Y descendimos a la
siguiente combinación
del subterráneo y
le dije: “Maestro, ¿qué
parodia es esta?
¿Qué Dardanelos defendimos,
Leónidas? No éramos
trescientos, ni cien
éramos, y
terminamos en el fango entre las
orugas de las cavadoras,
allí terminó
nuestra soberbia.
Rodeados ahora de una mersa
ni siquiera iletrada que va al infierno
en zapatillas,
tampoco nos arrepentimos
de la violencia.
Vociferamos como Capaneo
antes Tebas en un
desierto de molinetes
y meadas. ¿Cuánto
más descenderemos?
Como flor azul en
el desierto
la esperanza —quede esto entre
nosotros—
continuamos viendo.
Bajo lluvia eléctrica,
en el golpeteo de
los molinetes que raja
los tímpanos, rotos
una y otra vez los puentes,
podremos al menos
comparecer diciendo,
teologales: la flor
azul vemos aún en el desierto.
Tú callas,
Lamborghini, nosotros nos callamos,
ellos callan, el
silencio no fue una virtud nuestra
y callarnos es
ahora el contrapaso.
Frente a nosotros
tiembla una flor, de redención quemada.”
Carpe
diem
Muchos creían oír
el sonido del día
y nada oían
sino el sordo caer
de la civilización,
Y a esto el
encierro
nos conduce, pero
no han puesto
todavía final a
nuestra cabeza,
y eso es lo mejor
que podemos decir de este eufemismo.
Ya no llueve como
antes llovía: es lo cierto.
No
sobre adoquines
como los de antes,
aunque aquello
fuera también ilusión.
El nombre de la
verdad no era aquel
resplandor sobre
unos techos de teja
después de la
lluvia en el barrio del Aeropuerto;
no los confusos
truenos del cielo o de los aviones
entre nubes gris y
gualda.
Quizá tampoco esa
confusión,
fue la verdad. Ni
ese sonido
que llamaste día
y es para mí el de
una rajadura que se extiende
por la totalidad de
las cosas
y sólo oímos vos,
yo,
los inútiles que no
tienen
otra cosa que
escuchar.
Lágrimas
de una bruja joven
No
quedaba nada sobre el asfalto cuando entraste
en el
recuerdo de cien molinitos de papel girando
con
desesperación en la puerta de un quiosco, un invierno.
Colores
vertiginosos que confirieron
su índole
a ese tránsito
hacia el
pasado por el que recorrés ahora
la misma
calle, la misma húmeda avenida,
fresca,
desnuda, lunar, en que cesó el ruido
y las
artes mágicas te permiten flotar
hacia la
noche cada vez más fría y ancha,
—una
libertad que te deja sin habla—,
como si
en el fondo del cuadro hubiera un gran país nevado
y aquel
titilar de lámparas que empezaban a encenderse
detrás de
las ventanas cuando
volvías,
dejando el campo atrás, ensimismada.
(Los tres poemas integran Añadidura,
la segunda parte del libro "El río",
envío gentil de Verónica,
de la Editorial Bernacle, 2019)
Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949)
IMAGEN: "Lenta Ginesta", la flor del desierto.
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