Sobre La
Grande, de Juan José Saer
1. Una ecuación
La ecuación de Saer siempre fue
proustiana: rememorar para escribir. Su sustrato era
el trabajo del recuerdo que la escritura parecía exhibir, aunque en realidad mostrase
únicamente el resultado. Este, al fijarse, abolía el movimiento previo
—psíquico, filosófico o personal— y lo sustituía por una retórica reconocible
y peculiar de la frase, concebida como unidad de estilo y hasta cierto punto
ligada al modo en que Walter Benjamin describió En busca del tiempo perdido. el mundo en estado de
semejanza. La narración —novela, poesía, cuento— desplegaba las múltiples
facetas analógicas de esa mediación clásica entre creación —rememoración— y
obra —escritura—. Por eso puede hablarse de la obra de Saer; y por las mismas
razones puede decirse que Saer se pensaba como artista, término arduo de
sostener en la segunda mitad del siglo xx.
En La grande la ecuación se
invierte: Saer no parece rememorar para escribir, sino haber escrito para
rememorar. Más que al resultado, aquí asistimos al mecanismo que se pone en
marcha; asistimos a la pulsión. Por eso, además de por la evidente ausencia del
último capítulo, La grande es una novela inacabada y no puede
interpretársela desde el ángulo de las operaciones que gobernaban la obra
anterior. Lo inacabado no es sólo un dato de este texto sino que era parte de
una estética que se definía por la variación; en cada texto esa frase unitaria,
inmediatamente reconocible, era utilizada para un principio constructivo
inédito. La grande fue la última torsión del proyecto de Saer o, como
hubiese dicho María Teresa Gramuglio, fue la última manera de innovación
inesperada de ciertas constantes constructivas que él ensayaba en cada texto
como recurso para proseguir la búsqueda. ¿Cómo prosiguió Saer, en este caso, la
búsqueda? Hay que detenerse en las primeras reseñas
aparecidas desde Buenos Aires y Madrid para tratar de responder tentativamente
esta pregunta.
En octubre de 2005 señaló Beatriz Sarlo:
«El tempo de La grande es lento, casi majestuoso. Los acontecimientos
suceden de manera extensa, durante páginas y páginas. Toda narración se
sostiene sobre la elipsis, sobre la supresión de lo que habría ocurrido entre
un episodio y otro. [... ] Saer construye la peripecia para que nos sea posible
captar el tiempo y sentirlo en su densidad viscosa, así como su contradictorio
fluir». Para Sarlo, La grande, en la que «todo es incompleto, y, sin
embargo, perfecto», es una novela de la ausencia de resignación ante esa
«pulsión que nunca rinde un sentido pleno».
Un mes más tarde, en Página/12,
Carlos Gamerro observó que en La grande se combinan el tiempo del individuo
(«lineal, arbitrario e irrecuperable, en el cual todo desaparece y se pierde
para siempre; tiempo de tragedia, en fin») y el tiempo de la especie y de la
naturaleza («cíclico, natural, en el que todo vuelve transformado; tiempo de
comedia, en fin»). En Bazar Americano Miguel Dalmaroni advirtió: «Pero
no sólo los vacíos colmados a medias dibujan esa incompleta ficción de
completud. También lo hacen la espiral del argumento y un impulso más general
del relato por el que las voces de la narración y de los personajes se reúnen y
se contentan, casi al unísono, en una apacible composición con el mundo que
lleva al sosiego, intensamente conciliatoria incluso en sus momentos más
irónicos: feliz».
Por fin, en Insula Jorge Monteleone
señaló que había que «explorar el último texto de Saer en un vínculo cierto con
la existencia» y observó, matizando quizá indirectamente la observación de
Miguel Dalmaroni respecto de la «incompleta ficción de completud», que La
grande es «tan autosuficiente y tan poco tributaria de la concatenación
causalista de la trama» que el final del capítulo 6, con la escena en que la
silueta de un alma en pena que se levanta entre los árboles y sobre la bruma
resulta ser una bolsa de plástico del supermercado, y la solitaria frase del capítulo
7 («Río abajo»), «Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del
vino», producen «un raro efecto de completud». Y concluye: «La escritura de La
grande es literalmente una agonía literaria en el sentido etimològico del término:
una lucha, una pelea,
menos contra la muerte que contra el tiempo».a
Ausencia de resignación ante esa pulsión que no entrega su sentido (Sarlo); tiempo de la especie y de la naturaleza (Gamerro); apacible composición feliz (Dalmaroni); vínculo
cierto con la existencia y raro efecto de completud (Monteleone); es evidente
que la lectura que todos comparten, a pesar incluso de lo agónico, testimonia
una fuerte impresión de realidad palpable y en proceso, de totalidad evocada y
vivida en la evocación cuya mediación —no su fin— es la escritura. No hay
ninguna otra novela de Saer que produzca tal sensación de asistir al presente
de la escritura, de estar ante el acto de la creación más que ante el objeto
que de esta resulta. Esta ferocidad de lo pulsional no destilado sino arrojado
a la escena hace pensar en la propuesta de Cleanth Brooks, uno de los New Critics norteamericanos, que sugería leer la
poesía como si fuese un drama, como si el conflicto formal fuese la propia
tragedia del poema, canalizada por las voces —personificaciones— que lo
encarnan.
2. A la manera de un teatro
Leer La grande dramáticamente, a la
manera de Brooks, supone
asistir al modo en que el texto actúa no sólo sobre la obra anterior de Saer
sino también -tal vez sea esta la torsión nueva- sobre la materia del recuerdo.
Es decir, observando la actividad misma de rememorar no sólo en la posición
autobiográfica sino en el cruce tenso con las ficciones anteriores. Saer parece
aquí rememorar a partir de dos clases de materiales: el primero es su propio
derrotero personal; el segundo es su propia obra, leída con una cercanía que la
transforma casi en experiencia vivida.
a.
Cito de: Beatriz Sarlo, «El tiempo inagotable», La Nación, Buenos Aires,
2 de octubre de 2005; Carlos Gamerro, «Una semana en la vida», Radar,/Libros,
Páeina/12, 27 de
noviembre de 2005; Miguel Dalmaroni, «La vuelta incomp eta (una pintura)», www.bazaramericano.com; Jorge
Monteleone, «Lo postumo: Juan José Saer y Lo grande», ínsula, n.° 711,
Madrid, marzo de 2006.
El material primero es palpablemente visible,
facetado en múltiples personajes y edades, en la irrupción de los retratos de
familia, la infancia y la pubertad, la iniciación sexual, el detallado recuento
de encuentros amorosos y quizá también en la compasiva contemplación de la
decadencia, que surge como referencia inmediata pero que esconde un juego de
alusiones literarias enteramente clásico. El material segundo la propia obra—
es la reaparición de Gutiérrez, que emerge, como ya han señalado otros
críticos, de «Tango del viudo» (1957) y tal vez también, al menos en la
reviviscencia ritual, aunque sin nombre, de «Algo se aproxima» (1960), último cuento del mismo volumen, En
la zona* Un ejemplo insuperable de tal cruce de materiales está en la
figura adelgazada y atónita de Leonor. Ella es el motor del amor de Gutiérrez
el retornado; es citada a lo largo de la novela y está en el centro de las tres
generaciones de La grande. Aún más. Será al final el motivo, casi
paródicamente stilnovista, de la epifanía del recuerdo en la penúltima jornada, «El colibrí» :
«¡Los dos
primeros sin sacarla!», piensa Gutiérrez en el momento de despertar, aunque
han pasado más de treinta años desde aquel amanecer de verano, tan semejante a
este en el que acaba de abrir los ojos, cuando durmió por primera y última vez
con Leonor desnuda a su lado, porque todas las otras veces que se vieron fue
siempre a la tarde, la parte del día propicia al adulterio. Pero no hay orgullo
viril ni jactancia en su pensamiento, sino alegria incrédula, fervor retrospectivo, gratitud. A partir de ese domingo
ardiente y lejano, un poco irreal también a causa del calor excesivo, de la
multiplicidad de sensaciones hasta entonces desconocidas para él, de la falta
de sueño y del cansancio, hasta este amanecer apacible de abril, casi tan
caluroso como el otro, Gutiérrez está convencido de que su vida empezó esa
noche y terminó unas semanas más tarde, cuando tomó el colectivo de Buenos
Aires y desapareció de la ciudad. Piensa que le debe eso a Leonor, y está
a. Juan José Saer, En la zona (1957-1960), Castellví,
Santa Fe, i960. Incluido en Cuentos completos (1957-2000),
Seix Barrai, Buenos Aires, 1001.
dispuesto a
pagar hasta el fin esa deuda infinita: te dan setenta años para que vivas
unas horas, unos minutos, y después no hay nada más que hacer con el resto; es
tiempo gastado en vano.a
Después de la epifanía viene la caída —La grande es una novela de la caída aunque también de la redención—. Por eso asistimos al impalpable pago de esa «deuda infinita», que Gutiérrez —y el texto cumplen, a través de la mirada de Nula, cuando Leonor vuelve treinta años después:
Nula se
asombra otra vez [... ] de la fragilidad que emana del cuerpo de Leonor, sus
bracitos y piernas, flacos y renegridos por el sol y por las lámparas de
broncear, el rostro estragado, como probablemente también los pechos y las
nalgas, por cirugías tan inútiles como repetidas, el pelo teñido de un tinte
rojizo, el labio superior inflado por una inyección de silicona; los dedos
esqueléticos y casi negros están cubiertos de anillos, las muñecas, de
pulseras, y varios collares de fantasía intentan disimular las arrugas
recalcitrantes del cuello. Y sin embargo, a pesar de esa impresión de
fragilidad, Leonor se desplaza con pasos ágiles, como indiferente a lo que la
rodea... b
Imposible no pensar en la Vita nuova, «Ella si va, sentendosi laudare»,
al leer: «se desplaza con pasos ágiles, como indiferente a lo que la rodea...
».
3. El cuervo
Esta leve
incrustación dantesca permite subrayar otra de las formas de dramatización de La
grande: la patente veneración de la gran tradición, que aquí sufre un giro
inesperado y enérgico. Aparentemente esta veneración constituye el mecanismo
imaginario
a.
Juan José Saer, La grande, Seix Barrai, Buenos
Aires, 2005, p. 379.
b.
Ibid., pp.
392-393-
de la extensa satira del precisionismo, que
tendemos a vincular con la recurrente fascinación saeriana por los fastos falsos de glorias poéticas
provincianas, que, como suelen observar sus críticos, a nadie divertían tanto
como a él; de ellas había hecho ya el núcleo de Lo imborrable. Pero esos
fastos falsos corren paralelos a celebraciones canónicas.
Saer siempre utilizó seriamente la
tradición literaria, desde la inicial veneración por
Raymond Chandler u Oscar Wilde hasta el soldado viejo y el soldado joven ante
los muros de Troya, la poesía clásica castellana, Sófocles, o la delicadísima
manipulación del procedimiento narrativo de El banquete platónico en Glosa.
Durante una conferencia —en Barcelona en 2002— un estudiante le preguntó cómo
se le había ocurrido el dispositivo de Glosa y le contestó: «en
realidad, se lo tome prestado a Platón». La irónica observación mostraba, a
pesar de su carácter casual, la lucidez crítica y anticonvencional con que
Saer usaba los clásicos: como reserva de recursos narrativos infinitamente
dinámica. En El banquete, Apolodoro se encuentra con Glaucón, según van
subiendo a la ciudad desde el puerto, y le pide que le cuente cómo ha sido el
banquete recién celebrado y cuáles fueron los discursos sobre el amor de Alcibiades, Socrates y el resto. Pero Glaucon le dice no sólo que
él no estuvo allí sino que el banquete se celebró hace mucho tiempo,
aunque podrá recomponer, a partir de las versiones que conoce —también
indirectas— lo que sabe de tan señalada ocasión. Y caminando hacia la ciudad
tiene lugar el relato; Glosa despliega magistralmente el movimiento, el
paseo, y la doble inestabilidad —tanto en lo indirecto de las versiones como en
la poca fiabilidad temporal— que le ofrecía El banquete.
Lo mismo sucedía con los barrenderos de la
Place Vendóme en «Traoré», un
cuento extraordinario de Lugar (2000), donde se alegoriza el mecanismo
universal de la narración a través del relato —indirecto, de un barrendero al
otro— de una guerra arcaica. El cuento termina con un movimiento de elevación,
de iluminación, de revelación; de epifanía antilírica:
Aun
si el silencio del otro, que dura desde hace unos pocos segundos, significa
que ha concluido, flota entre ellos todavía una especie de indecisión, de
incertidumbre, de antítesis complementaria que, en lugar de separarlos, parece
haberlos transformado en una pareja antagónica pero de la cual ninguno de los
miembros podría existir separadamente. O tal vez no sea para nada asi, y habría
que ahondar mucho tiempo para llegar a saber algo sobre ellos. Una sola cosa es
segura: la Place Vendóme, con su ministerio y sus negocios de lujo, sus
diamantes, sus grandes marcas internacionales, sus dividendos bursátiles, y
sus millonarios de antigua y de fresca data, no tiene, para los dos hombres
inmóviles que no logran cruzar la mirada, más valor y sobre todo más existencia
que un montoncito inadvertido de inmundicia en las junturas del empedrado.
Cualquiera de los dos podría de pronto inclinarse distraídamente y, empujándolo
con dos o tres movimientos suaves de la escoba, recogerlo en la palita de metal y después, pensando ya en otra
cosa, volcarlo en el tarro de la basura.a
Tras todas estas brillantes
manipulaciones, ¿qué agrega La grande al tratamiento de la gran
tradición? ¿Cuál es su giro? Hay más de uno, y muchas de sus claves han
aparecido ya en los críticos que han escrito sobre la novela. Cabe mencionar
una especialmente elocuente, casi al final de la novela: el contenido del
portafolio de Tomatis.
El
portafolio constituye una suerte de alegoría saeriana de sí mismo —como el
soneto mallarmeano—. Contiene una carpeta malva con un fragmento sobre el
precisionismo, un artículo de La Región con una foto de los miembros del
movimiento en La Giralda, un regalo para su hermana de Santa Fe y un alfajor de
los que dan en los colectivos que hacen el trayecto entre Rosario y Santa Fe.
Y al lado del alfajor, el librito de Hujalvo, regalo de Pichón Garay, con el tema
recurrente de la mariposa —cuya importancia
ha señalado Monteleone—. Por último, la carta de Pichón que acompañaba el envío
y allí inserta «una vaga parodia de La Fontaine» :
a. Cuentos completos, op. cit.,
pp. 41-42.
Maître
corbeau là-haut perché
rien
de bon n’annonçait,
ni
d’ailleurs, rien de mauvais.
Il
se tenait là-haut, neutre et muet.
Aucun
présage ne l’habitait.
Aussi
extérieur que l’arbre, le soleil, la forêt.
Et
aussi privé de sens que de secret:
forme
noire sans raison répétée
tache d’encre dans le vide imprimée.
Maître
corbeau là-haut perché.a
En realidad el cuervo de La grande
de Pichón Garay no conserva casi
nada de la fábula, en la que el
pájaro es engañado por la astuta zorra. Saer suprime, de hecho, la presencia del interlocutor que, al halagarla, obliga a ceder su alimento al
ave. El cuervo de Saer no es ave de presagios, ni de diálogos, sino terca
existencia ominosa, que no anuncia nada, ni bueno ni malo, «neutro y mudo». Es
una cosa, «tan exterior como el árbol, el sol y el bosque», «tan privada de sentido
como de secreto»; una «mancha de tinta impresa en el vacío».
Esta «vaga parodia» trastorna los
mecanismos que Saer había utilizado siempre en su relación con la tradición
literaria. No sólo es un recurso —después de todo, la parodia es estrictamente
un recurso verbal hasta cierto punto especular— sino un proceso de simbolización,
lo cual supone la aspiración a una clave motivada y a la vez inmanente. El
cuervo de Saer va por completo a contracorriente de la fuente elegida y de su
organización retórica, como ejerciendo una violencia visible y desmontando la
idea de parodia. No extrae una enseñanza o la invierte, sino que se niega a la
inversión misma. Al aludir a la fábula para anularla la carta de Pichón Garay dibuja un
símbolo que permite imaginar de qué modo ensayó aquí Saer aquel procedimiento
de innovación constante que describiera, respecto del conjunto de su obra,
María Teresa Gramuglio. Esta «forma negra sin razón repetida» logra así la
metáfora más acabada para La grande.
a. La grande,
op. cit., p. JS9-
Metáfora que es, al mismo tiempo, un emblema —mezcla heráldica
de imagen y palabra («mancha de tinta impresa en el vacío»)— de Saer
escribiendo para rememorar. Quizá ese «Maître corbeau
là-haut perché» sea la figura enigmática y
vigilante, aterradora e inanimada, de esa pulsión dramatizada que gobierna el
diseño de La grande y que obliga, más que a leer, a contemplar el texto
mientras trabaja hacia «lo neutro y lo mudo», hacia la muerte.
2006
(Del libro:
Desplazamientos necesarios, Eduner, 2020) Nora Catelli
Nora Catelli nació en Rosario, en 1946. Profesora en Letras
por la Universidad Nacional de Rosario y Doctora en Filología Hispánica por la
Universidad de Barcelona. Desde 1975 vive en Barcelona, en cuya Universidad fue
profesora de Teoría Literaria y Literatura Comparada hasta su jubilación en
2016. Posee una extensa trayectoria en
el ámbito académico y editorial, y en el de la crítica en importantes medios,
entre ellos La Vanguardia y El páis, de España; y Punto de vista y Diario de
poesía, de Argentina. Es autora de El espacio autobiográfico (Lumen, 1991), El
tabaco que fumaba Plinio. Escenas de la traducción en España y América:
relatos, leyes y reflexiones sobre los otros (en colaboración con Marietta
Gargatagli, Ediciones del Serbal, 1998), Testimonios tangibles. Pasión y
extinción de la lectura en la literatura moderna (XXIX Premio Anagrama de
Ensayo, Anagrama, 2001), En la era de la intimidad. Seguido de El espacio
autobiográfico (Beatriz Viterbo, 2007), Juan Benet. Literatura y guerra (Libros
de la Resistencia, 2015), Desplazamientos necesarios. Lecturas de literatura
argentina (EDUNER, 2020) y Retornos y usos de La tarea del traductor: Walter
Benjamin, Paul de Man, Antoine Berman (en prensa).
(Del libro:
Desplazamientos necesarios,
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