El contenido es un
atisbo de algo,
un encuentro como un fogonazo.
Es algo minúsculo, minúsculo,
el contenido.
WILLEM DE KOONING.
Son las personas superficiales
las únicas que no juzgan por las apariencias,
El misterio del mundo es lo visible,
no lo invisible.
OSCAR WILDE
La primera experiencia
del arte debió de ser la de su condición prodigiosa, mágica; el arte era un
instrumento del ritual (las pinturas de las cuevas de Lascaux, Altamira, Niaux,
La Pasiega, etc.). La primera teoría del arte, la de los filósofos griegos,
proponía que el arte era mímesis, imitación de la realidad.
Y es en este punto
donde se planteó la cuestión del valor del arte. Pues la teoría mimética, por
sus propios términos, reta al arte a justificarse a sí mismo. Platón, que
propuso la teoría, lo hizo al parecer con la finalidad de establecer que el
valor del arte es dudoso. Al considerar los objetos materiales ordinarios como
objetos miméticos en sí mismos, imitaciones de formas o estructuras
trascendentes, aun la mejor pintura de una cama sería sólo una «imitación de
una imitación». Para Platón, el arte no tiene una utilidad determinada (la
pintura de una cama no sirve para dormir encima) ni es, en un sentido estricto,
verdadero. Y los argumentos de Aristóteles en defensa del arte no ponen
realmente en tela de juicio la noción platónica de que el arte es un elaborado
trompe l'oeil, y, por tanto, 15 una mentira. Pero sí discute la idea platónica
de que el arte es inútil. Mentira o no, el arte tiene para Aristóteles un
cierto valor en cuanto constituye una forma de terapia. Después de todo,
replica Aristóteles, el arte es útil, medicinalmente útil, en cuanto suscita y
purga emociones peligrosas.
En Platón y en
Aristóteles la teoría mimética del arte va pareja con la presunción de que el
arte es siempre figurativo. Pero los defensores de la teoría mimética no
necesitan cerrar los ojos ante el arte decorativo y abstracto. La falacia de
que el arte es necesariamente un «realismo» puede ser modificada o descartada
sin trascender siquiera los problemas delimitados por la teoría mimética.
El hecho es que toda la conciencia y toda la
reflexión occidentales sobre el arte han permanecido en los límites trazados
por la teoría griega del arte como mímesis o representación. Es debido a esta
teoría que el arte en cuanto a tal —por encima y más allá de determinadas obras
de arte— llega a ser problemático, a necesitar defensa. Y es la defensa del
arte la que engendra la singular concepción según la cual algo, que hemos
aprendido a denominar «forma», está separado de algo que hemos aprendido a
denominar «contenido», y la bienintencionada tendencia que considera esencial
el contenido y accesoria la forma.
Aun en tiempos
modernos, cuando la mayor parte de los artistas y de los críticos han
descartado la teoría del arte como representación de una realidad exterior y se
han inclinado en favor de la teoría del arte como expresión subjetiva, persiste
el rasgo fundamental de la teoría mimética. Concibamos la obra de arte según un
modelo pictórico (el arte como pintura de la realidad) o según un modelo de
afirmación (el arte como afirmación del artista), el contenido sigue estando en
primer lugar. El contenido puede haber cambiado. Quizá sea ahora menos
figurativo, menos lúcidamente realista. Pero aún se supone que una obra de arte
es su contenido. O, como suele afirmarse hoy, que una obra de arte, por
definición, dice algo («X dice que...», «X intenta decir que...», «Lo que X
dijo...», etc., etc.).
Ninguno de nosotros
podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte
no se veía obligado a justificarse, cuando no se preguntaba a la obra de arte
qué decía, pues se sabía (o se creía
saber) qué hacía. Desde ahora hasta
el final de toda conciencia, tendremos que cargar con la tarea de defender el
arte. Sólo podremos discutir sobre este u otro medio de defensa. Es más:
tenemos el deber de desechar cualquier medio de defensa y justificación del
arte que resulte particularmente obtuso, o costoso, o insensible a las
necesidades y a la práctica contemporáneas. Éste es el caso, hoy, de la idea
misma de contenido. Prescindiendo de lo que haya podido ser en el pasado, la
idea de contenido es hoy fundamentalmente un obstáculo, un fastidio, un sutil,
o no tan sutil, filisteísmo. Aunque pueda parecer que los progresos actuales en
diversas artes nos alejan de la idea de que la obra de arte es primordialmente
su contenido, esta idea continúa disfrutando de una extraordinaria supremacía.
Permítaseme sugerir que eso ocurre porque la idea se perpetúa ahora bajo el
disfraz de una cierta manera de enfrentarse a las obras de arte, profundamente
arraigada en la mayoría de las personas que consideran seriamente cualquiera de
las artes. Y es que el abusar de la idea de contenido comporta un proyecto,
perenne, nunca consumado, de interpretación. Y, a la inversa, es precisamente
el hábito de acercarse a la obra de arte con la intención de interpretarla lo
que sustenta la arbitraria suposición de que existe realmente algo asimilable a
la idea de contenido de una obra de arte. Naturalmente, no me refiero a la
interpretación en el sentido más amplio, el sentido que Nietzsche acepta
(adecuadamente) cuando dice: «No hay hechos, sólo interpretaciones». Por
interpretación entiendo aquí un acto consciente de la mente que ilustra un
cierto código, unas ciertas «reglas» de interpretación.
La interpretación, aplicada al arte, supone el desgajar de la
totalidad de la obra un conjunto de elementos (el X, el Y, el Z y así sucesivamente).
La labor de interpretación lo es, virtualmente, de traducción. El intérprete
dice: «Fíjate, ¿no ves que X es en realidad, o significa, en realidad, A? ¿Que
Y es en realidad B? ¿Qué Z es en realidad C?
¿Qué situación pudo dar lugar al
curioso proyecto de transformar un texto? La historia nos facilita los
materiales para una respuesta. La interpretación apareció por vez primera en la
cultura
de la antigüedad clásica, cuando el
poder y la credibilidad del mito fueron derribados por la concepción «realista»
del mundo introducida por la ilustración científica. Una vez planteado el
interrogante que acuciaría a la conciencia postmítica —el de la similitud de
los símbolos religiosos, los antiguos textos dejaron de ser aceptables en su
forma primitiva. Entonces, se echó mano de la interpretación para reconciliar
los antiguos textos con las «modernas »exigencias. Así, los estoicos, a fin de
armonizar su concepción de que los dioses debían ser morales, alegorizaron los
rudos aspectos de Zeus y su estrepitoso clan de la épica de Homero. Lo que
Homero describió en realidad como adulterio de Zeus con Latona, explicaron, era
la unión del poder con la sabiduría. En esta misma tónica, Filón de Alejandría
interpretó las narraciones
históricas literales de la Biblia
hebraica como parábolas espirituales. La historia del éxodo desde Egipto, los
cuarenta años de errar por el desierto, y la entrada en la tierra de promisión,
decía Filón, eran en realidad una alegoría de la emancipación, las
tribulaciones y la liberación final del alma individual. Por tanto, la
interpretación presupone una discrepancia entre el significado evidente del
texto y las exigencias de (posteriores) lectores. Pretende resolver esa
discrepancia. Por alguna razón, un texto ha llegado a ser inaceptable; sin
embargo, no puede ser desechado. La interpretación es entonces una estrategia
radical para conservar un texto antiguo, demasiado precioso para repudiarlo,
mediante su refundición. El intérprete, sin llegar a suprimir o reescribir el
texto, lo altera. Pero no puede admitir que es eso lo que hace. Pretende no hacer
otra cosa que tornarlo inteligible, descubriéndonos su verdadero significado.
Por más que alteren el texto, los intérpretes (otro ejemplo notable son las
interpretaciones «espirituales» rabínicas y cristianas del indiscutiblemente
erótico Cantar de los cantares) siempre sostendrán estar revelando un sentido
presente en él.
¿En nuestra época, sin
embargo, la interpretación es aún más compleja. Pues el celo contemporáneo por el proyecto de
interpretación no suele ser suscitado por la piedad hacia el texto problemático
(lo cual podría disimular una agresión), sino por una agresividad abierta, un
desprecio declarado por las apariencias. El antiguo estilo de interpretación
era insistente, pero respetuoso; sobre el significado literal erigía otro
significado. El moderno estilo de interpretación excava y, en la medida en que
excava, destruye; escarba hasta «más allá del texto» para descubrir un subtexto
que resulte ser el verdadero. Las doctrinas modernas más celebradas e
influyentes, la de Marx y la de Freud, son en realidad sistemas hermenéuticos
perfeccionados, agresivas e impías teorías de la interpretación. Todos los
fenómenos observables son catalogados, en frase de Freud, como contenido
manifiesto. Este contenido manifiesto debe ser cuidadosamente analizado y
filtrado para descubrir debajo de él el verdadero significado: el contenido latente. Para Marx, los
acontecimientos sociales, como las revoluciones y las guerras; para Freud, los
acontecimientos de las vidas individuales (como los síntomas neuróticos y los
deslices del habla), al igual que los textos (como un sueño o una obra de
arte), todo ello, está tratado como pretexto para la interpretación. Según Marx
y Freud estos acontecimientos sólo son inteligibles en apariencia. De hecho, sin interpretación, carecen de
significado. Comprender es interpretar. E interpretar es volver a exponer el
fenómeno con la intención de encontrar su equivalente. Así pues, la interpretación
no es (corno la mayoría de las personas presume) un valor absoluto, un gesto de
la mente situado en algún dominio intemporal de las capacidades humanas. La
interpretación debe ser a su vez evaluada, dentro de una concepción histórica
de la conciencia humana. En determinados contextos culturales, la
interpretación es un acto liberador. Es un medio de revisar, de transvaluar, de
evadir el pasado fenecido. En otros contextos culturales es reaccionaria,
impertinente, cobarde, asfixiante.
La actual es una de
esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria,
asfixiante. La efusión de interpretaciones del arte envenena hoy nuestras
sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la industria
pesada enrarecen la atmósfera urbana. En una cultura cuyo ya clásico dilema es
la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial,
la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte. Y aún
más. Es la venganza que se toma el intelecto sobre el mundo. Interpretar es
empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados.
Es convertir el mundo en este mundo (¡«este
mundo»! ¡Como si hubiera otro!). El mundo, nuestro mundo, está ya bastante
reducido y empobrecido. Desechemos, pues, todos sus duplicados, hasta tanto
experimentemos con más inmediatez cuanto tenemos.
En la mayoría de los
ejemplos modernos, la interpretación supone una hipócrita negativa a dejar sola
la obra de arte. El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos. Al
reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte.
La interpretación hace manejable y maleable al arte. Este filisteísmo de la
interpretación es más frecuente en la literatura que en cualquier otro arte.
Hace ya décadas que los críticos literarios creen que su labor consiste en
traducir en algo más los elementos del poema, el drama, la novela o la
narración. Habrá ocasiones en que el escritor se sienta tan incómodo ante el manifiesto
poder de su arte que ya dentro de la misma obra instalará —no sin una nota de
modestia, un toque de ironía de buen tono— su clara y explícita interpretación.
Thomas Mann es un ejemplo de autor tan excesivamente cooperativo. En el caso de
autores más reacios, le falta tiempo al crítico para llevar a cabo por sí mismo
esta tarea.
La obra de Kafka, por
ejemplo, ha estado sujeta a secuestros en serie por no menos de tres ejércitos
de intérpretes. Quienes leen a Kafka como alegoría social ven en él ejemplos
clínicos de las frustraciones y la insensatez de la burocracia moderna, y su
expresión definitiva en el estado totalitario. Quienes leen a Kafka como
alegoría psicoanalítica ven en él desesperadas revelaciones del temor de Kafka
a su padre, sus angustias de castración, su sensación de impotencia, su
dependencia de los sueños. Quienes leen a Kafka como alegoría religiosa
explican que K. intenta, en El castillo, ganarse el acceso al cielo; que José
K., en El proceso, es juzgado por la inexorable y misteriosa justicia de
Dios... Otra obra que ha atraído a los intérpretes como a sanguijuelas es la de
Samuel Beckett. Los delicados dramas de la conciencia encerrada en sí misma de
la obra de Beckett —reducidos a los elementos esenciales, recortados, frecuentemente
presentados en situación de inmovilidad física— son leídos como una declaración
sobre la alienación del hombre moderno por el pensamiento o por Dios, o como
una alegoría de la psicopatología.
Proust, Joyce,
Faulkner, Rilke, Lawrence, Gide..., podríamos citar autor tras autor; es
interminable la lista de aquellos que se han visto rodeados de gruesas capas de
interpretación. Pero debe advertirse que la interpretación no es sólo el
homenaje que la mediocridad rinde al genio. Es, precisamente, la manera moderna
de comprender algo, y se aplica a obras de toda calidad. Así, de las notas que
Elia Kazan publicó sobre su versión de A Streetcar Named Desire, se desprende
que, para dirigir la obra, tuvo que descubrir que Stanley Kowalski representaba
el barbarismo sensual y exterminador que iba adueñándose de nuestra cultura, y
que Blanche Du Bois era la civilización occidental, la poesía, los ropajes
delicados, la luz tenue, los sentimientos refinados y todo lo que se quiera,
aunque, naturalmente, dentro ya de cierto desgaste. El vigoroso melodrama
psicológico de Tennessee Williams se nos vuelve inteligible: se trataba de
algo.: de la decadencia de la civilización occidental. Al parecer, de haber
seguido siendo un drama sobre un atractivo bruto llamado Stanley Kowalski y una
mustia y escuálida belleza llamada Blanche Du Bois, no le habría sido posible
dirigir la pieza.
Nada importa que los
artistas pretendan o no que se interpreten sus obras. Quizá Tennessee Williams
crea que A Streetcar Named Desire
trata de lo que Kazan cree que trata. Pudiera ser que Cocteau, respecto de Le
sang d'un poète y de Orphée, deseara las esmeradas conferencias que se han
pronunciado sobre estas películas, en términos de simbolismo freudiano y
crítica social. Pero el mérito de estas obras ciertamente radica en algo
distinto de sus «significados». Es más, los dramas de Williams y las películas
de Cocteau son defectuosos, falsos, forzados, faltos de convicción,
precisamente porque sugieren tan portentosos significados. De algunas entrevistas
se desprende que Resnais y Robbe— Grillet concibieron conscientemente L'année dernière a Marienbad de modo que
satisficiera interpretaciones múltiples e igualmente plausibles. Y, sin
embargo, debiera resistirse a la tentación de interpretar Marienbad. Lo
importante en Marienbad es la inmediatez pura, intraducibie, sensual, de
algunas de sus imágenes, así como sus soluciones rigurosas, aunque rígidas, de
determinados problemas de la forma cinematográfica. Abundando en todo esto,
pudiera ser que Ingmar Bergman pretendiera representar con el tanque que avanza
con estrépito por la desierta calle nocturna de Tystnaden un símbolo fálico.
Pero si lo hizo, fue una idea absurda. («No creas nunca al cuentista, cree el
cuento», dijo Lawrence.) Esta secuencia del tanque, considerada como objeto
bruto, como equivalente sensorial inmediato de los misteriosos, abruptos y
acorazados acontecimientos que tenían lugar en el hotel, es el momento más
sorprendente de la película. Quienes buscan una interpretación freudiana del
tanque sólo expresan su falta de respuesta a lo que transcurre en la pantalla.
Siempre sucede que las interpretaciones de este tipo indican insatisfacción
(consciente o inconsciente) ante la obra, un deseo de reemplazarla por alguna
otra cosa. La interpretación, basada en la teoría, sumamente cuestionable, de
que la obra de arte está compuesta por trozos de contenido, viola el arte.
Convierte el arte en artículo de uso, en adecuación a un esquema mental de
categorías.
La interpretación,
naturalmente, no siempre prevalece. De hecho, es posible que buena parte del
arte actual deba entenderse como producto de una huida de la interpretación.
Para evitar la interpretación, el arte puede llegar a ser parodia. O a ser
abstracto. O a ser («simplemente») decorativo; o a ser no–arte. La huida de la
interpretación parece ser especialmente característica de la pintura moderna.
La pintura abstracta es un intento de no tener contenido, en el sentido
ordinario; puesto que no hay contenido, no cabe interpretación. El pop–art busca, por medios opuestos, un
mismo resultado; utilizando un contenido tan estridente, como «lo que es»,
termina también por ser ininterpretable. Asimismo, buena parte de la poesía
moderna, comenzando con los grandes experimentos de la poesía francesa
(incluido el movimiento equívocamente denominado simbolismo), al poner
silencios en los poemas y restablecer la magia
de la palabra, ha escapado de la garra brutal de la interpretación. La
revolución más reciente en el gusto poético contemporáneo —la revolución que ha
destronado a Eliot y elevado a Pound— representa un rechazo del contenido en
poesía en el antiguo sentido, una impaciencia que dejó a la poesía moderna a
merced del celo de los intérpretes. Me refiero principalmente a la situación en
los Estados Unidos. Aquí, la interpretación cunde rápidamente en las artes de
vanguardia débil y despreciable: la ficción y el drama. La mayoría de los
novelistas y dramaturgos norteamericanos son, de hecho, periodistas, o
caballeros sociólogos y psicólogos. Escriben el equivalente literario de la
música programada. Y tan rudimentario, falto de inspiración y esclerosado ha
sido el concepto de lo que la forma
puede representar en la ficción y en el drama que, aun cuando el contenido no
es simplemente información, noticia, es todavía peculiarmente visible, más
fácilmente manejable, más ostensible. En la medida en que las novelas y los
dramas (en los Estados Unidos), a diferencia de la poesía, la pintura y la
música, no reflejen ninguna preocupación interesante por variar su forma, estas
artes continuarán siendo presa fácil ante los asaltos de la interpretación.
Pero el vanguardismo
programático —que se ha propuesto fundamentalmente experimentaciones con la
forma a expensas del contenido— no es la única defensa contra las
interpretaciones que infestan el arte. Al menos, así lo espero, pues ello
supondría condenar al arte a una persecución perpetua. (También perpetúa la
misma distinción entre forma y contenido que es, en último término, una
fantasía.) Idealmente, es posible eludir a los intérpretes por otro camino:
mediante la creación de obras de arte cuya superficie sea tan unificada y
límpida, cuyo ímpetu sea tal, cuyo mensaje sea tan directo, que la obra pueda
ser... lo que es. ¿Es esto posible hoy? Sucede, a mi entender, en el cine. Por
ese motivo, el cine es en la actualidad, de todas las formas de arte, la más
vivida, la más emocionante, la más importante. Quizás el indicador de la
vitalidad de una determinada forma de arte consista en su capacidad para admitir
defectos, sin dejar de ser buena. Por ejemplo, algunas de las películas de
Bergman —pese a estar plagadas de mensajes poco convincentes sobre el espíritu
moderno, invitando así a interpretaciones— están por encima de las pretenciosas
intenciones de su director. En Naitvardsgästerna y Tystnaden, la hermosa y
visual sofisticación de las imágenes subvierte ante nuestros ojos la endeble
pseudointelectualidad de la historia y de una parte del diálogo. (El ejemplo
más notable de este tipo de discrepancia es la obra de D. W. Griffith.) En las
buenas películas existe siempre una espontaneidad que nos libera por entero de
la ansiedad por interpretar. Muchas antiguas películas de Hollywood, como las
de Cukor, Walsh, Hawks e incontables directores más, tienen esta cualidad
liberadora antisimbólica, no inferior a la de las mejores obras de los nuevos
directores europeos como Tirez sur le
pianiste y Jules et Jim, de
Truffaut; A bout de souffle y Vivre sa
vie, de Godard; L'avventura, de
Antonioni, eI fidanzati, de Olmi. El
hecho de que las películas no hayan sido desbordadas por los interpretadores es
en parte debido simplemente a la novedad del cine como arte. Es también debido
al feliz accidente por el cual las películas durante largo tiempo fueron tan
sólo películas; en otras palabras, que se las consideró parte de la cultura de
masas, entendida ésta como opuesta a la cultura superior, y fueron desechadas
por la mayoría de las personas inteligentes. Además, en el cine siempre hay
algo que atrapar al vuelo, además del contenido, para aquellos deseosos de
analizar. Pues el cine, a diferencia de la novela, posee un vocabulario de las
formas: la explícita, compleja y discutible tecnología de los movimientos de
cámara, de los cortes, y de la composición de planos implicados en la
realización de una película.
¿Qué tipo de crítica,
de comentario sobre las artes, es hoy deseable? Pues no pretendo decir que las
obras de arte sean inefables, que no puedan ser descritas o parafraseadas.
Pueden serlo. La cuestión es cómo. ¿Cómo debería ser una crítica que sirviera a
la obra de arte, sin usurpar su espacio? Lo que se necesita, en primer término,
es una mayor atención a la forma en el arte. Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la
interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará. Lo que se necesita
es un vocabulario —un vocabulario, más que prescriptivo, descriptivo— de las
formas.* La mejor crítica, y no es frecuente, procede a disolver las
consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la forma. Puedo
citar, sobre el cine, el teatro y la pintura respectivamente, el ensayo de
Erwin Panofsky, «Style and Medium in the Motion Pictures», el ensayo de
Northrop Frye, «A Conspectus of Dramatic Genres», y el ensayo de Pierre
Francastel «La destruction d'un espace plastique». La obra de Roland Barthes
Racine y sus dos ensayos sobre Robbe-Grillet son ejemplos de análisis formal
aplicado a la obra de un solo autor. (Los mejores ensayos en Mimesis, de Erich
Auerbach, como «La cicatriz de Odiseo», son también de este tipo.) Un ejemplo
de análisis formal aplicado simultáneamente al género y al autor lo
encontraríamos en el ensayo de Walter Benjamin «The Story Teller: Reflections
on the Works of Nicolai Leskov». Igualmente válidos serían los actos de crítica
que proporcionaran una descripción verdaderamente certera, aguda, amorosa, de
la aparición de una obra de arte. Esto parece ser más difícil incluso que el
análisis formal. Parte de la crítica cinematográfica de Manny Farber, el ensayo
de Dorothy Van Ghent «The Dickens World: A View from Todgers» y el ensayo de
Randall Jarrell sobre Walt Whitman se cuentan entre los raros ejemplos de lo
que pretendo significar. Son ensayos que revelan la superficie sensual del arte
sin enlodarla.
Hoy en día, el valor
más alto y más liberador en el arte —y en la crítica— de hoy es la
transparencia. La transparencia supone experimentar la luminosidad del objeto
en sí, de las cosas tal como son. En esto reside la grandeza de, por ejemplo,
las películas de Bresson y de Ozu, y de
La règle du jeu de Renoir. En otros tiempos (y esto va por Dante) pudo
haber habido una tendencia, creadora y revolucionaria, concebir las obras de
arte de manera que permitieran su experimentación en distintos niveles. Ahora
no. Sería reforzar el principio de redundancia, que es la principal aflicción
de la vida moderna. En otros tiempos (tiempos en que no abundaba el gran arte),
pudo haber habido una tendencia, creadora y revolucionaria, a interpretar las
obras de arte. Ahora no. Decididamente, lo que ahora no precisamos es asimilar
nuevamente el Arte al Pensamiento o (lo que es peor) el Arte a la Cultura. La
interpretación da por supuesta la experiencia sensorial de la obra de arte, y
toma a ésta como punto de partida. Pero hoy este supuesto es injustificado.
Piénsese en la tremenda multiplicación de obras de arte al alcance de todos
nosotros, agregada a los gustos y olores y visiones contradictorios del
contorno urbano que bombardean nuestros sentidos. La nuestra es una cultura
basada en el exceso, en la superproducción; el resultado es la constante
declinación de la agudeza de nuestra experiencia sensorial. Todas las
condiciones de la vid— se conjugan para embotar nuestras facultades
sensoriales. Y la misión del crítico debe plantearse precisamente a la luz del
condicionamiento de nuestros sentidos, de nuestras capacidades (más que de los
de otras épocas). Lo que ahora importa es recuperar nuestros sentidos. Debemos aprender
a ver más, a oír más, a sentir más. Nuestra misión no consiste en percibir en
una obra de arte la mayor cantidad posible de contenido, y menos aún en
exprimir de la obra de arte un contenido mayor que el ya existente. Nuestra
misión consiste en reducir el contenido de modo de poder ver en detalle el
objeto. La finalidad de todo comentario sobre el arte debiera ser hoy el hacer
que las obras de arte —y, por analogía, nuestra experiencia personal— fueran
para nosotros más, y no menos, reales. La función de la crítica debiera
consistir en mostrar cómo es lo que es, inclusive qué es lo que es y no en
mostrar qué significa.
En lugar de una
hermenéutica, necesitamos una erótica del arte. (1964)
(De su primer libro:
“Contra la interpretación” 1964
Alfaguara,2005 )
(Traducción: Horacio Vázquez Rial)
* Una de las
dificultades está en que nuestra idea de la forma es espacial (todas las
metáforas griegas de la forma derivan de nociones espaciales). Es por ello que
disponemos de un vocabulario de las formas más elaborado para las artes
espaciales que para las temporales. Entre las artes temporales una excepción
natural es el teatro, quizá porque el teatro es una forma narrativa (es decir,
temporal) que se proyecta visual y pictóricamente en un escenario... Nos falta,
sin embargo, aún una poética de la novela, una noción clara de las formas de
narración. Quizá la crítica cinematográfica proporcione la ocasión y sirva de
punta de lanza, pues el cine es primordialmente una forma visual, sin por ello
dejar de ser una subdivisión de la literatura.
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