1
El amigo
dice todo está como era entonces
y solo él
sabe cómo está, cómo era y cuál es el
entonces.
El muelle industrial está callado y lo
golpean
ligeramente las olas del río.
La arena
está como el año en que Gauguin soñó
los
amarillos. Las grúas no son las mismas,
tienen
más revoluciones, son electrónicas,
robóticas.
El amigo sigue hecho de sal y
de carne.
Camina por el borde del agua y su
zapato
pisa un charco de agua aceitosa. Barro
industrial,
le digo. Se da vuelta. No sé si sonríe.
Ya está
oscuro. Un animal alza el vuelo tras las grúas
y le hace
fondo.
6
Le mostré
el río.
Tú no
tienes corazón, no tienes corazón,
me decía
en su lengua doméstica española,
que no es
la nuestra. Por eso le agradezco
por eso
le agradezco a Teresa, porque me señaló
un hecho
decisivo: sin corazón no se puede mirar el río,
se pueden
mirar las batallas del río,
que casi
siempre gana, como con aquel puente en Santa Fe.
Teresa de
Ávila miró la masa móvil de agua.
¿Te
puedes imaginar dos grandes ríos que corren
paralelos
ladeando provincias para formar esta bestia
que parece
apacible?
Sólo se
encrespa a veces y no es demasiado
grave. Me
recuerda a mi gata, me dijo Teresa de Ávila,
y me
narró la historia de aquel fraile
que podía
ver a Dios sin mirar el universo.
Y que
bajó por la ventana sin embargo de una celda
estrecha
porque una cosa es la celda
y otra la
prisión, y estaba preso,
mi
pequeño fraile poético, y lleno de una única visión.
Pero aquí
podéis mirar sin peligro el río felino
y cambiar
el nombre a las cosas, dijo,
y ver que
el nombre no hace falta, ni Pocitos ni La Boca
excepto
como memoria de lo creado.
Delectatio
terrestris es también extrahumana
y se
trata de ver el en el nombre el Nombre que nomina
lo
nominable y da memoria.
No es
distracción saber a qué hora parte el buquebús
y qué
color tienen a estas horas las piedras de Colonia.
Baja
hasta el Tajo como lo hizo el fraile desde su ventana
y huye de
la prisión de los días más amarillos,
en la
costa te darán su libertad la arenera, el velero,
esa
mancha violeta, la desvencijada silla del pescador,
dispuesto
todo como al azar por la bestia calma.
7
Nadie
mejor que el fresno imita al fresno. Repite
los
dibujos su corteza. Un programa binario
los
maneja. Este fresno no es idéntico al otro,
pero
seguramente iguales variaciones del
dibujo
podrán ser encontradas en distintos
fresnos.
No pensamos en esto al mirar los fresnos.
Una hoja
nada más caída al barro es un mundo
indescriptible,
sobre todo en el instante en que
diversas
tormentas moleculares comienzan
en la
superficie al entrar en contacto con el
barro.
Nadie cree que todo lo que sucede
en ese
único segundo puede ser narrado.
Nada de
un mísero instante puede ser narrado.
Nada,
pintado. Sombras doradas las palabras
se
tienden sobre el río y le dibujan cortezas
de aquel
fresno, que no le rozan la superficie.
Colecciones
de poemas entran y salen por
sus
bocas, y por las bocas de sus poros y de
sus
células. El río da que hablar, pero en la
realidad
profunda donde hubo una explosión gris
que le
dio nacimiento nadie entra, el río sólo
permite
que hagamos las sinuosas realidades,
poemas
que no nacen de él y que nos llevan a
remar en
cierto cielo de pintura oriental,
como
entre camalotes no sostenidos por el
agua sino
por la tela blanda de la página,
con
microscópicas briznas de corteza que la
amarronan
en conjunto, pero son de cerca
puntos
oscuros, canoas entre poros, breves
embudos
del agua blanca, neutra, resultado
del
litigio que hace años mantenemos con el
río
pacífico pero inabordable, como
si de
materia no fuera.
11
La fina
estética de las ciudades no se veía
entonces,
y al atravesar ahora los puentes
de más de
un kilómetro sobre los dos brazos
del río
tampoco se ve; se siente, en cambio, que
allá
abajo está el río en su forma de estar que es
la
ausencia: desde su blindaje y su aire se levanta
entre la
niebla, sin embargo, una dulzura que
nos roza
como una respiración y que mueve
ligeramente
lo suelto en la ropa. Aire de un
profundo
sótano, pero sin olor a hongos
ni a
cañerías ni a la madera vieja sino
a
vegetación joven atrapada, agitada
por el
río hasta que queda sin color, se va
perdiendo
en la marea constante de ese
pensamiento
vacuno, ancho como la llanura,
lento
como los camalotes, sembrado de
canoas y
salpicada la superficie de
reflejos
hasta ponerla casi blanca, leche
del
mediodía de invierno, cadencia de un
respiro
lejano, espíritu de los pastos,
de las
bruscas aves, de los dibujos de las
migraciones
en el cielo que se mueve al
ritmo del
río, con tropillas y ranchos clavados
en la
arena, islotes que no estarán
dentro de
algunos años, como ideas que se
transformaron,
cuchillos de cachas gastadas,
manchas
que se deslíen en una mesa
expuesta
a la humedad y a los pensamientos
en algún
patio; al aire que la vuelve a secar.
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¿Usted
cree —me murmuraba Quevedo—
que
habría entregado mi pensamiento a la casualidad,
de no
haber
existido
Góngora con ese floreo impertinente, ese
floreo
que simulaba dominio (o demonio, lo mismo
da)?
¿Cree que
voy a buscar la rima al costo
que sea
—metrónoma— después de haber visto el arco
del Tajo
en Toledo?
¿Cree que
quien haya visto lo que sea, y sobre todo
la
sustancia que cubre o envuelve el conjunto de las cosas
—en su
ciudad, sí, también en la suya,
o en
Castilla la Mancha o en el bosque de lenga—,
haría de
su cima una cuarteta?
¿Cree
que, dado que nunca es desangelada la materia,
y en las
cosas desangeladas vistas
después
de una borrachera —incluso
en ese
desangelado paisaje— hay ángel
—el
indiferente ángel de la muerte, si quiere—, cree
que
viendo en las cosas la glauca mirada
de un
ángel, o la nervadura en el ojo
blanco
del ángel, ríos que si nos acercamos
son
glaucos como este río en invierno, este que
no quiere
ser celeste —o es gris y es celeste—,
cree, en
suma, que con todo esto en la cuenta
podría,
intentaría, sabría
darle a
todo un tictac?
¿No le
parece que mi complicado conceptismo
es el
mismo que se habla
en la
asamblea, en el bar cachuso,
en el
interior de las casas cuando alguno intenta
decir el
amor por cuerpo y alma y cómo
no puede
con ella —la que sea— porque
cuerpo y
alma en tal alto grado
se
fundieron que es imposible explicarle qué ama,
por qué
la ama, por qué no puede
representarla
ni en rima ni en metáfora y
sin
embargo duerme con ella, ve comer su boca, la recuerda
como la
vio —pero no la vio— la primera vez?
16
Rojo el
río, en la vida no inspirado porque en
la pura
vida el río camina desasido,
fuera de
sí, como la campaña, como estas
golondrinas
desconcertadas en un otoño
tibio.
Pero dulce encanto tienen sus recuerdos.*
Y de
recuerdo está hecho el pensamiento romántico.
Por eso,
aunque roto, desgarrado y desangrado
—como
esta puesta de hoy sobre el río—,
el
romántico río es orgánico, pesado,
real,
invulnerable. En esta versión posclásica
o más
bien en mi desagradecida visión,
es en
cambio blanco, va sin zozobra ni pathos
hacia
otro río que a su vez conducirá este
y otros
hacia un mar gris o marrón y tanto
o más
taciturno, pero vacío, que el cuadro
romántico
litoraleño en el que el río es
sangre e
invierno. Me veo llegado a él y aunque se me
da
lejano, lo siento remover las astillas
del otro
río que siempre sucede en pasado.
Allí
donde el encanto de una desconocida
matanza
se expande sobre su agua, arremolina
nupcias
salvajes, atroces miradas la otra
orilla. Y
allá los grandes y sangrientos
padres
dicen, con dulzura de lengua, lo que hoy
acecha
los árboles, arranca como brazos
las ramas
y las flores rojas de una selva que
disemina
el río. Evoca pero trae presencia
de un
amor animal que sin embargo embriagaba
a los
dioses del agua y la barranca, a sus ojos
que eran
el agua cuando está ausente, como ahora.
* Ramón Sixto Ríos, Merceditas
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Deja esas cartas, vuelve a tu antigua ilusión*que no
roza ni
reza el río. Nadie se asoma desde
un balcón
a un río como este, que blanquea y
aleja lo
suficiente sus bordes como para
que
ninguno dude de que allí es donde todo se
resuelve.
Deja esas cartas. Las conexiones de
sangre
que suponen. Ya que el crepúsculo enseña
más que
el día, cierra el antiguo balcón, en la sala
enciende
tu lámpara más tenue. Y en ese clima
de
intimidad o de prostíbulo —ha caído el
prostíbulo
hace ya tanto, tanto: se llama ahora
de otro
modo: chicas, puticlub, tragos, monona—
piensa en
el río y en el día que todo callan
o que
nada tienen para decirte. Sabés
que es la
noche la que más te habla. Pero solamente
habla de
vos, no de ti, no con notas de vals
sino con
tus martillazos contra un fondo negro
siempre
igual a sí mismo y en última instancia tan
indiferente
como la sábana del río.
* Homero
Manzi, Desde el alma
24
Como un
amor que se estrangula a sí mismo,
así es el río.
El amor
no se tolera a sí mismo y sólo lo tolera
el que
pesca con tanza, el de pocas luces.
Es mejor,
decía, pescar en la oscuridad.
evitar la
pasión, que termina en oscuridad.
Y no con
absurda caña, sino con tanza, cordel
que
tiembla sobre el costado del dedo,
que
presiente la gravitación del pez.
El río no
se tolera a sí mismo, por eso
se abre,
se aparta de todo, lleva
lo que
encuentra, que no es mucho, pero
no
desespera, se abre más, porque esa es la ley
de la
llanura, sobrevolada por loros.
Todo
canta a su alrededor. El río lo consigue
pero no
escucha cantos: los envuelve, los diluye,
los lleva.
Liberado
de pasión, no de amor, el río no es él mismo.
Una gota
de vino cuelga a veces del labio
del
pescador, se embriaga apenas, a veces.
Pero no
pregunta lo que no comprende.
Apagó
todas sus luces, como el río,
al que
iluminan apenas el farol de una canoa,
los astros.
(Los poemas fueron extractados
del libro "El río", envío gentil de Verónica,
de la Editorial Barnacle, 2019)
Jorge Aulicino
Jorge Aulicino. Poeta y periodista argentino. Nació en 1949, en la ciudad de Buenos Aires. Integró, a comienzos de los años 1970, el taller literario Mario Jorge De Lellis, uno de los lugares desde los que se llevó a cabo el replanteo general de la corriente coloquialista de los 60. Fue integrante del consejo de dirección de Diario de Poesía entre 1987 y 1992, publicación influyente en el ámbito poético porteño, de la década de los 80.Trabajó en agencias de noticias y revistas y, durante 28 años, en el diario Clarín. Desde 2005 hasta 2012 fue editor de la revista de cultura Ñ. Colabora en la revista digital Op. Cit. y en Periódico de Poesía de la Universidad de México. Fue Jurado del Premio Nacional de Literatura en 2004; y, en 2015 recibió el Premio Nacional de Poesía. Es traductor de poesía italiana e inglesa. Publicó, entre otros, los libros de poesía La caída de los cuerpos (el lagrimal trifurca, 1983), Paisaje con autor (Último Reino, 1988), Hombres en un restaurante (Libros de Tierra Firme, 1994), Almas en movimiento (Libros de Tierra Firme, 1995), La línea del coyote (Del Dock, 1999), Las Vegas (Selecciones de Amadeo Mandarino, 2000), La luz checoslovaca (Libros de Tierra Firme, 2003), La nada (Selecciones de Amadeo Mandarino, 2003), Hostias (Del Dock, 2004), Máquina de faro (Del Dock, 2006), Cierta dureza en la sintaxis (Selecciones de Amadeo Mandarino, 2008), Libro del engaño y del desengaño (Ediciones En Danza, 2011), El camino imperial. Escolios (Ruinas Circulares, 2012), El Cairo (Del Dock, 2015). En 2015 recibió el Premio Nacional de Poesía. En 2016. publicó en Ed. Bernacle: Corredores en el parque y Mar de Chukotka (Ediciones del Dock, 2018). Publicó su poesía reunida hasta 2011, que incluye dieciséis libros, bajo el título Estación Finlandia (Bajo la Luna, 2012). Tradujo, entre otros, a Pier Paolo Pasolini, Cesare Pavese, Franco Fortini , Antonella Anedda y Biancamaria Frabotta . En 2011 apareció su traducción de Infierno de Dante Aligheri y en 2015 la traducción de los tres libros que componen La Divina Comedia. Su blog Otra Iglesia es imposible es ineludible cuando se habla de poesía en la red: ya sea en nuestra lengua o en lengua extranjera y lo administra desde 2006. Allí, se encuentran digitalizados la mayoría de sus libros (LEER). Integra, junto a Alberto Girri, Joaquín Giannuzzi, Ricardo Zelarrayán, Héctor Viel Temperley , Juan L. Ortiz, Osvaldo y Leónidas Lamborghini, la constelación de poetas argentinos que los poetas de la así denominada "generación de los 90'", tomaron como referente.
IMAGEN: Fotografía de Mariela Cierer Lesta.