El hombre que siembra está sentado sobre un escalón
estira el brazo, toca el suelo, acerca la mano a su nariz
siente el olor húmedo de la tierra.
En cada planta hay una idea de las cosas.
Por cada planta un hombre que siembra.
Las semillas deben estar enterradas
a una profundidad del doble de su tamaño.
De no ser así, puede que la planta no cumpla
con todo lo que esperamos haga.
El hombre que siembra, a esto lo tiene bien clarito,
y cada vez que se equivoca se castiga con baños de agua fría.
El hombre que siembra
rompe en su mano las piedras de tierra seca
formadas por el exceso de sal, de sodio.
Y a ese polvo lo mezcla con uno más húmedo y sedimentado.
De este modo la tierra nunca se pierde, nunca está maldita:
el único desierto es el de uno y su clase.
El hombre que siembra tiene un cuaderno
donde cuenta lo que le rodea.
"Hoy encontré el sauce
quemado. Pensamos que por un vaso de whisky.
Le hice una poda de ramas y brotes muertos,
removí y cambié su tierra; lavé sus raíces con jabón blanco.
El sauce sabrá cómo continúan sus días,
sus nuevas cicatrices y su fuerza que duerme
deberán significar un nuevo aprendizaje
en este punto donde el tiempo ha detenido el crecimiento".
El hombre que siembra camina por los viveros
recordando la temperatura del metal a la intemperie.
Matas altas, follajes verdes.
Con los brazos cruzados en la espalda
mira la líneas de las figuras sobre las hojas.
Las plantas vistas de cerca
no parecen plantas.
El hombre que siembra observa las flores de su balcón
atacadas por una peste estacional.
En el edificio de enfrente sus vecinos discuten
por una llamada perdida.
La peste forma colonias en los rincones del tallo
contra la hoja. Después pone huevos. Después
descansa. Cuando revientan los huevos la planta muere
y se mudan a la próxima.
El hombre que siembra sale a caminar cada vez que llueve.
Calcula los años de los árboles
que están en la vereda y escribe su edad sobre el cordón
con un pedazo de ladrillo.
Después vuelve a pasar y corrobora.
A veces tacha el número viejo y a su lado escribe el nuevo,
a veces le suma un dos, un tres en las unidades.
Cuando llueve es más fácil saber la edad de los árboles
porque brilla su corteza.
El hombre que siembra mira a su mujer mientras duerme.
Imagina que es una planta y la puede arreglar.
Cambiar la tierra, regar, cortar las ramas secas.
Después camina a su cuarto, se acuesta y reza:
"Esta es mi pala. Hay muchas como ella, pero esta es la mía.
Mi pala es mi mejor amiga. Es mi vida.
Debo dominarla como domino mi vida,
Sin mí la pala es inútil. Sin la pala yo soy inútil.
Debo enterrarla con precisión.
Debo enterrarla mejor que los que quieren mi trabajo.
Debo enterrarla antes de que ellos lo hagan.
Lo voy a hacer. Amén".
Después de rezar, se queda unos minutos
solo con su memoria, que le enseña un pueblo
a la siesta, con los troncos de sus árboles pintados de blanco.
Y él camina entre unos largos eucaliptos
que delinean un camino de tierra.
El hombre que siembra se arrodilla.
Apoya una mano sobre el suelo, la cierra
y levanta un puñado de tierra que lleva
hasta su cara y huele.
Carlos Godoy
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