enrarecidas, adeptos entre los  entendidos.  Pues en las artes —a diferencia de la vida— no se suponía que la belleza fuera por necesidad visible, evidente, obvia. El problema con el gusto era que, por más que derivara en periodos de amplio acuerdo en el seno de las comunidades de los amantes del arte, surgía de respuestas al arte privadas, inmediatas y revocables. Y el consenso, a pesar de su firmeza, nunca era más que local. Para tratar ese defecto, Kant —un consagrado universalizador— propuso una facultad del «juicio» distintiva, con principios discernibles de carácter general y perdurable; los gustos legislados por esta facultad del juicio, si se habían meditado como es debido, deberían ser propiedad de todos. Pero el «juicio» no tuvo el efecto previsto de reforzar el «gusto» o de volverlo, en algún sentido, más democrático. Por una parte, el gusto como juicio fundado en principios era difícil de aplicar, pues su relación con las obras de arte consideradas irrefutablemente grandes o  bellas era muy endeble, a diferencia del flexible criterio empírico del gusto. Y el gusto es en la actualidad una noción mucho más endeble y vulnerable que a finales del siglo XVIII. ¿El gusto de quién? O, con más insolencia: ¿Quién lo afirma?
 
          A medida que la posición relativista en asuntos culturales ejercía mayor presión en las antiguas valoraciones, las definiciones de belleza —las descripciones de su esencia— se vaciaron más. La belleza ya no podía ser algo tan positivo como la armonía. Para Valéry, la naturaleza de la belleza es que no puede definirse; la belleza es precisamente «lo inefable».

          El fallo de la idea de belleza refleja el descrédito del prestigio del juicio mismo como algo posiblemente imparcial u objetivo, y no siempre interesado o autorreferencial. También refleja el descrédito de los discursos en las artes. La belleza se define como la antítesis de lo feo. Es evidente que no se puede afirmar que algo es bello si no se está dispuesto a afirmar que algo es feo. Pero cada vez hay más tabúes relativos a calificar algo, cualquier cosa, de feo. (Para explicarlo: no se vea primero el avance de lo llamado «políticamente correcto», sino el desarrollo de la ideología del consumismo y luego la complicidad de ambos). El meollo es encontrar lo bello en lo que hasta entonces no había sido considerado así (o: la belleza en lo feo). De igual modo, hay cada vez mayor resistencia a la idea de «buen gusto», es decir, a la dicotomía buen gusto / mal gusto, salvo en ocasiones que permiten celebrar la derrota del esnobismo y el triunfo de lo que se menospreciaba como «mal gusto». En la actualidad, el buen gusto parece una idea aún más retrógrada que la de belleza. El arte y la literatura, difíciles, austeros, de la «modernidad» parecen ya anticuados, una conspiración esnob. La innovación es ahora relajación; el arte facilón actual ha dado luz verde a todo. En el ambiente cultural de años recientes que favorece el arte más fácil de usar, lo bello parece, si no obvio, pretencioso. La belleza continúa recibiendo una paliza en las denominadas, de modo absurdo, nuestras batallas culturales.  Que la belleza se aplicara a algunas cosas y no a otras, que fuera un principio de discriminación, fue antaño su fuerza y su atractivo. La belleza pertenecía a la familia de nociones que establecen rangos y concordaba con un orden social impenitente respecto de la condición, la clase, la jerarquía y el derecho a la exclusión. Lo que había sido una virtud del concepto se convirtió en su lastre. La belleza, que antaño había parecido vulnerable por demasiado general, laxa, porosa, se reveló —por el contrario— demasiado excluyente. La discriminación, antaño una facultad positiva (equivalente a juicio refinado, criterios exigentes, rigor), se volvió negativa: significó prejuicio, intolerancia, ceguera ante las virtudes de lo que no era idéntico a sí mismo.

          El paso más contundente y exitoso en contra de la belleza provino de las artes: la belleza —y la preocupación por la belleza—, era restrictiva; como lo expresa el giro actual, elitista. Nuestras valoraciones, al parecer, podrían ser mucho más incluyentes si afirmáramos que algo es «interesante» en lugar de bello. Por supuesto, cuando la gente afirmaba que una obra de arte era interesante, no indicaba con ello que forzosamente le gustara; y mucho menos que la considerara bella. Por lo general, sólo indicaba que creía que debía gustarle. O que le gustaba, de algún modo, aunque no fuera bella. O podía calificar algo de interesante para evitar la banalidad de llamarlo bello. La fotografía fue el arte en el que «lo interesante» triunfó primero, y desde el   principio:   el   nuevo   modo   de ver fotográfico propuso que todo fuera un tema potencial para la cámara. Lo bello no habría podido aportar esa variedad de asuntos; y pronto llegó a parecer conservador desecharlo como juicio. De la fotografía de un crepúsculo, un crepúsculo bello, cualquiera con un mínimo nivel de refinamiento verbal bien habría preferido decir: «Sí, la fotografía es interesante».

¿Qué es interesante? Sobre todo lo que antes no se ha considerado bello (o bueno). Los enfermos son interesantes, como señala Nietzsche. Los perversos también. Calificar algo de interesante implica desafiar las antiguas categorías del elogio; semejantes juicios pretenden que se les tenga por insolentes o al menos ingeniosos. Los entendidos en «lo interesante» —cuyo antónimo es «lo aburrido»— valoran el conflicto, no la armonía. El liberalismo es aburrido, declaró Carl Schmitt en El concepto de lo político, escrito en 1932 (Al año siguiente se unió al partido nazi). Una política guiada por principios liberales carece de drama, sal, conflicto, en tanto que las políticas vigorosas y autocráticas —y la guerra— son interesantes. El uso prolongado de lo “interesante» en cuanto criterio de valor ha debilitado, de modo inevitable, su mordacidad transgresora. Lo que queda de la insolencia de antaño radica sobre todo en su desdén hacia las consecuencias de las acciones y de los juicios. En cuanto a la verdad de la atribución: eso ni siquiera se tiene en cuenta. Algo se califica de interesante precisamente para no tener que comprometer un juicio sobre la belleza (o la bondad). Lo interesante es sobre todo en la actualidad un concepto consumista, propenso a ampliar su dominio: cuantas más cosas se vuelven interesantes, más crece el mercado. Lo aburrido —entendido como una ausencia, un vacío— implica su antídoto: las afirmaciones promiscuas y vacías de lo interesante. Su peculiar modo no concluyente de vivir la realidad.

          A fin de enriquecer esta deficitaria perspectiva de nuestras vivencias, se debería aceptar una noción plena de aburrimiento: la depresión, la ira (desesperación reprimida). Entonces se podría comenzar a trabajar en pro de una noción plena de lo interesante. Pero a esa calidad de vivencia —de sentimiento— es probable que no se quiera ya denominarla interesante.

          La belleza puede ilustrar un ideal, una perfección. O puede provocar, por su identificación con las mujeres (o más precisamente, con la Mujer), la ambivalencia consabida que proviene de la añeja denigración de lo femenino. Mucho descrédito de la belleza necesita ser entendido como resultado de la inflexión del género. La misoginia, asimismo, puede subyacer al impulso de metaforizar la belleza, promoviéndola así fuera del ámbito «meramente» femenino, de lo poco serio, de lo especioso. Pues si las mujeres son veneradas por ser bellas, se las menosprecia porque se preocupan de estar o mantenerse bellas. La belleza es teatral, está para ser contemplada y admirada; y la palabra puede aludir tanto a la industria (revistas de belleza, salones de belleza, productos de belleza) —el teatro de la frivolidad femenina—, como a las bellezas del arte y la naturaleza. ¿Cómo explicar de otro modo la asociación de la belleza —es decir, las mujeres— con la tontería? Estar preocupado por la belleza propia es exponerse a la acusación de narcisismo y frivolidad. Considérense todos los sinónimos de bello, comenzando por lo «precioso» y lo meramente «bonito», que piden a gritos una transposición viril.  Aunque «magnífico» se aplica tanto  como «bello» al aspecto, parece —libre de asociaciones con lo femenino— un modo de elogiar más sobrio y menos efusivo. La belleza no se asocia por lo general con la gravedad. Así, se prefiere calificar un vehículo de imágenes punzantes de la guerra y la atrocidad de «libro magnífico», como hice en el prólogo a una compilación de fotografías de Don McCullin, por si calificarlo de «libro bello» (que lo era) pudiera parecer una afrenta a su tema pavoroso.

          Por lo general, se supone que la belleza es, casi de modo tautológico, una categoría «estética», lo que la enfrenta, para muchos, directamente con la ética. Pero la belleza, aun la belleza en su modo amoral, nunca está desnuda. Y la atribución de belleza siempre está mezclada con valores morales. Lejos de ser polos opuestos lo estético y lo ético, como insistieron Kierkegaard y Tolstói, lo estético mismo es un proyecto casi moral. Los argumentos sobre la belleza desde Platón están llenos de preguntas acerca de la correcta relación con lo bello (lo irresistible, apasionantemente bello), que se cree fluye de la naturaleza misma de la belleza. La perenne tendencia a hacer de la belleza un concepto binario, a dividirlo en    belleza «interna» y «externa», «elevada» e «inferior», es el modo habitual en que los juicios morales colonizan los juicios de lo bello. Desde un punto de vista nietzscheano (o wildeano), esto podrá ser erróneo, pero a mí me parece inevitable. Y la sabiduría alcanzada gracias a un profundo compromiso de por vida con lo estético no puede ser, me aventuro a afirmar, duplicada por ningún otro género de seriedad. En efecto, las diversas definiciones de belleza se aproximan a una verosímil caracterización de la virtud, y de una humanidad más plena, al menos tanto como los intentos de definir la bondad misma.

          La belleza es parte de la historia de la idealización, que a su vez es parte de la historia de la consolación. Pero la belleza acaso no siempre consuele. La belleza del rostro y el cuerpo atormenta, subyuga; esa belleza es imperiosa. Tanto la belleza humana y la belleza creada (el arte) suscitan la fantasía de la posesión. Nuestro modelo de lo desinteresado proviene de la belleza de la naturaleza; una naturaleza distante, descomunal, imposeíble.

          De una carta escrita por un soldado alemán que montaba guardia en el invierno ruso a finales de diciembre de 1942:
 La Navidad más bella que había visto nunca, compuesta íntegramente de emociones desinteresadas y desprovista de todo ribete de oropel. Yo estaba solo bajo un enorme cielo estrellado, y recuerdo que una lágrima rodaba por mi mejilla helada, no era una lágrima de dolor ni de alegría, sino de la emoción creada por una vivencia intensa…

A diferencia de la belleza, a menudo frágil y efímera, la capacidad para sentirse abrumado por la belleza tiene un vigor asombroso y sobrevive entre las más rigurosas distracciones. Incluso la guerra, aun la perspectiva de una muerte segura, no pueden suprimirla.

         La belleza del arte es mejor, «más elevada» —según Hegel— que la belleza de la naturaleza, pues la crean seres humanos y es obra del espíritu. Pero el discernimiento de lo bello en la naturaleza es asimismo el resultado de las tradiciones de la conciencia y de la cultura; en el lenguaje de Hegel: del espíritu. Las respuestas a la belleza en el arte y a la belleza en la naturaleza dependen entre sí. Como señaló Wilde, el arte hace mucho más que instruirnos en cómo y qué hemos de apreciar en la naturaleza. (Él pensaba en la poesía y en la pintura. En la actualidad los criterios de belleza en la naturaleza están fijados sobre todo por la fotografía). Lo bello nos recuerda a la propia naturaleza —lo que está más allá de lo humano y lo creado—, y por ende estimula y profundiza nuestro sentido de la mera extensión y plenitud de la realidad, tanto la palpitante como la inanimada, que nos rodea a todos. Una           feliz consecuencia de esta comprensión, si de comprensión se trata: la belleza recobra su solidez, su naturaleza inevitable, como juicio necesario para dar sentido a gran parte de las energías, afinidades y admiraciones propias; y las nociones usurpadoras parecen ridículas.

          Imagínese la afirmación:   «Este crepúsculo es interesante».


(De Daedalus 131, 4 (otoño, 2002), incluido en
Al mismo tiempo, último libro 

de la autora; Mondadori, 2007)
Susan Sontag
(Traducción Aurelio Major)






Susan Sontag (Nueva York, 1933 - 2004) Escritora y directora de cine considerada una de las intelectuales más influyentes en la cultura estadounidense de las últimas décadas. Su padre, Jack Rosenblatt, que había trabajado como comerciante de pieles en China, murió de tuberculosis pulmonar cuando Susan tenía apenas cinco años. La niña recibió el apellido del hombre con quien su madre se casaría siete años después: el capitán Nathan Sontag. En esos días, la familia se instaló lejos de Nueva York, en lugares que parecen simbolizar la antítesis de esa ciudad: Tucson, Arizona, y Los Ángeles, California, fueron las primeras residencias de la niña. Sontag fue una estudiante precoz; a los quince años, ya había terminado sus primeros estudios e ingresado en la Universidad de California en Berkeley. Su estancia no duró mucho, pues un año después, en 1949, pidió el traslado a la Universidad de Chicago, donde se licenció en letras en 1951. Para entonces, ya se había casado con Philip Rieff, profesor de sociología. La pareja se mudó a Boston poco después del matrimonio, para que Sontag continuara sus estudios en la Universidad de Harvard. Allí nació su hijo David (1952), también escritor. Entre 1955 y 1957 Sontag cursó el doctorado en filosofía y, además, trabajó junto con su marido en el estudio Freud. La mente de un moralista, que de alguna manera puede considerarse su primera publicación; al mismo tiempo, sin embargo, su matrimonio comenzó a fallar. Sontag y Rieff se divorciaron a fines de los años cincuenta, y en 1957 ella viajó a París para continuar sus estudios en la Sorbona. Tenía veinticuatro años y había vivido en cinco ciudades. Cuando regresó a Nueva York, Sontag comenzó una carrera académica que parecía acorde con su preparación, pero no tanto con sus intereses: tras iniciarse como conferenciante de filosofía en el City College y en el Sarah Lawrence College, pasó a la Universidad de Columbia, donde fue profesora en el Departamento de Religión durante cuatro años. Fue una época definitiva: Sontag había comenzado a escribir con intenciones serias, y en 1963 apareció su primera novela, El benefactor. El libro le abrió las puertas de varias publicaciones neoyorquinas: durante los años sesenta, escribió con frecuencia para Harper’s y The New York Review of Books, entre otras, pero sobre todo fue una especie de colaboradora de planta de The Partisan Review. El momento histórico no podía ser más propicio: la intelligentsia estadounidense ya había comprendido la importancia cultural de los años sesenta; los lectores buscaban afanosamente firmas capaces de interpretar lo que estaba ocurriendo. Sontag fue una de las voces más autorizadas, pues exploraba la distancia que hay entre la realidad humana, cultural, artística y nuestra interpretación de esa realidad. En 1968 apareció el libro que reunió esos ensayos, Contra la interpretación, que se convirtió inmediatamente en bandera (o, al menos, en una de las banderas) de su generación. El eje del libro es una oposición radical a la búsqueda de significados en la obra de arte, y la defensa de la intuición como medio para acercarse a la experiencia del fenómeno artístico. Con él, Sontag adquirió una reputación de intelectual independiente y al mismo tiempo se reveló como una mujer capaz de reinterpretar la vida americana a la luz de las culturas clásicas europeas. La mezcla no era, ni es aún, usual; y desde ella, desde su nuevo estatus como comentarista eximia de la cultura estadounidense contemporánea, Sontag renovó el ensayo sofisticado y cosmopolita y lo transformó en un instrumento capaz de indagar en las drogas y en la pornografía, en la política y en la literatura occidental. Estos temas forman parte de su segundo libro de ensayos, Estilos radicales, publicado en 1969. En ese momento, muchos la veían como la intelectual reina de Estados Unidos. No era para menos: como artista y como pensadora, Sontag seguía extendiendo su campo de influencia. En uno de sus ensayos había escrito con admiración acerca de Ingmar Bergman, y el cambio de década la vio estrenándose como guionista y directora de cine. Sus películas Duelo de caníbales (1969) y Hermano Carl (1971) fueron realizadas en Suecia, país del que llegaría a ser algo así como una ciudadana adoptiva. Después visitó Israel, donde rodó Tierras prometidas (1973), un documental sobre las tropas israelíes en losAltos del Golán. Ninguna de estas tres producciones recibió la atención prevista, aunque su realización dio lugar a uno de los ensayos-clave de la época: Sobre la fotografía (1977). El libro, una nueva reinterpretación sontaguiana del mundo, no venía ilustrado con fotografías; en él, la escritora reivindicaba la potencia y la autoridad de la palabra escrita. Por esas fechas, la autora tenía otras preocupaciones perentorias, pues llevaba varios meses enfrentándose a un cáncer. Al tiempo que soportaba el arduo tratamiento contra la enfermedad, Sontag, como todo escritor genuino, ponía la experiencia por escrito. El resultado fue La enfermedad y sus metáforas. Diez años más tarde, el ensayo fue ampliado con El sida y sus metáforas. Ambos textos examinan la forma en que los mitos de ciertas enfermedades crean actitudes sociales que pueden resultar más dañinas para el paciente que las enfermedades mismas. A fines de los años setenta Sontag fue nombrada miembro de la Academia Americana de las Letras. Su papel como activista de los derechos humanos empezaba a ganar en intensidad; a partir de entonces, su presencia pública se hizo más frecuente, y más frecuente fue también su implicación en organizaciones, tanto literarias como políticas. Entre 1987 y 1989 presidió el Pen American Center. La labor que llevó a cabo desde allí, a favor, sobre todo, de escritores encarcelados, anticipó su papel de figura pública, que se hizo palpable durante la década siguiente, y quedó condensado, sobre todo, en su viaje a Sarajevo, una de las demostraciones más célebres y mediatizadas de compromiso de un escritor con el mundo. Para cuando llegó a los escenarios de la guerra, además, Sontag ya había publicado El amante del volcán (1992), una novela que se convirtió en best-séller; de manera que la mujer que montó Esperando a Godot en un teatro bombardeado y a la luz de las velas en medio de Sarajevo, una ciudad sitiada por la guerra, era mucho más que una ensayista para minorías. Tras pasar allí varias temporadas, Sontag fue nombrada ciudadana honoraria de Sarajevo. En 2000 Sontag publicó su cuarta novela, En América, la historia de una inmigrante polaca del siglo XIX. La novela recibió el National Book Award, y al año siguiente mereció el siempre polémico Premio Jerusalén. En 2003 la autora compartió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras con la marroquí Fátima Mernissi, y fue galardonada con el Premio de la Paz que otorgan los libreros alemanes. El año anterior había aparecido Ante el dolor de los demás, un breve ensayo que une dos de sus obsesiones: las imágenes y la guerra. El libro defiende el derecho de los hombres a cerrar los ojos ante las imágenes de violencia que los asedian todos los días. Todos saben, sin embargo, que Sontag ha dedicado su vida a practicar exactamente lo contrario. La posición de Susan Sontag en la literatura estadounidense es un lugar de conflicto: en un país al que los escritores no suelen importarle demasiado, Sontag ha motivado debates de altura y diatribas descarnadas acerca de su obra, por supuesto, pero sobre todo acerca de su persona. En Estados Unidos, el hecho de que un novelista intervenga en política, interior o internacional, no es bien recibido. Sontag ha ido mucho más allá: ha visitado países en guerra; ha fustigado a los gobiernos estadounidenses con tanta dedicación como ferocidad; ha asumido, en definitiva, el papel de portavoz del intelectual comprometido. Desde su posición de neoyorquina arquetípica, ha ido por el mundo representando una ética del intelectual contemporáneo que no es frecuente, y la ha acompañado con textos de calidad constante y de naturaleza siempre controvertida.



IMAGEN: Fotovideo de la artista argentina Patricia Claro.





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