Quiero hablar sobre la relación de
cierto tipo de poemas con una tendencia actual de la biografía literaria y
plantear ciertas cuestiones que creo que deberían interesar a lectores y
escritores con respecto a esa relación y sus implicaciones. El tipo de
biografías en las que estoy pensando son aquellas que exploran y revelan todo
cuanto en la vida del sujeto resultaba dudoso, escandaloso o sensacional. Tales
relatos de las vidas de los poetas son populares y los leen miles de personas
que no son lectores habituales de poesía: los esqueletos extraídos del armario
del poeta (en algún caso con la complicidad de sus herederos y de los
psiquiatras) les resultan a esos lectores, al menos en apariencia, mucho más
absorbentes que sus poemas; y si se deciden a leer también los poemas, a menudo
lo hacen por la propia curiosidad morbosa provocada por la biografía.
Los escritores de lo que se ha
llamado poesía «confesional» -poesía que con voluntariedad hace públicas, a
menudo con imaginería enfática y sorprendente, experiencias y percepciones que
en otro tiempo se consideraban privadas- no son los únicos poetas cuyas vidas
son investigadas de esa manera, pero los poemas «confesionales» parecen alentar
tácitamente la pauta. Si el autor estaba dispuesto a revelar intimidades, ¿no
tiene el biógrafo, en consecuencia, permiso para hacer lo mismo? Esta pregunta
conduce a otras e indica, creo yo, que necesitamos aprender a discriminar
mejor entre obras de arte que, aunque a veces contengan revelaciones, mantienen
la integridad estética, y obras que, en todo o en parte, son manifestaciones de
exhibicionismo. (Cuando en este caso se tocan experiencias similares a las del
lector, la distinción puede resultar más difícil, porque el contenido será
innegablemente emotivo; en lectores que no hayan tenido experiencias análogas,
ese contenido puede provocar piedad o compasión empática). Antes de entrar en
este asunto, sin embargo, ocupémonos del de la biografía.
Al considerar la naturaleza de la
biografía (y me limitaré a las biografías de poetas, aunque obviamente puede
aplicarse de igual forma a las demás) necesitamos reflexionar sobre su función
o funciones. En primer lugar, debemos suponer que la obra creativa del sujeto
es de tal condición que se hace precisa una biografía; o bien que su relación
con un movimiento o con otros escritores importantes o alguna otra razón
histórica o sociológica similar lo hacen digno de tal trabajo. En segundo
lugar, debemos preguntarnos si se pretende que el libro sea una obra de
referencia, en la cual, al consultar los imprescindibles índice y cronología,
podamos encontrar fechas y hechos relativos a la obra del sujeto. Si el sujeto
intercambiaba ideas con X, Y o Z, o estaba influido por
ellos; o en qué fecha se compuso cierto poema y si existe una versión
anterior... Este tipo de información podría facilitar nuestra comprensión de
los propios poemas. Y, en tercer lugar, si la biografía pretende, mediante el
uso de cartas, diarios, entrevistas y las propias impresiones y opiniones del
biógrafo, describir los procesos mentales del poeta, su presencia física, su
personalidad, historia médica y experiencias sexuales, debemos preguntarnos si
esta información «confidencial», como los «hechos desnudos» de las obras de
consulta bien indexadas, añade valor a lo que recibimos
de la propia obra creativa del sujeto. Es natural que si disfrutamos de la
obra, o pensamos que es importante, sintamos algún interés por la persona que
la creó. Pero no sabemos prácticamente nada de la vida de Shakespeare, y lo
poco que se sabe no puede verificarse; ¿acaso los millones de personas a las
que han impresionado sus obras se sentirían enriquecidas de manera más profunda
si cada episodio de su vida pudiera documentarse al aparecer antiguos papeles
escondidos? No lo creo. Aun así, hay biógrafos que verdaderamente instruyen y
deleitan.
Un ejemplo de una excelente biografía
que combina dos funciones es la Vida de Keats, de Walter Jackson Bate. Además de sus datos objetivos bien indexados, Bate sugiere algunos factores poco tratados
que pudieron haber tenido parte en la composición de este o aquel poema, pero
se abstiene de hacer análisis psicológicos gratuitos. La propia obra es siempre
el objetivo central de su atención. Las personas, lugares, libros,
conversaciones e impresiones de la vida de Keats se tratan por su relevancia en los poemas, la
raison d’être de la biografía, y no para satisfacer la pura curiosidad. Por el contrario, las biografías que deploro se
centran en los escándalos peculiaridades dramáticas del poeta y no se preguntan
seriamente si son relevantes para los poemas como obras de arte.
Si biografías como la de Bate y otras
de su estilo constituyen críticas personales y homenajes sin descarriarse en
lo excesivamente subjetivo, mucho menos en puro sensacionalismo y cotilleo, el
tiempo transcurrido desde que sus sujetos vivieron y murieron también los
ayuda. Un problema de la biografía moderna es que «las vidas» se escriben antes
de que los sujetos se hayan enfriado en sus tumbas. (¡Si se da un paso más allá
y se biografía a personas vivas, al menos se obtendría autorización o un
vigoroso rechazo!). Pero con o sin un intervalo aceptable, debería reconocerse
que, a pesar de que nuestra comprensión de la historia cultural aumenta con
cierta cantidad de información objetiva, lo que sigue siendo más interesante de
la vida de un artista ha de ser aquello que está en la propia obra. En ella lo
autobiográfico se transforma a menudo completamente o, narrado sin disfraz, se
selecciona y se le confiere una significación que trasciende lo efímero y lo estrechamente
personal. Cuando esta trascendencia no se produce, el material autobiográfico
carece de la resonancia que encontramos en poemas de mayor trasfondo. La Maud Gonne de Yeats no es sólo Maud Gonne, y el poeta no es sólo el Willy Yeats enamorado de ella. Ella es Cathleen Ni Houlihan, es la propia Irlanda, y él, el pueblo
irlandés enamorado de su país. En nuestro tiempo, Milosz sólo escribe explícitamente
sobre su propia historia vital cuando se lo exige su tema de fondo, el
intelecto humano y el alma humana en medio de la confusión de la historia del
siglo XX. Nadie podría extraer una biografía de sus Poemas reunidos. William
Carlos Williams, que tanto
énfasis puso en la virtud de la imagen concreta y en «encontrar lo universal en
lo local», fue también discreto y selectivo en sus poemas. Estos surgían
directamente de su experiencia, sí, pero de ellos bien poco podemos sacar en
términos de biografía: que era médico, que la mayoría de sus pacientes eran
inmigrantes pobres, que el nombre de su mujer era Floss, que vivía en Nueva Jersey, a la
vista de la línea del cielo de Nueva York al otro lado del Houston... y eso es todo. Incluso cuando,
ya anciano, le confesó a Floss de manera indirecta las infidelidades que acompañaron su amor por
ella, no estuvo ni siquiera cerca de hacer públicos los detalles físicos de
sucesos intrínsecamente íntimos. Hablando desde el punto de vista biográfico,
Williams revela casi tan poco como Wallace Stevens o T. S. Eliot. Como
escribió A. N. Wilson en una reseña de una biografía de Arthur Ransome, autor de Golondrinas y amazonas
y otros excelentes libros para niños, «el dinero, las enfermedades, los
matrimonios... son sólo la paja que la imaginación ha descartado». En otras
palabras, las vidas de poetas y otros artistas no suelen ser más interesantes
que las de cualquier otro. A la inversa, las grandes novelas nos hacen darnos
cuenta de que las vidas más anodinas pueden poseer un profundo interés. Esos
sutiles flujos de sentimiento y percepción que un gran escritor de ficción
puede revelar bajo la superficie de vidas «triviales» son mucho más
interesantes que los escándalos y dramas que algunos
biógrafos sacan a la palestra. Si la vida de un poeta es más interesante que su
poesía, ello no dice mucho a favor de los poemas. Es en estos, si son buenos,
en los que podemos rastrear esas escondidas corrientes esenciales de vida
interior.
Quizá en el tipo de poema en el que
no parece que se haya descartado suficiente paja el problema real no sea tanto
la falta de selectividad como la insistente inclusión de material que en
principio se considera privado, el cual puede dominar un poema en detrimento
del enfoque deseado y de la integridad artística. Cuando esto ocurre, la
relación entre poeta y lector -o poema y lector- cambia. Al igual que el
alcoholismo, las enfermedades mentales, la violencia y las historias sexuales
turbulentas de las celebridades de cualquier campo hacen de estos imanes para
la curiosidad popular, la inclusión en los poemas de cierto tipo de datos
íntimos los deja expuestos a un tipo chismoso de lectura incluso antes
de que un biógrafo se embarque en cualquier tipo de investigación sobre el
autor.
Existe un comedimiento, por ejemplo,
en las siempre emocionantes elegías del pasado -si pensamos, en nuestro propio
siglo, en el poema de Rexroth a su primera esposa, Andrée Rexroth, o si retrocedemos hasta la despedida de Ben Jonson de su primogénito de siete años, o hasta la Exequia
de Henry King-, un comedimiento que es extraño
encontrar en muchos poemas de duelo contemporáneos. (Una notable excepción me
parece El libro de Sam, de David Ray, porque lo que emerge más
vigorosamente de esta colección de poemas no es tanto el inconsolable dolor del
padre que se modula desde la impresión inicial hasta la plena integración en
la vida que prosigue -aunque esto lo transmite con memorable intensidad- como
el vívido espíritu del propio joven Sam, individual, aunque universal).
Junto con la ausencia de comedimiento,
quizá lo que me molesta en muchos poemas contemporáneos equivalentes es su egotismo.
Las elegías centradas en el yo o excesivamente confesionales a menudo nos hacen
sentir culpables de dureza e insensibilidad si nos atrevemos a pensar durante un momento en
que el reciente y amado difunto está, a todos los efectos, siendo utilizado. No
es que dudemos de la realidad de la angustia misma, pero nos sentimos
manipulados por su inmediata y repetida exhibición pública. Cuando los
protagonistas de una historia real de amor rota por la muerte son expuestos a
la luz en los poemas del superviviente (que por sistema ha de ser estupendo),
estos poemas como conjunto no pueden transmitir un pesar universal, sino que
permanecen conectados a una historia vital específica. Lo mismo ocurre en los
poemas de amor: una sensualidad evocada de un modo restringidamente anecdótico
es menos erótica que aquella menos explícita, más estilizada, más misteriosa.
¿Qué mueve a los poetas a
proporcionar información que los hace más vulnerables de lo normal a la
curiosidad vulgar? Debemos asociar esta pregunta con una indagación similar en
el apetito público de escándalos, conmociones y todo tipo de revelaciones
íntimas, que en mayor o menor grado todos compartimos, igual que respiramos el
mismo aire cultural. No pretendo desenmarañar la psicología social del asunto;
pero creo apreciar algunos factores históricos que han afectado a ciertas
prácticas poéticas y a su aceptación por parte de los lectores.
Uno de esos factores es que el
énfasis que, durante los años 50 o primeros 60, William Carlos Williams puso en las circunstancias
locales concretas de la vida diaria como fuente vital para el poeta, empezó
poco a poco a diluirse y distorsionarse. El resultado fueron miles de poemas
banales, poemas en los que una descripción (posiblemente de interés
intrínseco) de algo que el escritor había visto venía precedida por la
información, enteramente superflua,
de que este lo
había visto y de que en ese momento iba camino de una taberna porque
necesitaba una cerveza. El engarce ha engullido la piedra preciosa al
dedicársele al menos tanto tiempo al prólogo como a la idea. Los poemas de este
tipo han llegado a ser tan prevalentes que son aceptados como normativos (y, en
verdad, no han desaparecido de la escena). Esta norma, con su gratuita
reiteración de la primera persona de singular, asfaltó el camino para el
ulterior narcisismo, al saltar a la palestra la escuela confesional. (Debería
mencionar aquí que, aunque Robert Lowell es citado como el principal instigador de esa
escuela, su propia obra de veta confesional destaca claramente por su preponderante
sentido histórico, que sitúa todo cuanto proviene de su historia individual en
una configuración objetiva más amplia). Luego, bien entrados los 6o, empezaron
a dejarse oír en la sociedad estadounidense cierto número de conceptos que, a
medida que se iban filtrando lentamente y alcanzando cierto grado de aceptación
general, también en el pensamiento de los poetas, acabaron distorsionándose
igual que había ocurrido con las ideas de Williams. Uno de esos conceptos se
resumía en la consigna «deja que salga todo». Tanto si esta expresión tuvo su
origen en alguno de los poetas Beat o en
cualquier otro, su significación primordial era política, y su adopción
estética fue un efecto secundario, en función de la elección y el juicio
artísticos individuales.
A medida que la gente reaccionaba
ante la hipocresía de la alegación del Estado de estar defendiendo la
democracia, en vez de admitir que la guerra en Vietnam, como otras guerras, se libraba por todo un
conglomerado de razones económicas y geopolíticas, un montón de otras
hipocresías salió a la luz al mismo tiempo. Toda una generación fue consciente
de la disparidad entre el modo de vida de sus padres y sus valores
establecidos. «Deja que salga todo» emergió como un grito en pro de la verdad
para exigir el fin de las mentiras en la política y en el tejido social; una
llamada a proclamar que el emperador (en este caso, lo que en aquellos días
llamábamos la maquinaria bélica y, por extensión, el sistema social que la
sustentaba) no llevaba ningún traje de verdad o justicia. Naturalmente, las
artes no podían permanecer al margen; sin embargo, en vez de un compromiso cada
vez mayor con la precisión y la integridad artística, lo cual hubiera sido la
traslación lógica de este trasfondo,
la consigna fue
interpretada como una justificación para una estética del exhibicionismo.
Existe una diferencia entre sacar a
la luz un secreto y mantenerlo en una continua exposición. El «sexo en grupo»
(¿alguien recuerda esta expresión?) puede ser lo contrario a la mojigatería,
pero no es su única alternativa. A mediados de los 70, en una celda del sheriff,
tras una gran
manifestación con arrestos masivos, recuerdo haber visto a una joven
masturbándose en medio de un grupo de otras mujeres. Nadie hizo ni siquiera el
menor comentario en voz baja. Que un acto privado se mostrase abiertamente en
público se consideraba, en apariencia, aceptable, o al menos nadie se atrevía a
protestar por miedo a ser tachado de puritano. Se confundía el pudor con la
mojigatería y el afán de privacidad con elitismo y
falta de sincera franqueza.
El lema «lo personal es político»
empezó a usarse más o menos en la misma época. Lo que esto venía a significar,
en mi opinión, es que lo que hagas en tu vida diaria debería reflejar tus
convicciones políticas. Por ejemplo, resulta hipócrita e infructuoso trabajar
por la paz y la justicia si luego te muestras agresivo con la familia y los
amigos. Pero mucha gente usó la expresión como excusa para retraerse de
cualquier tipo de acción política; y para algunos poetas pareció significar que
«lo particular y local» era suficiente en sí mismo, sin necesidad de tener que
molestarse en buscar lo universal. Por supuesto, ir deliberadamente en busca de
la universalidad resulta nefasto: sería pura pretenciosidad; pero un poeta
necesita conocer un marco de referencia más amplio que el de sus circunstancias
accidentales, y sin alguna inquietud por ampliar el contexto, poco fundamento
poético puede resultar.
Ligado a este tema de «lo personal
es político» se encuentra el movimiento de escritura diarística de los 70 y los
80, fruto del «potencial humano», el «crecimiento personal» y otros programas
integrales, estrechamente asociado al feminismo, si bien no es exclusivo de los grupos de mujeres. Llevar un diario o
dietario puede ser realmente valioso para cualquiera, aunque hay que tener
cuidado de no convertirlo en el propósito de vivir. Pero a los poetas puede
crearles un problema. Los diarios son en esencia privados. Los poemas también
tratan con la experiencia íntima, pero la seleccionan y modifican, si son
buenos poemas. Demasiado a menudo, la medida apropiada de sinceridad para una
obra de arte autónoma es reemplazada por una medida mucho más grande que sí
puede servir a un propósito catártico en el desarrollo psicológico del
diarista, cuyas páginas no han de ser leídas por nadie más que por el que las
escribe, y quizá sólo una vez, pues el acto de escribir en sí mismo ya ha
cubierto su necesidad. El impulso generalizado de la escritura diarística y su
debate en cuanto género artístico, junto con la publicación de selecciones de
los diarios de escritores vivos, ha contribuido a difuminar la distinción entre
«privado» y «público». Da la impresión de que algunos poetas han perdido el
sentido de dónde acaba el diario y comienza el poema. Las entradas del diario
que consisten en reflexiones filosóficas o de otro tipo, que registran observaciones
de la naturaleza y cosas así resultan una fascinante especie de ensayo
informal; y en aquellas en las que un escritor, u otro artista, habla de su
oficio y de su proceso creativo o reflexiona sobre una obra que se dispone a
escribir hay con frecuencia mucho más que aprender que de los ensayos formales.
Se agradece que el autor nos permita echar un vistazo al taller del alquimista.
Pero he visto extractos de otros diarios de naturaleza tan confidencial que, de
nuevo, una se pregunta por sus motivaciones.
¿Hay quizá en cada acto de
comunicación artística algo cuestionable? Nosotros, los poetas, curiosamente
estamos dispuestos a leer en público, a desnudar así nuestras almas de un modo
más apremiante que cuando median el papel y la imprenta, y a dejarlas
expuestas, tras la lectura, a las preguntas impertinentes de absolutos
extraños. ¡Cada vez que leo me maravilla esta
disposición! Está
justificado, por supuesto, por la creencia de que uno ha creado una obra.
Todos los creadores de arte deben creer que están contribuyendo con una cosa a
la suma de las cosas y que tiene algún valor y una vida propia que vivir. Sin
tal creencia no serían capaces de servir al arte que cultivan; por más modestia
que posean, por más autocrítica, sin esa pizca de fe un artista queda
paralizado. Pero esa justificación no puede extenderse a los diarios
auténticos. ¿No hay algo retorcido en «compartir» voluntariamente, como dicen,
algo cuya misma naturaleza queda destruida al hacerlo? ¿Una necesidad compulsiva,
como un personaje de Dostoievski, de convertir al lector en un voyeur.
Ese es el fenómeno que he observado con respecto a algunos poemas. Y de nuevo
la conformidad de la audiencia nos implica a todos en alguna medida.
Que los límites entre privado y
público se difuminen conduce a la pérdida gradual de la idea misma de
privacidad, una pérdida que, como el creciente desgaste de ciertos matices gramaticales
y el empobrecimiento del vocabulario, excepto en lo que atañe a palabras
tecnológicas, es una forma de erosión que afecta a la ecología humana en su
conjunto. A la televisión y al desarrollo de la tecnología de las
comunicaciones se les acusa, y creo que con razón, de ser responsables de parte
de esta erosión. Como todo el mundo sabe, la violencia extrema, real o
ficticia, hace mucho que irrumpió en los hogares de la gente, mezclada con
anuncios, comedia y escenas de intercambio sexual explícito, de tal modo que
todas estas cosas van juntas: igualmente vividas, igualmente absurdas. El
teléfono lleva entrometiéndose en nuestras vidas en momentos inoportunos desde
hace más de un siglo. Los bancos de datos contienen, se nos ha dicho, todo tipo
de información sobre nosotros que no somos conscientes de haber entregado a nadie.
Senderos trillados, cubos de basura, o basura (no siempre en cubos) hacen que
el sentimiento de soledad resulte difícil de encontrar para aquellos que lo
buscan en lo que creen tierra virgen.
Se podría pensar que la privacidad y la intimidad serían lo más valioso en tal
entorno, pero en vez de eso su misma
naturaleza es confusa. Cuando las invaden factores externos, estos encuentran
poca resistencia. ¿Cuántas personas, por ejemplo, toman alguna medida para
evitar las llamadas de telemarketing, llamadas que no sólo les interrumpen mientras
están comiendo o lo que sea que estén haciendo, sino en las que el operador las
llama de inmediato por su nombre de pila?
Aún se da otro factor, más profundo
que estos, y es la turbación ante las formalidades, ante cualquier cosa
reconocida como ritual (aunque los rituales no reconocidos existen en la vida
diaria). Esto resulta muy claro en las ceremonias religiosas, en las que algo
parecido al excesivo naturalismo del teatro dramático sustituye al poderoso
distanciamiento inherente a las prácticas litúrgicas tradicionales de
cualquier religión, prácticas a partir de las cuales el teatro mismo se
desarrolló. Aun así existe una profunda necesidad humana de ritual. Las viejas
formas de este, como las viejas formas prosódicas, pueden no acomodarse, sin
cambios, a las cambiantes necesidades de la gente, pero las nuevas formas que
se desarrollan pierden su poder si pierden el propio carácter de ritual o
ceremonia, igual que las nuevas exploraciones formales de la poesía deben
conservar su carácter intrínsecamente poético y no convertirse en una forma de
periodismo.
La turbación ante las formalidades
que (junto con la falta de imaginación) da lugar a alternativas
insatisfactorias en rituales que han cesado de ser efectivos desde el punto de
vista emocional parece estar relacionada con el mismo hecho del difuminado de
los límites. Cuando todo se vuelve personal (como un sacerdote que saluda a la
gente al comienzo de la misa con un «buenos días» al que se replica «buenos
días, padre», en vez de decir «la paz sea contigo» y recibir la respuesta de «y
con tu espíritu»), entonces lo personal es indistinguible de lo público: el
sacerdote es saludado como un individuo y ello oscurece la naturaleza de su
dignidad
como sacerdote,
que trasciende lo personal. Del mismo modo, cierto distanciamiento que
mostraban los grandes poetas del pasado —la presunción de la capa del bardo,
como las vestiduras del sacerdote- ha sido sacrificado en nuestro tiempo, menos
en aras de la relevancia que debido a cierto sentimiento de que la ceremonia
es absurda (como de hecho puede serlo cuando se acomete con timidez y sin
convicción).
La publicación de poemas que, como los
diarios (aunque a veces con innegable belleza o fuerza de lenguaje), presentan,
sin mediación, sin transformar, relatos de las experiencias más íntimas,
representa una forma de autoinvasión. Y uno de los aspectos más problemáticos
de ello es su desprecio hacia los demás.
La conducta de mi amor en la
cama
no voy a debatirla
escribió Robert Creeley en 1959. He leído bastantes poemas
que me han hecho sentir que el autor habría hecho bien en aplicarse esta
máxima. Al menos los adultos pueden protestar y defenderse si se sienten
expuestos y usados como personajes en el drama indiscreto de alguien; los niños
no. Y hay muchos poemas en los que un padre -y tengo que reconocer que, por lo
que he observado, es más a menudo una madre— escribe de un niño en tales
términos que puede esperarse que, cuando el niño lea el poema antes o después,
le provoque una profunda turbación, incluso traumática. Se trata de poemas -o
imágenes en poemas- que se centran en el cuerpo del niño, y en particular en
sus genitales. ¡Imaginaos a un tímido adolescente descubriendo en letra impresa
una gráfica descripción de su pequeño pene cuando tenía cinco años, de su color
y su forma! ¡Aún peor, imaginaos a sus compañeros de clase leyendo el poema y
tomándole el pelo con ello! ¿Era esa descripción vital para el poema? En
general, yo diría que no. Pero en algunos ejemplos podría serlo. En tal caso,
el escritor habría de reconocer, en mi opinión, que a pesar de que el tono y la
intención sean de ternura, el poema debería permanecer inédito, al menos hasta
que el niño fuera adulto y pudiera dar su consentimiento. (1)
(1) Una amiga me señalaba que tales poemas ponen de
manifiesto la presunción inconsciente, demasiado común entre los padres, de
que sus hijos «les pertenecen», como extensiones de sus propios cuerpos. (N. de
la A.).
Es importante prestar atención a un
tipo de poema autobiográfico que no participa de la gratuidad y el narcisismo,
sino que trae a la luz actos de opresión y crueldad. Las víctimas de racismo,
violación, tortura, incesto y otros abusos y crímenes que se atreven a contar
sus historias están hablando en nombre de otros cuyo propio sufrimiento los ha
llevado a reprimirse y callar, y que también, a menudo, de un modo confuso, se
han sentido cómplices del mismo. Saber que no están solos en lo que les
ocurrió puede proporcionales cierto grado de liberación. Sin embargo, dudo que
un conocimiento más general de, por ejemplo, el abuso infantil ayude realmente
a hacer que la sociedad sea menos propensa a él; casi parece, y es desolador,
que cuantos más ejemplos se descubren, más prolifera. Lo mismo puede decirse de la violación. Pero
esto puede ser mera conjetura, mientras que romper el silencio en tales
ejemplos produce un claro beneficio personal, y si hacerlo da como resultado
poemas de alta integridad, estos deberían, por supuesto, ser publicados.
Algunos poetas compasivos, muy
evolucionados, que han llegado a percibir, con el tiempo, la opresión en las
vidas de sus propios opresores (la cual, en algunos casos, fue la causa de su
perversión) y que han visto surgir en tales personas el remordimiento, el
progreso y el cambio, habrán de enfrentarse al dilema ético de decidir si
publicar los poemas que exploran en retrospectiva faltas del pasado. Pero la
decisión correcta ha de ser dejar de lado esos escrúpulos, pues tales
revelaciones objetivas, a diferencia de la obra de los poetas narcisistas que utilizan a sus familiares
y a sí mismos, no
lo son sólo en beneficio propio, por mucho que contribuyan a liberar a sus
autores de la parálisis de la vergüenza y la ocultación.
El principio de respeto por la
privacidad de los demás podría llevarse, por supuesto, hasta el absurdo e
impedir la publicación de prácticamente todo; su aplicación es una cuestión de
sentido común tanto como de sensibilidad. Pero lo cierto es que se necesita un
correctivo, no desde fuera, en forma de censura, sino por parte del propio
poeta, que debe evitar con escrupulosidad la utilización abusiva o hiriente de
las vidas de los demás: una forma de autocensura ejercida desde el
equilibrio de la conciencia estética y ética.
Lo cual me conduce a preguntarme lo
siguiente: si la catarsis es una de las funciones del arte, ¿puede esta
coexistir con tales reparos? Es una pregunta muy seria. Pero ha de ir seguida
de otra: ¿catarsis para quién? Al escritor, la escritura ya se la ha proporcionado
y la publicación resulta superflua.
Para el lector, lo
que es catártico no tiene por qué ser lo que lo era para el escritor; ¿y no
puede darse la catarsis del lector sin que sea a expensas de los familiares del
escritor? ¿Es para el escritor la pérdida de la intimidad el sacrificio sin el
cual no puede alcanzarse la redención? Nada en los dramaturgos griegos, cuyas
obras fueron las primeras en buscar esa «purificación por medio de la piedad y
el miedo», conduce a suponer tal cosa, ni posteriormente han aparecido evidencias
de esa necesidad.
Si poetas y lectores se
comprometieran a ponderar estas cuestiones podría, tal vez, producirse un
efecto en el mercado de la biografía sensacionalista. La
propia idea de los poetas de lo que constituye una «vida» tendría que cambiar
antes de que lo hagan las biografías. ¡Qué distinta en sus presupuestos de lo
que se usa en nuestros días es la desnuda lista de hechos, la mayoría relativos
a su hermano y no a sí mismo, con la que el poeta del siglo XVII, Henry Vaughan, con modestia, aunque con fervorosa cortesía,
replicó a la petición de John Aubrey de detalles de su vida! Cómo contrasta esa
modestia con el egotismo de los escritores que dan por hecho que el lector
desea saber que les huelen los pies o que en una ocasión una hermana se meó
deliberadamente sobre ellos. (2)
(2) Las alusiones de la autora son tan directas que
podemos poner nombres a alguno de los autores que critica. Por ejemplo, esta
historia de la hermana y la anterior del pene del niño aparecen en sendos
poemas de Sharon Olds. (N. del T.).
Iris Origo, la admirable
historiadora, escribió que las dos grandes virtudes del biógrafo son el
entusiasmo y la veracidad, y que tres «insidiosas tentaciones [...] [los]
acosaban»: «suprimir, inventar y convertirse en jueces». Pero en el mismo
ensayo sobre el arte de la biografía también habla de «una nueva era del periodismo,
que se muestra demasiado curioso sobre los grandes», lo que Henry James describió como procedente de «la
astucia y ferocidad de [...] inquisitivos cazadores cuya presa es todo aquello
que exige privacidad y silencio». La propia obra de Origo muestra cómo un
biógrafo, al igual que un poeta, puede conservar la veracidad y a la vez
evitar cualquier tipo de represión, que sería un falseamiento, pero descartando
juiciosamente la paja, igual que debe hacer un poeta (aunque mucho de lo que es
paja en los poemas es grano fundamental en la biografía; por ejemplo, detalles
históricos de genuina relevancia).
La crítica de Proust al «método de Sainte Beuve» consistía esencialmente en que la
información que recogía no arrojaba luz sobre la obra de un autor, sino que
tenía que ver con todo lo irrelevante. Se puede argumentar en pro de la
relevancia de mucha información biográfica, pero no en pro de toda ella.
Mientras los poetas publiquen sin tener en cuenta la privacidad propia y ajena
estarán contribuyendo a llenar de basura la verdadera esfera de interioridad
que es la fuente de su arte. La comunicación más profunda, la duradera comunión
de la que es capaz la poesía, fluye siempre desde ese centro interior hacia el
exterior, para encontrar la otra profundidad interior que la recibe. Terminaré con una cita que expresa con belleza esa realidad: «La razón de esta
corrección y reescritura fue su búsqueda de
la fuerza y exactitud de la expresión», escribió Pasternak en Dr. Zhivago,
pero también obedece a los dictados de una
reticencia interior que le prohibía exponer sus experiencias personales y los sucesos
reales de su pasado con excesiva libertad, para no ofender o herir a aquellos
que habían tenido parte directa en ellos. Como resultado, el ímpetu y el pulso
de sus sentimientos fue gradualmente excluido de sus poemas, y lejos de que
estos se volvieran mórbidos y débiles, apareció en ellos una amplia paz y una
conciliación que elevó lo particular al nivel de lo universal, accesible a
todos.
(Del Libro:
“Pausa Versal”, Ensayos escogidos,Vaso Roto Ed., 2017)
Denise Levertov
(Ilford, Reino Unido, 1923; Seattle, Washington, Estados Unidos, 1997)
(Traducción de José Luis Piquero)
PARA LEER LA
BIOGRAFÍA de la autora, ver entrada anterior (Nota del administrador)
2 comentarios:
Muy bueno! Gracias!
Me alegro que te haya gustado, Ana. Gracias por comentar.
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