viernes, 12 de agosto de 2022

EL PRESENTE DE LA ESCRITURA


 













Sobre La Grande, de Juan José Saer

 

1. Una ecuación
 
     La ecuación de Saer siempre fue proustiana: rememorar para es­cribir. Su sustrato era el trabajo del recuerdo que la escritura parecía exhibir, aunque en realidad mostrase únicamente el resultado. Este, al fijarse, abolía el movimiento previo —psíquico, filosófico o per­sonal— y lo sustituía por una retórica reconocible y peculiar de la frase, concebida como unidad de estilo y hasta cierto punto ligada al modo en que Walter Benjamin describió En busca del tiempo perdido. el mundo en estado de semejanza. La narración —novela, poesía, cuento— desplegaba las múltiples facetas analógicas de esa media­ción clásica entre creación —rememoración— y obra —escritura—. Por eso puede hablarse de la obra de Saer; y por las mismas razones puede decirse que Saer se pensaba como artista, término arduo de sostener en la segunda mitad del siglo xx.
     En La grande la ecuación se invierte: Saer no parece rememorar para escribir, sino haber escrito para rememorar. Más que al resulta­do, aquí asistimos al mecanismo que se pone en marcha; asistimos a la pulsión. Por eso, además de por la evidente ausencia del último ca­pítulo, La grande es una novela inacabada y no puede interpretársela desde el ángulo de las operaciones que gobernaban la obra anterior. Lo inacabado no es sólo un dato de este texto sino que era parte de una estética que se definía por la variación; en cada texto esa frase unitaria, inmediatamente reconocible, era utilizada para un principio constructivo inédito. La grande fue la última torsión del proyecto de Saer o, como hubiese dicho María Teresa Gramuglio, fue la última manera de innovación inesperada de ciertas constantes constructi­vas que él ensayaba en cada texto como recurso para proseguir la búsqueda. ¿Cómo prosiguió Saer, en este caso, la búsqueda? Hay que detenerse en las primeras reseñas aparecidas desde Buenos Aires y Madrid para tratar de responder tentativamente esta pregunta.
     En octubre de 2005 señaló Beatriz Sarlo: «El tempo de La grande es lento, casi majestuoso. Los acontecimientos suceden de manera extensa, durante páginas y páginas. Toda narración se sostiene so­bre la elipsis, sobre la supresión de lo que habría ocurrido entre un episodio y otro. [... ] Saer construye la peripecia para que nos sea posible captar el tiempo y sentirlo en su densidad viscosa, así como su contradictorio fluir». Para Sarlo, La grande, en la que «todo es in­completo, y, sin embargo, perfecto», es una novela de la ausencia de resignación ante esa «pulsión que nunca rinde un sentido pleno».
     Un mes más tarde, en Página/12, Carlos Gamerro observó que en La grande se combinan el tiempo del individuo («lineal, arbitrario e irrecuperable, en el cual todo desaparece y se pierde para siempre; tiempo de tragedia, en fin») y el tiempo de la especie y de la naturale­za («cíclico, natural, en el que todo vuelve transformado; tiempo de comedia, en fin»). En Bazar Americano Miguel Dalmaroni advirtió: «Pero no sólo los vacíos colmados a medias dibujan esa incompleta ficción de completud. También lo hacen la espiral del argumento y un impulso más general del relato por el que las voces de la narración y de los personajes se reúnen y se contentan, casi al unísono, en una apacible composición con el mundo que lleva al sosiego, intensamen­te conciliatoria incluso en sus momentos más irónicos: feliz».
     Por fin, en Insula Jorge Monteleone señaló que había que «explorar el último texto de Saer en un vínculo cierto con la exis­tencia» y observó, matizando quizá indirectamente la observación de Miguel Dalmaroni respecto de la «incompleta ficción de comple­tud», que La grande es «tan autosuficiente y tan poco tributaria de la concatenación causalista de la trama» que el final del capítulo 6, con la escena en que la silueta de un alma en pena que se levanta entre los árboles y sobre la bruma resulta ser una bolsa de plástico del supermercado, y la solitaria frase del capítulo 7 («Río abajo»), «Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino», producen «un raro efecto de completud». Y concluye: «La escri­tura de La grande es literalmente una agonía literaria en el sentido etimològico del término: una lucha, una pelea, menos contra la muerte que contra el tiempo».a
     Ausencia de resignación ante esa pulsión que no entrega su senti­do (Sarlo); tiempo de la especie y de la naturaleza (Gamerro); apaci­ble composición feliz (Dalmaroni); vínculo cierto con la existencia y raro efecto de completud (Monteleone); es evidente que la lectu­ra que todos comparten, a pesar incluso de lo agónico, testimonia una fuerte impresión de realidad palpable y en proceso, de totalidad evocada y vivida en la evocación cuya mediación —no su fin— es la escritura. No hay ninguna otra novela de Saer que produzca tal sen­sación de asistir al presente de la escritura, de estar ante el acto de la creación más que ante el objeto que de esta resulta. Esta ferocidad de lo pulsional no destilado sino arrojado a la escena hace pensar en la propuesta de Cleanth Brooks, uno de los New Critics norteameri­canos, que sugería leer la poesía como si fuese un drama, como si el conflicto formal fuese la propia tragedia del poema, canalizada por las voces —personificaciones— que lo encarnan.
 
 
2. A la manera de un teatro
 
     Leer La grande dramáticamente, a la manera de Brooks, supone asistir al modo en que el texto actúa no sólo sobre la obra anterior de Saer sino también -tal vez sea esta la torsión nueva- sobre la materia del recuerdo. Es decir, observando la actividad misma de re­memorar no sólo en la posición autobiográfica sino en el cruce tenso con las ficciones anteriores. Saer parece aquí rememorar a partir de dos clases de materiales: el primero es su propio derrotero personal; el segundo es su propia obra, leída con una cercanía que la transfor­ma casi en experiencia vivida.
 
a. Cito de: Beatriz Sarlo, «El tiempo inagotable», La Nación, Buenos Aires, 2 de octubre de 2005; Carlos Gamerro, «Una semana en la vida», Radar,/Libros, Páeina/12, 27 de noviembre de 2005; Miguel Dalmaroni, «La vuelta incomp eta (una pintura)», www.bazaramericano.com; Jorge Monteleone, «Lo postumo: Juan José Saer y Lo grande», ínsula, n.° 711, Madrid, marzo de 2006.
 
     El material primero es palpablemente visible, facetado en múlti­ples personajes y edades, en la irrupción de los retratos de familia, la infancia y la pubertad, la iniciación sexual, el detallado recuento de encuentros amorosos y quizá también en la compasiva contempla­ción de la decadencia, que surge como referencia inmediata pero que esconde un juego de alusiones literarias enteramente clásico. El ma­terial segundo la propia obra— es la reaparición de Gutiérrez, que emerge, como ya han señalado otros críticos, de «Tango del viudo» (1957) y tal vez también, al menos en la reviviscencia ritual, aun­que sin nombre, de «Algo se aproxima» (1960), último cuento del mismo volumen, En la zona* Un ejemplo insuperable de tal cruce de materiales está en la figura adelgazada y atónita de Leonor. Ella es el motor del amor de Gutiérrez el retornado; es citada a lo largo de la novela y está en el centro de las tres generaciones de La grande. Aún más. Será al final el motivo, casi paródicamente stilnovista, de la epifanía del recuerdo en la penúltima jornada, «El colibrí» :
 
«¡Los dos primeros sin sacarla!», piensa Gutiérrez en el mo­mento de despertar, aunque han pasado más de treinta años desde aquel amanecer de verano, tan semejante a este en el que acaba de abrir los ojos, cuando durmió por primera y última vez con Leonor desnuda a su lado, porque todas las otras veces que se vieron fue siempre a la tarde, la parte del día propicia al adulterio. Pero no hay orgullo viril ni jactancia en su pensamiento, sino alegria in­crédula, fervor retrospectivo, gratitud. A partir de ese domingo ardiente y lejano, un poco irreal también a causa del calor exce­sivo, de la multiplicidad de sensaciones hasta entonces descono­cidas para él, de la falta de sueño y del cansancio, hasta este ama­necer apacible de abril, casi tan caluroso como el otro, Gutiérrez está convencido de que su vida empezó esa noche y terminó unas semanas más tarde, cuando tomó el colectivo de Buenos Aires y desapareció de la ciudad. Piensa que le debe eso a Leonor, y está
 
a. Juan José Saer, En la zona (1957-1960), Castellví, Santa Fe, i960. Incluido en Cuentos completos (1957-2000), Seix Barrai, Buenos Aires, 1001.
 
dispuesto a pagar hasta el fin esa deuda infinita: te dan setenta años para que vivas unas horas, unos minutos, y después no hay nada más que hacer con el resto; es tiempo gastado en vano.a
 
 Después de la epifanía viene la caída —La grande es una novela de la caída aunque también de la redención—. Por eso asistimos al im­palpable pago de esa «deuda infinita», que Gutiérrez —y el texto cumplen, a través de la mirada de Nula, cuando Leonor vuelve trein­ta años después:

Nula se asombra otra vez [... ] de la fragilidad que emana del cuerpo de Leonor, sus bracitos y piernas, flacos y renegridos por el sol y por las lámparas de broncear, el rostro estragado, como proba­blemente también los pechos y las nalgas, por cirugías tan inútiles como repetidas, el pelo teñido de un tinte rojizo, el labio superior inflado por una inyección de silicona; los dedos esqueléticos y casi negros están cubiertos de anillos, las muñecas, de pulseras, y varios collares de fantasía intentan disimular las arrugas recalcitrantes del cuello. Y sin embargo, a pesar de esa impresión de fragilidad, Leonor se desplaza con pasos ágiles, como indiferente a lo que la rodea... b
 
     Imposible no pensar en la Vita nuova, «Ella si va, sentendosi laudare», al leer: «se desplaza con pasos ágiles, como indiferente a lo que la rodea... ».
 
 
3. El cuervo
 
Esta leve incrustación dantesca permite subrayar otra de las formas de dramatización de La grande: la patente veneración de la gran tradición, que aquí sufre un giro inesperado y enérgico. Apa­rentemente esta veneración constituye el mecanismo imaginario
a.                    Juan José Saer, La grande, Seix Barrai, Buenos Aires, 2005, p. 379.
b.                   Ibid., pp. 392-393-
 
de la extensa satira del precisionismo, que tendemos a vincular con la recurrente fascinación saeriana por los fastos falsos de glorias poéticas provincianas, que, como suelen observar sus críticos, a na­die divertían tanto como a él; de ellas había hecho ya el núcleo de Lo imborrable. Pero esos fastos falsos corren paralelos a celebraciones canónicas.
     Saer siempre utilizó seriamente la tradición literaria, desde la inicial veneración por Raymond Chandler u Oscar Wilde hasta el soldado viejo y el soldado joven ante los muros de Troya, la poe­sía clásica castellana, Sófocles, o la delicadísima manipulación del procedimiento narrativo de El banquete platónico en Glosa. Durante una conferencia —en Barcelona en 2002— un estudiante le pregun­tó cómo se le había ocurrido el dispositivo de Glosa y le contestó: «en realidad, se lo tome prestado a Platón». La irónica observación mostraba, a pesar de su carácter casual, la lucidez crítica y anticon­vencional con que Saer usaba los clásicos: como reserva de recur­sos narrativos infinitamente dinámica. En El banquete, Apolodoro se encuentra con Glaucón, según van subiendo a la ciudad desde el puerto, y le pide que le cuente cómo ha sido el banquete recién celebrado y cuáles fueron los discursos sobre el amor de Alcibiades, Socrates y el resto. Pero Glaucon le dice no sólo que él no estuvo allí sino que el banquete se celebró hace mucho tiempo, aunque podrá recomponer, a partir de las versiones que conoce —también indirectas— lo que sabe de tan señalada ocasión. Y caminando ha­cia la ciudad tiene lugar el relato; Glosa despliega magistralmente el movimiento, el paseo, y la doble inestabilidad —tanto en lo indirecto de las versiones como en la poca fiabilidad temporal— que le ofrecía El banquete.
     Lo mismo sucedía con los barrenderos de la Place Vendóme en «Traoré», un cuento extraordinario de Lugar (2000), donde se alegoriza el mecanismo universal de la narración a través del relato —indirecto, de un barrendero al otro— de una guerra arcaica. El cuento termina con un movimiento de elevación, de iluminación, de revelación; de epifanía antilírica:
 
           Aun si el silencio del otro, que dura desde hace unos pocos se­gundos, significa que ha concluido, flota entre ellos todavía una es­pecie de indecisión, de incertidumbre, de antítesis complementaria que, en lugar de separarlos, parece haberlos transformado en una pareja antagónica pero de la cual ninguno de los miembros podría existir separadamente. O tal vez no sea para nada asi, y habría que ahondar mucho tiempo para llegar a saber algo sobre ellos. Una sola cosa es segura: la Place Vendóme, con su ministerio y sus negocios de lujo, sus diamantes, sus grandes marcas internacionales, sus di­videndos bursátiles, y sus millonarios de antigua y de fresca data, no tiene, para los dos hombres inmóviles que no logran cruzar la mirada, más valor y sobre todo más existencia que un montoncito inadvertido de inmundicia en las junturas del empedrado. Cualquie­ra de los dos podría de pronto inclinarse distraídamente y, empuján­dolo con dos o tres movimientos suaves de la escoba, recogerlo en la palita de metal y después, pensando ya en otra cosa, volcarlo en el tarro de la basura.a
 
     Tras todas estas brillantes manipulaciones, ¿qué agrega La grande al tratamiento de la gran tradición? ¿Cuál es su giro? Hay más de uno, y muchas de sus claves han aparecido ya en los críticos que han es­crito sobre la novela. Cabe mencionar una especialmente elocuente, casi al final de la novela: el contenido del portafolio de Tomatis.
El portafolio constituye una suerte de alegoría saeriana de sí mis­mo —como el soneto mallarmeano—. Contiene una carpeta malva con un fragmento sobre el precisionismo, un artículo de La Región con una foto de los miembros del movimiento en La Giralda, un regalo para su hermana de Santa Fe y un alfajor de los que dan en los co­lectivos que hacen el trayecto entre Rosario y Santa Fe. Y al lado del alfajor, el librito de Hujalvo, regalo de Pichón Garay, con el tema recu­rrente de la mariposa —cuya  importancia ha señalado Monteleone—. Por último, la carta de Pichón que acompañaba el envío y allí inserta «una vaga parodia de La Fontaine» :
 
a. Cuentos completos, op. cit., pp. 41-42.
 
            Maître corbeau là-haut perché
            rien de bon n’annonçait,
            ni d’ailleurs, rien de mauvais.
            Il se tenait là-haut, neutre et muet.
           Aucun présage ne l’habitait.
           Aussi extérieur que l’arbre, le soleil, la forêt.
           Et aussi privé de sens que de secret:
           forme noire sans raison répétée
           tache d’encre dans le vide imprimée.
           Maître corbeau là-haut perché.a
 
     En realidad el cuervo de La grande de Pichón Garay no conserva casi nada de la fábula, en la que el pájaro es engañado por la astuta zorra. Saer suprime, de hecho, la presencia del interlocutor que, al halagarla, obliga a ceder su alimento al ave. El cuervo de Saer no es ave de presagios, ni de diálogos, sino terca existencia ominosa, que no anuncia nada, ni bueno ni malo, «neutro y mudo». Es una cosa, «tan exterior como el árbol, el sol y el bosque», «tan privada de sen­tido como de secreto»; una «mancha de tinta impresa en el vacío».
 
     Esta «vaga parodia» trastorna los mecanismos que Saer había utilizado siempre en su relación con la tradición literaria. No sólo es un recurso —después de todo, la parodia es estrictamente un recurso verbal hasta cierto punto especular— sino un proceso de simboli­zación, lo cual supone la aspiración a una clave motivada y a la vez inmanente. El cuervo de Saer va por completo a contracorriente de la fuente elegida y de su organización retórica, como ejerciendo una violencia visible y desmontando la idea de parodia. No extrae una enseñanza o la invierte, sino que se niega a la inversión misma. Al aludir a la fábula para anularla la carta de Pichón Garay dibuja un símbolo que permite imaginar de qué modo ensayó aquí Saer aquel procedimiento de innovación constante que describiera, respecto del conjunto de su obra, María Teresa Gramuglio. Esta «forma negra sin razón repetida» logra así la metáfora más acabada para La grande.
 
a. La grande, op. cit., p. JS9-
 
Metáfora que es, al mismo tiempo, un emblema —mezcla heráldi­ca de imagen y palabra («mancha de tinta impresa en el vacío»)— de Saer escribiendo para rememorar. Quizá ese «Maître corbeau là-haut perché» sea la figura enigmática y vigilante, aterradora e inanimada, de esa pulsión dramatizada que gobierna el diseño de La grande y que obliga, más que a leer, a contemplar el texto mientras trabaja hacia «lo neutro y lo mudo», hacia la muerte.
                                                                                                       2006
 
(Del libro: Desplazamientos necesarios,
Eduner, 2020)
 
Nora Catelli
 
 
Nora Catelli nació en Rosario, en 1946. Profesora en Letras por la Universidad Nacional de Rosario y Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Desde 1975 vive en Barcelona, en cuya Universidad fue profesora de Teoría Literaria y Literatura Comparada hasta su jubilación en 2016.  Posee una extensa trayectoria en el ámbito académico y editorial, y en el de la crítica en importantes medios, entre ellos La Vanguardia y El páis, de España; y Punto de vista y Diario de poesía, de Argentina. Es autora de El espacio autobiográfico (Lumen, 1991), El tabaco que fumaba Plinio. Escenas de la traducción en España y América: relatos, leyes y reflexiones sobre los otros (en colaboración con Marietta Gargatagli, Ediciones del Serbal, 1998), Testimonios tangibles. Pasión y extinción de la lectura en la literatura moderna (XXIX Premio Anagrama de Ensayo, Anagrama, 2001), En la era de la intimidad. Seguido de El espacio autobiográfico (Beatriz Viterbo, 2007), Juan Benet. Literatura y guerra (Libros de la Resistencia, 2015), Desplazamientos necesarios. Lecturas de literatura argentina (EDUNER, 2020) y Retornos y usos de La tarea del traductor: Walter Benjamin, Paul de Man, Antoine Berman (en prensa).
 



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