Estoy frente a ella como ante una orilla
o un lugar límite donde uno se sienta a pensar.
Sobre la tortuga,
la inacabable e inútil agilidad de los monos
que derrochan sus cuerpos
entre las ramas de un árbol, como ellos, enjaulado.
Las tortugas viven impasibles
y aparentemente
sin soñar vuelos ni arranques elásticos
del cuerpo
o del espíritu.
Y entonces prejuiciamos
que a las pobres no les está permitida la pasión
y sus euforias.
Sin embargo, llegado su tiempo de celo,
que no tiene cantos ni danzas,
las siete carnes míticas que guarda su caparazón
se encienden en silencio.
Y cuando macho y hembra
se encuentran, uno ya precipitado en el otro,
un ansia extrema
los inmoviliza,
y gozan sin meneo.
Teníamos igual fijeza, amor mío,
en el momento de nuestra pasión más alta:
el pez dorado
en el río inmóvil, la quietud
que avanza, el estado de gracia
en la caída del suicida, cállate
porque no había palabras.
José Watanabe (Perú, Laredo, 1945- Lima, 2007)
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