III
Cualquier palabra guarda silencio
contra la pared donde se apoya el brazo
que ciñe la desconsolada frente:
el revoque caído descubre un rostro antes oculto,
desencajado ahora, polvoriento,
pero que en la palma de las manos deja huellas
donde aún palpita el ser amado,
como un trabajo, tenaz, como una verdad, irrepetible.
VI
El búho pregunta en el corazón del bosque
por la sombra rojiza del ciruelo,
por el milagro en el aire
donde reposa tu presencia,
y la huella del sol
amanece
bajo los párpados dormidos.
VII
"El corazón del bosque", dije,
recostando mí cabeza sobre tu pecho
como si, por un momento,
todo fuese para siempre,
hasta el sol astillado entre las ramas,
ardiente en los pajonales temblorosos,
terrible en el incendio de las aguas.
VIII
Ante tus propios ojos
mis palabras aprenden del silencio,
y todo gesto, que siempre es pasajero,
se vuelve polvoriento, humilde, irreversible,
excepto ese cielo rojo, rojo,
que desfallece al exaltarse,
como el pan en el hambre,
como cuerpo con cuerpo
a la intemperie de sí mismos.
X
Corrientes que reflejan
los prontos vuelos de las garzas en octubre,
sauces que se asoman entre nubes
a la morosidad de sus ramas
curvadas hasta hundirse
en el espejo del agua:
así nos recorremos,
como ríos de llanura indiferentes
a ese cielo donde ya tiembla,
inabarcable, el mar.
XII
Hojas como alas
en el viento,
sorprendidas
por el temblor de la sangre,
íntimos ríos
que llevamos y nos llevan
al encuentro de nosotros,
como un pálpito
en el eco sostenido del silencio.
XIV
Aunque ya sabes que nunca se vuelve, vuelve a casa,
acepta la pequeña mentira como un guiño
antes de que el invierno te sorprenda
bajo un árbol de ramas despojadas:
acá se acaba el bosque,
el que creció en tus sueños
aun antes de que tus manos rozaran la corteza:
la llanura que se extiende ante tus ojos
como un mar envuelto en luminosa niebla
no tiene por qué ser el desamparo
que se abraza a tus huesos:
todo ha sido un juego de niños,
donde las reglas eran
inocentes trampas consentidas.
XVI
Esta es la danza
de los cuerpos que desbordan
el cauce de las manos
y rozan
el goce regalado entre nosotros,
como si lloviera sobre el mar
la tenue luz de la mañana.
XX
De qué rama, por fin, de qué savia
crecen y se estremecen,
en el aire de qué madera
los amantes que navegan
y hacia qué playa
los cuerpos como huellas
se celebran en la arena,
heridos de sol al mediodía,
del deseo de qué mar, siempre de viaje
y nunca, aun si la muerte, nunca
de regreso, nunca.
XXXII
Llegará el día en que la sola palabra pan
saciará como una sola sílaba
sacia para siempre los labios en silencio,
pero no será por el atajo más fácil,
el de la muerte,
cuya ausencia es insaciable,
sino por la palabra crujiente,
exactamente repartida,
tibia aún,
de boca en boca.
XXXIII
Todo poema es una despedida
y un saludo.
Acaso la vida no repare
en la nimiedad de las palabras
con que el silencio querría,
por una única vez,
ser sólo silencio,
como este río inmóvil
bajo un aura leve de espejos temblorosos.
¿Por qué nos preguntamos por qué
si cualquier piedra arrojada contra el agua
da en el centro mismo de ondas infinitas?
XXXIV
No otra copa
sino la boca,
no la sed
sino los labios,
sino la lengua,
sino el grito,
palabra tras palabra,
y como en unción las manos,
la única plegaria
que celebramos
de la vida que se derrama
y nos desborda.
Alberto Szpunberg (Argentina, Buenos Aires, 1940)
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