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Estamos en
1957. Me encuentro en casa, durante las vacaciones de la facultad de Bellas
Artes, sentado frente a mi madre en el salón. Hablamos de mi futuro. Mi madre
considera que he elegido un oficio difícil. Tendré que luchar en la sombra, y
puede que pasen muchos años hasta que alcance algún reconocimiento; y ni aún
entonces es seguro que pueda ganarme la vida ni mantener una familia. Mi madre
piensa que sería más inteligente que me hiciera abogado o médico. Justo en ese
momento le digo que, aunque acabo de empezar Bellas Artes, lo que de verdad me
interesa es la poesía. “Pero entonces jamás podrás ganarte la vida”, me dice. A
mi madre le preocupa que yo pueda sufrir innecesariamente. Le explico que los
placeres que es capaz de proporcionar la poesía son muy superiores a los del
dinero o la estabilidad. Le propongo leerle algunos de mis poemas favoritos de
Wallace Stevens. Comienzo por “La idea de orden en Key West”. Al poco, sus ojos
se cierran y su cabeza se vence hacia un lado. Mi madre se ha dormido en el
sillón.
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No pretendo
burlarme de mi madre. Su incapacidad para responder como me hubiese gustado
es, en realidad, la que padece casi todo el mundo. Escuchar un poema leído,
igual que leerlo, no se parece a ningún otro tipo de contacto con el lenguaje.
Nada nos prepara para la poesía. Mi madre era lectora de novelas y libros de no
ficción en general. Creo que hablaba con comprensión y juicio acerca de lo que
leía. Pero, ¿en qué se diferencia la poesía de las lecturas a las que estaba
acostumbrada? Lo primero que acude a la mente es que el poema suele tener como
único contexto la voz del poeta: una voz que no se dirige a nadie en
particular, y que carece del apoyo de una situación o de unas situaciones
generadas por las palabras o las acciones de otros; apoyo que sí posee una obra
de ficción. El poema suscita su propio sentido, no el sentido del mundo. Se
inventa a sí mismo: su propia necesidad o urgencia, su tono, su mezcla de
significado y sonido, están en la voz del poeta. En este aislamiento engendra
su autoridad. Una novela, para resultar creíble, ha de tener aspectos en común
con nuestro mundo. Sus personajes deben actuar de un modo que reconozcamos
como humano, y deben hacerlo en lugares creíbles y con objetos creíbles. Si
estamos mejor preparados para leer ficción es porque la mayor parte de lo que
se dice ya lo sabemos. En un poema, por el contrario, la mayor parte de lo que
se dice no se sabe, o es desconocido. El mundo de las cosas o de las experiencias
que pudieron originar el poema suele estar diluido en el trasfondo. Es como si
el poema reemplazara ese mundo para establecer su propio dominio, afirmándose a
sí mismo sobre el mundo, extrañamente.
Lo que se
conoce de un poema es su lenguaje, es decir, las palabras que usa. Solo que en
un poema estas palabras parecen distintas. Resultan raras hasta las más
familiares. En un poema cada palabra es importante, su intensidad es máxima,
por lo que goza de un peso que rara vez adquiere en la ficción. (Hay excepciones
notables en las obras de Joyce, Beckett y Virginia Woolf). En una novela, las
palabras se encuentran subordinadas a las grandes porciones de acción o
caracterización que hacen avanzar la trama. En un poema, las palabras son la
acción. Por eso un poema se impone de inmediato -en una o dos líneas-, y por
eso un lector asiduo de poesía puede discernir al momento si un poema tiene
autoridad. De una novela, en cambio, sería difícil saber mucho con leer tan
solo su primera frase. Por lo general le concedemos una docena de páginas, o
más, para juzgar si merece nuestra atención. Y nuestra atención la capta,
paradójicamente, cuando su lenguaje casi desaparece entre los acontecimientos
que genera. Leemos con más comodidad una novela cuando su lenguaje no nos
distrae. Lo que deseamos al leer una novela es avanzar. Un poema opera justo al
contrario. Incita a la lentitud, nos conmina a saborear cada palabra. Es en el
poema donde se hace más palpable el poder del lenguaje. Pero en una cultura que
fomenta la lectura rápida, la comida rápida, los informativos de diez segundos
y otras formas veloces de absorción, ¿quién quiere algo que exige ir más lento?
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La lectura
de no ficción no prepara mejor para la poesía que la lectura de ficción. Mis
padres eran ambos lectores de no ficción; buscaban información no solo para
instruirse, sino también para sentir que tenían control sobre un mundo en el
que contaban poco. Su necesidad de certeza era proporcional a su sentimiento de duda. Si disponemos de los hechos -o los
supuestos hechos-, podemos no solo proscribir la incertidumbre, sino también albergar
la ilusión de que vivimos en un universo estático, en un mundo fijo y
predecible, del que haya sido desterrado el misterio. Se explica así que la
poesía no fuese algo que mis padres leyeran con gusto. Era el enemigo. Para
ellos, la poesía solo podía devolverle confusión al mundo, enturbiar con
ambigüedad las certezas; constituía una amenaza para el ansia que tenían de un
conocimiento que aportase seguridad. Para los lectores como mis padres, el
flirteo de la poesía con la borradura, la contingencia y hasta el sinsentido es
duro de tragar. Y aún más difícil es que la poesía, con sus figuras retóricas y
sus ritmos, proponga un estado de suspensión verbal. La poesía es la
manifestación del lenguaje en su forma más engañosa y seductora, a la vez que
imprecisa, con lo que hasta parece que se burla de nuestra ansia por la
simplificación y por un orden sencillo del que disponer. Y no se trata solo de
que la poesía prefiera que haya una multiplicidad de significados en vez de uno
dominante; es que pudiera ocurrir que nos comunicara algo que fuese más allá
del “significado”, algo cuyo origen no estuviera en el poeta, sino en la tenue
luz primera del lenguaje, en una suerte de estadio “anterior”. Puede que la
lectura de un poema sea entonces una búsqueda de lo desconocido; de algo que
reposa en el seno de la experiencia, pero que no se puede señalar ni describir
sin que resulte reducido o alterado; de algo que sin embargo se deja contener,
lo que lo hace menos terrorífico. No se trata de conocimiento, sino más bien de
una ocasión para creer, una razón para asentir, una afirmación de la
existencia. Resulta opaco y misterioso y, al tiempo que invita al lector, lo
repele. Esto desconocido puede incomodar al lector, forzarlo a hacer cosas que
atenuarán la extrañeza del poema; lo que implica por lo general inventar un
contexto en que fijarlo, algo que contrarreste el carácter incorpóreo del
poema. Como ya he indicado, puede que se establezca una relación con lo que
originó el poema (de cuya oscura morada ha emergido). Los contextos que
elaboramos en defensa propia podrían alumbrarnos, podrían explicarnos incluso
partes o rasgos del poema; pero nunca sustituirían su voz íntegra. Pese a su
poder de encantamiento, el poema se resistirá siempre a significados que no
sean parciales.
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Quizá mi
madre intuyó todo esto aquel día de 1957, y sintió que estaría más segura
dentro de su propia oscuridad que en la que le brindaba Wallace Stevens. Pero
no todos los poemas tienen como propósito recordamos lo oscuro o lo desconocido
que late en nuestra experiencia. Algunos se proponen otra cosa: hablar de lo
conocido, de las experiencias comunes que nos hacen sentir poderosamente
nuestra humanidad, las experiencias que compartimos con quienes vivieron hace
cientos de años. Es tarea difícil hablar por medio de las convenciones poéticas
y lingüísticas de una época determinada acerca de aquello que parece no haber
cambiado. Todo poema debe hablar de algún modo por sí mismo, por su propia
novedad: a partir tanto de sus ataduras a las convenciones del momento como de
su distorsión. Debe hacemos creer que lo que leemos nos pertenece, aunque
sepamos que nos está diciendo algo muy antiguo. Esta forma de engaño le permite
a la poesía liberarse de los tópicos. Cuando se repiten convenciones de otra
época ya empleadas hasta la saciedad, el efecto es banal: así ocurre, por
ejemplo, con esos versos gastados y sentimentales que se ponen en las
felicitaciones de cumpleaños. Aunque es por estas convenciones precisamente por
las que reconocemos la poesía como tal. Al recurrir a viejas figuras en
combinaciones nuevas, con ligeras alteraciones, al emplear la métrica, al usar
esquemas de rima nuevos y renovar los patrones estróficos, ajustándolos al
habla contemporánea, a su sintaxis, a sus modismos, los poemas rinden homenaje
a los poemas que les preceden. Quien no está familiarizado con la poesía quizá
desconozca esto, y no alcanzará a captarlo al escuchar la lectura de un poema.
Esta es la vida secreta de la poesía. En todo momento rinde homenaje al pasado,
prolongando la tradición hasta el presente. Mi madre, que no leía poesía, sin
duda no era consciente de esta otra vida del poema.
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Estamos en
1965. Mi madre ha muerto. Se ha publicado mi primer libro de poemas. Mi padre,
que, al igual que mi madre, no ha sido nunca lector de poesía, lo lee. Estoy
emocionado. La imagen de mi padre ponderando lo que he escrito me llena de un
regocijo inefable. Quiere hablarme sobre los poemas, pero le cuesta empezar. Al
fin lo hace. Algunos los ha hallado confusos y le gustaría que se los aclarara.
Otros le parecen completamente claros y está deseando transmitirme cuánto
significan para él. Los que más le dicen son los que dan voz a su sentimiento
de pérdida, tras la muerte de mi madre. Parecen expresar lo que él ya sabe pero
no logra decir. Su poder es casi mágico. En pocas palabras le cuentan lo que él
está sintiendo. Le ponen en contacto consigo mismo. Mi padre puede leer mis
poemas -y he de decir que podrían haber sido los de cualquiera- y adueñarse de
su pérdida, en vez de que ella se adueñe de él.
Esta
capacidad que tiene la poesía de ordenar nuestra casa interior, de formalizar
emociones difíciles de articular, es una de las razones por las que seguimos
contando con ella en los momentos de crisis y en las ocasiones en que
necesitamos saber, en pocas palabras, aquello por lo que pasamos. Pienso en los
funerales en particular, pero lo mismo se podría decir de los cumpleaños y las
bodas. Sin la poesía tendríamos únicamente silencio o banalidad: el primero,
dejándonos a solas con nuestros recursos inadecuados para experimentar la
iluminación; la segunda, abaratando con la generalización lo que desearíamos
para nosotros solos, empobreciendo nuestra experiencia, convirtiendo en
embarazoso nuestro sentido de la intimidad. Si mi padre hubiera vivido más
tiempo, se podría haber convertido en un lector de poesía. Había descubierto su
necesidad: no solo de mi poesía, sino del lenguaje mismo de la poesía, de las
formas en que construye su sentido. Y ahora que han pasado los años, cuando
escribo algo bueno pienso en mi padre complacido, y pienso también que mi
madre, si pudiera escuchar esos versos, despertaría de su siesta y me daría su
aprobación.
(Introducción a The Best American Poetry, 1991,
recogido en The Weather of Words, 2000).
Mark Strand (Summerside, Isla del Príncipe Eduardo, Canadá, 1934 - Nueva York, E.E.U.U., 2014)
(Traducción: Juan Carlos Postigo
Ríos)