sábado, 20 de julio de 2019

MÍMESIS





















Y descendimos a la siguiente combinación
del subterráneo y le dije: “Maestro, ¿qué
parodia es esta? ¿Qué Dardanelos defendimos,
Leónidas? No éramos trescientos, ni cien
éramos, y terminamos en el fango entre las
orugas de las cavadoras, allí terminó
nuestra soberbia. Rodeados ahora de una mersa
ni siquiera iletrada que va al infierno
en zapatillas, tampoco nos arrepentimos
de la violencia. Vociferamos como Capaneo
antes Tebas en un desierto de molinetes
y meadas. ¿Cuánto más descenderemos?
Como flor azul en el desierto
la esperanza —quede esto entre nosotros—
continuamos viendo. Bajo lluvia eléctrica,
en el golpeteo de los molinetes que raja
los tímpanos, rotos una y otra vez los puentes,
podremos al menos comparecer diciendo,
teologales: la flor azul vemos aún en el desierto.
Tú callas, Lamborghini, nosotros nos callamos,
ellos callan, el silencio no fue una virtud nuestra
y callarnos es ahora el contrapaso.
Frente a nosotros tiembla una flor, de redención quemada.”



Carpe diem
  
Muchos creían oír el sonido del día
y nada oían
sino el sordo caer de la civilización,
Y a esto el encierro
nos conduce, pero no han puesto
todavía final a nuestra cabeza,
y eso es lo mejor que podemos decir de este eufemismo.
Ya no llueve como antes llovía: es lo cierto.
No
sobre adoquines como los de antes,
aunque aquello fuera también ilusión.
El nombre de la verdad no era aquel
resplandor sobre unos techos de teja
después de la lluvia en el barrio del Aeropuerto;
no los confusos truenos del cielo o de los aviones
entre nubes gris y gualda.
Quizá tampoco esa confusión,
fue la verdad. Ni ese sonido
que llamaste día
y es para mí el de una rajadura que se extiende
por la totalidad de las cosas
y sólo oímos vos, yo,
los inútiles que no tienen
otra cosa que escuchar.



 Lágrimas de una bruja joven


No quedaba nada sobre el asfalto cuando entraste
en el recuerdo de cien molinitos de papel girando
con desesperación en la puerta de un quiosco, un invierno.

Colores vertiginosos que confirieron
su índole a ese tránsito
hacia el pasado por el que recorrés ahora
la misma calle, la misma húmeda avenida,
fresca, desnuda, lunar, en que cesó el ruido
y las artes mágicas te permiten flotar
hacia la noche cada vez más fría y ancha,
—una libertad que te deja sin habla—,
como si en el fondo del cuadro hubiera un gran país nevado
y aquel titilar de lámparas que empezaban a encenderse
detrás de las ventanas cuando
volvías, dejando el campo atrás, ensimismada.

(Los tres poemas integran Añadidura,
la segunda parte del libro "El río", 
envío gentil de Verónica,
de la Editorial Bernacle, 2019)

Jorge Aulicino  (Buenos Aires, 1949) 





IMAGEN: "Lenta Ginesta", la flor del desierto.




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