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Al invierno siguiente aparecieron
en la casa las rampas y las agarraderas. Sobre las ruedas
de goma viajó el tiempo hacia un lugar
donde las sillas ya no sostenían su cuerpo.
Una tarde llegué, después de viajar atravesando
el campo hacia adentro
corno si viajara al centro de un anillo y la encontré
a mí abuela translúcida, dijo:
La sala de esta casa se parece
tanto a la nuestra. Las mismas
lámparas de lectura, el cuadro igual
donde pastan los ciervos amarillos.
Era nuestra casa pero ella
que viajaba al interior de su mente se alejó
por un camino doble en el que mantuvimos
una vez y otra la misma
conversación- Mi abuelo
la levantó de su silla
de ruedas y la sentó en el auto.
Todo el camino al pueblo en un auto
nuevo con la calefacción muy fuerte pero igual
no pudimos disipar el frío
de la peregrinación al baño en la que descubrí
una cantidad escandalosa de implementos
ortopédicos nuevos.
Mi abuela se durmió, todo
el tiempo se caía sobre mi hombro.
Pasamos por un vivero, ella miró
las flores con la cara de la que había sido.
En los canteros había removido,
durante años,
la tierra para los secretos bajo los cuales
ahora escondíamos nuestra vergüenza.
La bajé sosteniéndola con los dos brazos.
Era de cristal su cuerpo
que se achicaba más y más
en el lapso que separaba una de otra las visitas.
Un chico desde adentro me vio, salió a ayudarme.
En la vereda los desconocidos nos miraban pero yo
sabía que la prudencia
nos protegía con una armadura de coraje.
Ella encargó cien plantines para una primavera
que no empezó nunca. Yo negué
con la cabeza tres veces para que el florista
supiera que mi abuela
viajaba al interior de su propia mente:
ahí, donde siempre había señoras que reían
en la sala mientras en la cocina
las burbujas de las teteras evaporaban el sentido.
En cambio le compré
una maceta con flores rojas y le dije
que las demás eran tantas que iban
a enviarlas en un camión más tarde. El mismo
chico que me había ayudado antes la tomó
por debajo del brazo y, como si hiciera
palanca para abrir una puerta, la llevó al coche.
En el camino pasamos a dejarle las flores
a su mejor amiga y esa fue
la última vez que mi abuela y yo paseamos en auto.
AGUADA
Durante una inundación, los más fuertes
se reúnen arriba de un árbol.
Con el agua en todas partes, la familia en el techo.
Hacer un barco de la pata de la cama. Una vela de sábana.
La primera solución es trepar. Trasparentes,
padres, abuelos y embarazos.
Los niños en el techo chupando
su ración de hueso preguntan
¿Dónde estará el sol? Y fosforecen.
Otros florecen además. Niños trasparentes nacen bajo la lluvia.
La partera a nado
asiste a las madres sin dar abasto. Un perro la sigue.
Los más chicos sacan la lengua y beben la lluvia.
Muchas gotas es varón, entonces eligen un nombre.
Cuando la mitad del cielo es la mitad del cielo y la mitad
de la tierra la mitad, alguno
traza con una piola la línea y dice: este es
el horizonte.
Lo que queda, de mi mitad para tener,
es un corral de cardos y dos
animales flacos no dan para comer.
Al octavo día es difícil
encontrar suficiente paja
donde posar el ojo. El agua
una ola chata solamente
se crispa cuando cae una gota.
Por eso, cuando la lluvia es dura
cortina de agua la superficie
del campo una tormenta marina.
Todo sucede por derivación:
Si madre permite me baño
la cara de lluvia al cielo y si no pasa
cuando caiga otro hermano con nombre
pesado de gota entonces
ahueco un coco para hacerle una cuna.
Valeria Meiller
Valeria Meiller. Poeta argentina, nacida en 1985 en Azul, Provincia de Buenos Aires. Estudia Letras en la UBA. Es autora de El Recreo (2010) y coautora de Prueba de Soledad en el paisaje (2011). Ese libro resultó de una residencia en Estación Pringles para la que fue elegida por Arturo Carrera, Daniel Link y Támara Kamenszain. Es docente y traductora. Dicta talleres literarios y escribe sobre literatura en las revistas Ñ y Pul. Actuaímente, dedica la mayor parte su tiempo a trabajar en Dakota junto a Lucas Mertehikian.Textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Argentina, España y distintos países de Latinoamérica.
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