Una media luna marca la uña en el ombligo del amante que regresa.
En la pared botellas rotas para que no pasen los gatos.
El sol destiñe los colores secundarios; lagartijas de piel
transparente al tacto se apuran.
De las casas sale olor a sopa. Pasa por abajo de las mecedoras
en la ventana una línea de luz.
Gajos raídos de sombrillas con palmeras cubren las caras de los comerciantes.
Los dientes forman la línea de joyas donde se juntan los muslos.
El amante de pasión intensa debe proceder. Compacta
como un buñuelito de frijol se espera. Extiende hacia mí la aureola
aceitosa de la servilleta entre la multitud de la avenida.
Me abro paso en el calor de los demás, mientras mastico.
Gajos de sombrilla arratonada al sol.
Cinco marcas con las uñas cerca del pezón.
Como un salto de animal el cielo gris plomo se dispara.
Una luna afilada agudiza la presión.
No se puede decir con certeza cuántas clases de señales existen.
Para rememorar el amor se imprimen en las partes secretas de mujeres casadas.
Una flor de loto azul Caribe en la cadera. El mordisco que produce la hinchazón.
Un tajo en el vestido regateado después de la lluvia, los pasos que me anuncian en la plaza.
El extranjero siente respeto ante una mujer con los senos arañados.
Ejerce una influencia en el ánimo llevarlos al descubierto,
como las princesas de sangre real pintadas en las tumbas.
Señales casi borradas reanudan la imagen anterior. El vuelo del tapado,
esa mañana en el entierro. Se miraban detrás de anteojos negros,
las señoras, antes de subir a los autos. Pasando cerquita del farol veo
la sombra de mis zapatos. Un punto corrido en la media.
Salvo el labio superior todo puede besarse.
La nube quebrada, con intervalos rojizos, como un mordisco de jabalí.
El tajo en el vestido revela un triángulo de piel sobre el encaje.
Bajo el farol las lagartijas acechan insectos.
Corta el aire un silbido, pasan hombres de bigotes tarareando cumbias.
Un amor producto de la variedad de medios. Esta algarabía que decrece.
No pretende orden ni momento fijo. La tensión se demora.
Alguien mira el rostro del amante dormido.
Ruido de fichas de dominó, desde la calle.
Un mar sin una sola ola se deshace, atrás, los alcatraces flotan.
Si el amante llega a altas horas da el beso que despierta.
La chica de los caramelos convida a los mariachis.
Se escucha sobre el adoquín el trote del caballo, se pierde
el canto triste del cochero. Sobre un vidrio triangular maúlla un gato.
Una puede simular que duerme, o que tiene los ojos colorados por la sal.
Como la viuda de un actor. Fácil de conquistar resulta la mujer
no respetada por otras que la igualan en rango o en belleza.
La del sombrero se hace morder un adorno en la oreja,
quedan botellas vacías de ron abajo de las sillas.
La rumba termina, se escarba la nariz el celador.
Una unión suspendida. Contra la pared los amantes
imitan el movimiento animal. Blusas fucsias y amarillas,
virgencitas que brillan a oscuras, patas de cangrejo.
Sobre el estómago, contraídas.
A la luz del nuevo día se liberan del embrujo. El maquillaje
corrido, la opresión del jean elastizado. El silencio
en los andamios comidos por la sal tras la muerte de un obrero.
La calle caliente. Achiote para el almuerzo que bulle en la cacerola.
Un pellizco moderado, para cerciorar que no sueña. Por Getsemaní
luces amarillentas, faroles que titilan. Cortinas de metal de talleres cerrados.
El muelle infectado por las risas de mujeres ebrias, destinadas a llamar
la atención de los maridos. Ojeras de trasnochada en la palidez
de la extranjera. Triangulito de tanga verde flúo en el balcón.
Sin mirarse uno al otro irán por separado al baño.
Frases espontáneas en la puerta, con birome. Las rodillas
sosteniendo la bombacha estirada. Desde el lavamanos el recorte
de los pies torcidos. Los altos decibeles del contexto encapsulados.
Queda en el ambiente, dulce, la colonia.
El amor excesivo puede provocar a largo plazo la caída del cabello o la misantropía.
En el centro la lluvia dispersa a las personas.
Sacuden con estruendos la carrocería los caballos piel y hueso, desbocados.
Una película incolora protege las ventanas. La procesión deja marcas en la arena.
La luna llena de una canción mejicana. La muchacha corrige ese defecto.
Se involucra. Quizás exagerada la trama para el clima.
El dedo con saliva no reactiva la fluidez.
Si no existieran marcas una no sabría si conoció el amor.
Se concentra en el estribillo tarareado a la noche en la cocina.
Una niña mestiza que amamanta en la ventana mira sin expresión hacia la calle.
Los detalles se imponen con fatalidad en un sueño de un minuto
en un prostíbulo de Olaya. Esa nuca despejada por donde el aliento trepa.
Un poco de tinta china para ahuyentar reptiles.
En la atmósfera espesa la ciudad se destiñe a la altura de las farolas.
Por la calle una situación incómoda entre una mujer, su marido y el florista.
En la whiskería aplauden el menear de la morocha.
Las casas abiertas muestran señoras hamacándose frente a televisores.
Requerida por todos para que distribuya sus favores, se sienta
en las rodillas del hombre que acaba de echar una moneda en la rockola.
Llegó un barco. Bajo el cartel luminoso de Banana’s militares con fusil
se ríen fuerte, pisan los vasos vacíos.
Niñas de mala salud rondan el tufo agrio de las camisas.
Fácilmente puede ganarse la vida la mujer que sabe utilizar sus armas. Una onda expansiva en las cocinas de las casas, gente por la mitad en imágenes vía aérea. El Piel Roja consumiéndose en el cenicero de la desmovilizada. Un flash informativo en medio del culebrón.
Únicamente la pasión regula los actos de los protagonistas.
Unas tijeras mal dirigidas dejarían ciega a la joven.
Pueden contemplar el golpe que salpica en la escollera.
Emitir el sonido adecuado al dolor de una piedrita en la sandalia.
O acariciar un hombro con una hoja de palma de manera que la piel no la distinga.
Princesas obscenas, retratadas con arsénico rojo en los muros.
Tiemblan al oír los pasos del que entra al palacio en penumbras.
Una mulata despacha bolsas de mil a dos rubias que extienden las manos.
Como el oráculo que se consulta por precaución o por hábito el cafetero circunda la ventana.
El arte de adivinar el carácter de un hombre a partir de los rasgos o el color de la camisa.
Las voces pícaras llegan desde la bahía hasta el puente. Nadie puede resistir el encanto
en un escenario que tiende al declive.
Nunca lo despertará mientras duerma.
Una repentina languidez corromperá la casa.
Sueña cogollos de palma, largos viajes en mula, rutas hipnóticas.
Brujas livianas que huyen de los buscapiés.
(Fragmentos)
Andrea López Kosak (Bahía Blanca, Provincia de Bs.As., 1976)
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