Decime algo -imploró-. Si no te gusto,
si no me vas a querer, decímelo y me voy.
De “El
destino”, Carlos Pereiro
Sabía que si el corpiño quedaba puesto al revés eso le iba a traer suerte, así que cuando se miró al espejo -los broches para afuera, el elástico gastado- no le importó. Sabía también que nadie, él menos que menos, tantearía esa mínima protuberancia de los broches bien cubierta por la blusa, el suéter con escote en y el tapado encima, a pesar del calor. Justo hacía calor. Un paquetito de pañuelos en cada bolsillo, entonces; no fuera cosa que si metía la mano en el que no hubiera nada, para quitarse la transpiración de la cara tendría que hacerlo con la misma mano que quedaba flotando en el aire después del vacío del bolsillo. Cómo odiaba ese calor repentino en agosto; a trasmano, para hacerla sufrir. La sombra de los ojos estaba bien; el problema sería el delineador, conseguir que la línea fuese lo más delgada posible y sobre todo la terminación: ni una vueltita absurda ni ese alargado que se te escapa y hay que volver a empezar. A prueba de agua, leyó en el cilindro aparatoso que compró al mediodía; ¿seguro que no se corre?, ¿se sigue usando?, había preguntado. Y la señorita pintada como tres puertas una al lado de la otra le aseguró que era indeleble, imborrable, ya vas a ver lo que te digo, le dijo. Al mediodía estaba ventoso y eso la puso contenta; que siga así, que no cambie. Pero cambió. A las cuatro, nubes pesadísimas acompañaban al sol, y el sol parecía inflarse más y las nubes ya eran pura cortina porosa de esa humedad que no se resuelve nunca.
Si cuando tenía los años que
tenía cuando lo vio por primera vez no se animó ni a acercársele; y cuando se
lo encontró -de pura casualidad, justo ese domingo en que ella había estado
pensando en que el azar podría existir, y fue la prueba más contundente de su
vida, verlo ese domingo en un lugar tan inesperado, tan insulso como la muestra
de fotografía del pobre Roberto- ¿a ver, trece, catorce años después?, ahí sí
se animó, fue hasta él y le dijo ¿no me conocés?, y él le dijo ah, sí, y se
rieron; mirá vos, dijo él, y ella, lo que es la vida, ¿no? Ahora no iba a dudar
más; ahora que ya fueron a tomar no uno sino ya van tres cafés charlando, él
hablando todo el tiempo y ella escuchándolo hasta que, cual buen señor, le
pregunta decime y cómo van tus cosas -Dios mío, si supiera cómo van sus cosas,
quinto grado C hace quinientos años, el mismo programa anual, aburrida a más no
poder, la jomada interminable-, y ella inventa para no quedar mal ni para
seguir estando callada que bien, muy bien. Ya no, va a animarse, va a decirle.
¿Estaré tan ajada como me veo?
Escucha el trin del microondas y corre a tomarse el café previo a la salida de
la casa -ya apagó la luz del velador y la de la cocina-. Da sorbitos cortos y
rápidos, y teme mancharse el chabot de la blusa, ¿será anticuada?, que
sobresale del suéter casi como un collar. Cartera, plata, llaves, el celular
para hacer pinta, ¿paraguas, por si acaso? Ni loca, piensa, me mojo y se acabó.
Y sale. Busca un taxi, uno que tenga el aire acondicionado prendido, uno de
esos modernos con las puertas que se abren de costado, altos, paquetes. Que la
vea bajarse de un auto así, como demostrando que ella puede, que ella quiere.
El problema es el tono con que se
lo digo, porque lo que me sale ahora es en tono de bronca -se dice-, en vez de
como debería ser: calmada, segura. ¿Y si se lo digo como quien oye llover?,
como si para mí no tuviera la menor importancia y dijera pero fíjate vos,
llueve. Mejor no le digo te imploro; va a pensar que me quedé en el siglo de
las radionovelas. Te ruego, le digo -piensa y saca un pañuelo del bolsillo y el
espejo de la cartera para repasar el rímel-, y ahora suspira como si no llegase
nunca ese taxi. Te ruego no, te pido. Así, listo, así.
El taxi pega la vuelta por
Viamonte y ella no protesta, más corto hubiera sido seguir derecho, piensa,
pero no importa, hay tiempo hasta para estrellarse contra un tren bala... Roberto,
¿por qué piensa en Roberto ahora? Por lo del tren, por haberse tirado debajo
del tren cuando Zulma le dijo que la dejara en paz, que no solo no le gustaba
ni lo quería, que la sola idea de salir con él la espeluznaba. Y Roberto se fue
caminando y esperó a que pasara ese tren. Y todos los amigos organizamos la
muestra de sus fotos, qué talento tenía. Pero a él no le importaba su talento
sino Zulma. Una vez me dijo que si él pudiera acariciarle el pelo, solamente
eso, sería el hombre más feliz del mundo. A Roberto lo de Zulma lo tomó por
sorpresa, de apurado que era; si hubiese tenido paciencia, como yo, acá desde
hace cuántos años que estoy. Porque si él le acariciara el pelo, también sería
la mujer más feliz del mundo. Pero ella no, ella se bajaría del taxi y hasta se
pondría a hacer los aerobics de la clase a la que va desde que él le propuso ir
a tomar el segundo café, y ella le contestó cómo no, sí. Ni piensa llegar
primero porque eso no se hace, es de ansiosa y desesperada, pero es astuta;
mira el relojito y calcula: así voy bien, ni mucho ni poco, llego justo. Y
respira, otra vez, cansada ya, extenuante el pensar y bañarse, vestirse,
pintarse, este viaje, y decirle, cómo va a decirle, se pregunta mareada y abre
la ventanilla a pesar de que el aire acondicionado funciona a las mil
maravillas como quería. El chofer la mira con cara de qué se le va a hacer,
pero ella necesita un poco de viento de verdad, no esta especie de caja helada.
Por la ventanilla lo ve pasar, casi le grita o piensa llamarlo pero no, espera,
lo mira caminar fumando. Pare aquí un momento, dice. El auto llega al cordón y
se detiene; ella lo observa mejor, tranquila. Ve que saluda a un hombre y se
ríen; él se tapa la boca cuando ríe, frunce los hombros; el saco está arrugado
y él también. ¿Por qué tienes ahora amarillos los dientes (*), eso le
preguntaría ahora, ¿qué hace ahí parado como si el tiempo fuera algo que dura y
perdura y no se acaba nunca? y a ella misma: ¿qué hago con este chabot?, ¿para
qué vine? Sin embargo, le pide al chofer siga, siga nomás hasta ahí, en la
esquina; le paga, con dificultad abre esa tremenda puerta y en la calle se
alisa el tapado, se acomoda el flequillo, empuja esta otra puerta, lo busca, lo
reconoce. Entra al café.
Fuma para pensar -se dice-; no
habla, fuma. Le cuenta que lo vio desde el taxi hablando con alguien, que lo
vio reírse. Y ahí él se estira por primera vez, sonríe, dice sí, un amigo, sí,
le dije que justo venía para aquí a encontrarme con vos. Ahora la que se estira
es ella y piensa si no es momento de sacarse el tapado, y se lo desabrocha
despacio. Él se levanta y la ayuda, casi al oído vine para decirte algo
importante, susurra casi. Vuelve a su silla y el mozo aparece. Sin consultarle,
él ordena dos cafés.
Tenía, tengo que contarte, porque
vos me escuchás siempre —y se va agitando, voltea la cabeza en busca del mozo
como si no quisiera perder tiempo -. Me caso, sabés. Por detrás se acerca el
mozo. Él se calla y ella entreabre la boca, apenas termina de decir pero cómo
que te casás, no entiendo. El mozo se va pero vuelve y agrega sobre la mesa
sobrecitos, pregunta ¿azúcar, sacarina para la dama? Me caso, él insiste y
sonríe, ¿te parece mal a esta altura?, ¿tan viejo estoy? Pero no, dice ella,
viejo no; es que...¿vos no me querés a mí?, decímelo de frente. ¿Y yo?, tanto café,
tanta...
Él rompe el sobrecito de azúcar y
lo vierte en la taza de ella; toma la cucharita y revuelve. Se levanta y en un
gesto como venido del cielo le acaricia el pelo despacio. Andate, dejame sola
querés; gira el cuello que pide que esa mano siga bajando y subiendo, tan
suave, así; pero él se detiene, ahora le da un beso mínimo en la mejilla, chau,
dice, y se va.
(*) La cita
pertenece a Alfonsina Stomi.
(del último libro de Irene Gruss: “Piezas mínimas”,
Buena Vista
Editora,
Córdoba, 2017)
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